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18. Dalias increadas...

Una y otra vez tratas de encontrarte a ti misma

en medio del tiempo que no para de fluir.

Abraza la herida que no cierra

y danza en la tristeza del viento. !Oh mi Dalia!

X Japan, Dahlia

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En la linfa y en la sangre. En los huesos y en la mente. En el sistema nervioso y circulatorio. En el alma y el Espíritu. Incontables espinas emergen del tallo, una infinidad de rosas brotando. Una partitura que se rompe, una tecla sin piano, una nota solitaria y un adiós inacabado. Un espacio donde el sufrimiento, la culpa y el placer se funden en una sola lágrima y mueren eternamente. Allí, cualquier cordura es imposible y la única verdad es el dolor, el amor que sufre descarnadamente por su propia carne; caída al mundo de los sentidos, de las interacciones subatómicas, de la materia y la energía que se someten al tiempo. ¡Oh Diana! Eterna sufriente del amor perdido. Ella era limbo, oxitocina, toxina erótica; una nota de piano que no acaba, la doliente Diosa Ultravioleta que rehusó la expresión. Pero ninguna emoción muere realmente, sino que es enterrada viva y sale de su tumba de las peores formas posibles, miles de rosas y espinas que te cortan la carne y ultrajan el corazón.

Berkana había llegado a lo más profundo del ser de Diana, alcanzando incluso su Espíritu enterrado bajo interminables circuitos espectrales rotos. Lo que vio la dejó horrorizada. Parecía que el cuerpo y la carne de Diana habían sido replicados, de alguna forma grotesca, en el interior de sí misma, y es que su cuerpo desnudo no era una visión o representación de sueños, sino que su carne sí estaba allí, en aquel cosmos infinito.

Allí yacía, desnuda y sujetada por tallos espinosos en una nube de rosas, con los brazos y las piernas abiertas, bañándose en sangre. Las plantas carniceras desollaban sus extremidades constantemente, la piel y la carne arrancadas se regeneraban en pocos segundos y las espinas volvían a despellejarla. Una condena como no se había visto desde tiempos de Prometeo. Otros tallos delgados, con espinas más puntiagudas, rodeaban el resto de su cuerpo y su torso. Algunos tallos, delgados como vasos capilares, se retorcían cual grotescos gusanos sobre la piel de la condenada mientras un par de espinas se introducían por sus pezones y estimulaban cada fibra nerviosa de su cuerpo. Entre sus piernas, las gruesas raíces del rosal se incrustaban por toda hendidura posible en la anatomía femenina, haciendo las delicias del hombre en una mujer. Era un espectáculo humillante, doloroso, visceral, infinitamente grotesco y enfermizo. Era lo que Berkana vio, lo que el rosal hacía con el Espíritu de Diana.

La copiosa sangre y fluidos que manaban del cuerpo de la condenada, se desperdigaban ingrávidamente por el espacio mientras delgadas raíces brotaban por doquier, absorbiendo la sangre para irrigar al rosal. Esa sangre y esos fluidos volvían al cuerpo de la condenada por medio de las raíces que la ultrajaban. El rosal entero experimentaba espasmos y al hacerlo, las raíces eyaculaban dentro de Diana aquella sangre y fluidos que las espinas le arrancaban. Toda la tortura hacía que el olor a sangre fuera insoportable, condensándose con fuerza en la lengua. Unas náuseas infinitas se apoderaron de Berkana al sentir el sabor a cobre y sangre que había invadido su boca.

La condenada lloraba a gritos, mascullando cosas ininteligibles y lanzando espasmódicos gemidos ocasionalmente. La escena quebraba a Berkana quien apretó los puños y siguió acercándose a la condenada. Entonces Diana pareció salir del ensimismamiento del dolor y fijó su mirada en dirección de Berkana. Los ojos de la prisionera derramaban lágrimas de sangre, rematados con una expresión de sufrimiento en su rostro cortado y rasmillado.

—Qui... quién eres —dijo Diana.

Tranquila, soy tu amiga. Soy Berkana. He venido a sacarte de aquí.

Diana la observó fijamente y bajó la cabeza.

—No, yo ya no puedo salir. No merezco salir. Me he acostumbrado a este sufrimiento, es todo lo que puedo merecer. Ya lo perdí todo ¡AHHHGGG! —de un tirón, los tallos espinosos despellejaron los brazos y piernas de Diana; en segundos, su piel se había regenerado nuevamente.

Esto es demasiado injusto —dijo la leviatán a tiempo que se quebraba y sus lágrimas emergían—. Lo que te pasa es demasiado horrible, no puedo aceptar que te hayás conformado a soportar esto.

—Me lo merezco.

No hiciste nada para merecerlo.

—Es por no hacer nada que me lo merezco.

¡Hacer qué, Dianara! ¡Qué culpa tenés que pagar de esta forma! ¡Por qué te condenás a ti misma!

—Porque estas rosas... ellas... —pero Diana no pudo responder. La raíz entre sus piernas empezó a bombear dentro de su cuerpo. La condenada gimió mientras una convulsión la hacía retorcerse. Cuando la raíz terminó, Diana empezó a llorar a gritos nuevamente—. ¡Ya no soporto esto, pero es lo que merezco! ¡No puedo regresar al Origen! ¡No merezco volver con mi amado, porque yo le fallé! ¡Yo no estuve ahí para defenderlo cuando lo partieron! ¡Y en una infinidad de vidas no he logrado que regrese a ser uno! ¡Siempre estuve con una mitad o con la otra, pero no logré que volvieran a ser el lobo único! ¡Les fallé! ¡Perdí la batalla!

¡Eso no es cierto! —bramó Berkana embargada por la impotencia—. Lo que le pasó a Laycón fue inevitable. Yo lo sé, lo leí de tus memorias, conozco la historia que vos y Laycón han sufrido. Pero no fue tu culpa, no tenés ningún pecado que pagar. Ahora mismo te necesitamos, Dianara. La guerra no ha terminado...

—¿Y para qué debería pelear? No, más que eso. ¿Por qué debería volver a un mundo que ya no me importa? Esta guerra es inútil. La Guerra Esencial, los Dioses leales, el Tetragrámaton, la Sinarquía, el Bafometh...; todo da igual. Ni siquiera mi amor alcanzó para evitar la catástrofe entre el Alan y el Rodrigo, entonces, ¿qué propósito tiene todo esto? Los Espíritus seguirán siendo encarnados, los niños seguirán naciendo en el mismo mundo inmundo que me atormentó incontables vidas. El ciclo de la vida no se puede cortar porque la gente no desea ser salvada, no necesita ser salvada. Ahora, estas rosas, que son tan mías como mi ser, me han enseñado que solo existo porque un soñante lejano así lo ha decidido. Mi amor por mi pareja del Origen parece no importar. Mi amor por el Rodrigo y el Alan es aún más insignificante.

Es cierto, hay un soñante. Pero hasta ese soñante tiene a un Demiurgo soñándolo a la vez. El propósito de la guerra, Dianara, no es ganarla, sino existir. Se trata de existir, simplemente. Somos el resultado de nuestras decisiones, somos aquello por lo que peleamos. Esa es la verdad de nuestras vidas.

—Existir —murmuró Diana, sonriendo con dolor—. Y cómo existiré para mi amado si las rosas no han dejado de torturarme. Lo que han hecho conmigo es tan imperdonable que él no querrá amarme nunca más.

En ese momento, Berkana entendió lo que realmente tenía a Diana encadenada a ese tormento. Su corazón se conmovió y, flotando, se acercó a la condenada lo suficiente como para alcanzar su rostro con su mano.

Lo que estas rosas te han hecho no es tu culpa, ni tampoco eres culpable de haber sentido todas esas sensaciones. Tu pureza no es por tu cuerpo, amiga mía. Tu pureza está en el coraje y valor que habés demostrado al encarnar sabiendo lo que eso significaba, solo para salvar a quien realmente amas. Tu pureza es tu fuerza, tu poder, el espectro que podés manifestar. Tu pureza es el corazón que tenés, uno que puede ser filo como una espada o duro como una piedra para vencer al tiempo. Pero a la vez podés ser bálsamo de amor para aquel que amás, y él puede ser tu lecho de flores para amar y ser amada.

Usando su espectro, Berkana creó una flor onírica. Al inicio era solo una silueta verdeazulada, pero pronto se convirtió en una hermosa flor blanca, una dalia. Berkana colocó la flor en el cabello de Diana, que estaba embadurnado de coágulos.

Vuelve Dianara, vuelve por quienes te aman.

—No, yo no puedo.

Yo vi tus recuerdos —continuó Berkana—. Sé que estás cargando todo el karma del Rodrigo y del Alan. Pero si los amás, tenés que despertar.

—¡Los lastimaré si regreso!

Aunque lo hagás, ellos te necesitan.

—Ya no quiero que nadie más salga herido. No puedo abandonar este rosal sabiendo que heriré a quienes amo. Ahora, vete.

En ese momento, como tentáculos espinosos, los tallos del rosal aprisionaron a Berkana, estrangulándola y despellejándola con monstruosa violencia. La sangre de la Centinela salió despedida de su cuerpo como champaña que es inyectada de su botella luego de agitarla. Al unísono dos tallos espinosos penetraron el cuerpo de Diana, entrando por su orificio genital y saliendo por sus hombros. Una gran "X" escarificada se formó sobre su pecho mientras sus órganos internos iban siendo desgarrados. Desgraciadamente, en los océanos cósmicos de Diana tanto ella como Berkana resultaban ser inmortales. El alivio de la muerte no las abrazó y sus gritos de dolor quedaron sellados por las nubes escarlata. Las espinas del rosal se tiñeron de rojo y millones de rosas empezaron a florecer. Los pétalos silenciaban los alaridos de las mártires que poco a poco iban perdiendo la razón.

Para Berkana el tiempo se detuvo y su corazón se partió en millones de trozos. No sabía de dónde agarrarse mientras la razón la iba abandonando. Estaba por enloquecer entre aquellas rosas cuando, como una visión milagrosa, una dalia blanca se proyectó en su mente. Entonces oyó una voz tranquila y apacible, era la voz de María-Selene.

Berkana, no te rindas. Vamos, levántate.

Quizá por efecto de la voz de María-Selene, o de la inmensa fe que Berkana depositó en ella, logró salir de su viaje a la demencia. Se alejó del dolor y proyectó su Símbolo del Origen en su mente: Tyrodingibur, el Tridente de Poseidón.

Este es un mar —pensó—, hecho del éter, la sangre y el sufrimiento de Diana. No es distinto a cualquier otro océano. Por favor, Poseidón, dame la frialdad de una serpiente, la sabiduría de un pulpo y la fuerza de un tiburón. Permíteme luchar en este océano de sangre y alcanzar la victoria. Déjame volar en el líquido y absorber sus sales. Yo seré como una sirena en la Meseta Oceánica, como el leviatán que nacerá de las conchas de piedra en las profundidades de tu reino. Por eso yo, Poseidón, soy Berkana, tu hija. Y ahora dale a mi Espíritu la frialdad de tu voluntad.

Diana estaba ahogándose en su propia sangre mientras los tallos la violaban. Quería morir, pero no moriría. No había descanso ni alivio en aquella condición. Era presa de su alma que nunca más la dejaría libre. Cerró los ojos y perdió sus pensamientos en sus hermanos y amigos.

—«Rocío, Gabriel; Alan, Rodrigo; Joisy, Edwin, Oscar; Rhupay, Valya; Berkana, Akinos. Ojalá un día sean capaces de perdonarme por mi debilidad. Mamá, lo siento tanto, papá. Tía Magui, tía Carmen. Maestra Rowena, maestro Aldrick... maestro Qhawaq, perdónenme por hacer que sus sacrificios sean en vano. Me merezco este tormento, es todo a lo que puedo aspirar. He fallado».

¡NO! —oyó Diana una voz adentro; pudo reconocer la presencia de la Virgen Morana, Artemisa misma, en ella—. Puedes estar cansada, pero no rendirte.

—«¡Oh Artemisa!» —respondió Diana, llorando amargamente.

¿Qué te aflige tanto, hija mía?

—«Fallar, les fallé a todos. No puedo pelear una batalla sin esperanzas. Mi amado del Origen seguirá partido en dos porque el soñante así lo quiso. Me he llenado de miedo por esta Visión dentro del Sueño de Amatista. He visto a un Demiurgo dentro de otro Demiurgo. Y mi amor parece no alcanzar para cambiar el destino. Solo quiero volver con mi pareja del Origen, pero no tengo las fuerzas. Este sueño me supera, no sé cómo enfrentarlo»

Es verdad, siempre ha existido un soñante tejiendo el Kaly-Yuga. Pero los misterios del Espíritu son más que la posibilidad de regresar a casa, mi amada Diana. La búsqueda de un significado no es más que el rechazo a la soledad y el miedo que inspira en el humano vivir en un universo inmenso y desconocido. La posibilidad de regresar a Hiperbórea no es una guerra solo para lograr una fuga, sino para despertar al soñante. Lo que quedará después será aquello aprendido en el honor, la lealtad, el valor y la incansable lucha de la virtud. Tu odisea no solo es para liberar a tu amado del Origen del ciclo de vida y muerte, sino para mostrar el camino a aquellos que tienen rasgo del Espíritu y muestran predisposición al retorno. Tú no fallarás mientras el amor que te trajo a este infierno siga vivo. ¿Acaso has olvidado a Laycón?

—«¡Jamás!»

Vairon y Lycanon han tomado ya una decisión y tú no eres la culpable de ella. Aún si éste era su destino, el enfrentarse hasta la muerte es el designio que ellos mismos han decidido para volver a ser Laycón, no lo decidió el soñante ni tampoco tú. Ellos también sufrirán, pero no por tu causa.

—«Pero, si regreso ellos... ellos...»

Esa no es tu decisión. Como avatar de Artemisa, tu batalla es otra.

—«¡Mi batalla es por ellos! ¡No quiero que ninguno de los dos haga un sacrificio tan cruel! Si vuelvo uno de ellos deberá hacerlo»

Eso ocurrirá aunque jamás regreses, Diana. Responde, a quién amas. ¿A Vairon o a Lycanon?

—«¡A ambos! Pero estoy sucia, marcada por el dolor. Mi regreso solo causará más sufrimiento para todos»

Dianara, el dolor es inevitable. Nadie puede escapar del dolor porque de eso se trata ser humano. ¿Cómo esperas que tu amado no sufra si sigue encarnando? ¿Cómo esperas sentirte digna si no luchas? El camino del honor es arduo y se construye con el valor de muchas vidas. Es la vía para superar al soñante. Aquellos que han realizado sacrificios para el honor no lo hicieron para ser mártires a la gloria de Jehovah-Satanás. Los que mueren en pie de guerra no tienen porque seguir viviendo el ciclo eterno de la encarnación, ni tienen que luchar para existir en el sueño de amatista. El coraje, el deseo de ser libre, va más allá de cualquier apego al amor del corazón. El amor de la sangre, pequeña, el que tú has experimentado hace cientos de millones de años y que ahora has olvidado, no conoce sufrimiento. El que se sacrifique no lo hará por dolor, sino por honor. El sufrimiento no es evitable, pero es honorable soportarlo en pie. No sientas tristeza del que muere sino del que vive sin saber que ya está muerto. Por eso, mi niña, toda derrota en la tierra es una victoria en otros cielos.

Las palabras de Artemisa habían traído paz al torturado Espíritu de Diana. Poco a poco fue recobrando la conciencia dentro de su cosmos. Las espinas la seguían vejando, destrozando todos sus órganos internos que se regeneraban, eran destruidos nuevamente y volvían a formarse. Pero el dolor de su cuerpo y su carne casi habían desaparecido. Podían desmembrarla, unirla de nuevo y descuartizarla otra vez, y posiblemente no sentiría nada.

Entonces vio un resplandor verdeazulado brillar con fuerza sobre ella. Una crisálida de espinas estaba refulgiendo ante sus ojos mientras las púas se iban deshaciendo. En minutos la luz empezó a ganar más y más brillo hasta que explotó violentamente. La onda expansiva destrozó un sinfín de tallos que eran deshechos como sal en el agua. Y en el centro del resplandor había una figura humana. Cuando la luz se hizo menos intensa, Diana pudo reconocer a Berkana flotando sobre su cabeza. Tenía brutales hemorragias desangrándola por todas partes de su cuerpo. Los trozos de sus escamas y su carne aún colgaban como tiras de pellejo sanguinolento y la mitad de su rostro era irreconocible, pero sin duda era Berkana.

¡Te voy a liberar, amiga! —gritó la leviatán y elevó el brazo—. Poseidón me dará su fuerza y te sacaré de estos mares en los que tú misma te has confinado.

El brazo de Berkana empezó a mutar súbitamente. Toda su carne, piel, nervios y músculos se desprendieron de su extremidad y sus huesos comenzaron a bruñirse con una textura metálica. En segundos su brazo se había convertido en un tridente plateado.

¡En el nombre de Poseidón, que mueran estas rosas! —ordenó Berkana con toda la autoridad del universo y bajó su brazo de golpe hacia la raíz del rosal.

Un haz cegador de luz verdeazulada descendió a la oscura fosa marina que suponía la raíz de las rosas y la cortó a la mitad. El éter líquido se llenó de sangre, oscureciéndolo todo cual un turbión de arena en las llanuras marinas. Entonces las rosas, que hasta entonces habían permanecido rebosantes de vida, empezaron a morir, siendo sustituidas por millones de dalias blancas. El éter se limpió completamente de sangre y Diana, que hasta entonces había permanecido ajena a toda la acción, fue rodeada del halo violeta de un enorme oso grizzli. La expresión de su rostro cambió, ya no mostraba dolor sino furia. Violentamente desprendió su brazo izquierdo de los tallos, luego las piernas y finalmente el otro brazo.

—Estas rosas son mi alma —dijo Diana para sí misma— Y mi alma no hará su voluntad conmigo. Artemisa lo sabe y Berkana se sacrificó para hacérmelo entender. Si no lucho con valor, no seré digna del amor de mi pareja del Origen. No puedo continuar aquí, dejando que las rosas de mi alma me ultrajen. Yo dominaré a las rosas y llenaré mi ser de dalias. ¡Éste es mi ser!

A tiempo que Diana lanzaba su declaración de guerra, una luz violeta la envolvió y estalló con la violencia de una hipernova. Todas las espinas restantes se congelaron y rompieron, las rosas de la periferia de la nebulosa murieron. La poderosa luz violeta pronto chocó con las paredes internas del corazón escarlata de la nube cósmica y sus capas internas fueron desgarradas. El exterior del cosmos de Diana se llenó de nuevas espinas, rosas de hielo y la violenta y hostil presencia de su espectro cárdeno. Sus circuitos espectrales se regeneraron y finalmente su Espíritu quedó en postura hostil hacia el exterior de ella mientras que el interior, antes lleno de espinas y sufrimiento, se inundó con la eternidad de Dianara y su espectro infinito.

El cuerpo de Diana, que estaba plagado de heridas y sangre, se limpió y una armadura de cristales de hielo violeta la cubrió. Dos enormes alas de tonos rosados emergieron de su espalda y sobre ella, el halo de un oso la rodeó. Su cuerpo herido curó inmediatamente después y su piel, brillante como de un elfo silvano, quedó bruñida por el reflejo de la luz de la luna. Como nunca antes Diana estaba desbordante de una belleza increada e infinita en el interior de sí misma.

Flotando a la deriva estaba el cuerpo herido y desollado de Berkana que yacía desmayada y sin energías. Una esquela de sangre flotaba tras ella, marcando los surcos por donde su existencia sanguinolenta se desplazaba. Diana, convertida en Dianara por el Trance Hiperbóreo, se le aproximó flotando. Miles de estrellas y galaxias brillaban con una belleza insondable e iluminaban el camino de Dianara como reflectores celestes que guiaban su avance. Tomó a Berkana entre sus brazos y besó su frente.

Gracias, hija de Poseidón. No me alcanzará la existencia para agradecer todo lo que has hecho por mí. Me hiciste recordar la importancia del valor y el coraje. Sin importar el soñante, el Bafometh, el Tetragrámaton o nuestros enemigos, yo lucharé por amor, para existir, para seguir siendo yo misma y ser digna del honor. Ahora regresemos juntas, nos están esperando.   

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https://youtu.be/GSoLM3_ZepQ

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