➳ RUSOS
De Moscú no había quedado más que las cenizas humeantes de los incendios que los propios rusos habían provocado. La política de 'tierra quemada' del Zar Alexander I no dejó nada que los franceses pudieran aprovechar a favor de su ocupación. Por esa razón aquel 14 de septiembre de 1812 el Emperador de Francia, Napoleón I Bonaparte, no encontró razón alguna para continuar ocupando Rusia y decidió que era hora de retirarse.
—Disculpe, su Majestad —se dirigió el General Emmanuel de Grouchy a Napoleón—, nos informan que los hombres del Zar han retrocedido hasta San Petersburgo.
El Emperador exhaló un lastimero suspiro, como si la noticia fuera algo que él ya esperaba pero que anhelaba no ocurriese. El objetivo de Napoleón se le había vuelto a escapar.
—Si seguimos adelante —continuó de Grouchy—, el invierno de estas heladas estepas nos cerrará el paso.
Napoleón dio la espalda a su General, no tenía la intención que su expresión de frustración fuese vista por sus hombres.
—¿Qué clase de gente quema su propia ciudad con tal de que no la tomen?
—Esta gente siempre ha tenido una vehemencia suicida, su Majestad.
—Pero esto es demasiado. Moscú no es más que una mancha de carbón en este horizonte de nieve que jamás termina. ¿Qué ganan ellos con esto?
—Nada más desafiar a su Majestad.
—¡Les haré pagar por esto!
En ese momento un mensajero apareció y entregó una nota a Napoleón. Su rostro se desfiguró de rabia cuando terminó de leer el mensaje.
—¡Que ejecuten a todos los Michelle de Normandía! —bramó el Emperador. De Grouchy se extrañó ante la vehemente sentencia de Napoleón, si bien era conocido que los Duques Michelle tenían fama de ser cercanos a la Corte de Rusia, jamás habían transgredido ninguna ley que les sopese pena de muerte.
—Si su Majestad pudiera...
—Se han marchado con los prusianos, ¡ejecutadlos a todos! Enviad mi mensaje a la vieja guardia. Que los cacen como a los perros que son.
El mensajero se marchó inmediatamente. Napoleón seguía rojo de rabia.
—Sabía que esos traidores mostrarían sus garras tarde o temprano —prosiguió el Emperador—. Las mujeres rusas pierden de pasión a nuestros hombres, en especial las de la Casa Luchnik.
—Las mujeres lo complican todo, su Majestad —contestó de Grouchy.
Una sombra inminente de derrota surcó el rostro del Emperador, recordó a Josefina y todo el odio que sintió por ella luego de repudiarla. Una mujer así no merecía ser la esposa de nadie. Sin embargo, de Grouchy tenía toda la razón en decir que las mujeres lo complican todo. Varios de sus oficiales habían perdido la cabeza por mujeres de la Corte de Rusia. Entre ellas siempre estaba la amenaza de las Luchnik, mujeres tan bellas que pocos hombres podían resistírseles; algunos decían que eran hijas de la mismísima Helena de Troya. Sus continuos coqueteos a los oficiales franceses durante su alianza con Alexander I provocó que algunos de sus mejores estrategas se perdieran en actos de pasión sin precedentes. La indisciplina reinó y tuvieron que alejarse lo más posible de aquellas rusas "cautivadoras de hombres". Entre los grandes oficiales de Francia que cayeron ante sus encantos estaban los Duques Michelle de Normandía, una de las castas más antiguas de Francia, sobrevivientes de la Revolución Democrática y poderosos aliados contra la coalición anglo-holandesa. Sin embargo, durante siglos venían cultivando fuertes nexos con los rusos y eso implicó una amenaza cuando la Tercera Coalición amenazó a las tropas napoleónicas. Napoleón ya intuía la posible traición que podría surgir y dejó todo listo para ejecutarlos.
Esa noche las tropas de Napoleón acamparon en la capital rusa y evaluaron sus pérdidas. Casi 32.000 hombres habían muerto en Borodino durante el rechazo ruso. El Emperador quería ver muerto a Mijaíl Kutúzov, Mariscal del Ejército Ruso, pero éste escapó antes que pudiera hacerle probar el acero de su sable. Las provisiones se les estaban acabando y ya no tenían medicamentos para atender a sus heridos. La contraofensiva rusa le había salido costosa a las tropas francesas. Sin embargo, y a pesar de todos los sacrificios y peripecias sufridas, Napoleón aún no había conseguido alcanzar el objetivo por el que rompió su alianza con Alexander I e invadió Rusia. Cabalgó por las principales ciudades rusas, saqueando y arrasando todo, en busca de algo; una reliquia que el Emperador quería reclamar para Francia. Sabía, por leyendas e historia y por la valiosa información de sus prisioneros de Egipto, que el Arco de Artemisa estaba en algún lugar de Rusia. Algunos le atribuyeron su custodia a los nobles Luchnik, otros decían que los guardianes eran miembros del linaje ruríkido de los Romanov. Sin embargo, Napoleón jamás pudo desentrañar el misterio y decidió buscar en cada rincón de Rusia, bajo cada piedra y hoja, hasta encontrar el arco. Los cronistas decían que cada gran Emperador ha tenido aquella reliquia ante su presencia: Nimrod, Príamo, Héctor, Alejandro, Gengis Khan, etc. Napoleón quería tener el arco para sí mismo.
La cruzada para tomar el Arco de Artemisa había mermado considerablemente las tropas francesas, Napoleón lo sabía bien. Si seguía su rumbo hacia San Petersburgo posiblemente el invierno lo atraparía. El sabor a derrota invadía al Emperador, estando tan cerca, le costaba resignarse a retirarse con las manos vacías, pero no tenía otra opción.
A mediados de octubre las tiendas de campaña ya habían sido recogidas y el Ejército Francés estaba listo para retirarse. El hambre y el frío habían empezado a menoscabar la moral de los hombres y su difícil situación los había debilitado lenta pero constantemente. Seguidos por una tormenta de nieve de glaciares proporciones, las tropas napoleónicas empezaron su penosa marcha rumbo a Varsovia hasta que llegaron al poblado de Maloyaroslávets. Sin previo aviso sus fuerzas fueron atacadas por varias baterías de cañones en ubicación desconocida. De inmediato Napoleón dio la orden de parapetarse entre los muros de piedra que separaban las propiedades de los pobladores. La niebla y la nieve no permitían a los franceses ver quien les estaba atacando. Sin tener forma de responder el ataque, las tropas napoleónicas retrocedieron y retomaron rumbo por el Oeste.
Durante varios días avanzaron bajo el constante acoso de pequeñas escuadras rusas que disparaban desde los árboles y desaparecían. Los franceses, forzados por el rechazo ruso a ir por el paso del noroeste, se toparon con el inclemente invierno ruso que empezó a aniquilarlos despiadadamente. Hambrientos y congelados los soldados napoleónicos se habían sumergido en una lenta agonía de hielo. Rusia les estaba atacando con su arma más terrible y poderosa: su invierno.
Era 23 de octubre de 1812. Las tropas de Napoleón estaban a pocos kilómetros de Varsovia, sin embargo; el hostigamiento de los rusos persistía, incluso más allá de la frontera con el Ducado Polaco. Más de la mitad de los hombres franceses habían caído víctimas del invierno ruso. Los que quedaban casi no podían oponer resistencia y mientras más se prolongaba la marcha sobre el hielo, la desastrosa retirada de Moscú se tornaba más dramática. El propio Napoleón se sentía débil, su provisión personal de alimentos casi se había acabado y el Emperador francés empezaba a sentir la crueldad del frío y el hambre que asolaba a sus hombres. En tal momento de desesperación, ninguno de los hombres del puesto de vigilancia notó que los habían rodeado un grupo de encapuchados de capa negra que saltaban sobre los árboles como si fueran linces de montaña. La larga hilera de franceses fue pronto flanqueada sin que nadie se percatara de ello y entonces una lluvia de flechas cayó sobre ellos, acribillándolos. La corneta sonó y los soldados tomaron posiciones, disparando a los árboles, combatiendo a un enemigo invisible. Otra oleada más de flechas les cayó encima, matando a otro grupo de franceses.
—¡Alto al fuego! —ordenó Napoleón—. ¡Todos, cubrirse en los árboles!
Los soldados franceses corrieron bajo la nieve hacia los huesudos árboles que les rodeaban. Otra oleada de flechas les cayó, pero esta vez los troncos los protegieron. Entonces Napoleón pudo ver varias sombras a su izquierda.
—¡Fuego al Sur, a discreción!
Ordenó el Emperador y sus hombres dispararon, un par de encapuchados cayeron de los árboles. Napoleón volvió a dar orden de disparar, algunos encapuchados más cayeron y entonces un resplandor violáceo, como una estrella fugaz, se hizo espacio entre la niebla y la nieve para deslumbrar a los franceses. Cuando el fulgor estuvo cerca de la vista de Napoleón, el Emperador notó que aquello era una flecha luminosa que caía a toda velocidad en su dirección. Se bajó del caballo de un salto y se cubrió tras un tronco. Entonces en el suelo una deflagración ensordeció a los franceses. La temperatura bajó de tal forma que algunos murieron instantáneamente. Algunos soldados se helaron por completo y cayeron bajo efectos de la hipotermia. El caballo de Napoleón se convirtió en una magnífica escultura de hielo.
La cabeza de Bonaparte daba vueltas como si le hubieran dado un garrotazo sobre el cráneo. No podía mover las piernas, las tenía totalmente entumecidas. Al examinarse notó que tenía toda la ropa llena de cristales de hielo y escarcha. Se estaba congelando. Salió de su tronco y notó que la madera estaba completamente congelada, si no hubiera sido por ella él también habría muerto por congelación. Se arrastró hasta un pequeño claro sobre una explanada ligeramente elevada y descubrió que varios de sus hombres se habían convertido en estatuas de hielo, otro buen tanto yacían en el piso. Nadie quedaba en pie. Napoleón sintió una orfandad como jamás en la vida había sentido, hizo un esfuerzo sobrehumano por reaccionar y logró incorporarse. Estiró las piernas y, poco a poco, iban recuperando su movilidad. Caminó en el campo helado y no encontró señales de vida. El segundo batallón estaba a casi media hora de marcha, avanzando por la retaguardia. No tenía más remedio que quedarse allí y esperar que el resto de sus hombres le alcanzaran.
Con la vista buscó algún lugar donde camuflarse y entonces percibió, casi intuyó, la arremetida de un atacante a sus espaldas. Por acto reflejo Napoleón desenvainó su sable y se cubrió de la feroz estocada de un encapuchado cuya espada debía ser del tamaño del propio Napoleón. El filo acerado de su adversario buscó mortalmente rebanar su cuerpo. En aquel momento, Bonaparte sintió miedo y el desesperado impulso de preservar su vida. Se cubrió dos veces más con su sable pero la tercera estocada destrozó la hoja como si se tratase de una lámina de aluminio. El Emperador cayó al suelo con la muñeca casi partida por el golpe. Por un instante tuvo una visión del presente, el pasado y el futuro; casi podía percibir la presencia de la muerte rodeándole. Cerró los ojos y esperó el final, pero su atacante nada hacía, solo sostenía su gigantesca espada a unos centímetros de Napoleón. El Emperador abrió levemente los ojos y notó algo insólito: cruzándole el pecho a su oponente, un arco con una gema verde incrustada en su mira, resplandecía. El pecho de aquel humano tenía senos, no era un hombre, era una mujer. La sola idea nubló la lógica de Bonaparte quien pronto ya no supo que pensar.
—¡Acabad conmigo y libradme de esta deshonra! —gritó Napoleón, pero ella no dijo una sola palabra.
"Quizás no entiende francés, quizás sea una rusa que solo habla su lengua", pensó Bonaparte y le habló en ruso.
—¡Matadme, no dejéis vuestra victoria y mi derrota sin culminar!
Silencio, una vez más. Ella no quitaba la hoja de su espada del cuello de Bonaparte, tampoco se movía, su quietud era pétrea, totalmente inerte. Lentamente la gigante arma empezó a descender hasta que ya no amenazó el cuello de Napoleón. Pero aún así éste tampoco se atrevía a moverse, ella tampoco registraba mayor movimiento que el de su brazo bajando.
—No es un mal combatiente —dijo la mujer en fluido francés—, pero está totalmente desorientado.
Napoleón se sintió infinitamente confundido.
—Pagará por esta infamia. ¡¿Acaso no sabe quien soy!? —gritó Bonaparte, iracundo.
—Napoleón de Francia —replicó la mujer—. Sé perfectamente quien es usted, no es el primero que entra a Rusia y pretende adueñarse de nuestra plaza liberada, y no será el último. Gengis, Constantino, Federico, muchos lo han intentado, pero Rusia es indomable y nadie puede someterla a su yugo.
—¡Quien se cree que...!
El Emperador ya no pudo contenerse más y se levantó de golpe, tomó su sable roto y cuando estaba por atacar vio nuevamente la inmensa hoja de la espada de la mujer casi sobre su cuello.
—No haga que le mate, su Majestad. Usted ha perdido esta batalla, así que sea un buen perdedor y capitule este día al destino que le ha correspondido.
—¡Quien se esconde bajo esa capucha! —respondió Bonaparte. La mujer agachó un poco la cabeza y se quitó la capucha. Era increíblemente hermosa, de cabellera castaña, facciones afiladas y ojos líquidos como la miel.
—Shasha Luchnienko, Princesa de San Petersburgo e hija del Duque de Kistersky y la Condesa Elena de Luchnik.
Aquello era algo para lo que Napoleón no estaba listo. No solo había sido vencido por una mujer sino que además resultó ser miembro de la dinastía Luchnik, la pura cepa de la nobleza rusa. Por inducción Bonaparte supo que, entonces, el arco que llevaba colgado en el pecho no podía ser otro más que...
—Bien, me rendiré —dijo Napoleón y tiró su sable—. Pero rogaré que también su Señoría baje el arma y resolvamos esto de forma civilizada.
Shasha miró a Napoleón y lentamente bajó su espada y la clavó en la nieve.
—Quiero retirarme con mis hombres —continuó Napoleón—, el invierno nos ha ganado y nuestras provisiones casi se han acabado. Pero vuestras tropas nos han estado atacando desde nuestra retirada de Maloyaroslávets.
—Se equivoca, su Majestad. Mis hombres no os han atacado, ustedes han sido mermados por las fuerzas del Mariscal Mijaíl Kutúzov.
—Ese cerdo ruso —masculló Napoleón.
—Le pedí al Mariscal Kutúzov que cese toda hostilidad si lograba hacerle a usted capitular —dijo la bella dama.
—¡Qué infamia!
—Pero antes de dejarle marchar con sus hombres, su Majestad, va tener que responder mis preguntas.
La mirada de la mujer se clavó directamente en los ojos de Napoleón, él no podía desviar la mirada siquiera, la sola presencia de Shasha le sobrepasaba.
—¡Soy el Emperador de Francia! —bramó— ¡Nadie osa ordenarme nada!
—Le recuerdo, su Majestad, que no está posición de negarse. Con una sola orden mía podría aniquilar a todos sus hombres y darle a usted un destino mucho peor que la muerte. Su deshonra en vida no tendría límites y por mucho que desee morir, no lo lograría; no es algo que pueda imaginar ni en sus peores pesadillas.
Los ojos de Shasha no mentían, Napoleón se sintió invadido por el terror de esa almizcleña mirada de ámbar. La belleza de aquella mujer era tan mortal, como admirable. Sus palabras brotaban de su boca con una certeza letal y su postura, ante Bonaparte, loaba la pureza de su sangre. Él podía percibir ello, podía enamorarse de Shasha y luego abandonarse a un fragor pavoroso. Podía imaginarse a sí mismo con ella en la cama, penetrándola con violencia, y luego sentir que le asesinaba clavando una daga directamente en su corazón. En toda su vida jamás el Emperador de Francia había presenciado tal poder en una mujer. Tan solo bastaron unos segundos y Bonaparte se perdió, se enamoró profundamente de ella y a su vez la odió.
—Habré de responder entonces —replicó Napoleón.
—¿A qué vino a Rusia? —la pregunta de Shasha fue ríspida y cortante. Napoleón señaló con su dedo el arco que colgaba del pecho de ella.
—Vine por el Arco de Artemisa.
La mujer miró su arco y luego a Bonaparte.
—Muchos han venido por él en el pasado.
—Pero me correspondía a mí tenerlo.
—¿Por su gloria personal?
—Por la gloria de Francia.
—¿Acaso no sabía que esta es una reliquia del Imperio de Rusia?
—¿Acaso usted no se enteró que Francia es el Imperio universal de Europa? Rusia solo es un ducado más en los planes del Imperio.
—No me interesan vuestras voluntades geopolíticas, resolved aquello con el Zar Alexander.
—Vosotros, los rusos, tenéis una actitud muy excluyente a la civilidad de Occidente.
—Mientras que los franceses aún no habéis entendido bien cuál es vuestro papel en Europa.
—Créame que ya lo sabemos —replicó Napoleón—. Ya tuve que enfrentar la traición.
—Se lo voy a decir una sola vez, su Majestad —el tono de Shasha era agresivo—. No regrese jamás a Rusia, olvide el Arco de Artemisa y deje de perseguirlo.
—No me rindo tan fácilmente.
—Esta vez sí. Dígales a sus maestros Masones que se alejen de nuestra plaza liberada.
La sola mención de la masonería llenó de intriga a Bonaparte. Pocos sabían del auspicio secreto de la Fraternidad Blanca a la causa napoleónica.
—Hace afirmaciones muy osadas, su Señoría —respondió Napoleón.
—La osadía es tradición en mi linaje.
La mujer dio la espalda al Emperador y empezó a retirarse; pero Napoleón no dejaría que ella se quedase con la última palabra.
—¡La flecha! —dijo Bonaparte en voz alta—. ¿Esa flecha de hielo que congeló a mis hombres fue lanzada de ese arco?
La mujer miró al Emperador por encima de su hombro y asintió, después caminó hacia los árboles y se perdió entre la bruma para siempre.
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