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➳ MONGOLES

En el año 1222 de Nuestro Señor, los mongoles, al mando de Gengis Khan, habían invadido todos los principados rusos entre los ríos Volga y Dniéper. Con sus fuerzas diezmadas, los rusos no tuvieron más opción que citar a los kanatos en la ciudad de Nóvgorod para negociar una posible tregua. El Príncipe de Vladomir, Yaroslav Vsevolodovich, presidió la delegación de los principados rusos y del Zar de Polovtzy. Las negociaciones culminaron con el secuestro, despellejamiento en vivo y posterior descuartización de Yaroslav. El príncipe ruso había fracasado al desafiar al kanato. Ni bien concluyó la reunión de Nóvgorod, las hordas mongolas avanzaron hacia el norte, con rumbo a Moskovia, saqueando todo cuanto encontraban a su paso.

El invierno se aproximaba y las estepas empezaron a enfriarse y pintarse del blanco de la nieve. Gengis Khan estaba a pocos kilómetros de Moskovia, si la invadía, la derrota rusa sería definitiva y perpetua. Los rusos serían extinguidos del mundo y en su lugar surgiría el poder de una horda mongola que tomaría el mundo por asalto. Todos caerían bajo el yugo del Khan: romanos, ingleses, francos, Califas árabes, nipones, hindis, persas, vikingos e incluso esas molestas y curiosas gentes del otro lado del mar. Gengis casi podía intuir la vastedad de su imperio y su derecho divino de gobernar todo cuanto estuviera bajo el sol; sin embargo, algo en su interior le drenaba las energías. Gengis estaba preocupado por una piedra verde que halló el invierno pasado a orillas del Mar Negro. De inmediato el Khan supo que era una gema de los dioses y, por alguna clase de superior voluntad divina, se vio impulsado a enviar la piedra al único hombre de Europa en el que confiaba: Federico II, Rey de Sicilia. En aquella piedra se hallaba grabado un pacto tripartito para instaurar el Gran Imperio; las tres partes serían: Gengis Khan, Emperador del Asia; Federico II, Emperador de Occidente; y los Dioses de más allá del Cielo, Leales a los hombres. Ese pensamiento asediaba a Gengis y le impedía estar totalmente concentrado para su invasión a Moskovia pues, antes de llegar a Suzdal, pudo sentir la misma perturbación en el aire que sintió cuando halló la piedra en el Mar Negro.

Aquella noche de invierno, Gengis Khan y sus generales ofrecieron un banquete para celebrar la pronta caída de Rusia. Tenían que prepararse adecuadamente pues el tiempo para su invasión era muy escaso. Por un lado, los suecos avanzaban desde el báltico hacia el Volga; y por el otro tenían el sitio japonés en el otro extremo de su imperio. El Khan no podía perder muchos recursos en su toma de Moskovia y su forma de alentar a sus hombres era con una fiesta que jamás pudiesen olvidar.

La comida empezó a llegar en innumerables bandejas para todos los oficiales y la numerosa tropa de la horda. La bebida perdió a los hombres y la euforia estalló como un volcán durante la noche helada. El banquete se fue convirtiendo en una majestuosa orgía. Habían suficientes mujeres para todos, la mayoría eran bellas damas traídas de Kiev, Vladomir, Nóvgorod, Polska y del norte de Bulgaria. Sin duda no había punto de comparación entre aquellas hermosas europeas y las ríspidas mujeres mongolas a las que la horda estaba acostumbrada. Ya sea por voluntad propia o por violación, todas las mujeres presentes fueron ofrecidas a los hombres del Khan que se satisficieron con las delicias ofrecidas por Gengis. Varios soldados fornicaban con dos o tres damas a la vez, las que eran vírgenes sufrieron violaciones multitudinarias. La bebida no faltaba, ni la comida. Algunos comían y bebían mientras fornicaban. Otros exhibieron sus fetiches con la comida y toda clase de uso genital de las mujeres que tenían: el vino servido en la vagina de una mujer europea tenía un mejor sabor que los que se servían en vasos de barro.

La orgía estaba en su clímax cuando el ruido ensordecedor de una explosión y una luz violeta rodearon a la horda y sus esclavas. El banquete se interrumpió, el ruido hizo salir a todos de su estado de embriaguez, se vistieron y tomaron sus armas.

—Señor, la armería —reportó uno de los oficiales a Gengis.

El Khan, junto a algunos de sus hombres, se dirigió a la carpa almacén de armas y lo que halló apenas lo podía creer. La lona y todo cuanto había en ella estaba tan congelado que ni siquiera se podía tocar sin sufrir serias quemaduras por el frío. Un revestimiento de escarcha violeta se formó en el suelo que emitía vapores gélidos y resplandores refractantes por la luz de las antorchas.

—¡Dónde están los guardias! —bramó Gengis, uno de sus generales señaló con el dedo.

Ambos mongoles que custodiaban la armería se habían convertido en perfectas estatuas de hielo cárdeno. Los rostros de horror expresaban el pánico y dolor que debieron sentir al momento de su muerte. Gengis no podía comprender qué clase de poder divino o infernal sería capaz de congelar así a sus hombres, aún más trabajo le resultaba mesurar la temperatura que rodeaba el almacén. Estaba tan frío que apenas se podía respirar en el perímetro.

—¿Alguien vio lo que ocurrió? —preguntó Gengis.

—Dos esclavas estaban en cercanías —replicó un soldado.

—¡Traedlas ante mí! —ordenó el Khan.

Dos jóvenes muchachas eslavas fueron llevadas ante Gengis. Estaban golpeadas y era notorio que los guardias del almacén las habían forzado a tener relaciones con ellos. Las dos muchachas, luego de ser usadas, fueron devueltas a la carrocería prisión de la horda, razón por la que el frío letal no las mató.

—¡Vosotras dos me diréis lo que ocurrió aquí u os cercenaré los pezones y les haré comerlos! —gritó Gengis, furibundo. Ninguna de las dos chicas parecía dispuesta a hablar, el temor las había petrificado—, ¡estoy esperando! —rugió Gengis y una de ellas murmuró:

—Los Luchniks —dijo.

—¿Luchniks? —cuestionó Gengis, extrañado—. ¡Qué brujerías estáis invocando en vuestra lengua, sucias meretrices!

—Arqueros Luchniks —dijo la otra chica con la voz trémola—. Señores de la Casa de Rurik.

Gengis era un hombre ciertamente bárbaro, pero no era ningún estúpido. El Emperador mongol era muy culto e inteligente, características que, en desmedro de sus barbáricas acciones, no tenía nada que envidiar a los eruditos griegos. Él sabía perfectamente que Rurik fue el príncipe varego que fundó la Corte de Rusia; sin embargo, el Khan suponía que tras la muerte de Vladimiro I ya no existirían más descendientes de la Dinastía Ruríkida.

—¿Acaso creéis que soy tonto? —increpó Gengis a las muchachas—. La Casa de Rurik se extinguió hace siglos, además, así el mismísimo Rurik hubiera vuelto a la vida para atacar a mis hombres, no existe poder humano que pueda congelar a mis soldados, a mis carpas y a mis armas.

—Señor, rogamos vuestra piedad —suplicó una de las chicas—. Los Luchniks solo desean a su pueblo a salvo.

Gengis abofeteó atrozmente a la joven que clamaba misericordia, no podía consentir que una miserable prostituta rusa le hablara de esa forma.

—¡Mataré a cada ruso que respire bajo el cielo, juro que...!

No terminaba el Khan su sentencia de muerte cuando otro resplandor violáceo seguido de la deflagración de un trueno retumbó hasta el lugar donde se encontraba. La luz había venido del campamento central donde se hallaba el grueso de su tropa.

—Al mando y traed a estas meretrices —dispuso Gengis y corrió a su carpa de mando.

El panorama que lo recibió fue desolador. Todo estaba completamente congelado. El suelo parecía una enorme pista de hielo sobre la que se erigían innumerables esculturas congeladas de una horda mongola que abarcaba hasta el horizonte. El color violeta de ese hielo era tan antinatural que a Gengis le parecía obra de algún demonio. El hielo jamás tiene esa coloración sutil magenta y sin embargo aquellos cristales refulgían siniestramente ante la luz de sus antorchas. Incluso el fuego de los fogones se congeló de forma que las propias llamas se habían solidificado en sus diversas formas ígneas. Gengis aulló de la rabia y golpeó el suelo por la impotencia que sentía.

—Qué clase de demonio puede hacer algo así —murmuró el Khan.

—¡Señor, las esclavas están escapando! —gritó uno de los soldados desde una colina.

—¡Matadlas a todas! —ordenó Gengis con los ojos desorbitados por la rabia.

Los mongoles no tuvieron tiempo ni siquiera para alzar sus arcos contra las esclavas rusas que escapaban por la explanada. Una lluvia de flechas cayó del cielo sobre los hombres de Gengis, acribillándolos. Los menos se pusieron a cubierto mientras la mayoría caía ante el asedio de las flechas. El propio Khan no podía identificar por dónde estaban siendo atacados. Miró de un lado al otro, buscando algún atacante en las colinas cercanas. De pronto un hombre encapuchado y cubierto con una túnica negra apareció de la nada y atacó a Gengis. El líder mongol desenvainó su espada y trató de defenderse de las fuertes estocadas de su atacante desconocido. Aquel rival era totalmente distinto a todos los que Gengis había conocido, sus reflejos y agilidad eran felinos y su fuerza era tan grande como la de un oso. Las chispas entre las espadas del encapuchado y del Khan iluminaban levemente el rostro de aquel anónimo velado tras las tinieblas heladas de esa noche rusa. Finalmente, de un golpe de espada, la hoja del arma de Gengis se partió y voló por los aires. El filo metálico de su oponente se había situado en su cuello, listo para rebanarlo.

—¡Vamos, hazlo! —retó Gengis—. Tendrás que matarme o yo te mataré.

—¡Basta, Dragomir! —se oyó una potente voz femenina de mando.

En cuestión de segundos el Khan se vio rodeado de varios arqueros cubiertos tras velos negros y con sus flechas apuntándole. Sus hombres sobrevivientes habían sido tomados prisioneros, el mismo Gengis evaluó la situación y no tuvo más que asumir que le habían atrapado.

—Quienes sois vosotros —cuestionó el Khan con la voz envenenada por la ira.

No hubo respuesta, los atacantes desconocidos se limitaban a observarle y apuntarle.

—¡Quienes sois! —rugió Gengis.

Repentinamente la temperatura bajó hasta los límites del congelamiento. El cambio había sido tan brusco que Gengis cayó de rodillas al suelo, tiritando del frío. El Khan sentía que se le congelaban los huesos y que el aire que respiraba le helaba el cerebro. Su vista se le nubló, se apoyó con sus manos en el suelo haciendo un esfuerzo supremo por no desvanecer. Entonces vio borrosamente acercarse una figura con forma humana. Cuando estuvo más cerca notó que era una mujer con una larga capa y capucha azuladas. En su mano llevaba un arco diferente a cualquier otro que Gengis hubiera visto en su vida, era de hueso. De inmediato su vista se fijó en la gema verde que llevaba incrustada en medio. Esa piedra era exactamente igual a la gema que le envió a Federico II de Sicilia.

—Señora, ya hemos rastreado su campamento y el transductor no está ahí —dijo uno de los encapuchados a la misteriosa mujer.

—Entiendo —murmuró y miró de reojo a Gengis. Aquella mujer tenía los ojos acaramelados y líquidos, o al menos eso parecía, las sombras de su capucha no permitían admirar bien su rostro—. Solo el mongol debe saber su paradero.

—¿Y sus hombres?

—Repatriadlos, otra horda más viene en camino y tomará el lugar de ésta.

—La Corte de Moskovia nos acusaría de traición si deja a estos mongoles con vida.

—Y los Dioses Leales nos acusarían de traición a todos nosotros si los ejecutamos.

El soldado asintió aunque no se veía conforme.

—Llevadlos a la frontera del Dniéper, luego dadles hidromiel y que olviden todo.

—¿Y qué haremos con el Khan?

—Voy a interrogarlo yo misma.

—Usted sabe que estos mongoles tomarán Moskovia.

—Lo sé, Dragomir, pero este es un conflicto en el que no debemos intervenir.

De forma repentina la temperatura empezó a ascender nuevamente. Gengis dejó de sentirse mareado y el frío se hizo soportable. La mujer se hincó a su lado y le miró profundamente. El Khan se sintió inmediatamente hipnotizado ante aquellos ojos citrinos. Era una mirada diferente, como nunca antes había visto en otra persona.

—Señor de Mongolia —le dijo la mujer—. Necesitamos saber algunas cosas.

—No tengo nada de qué hablar —desafió Gengis—. Os juro que mis hijos vengarán mi muerte y se comerán vuestros corazones y usarán vuestros huesos para hacer botones.

—Está equivocado, Gengis. Nosotros no vamos a matarle.

—Ni bien pidáis rescate por mí, mis tropas os encontrarán y les descuartizarán. No obtendréis una oblea de oro de mi imperio.

—Tampoco queremos un rescate o su oro, Gengis —el Khan estaba desconcertado, no solo por la extraña condición de su cautiverio ante esos rusos sino también por el excelente mongol en el que la mujer le hablaba. Jamás había oído a un extranjero que hablase tan bien el mongol.

—Sea lo que sea que queráis de mí, no lo vais a conseguir.

—¿Es que no comprende, Gengis? Ya casi lo hemos obtenido.

Gengis estaba tan confundido que una mueca se le escapó contra su voluntad. La mujer continuó:

—Usted encontró una gema a orillas del Mar Negro, una Piedra de Agartha que sirve como transductor para comunicarse con los Dioses. ¿Dónde la esconde?

Era indudable que la mujer le preguntaba por la gema que envió a Sicilia. Gengis se negaba a responder sus preguntas, pero los ojos de la mujer le habían desposeído de toda defensa.

—Esa piedra... —dijo Gengis aún contra su voluntad—. La envié a Europa, a la Corte de Federico de Sicilia.

La mujer suspiró aliviada. Era como si el Khan le hubiese dado una gran noticia. Ella se incorporó y extendió la mano a Gengis para ayudarlo a levantarse. El mongol no entendía por qué la actitud de su enemigo había cambiado tan rápidamente.

—Ha hecho lo correcto, Señor de Mongolia.

—¿Qué queréis de esa piedra? —cuestionó Gengis.

—Solo que esté a salvo.

—Quienes sois vosotros, ¿no sois rusos acaso?

—Lo somos, nuestro linaje es parte de la Corte de Moskovia; pero esta guerra entre la Horda y los Zares no es algo que nos involucre, nosotros tenemos otra misión.

—Son traidores entonces.

—Somos leales al legado de nuestros ancestros, Señor de Mongolia, y a nuestra ley; que no es necesariamente la ley de la Corte de los Zares.

Gengis observó el arco que la mujer sostenía entre su mano, ella notó que el Khan miraba la reliquia:

—Usted conoce este arco —dijo la mujer.

—Me es conocido.

—Eso es porque usted es un hombre de Sangre Pura. El objeto que ve es el Arco de Artemisa. Nuestros ancestros lo recuperaron de Alejandro de Macedonia durante su combate en Persépolis. Con este arco los demonios del Elbruz fueron vencidos ante los ojos de los romanos. Este arco y su gema son otro transductor que nosotros custodiamos.

—¿Qué tiene de especial esa piedra?

—Es un Graal, Señor de Mongolia. Une a los hombres con los Dioses.

—¿Sus dioses?

La mujer negó con la cabeza.

—Con los Dioses Leales a todos los espíritus de los hombres.

—Suena al cristianismo de los romanos.

—Pero no lo es. No defendemos los intereses católicos. Nuestra misión es únicamente proteger los transductores del enemigo.

—¿Qué enemigo?

La mujer suspiró, vio que sus hombres ya se llevaban a los mongoles al Dniéper. Luego volcó su mirada hacia el campamento congelado, totalmente detenido en el tiempo por el poder de una flecha lanzada por el Arco de Artemisa. Las esclavas eslavas habían sido liberadas y pronto llegarían a sus pueblos, pero el avance mongol retomaría las tierras perdidas esa noche. Ella sabía que no debían impedir que la Horda avanzara, aunque ese pensamiento tampoco le satisfacía.

—El enemigo de todos nosotros, Señor de Mongolia, está en un lugar muy lejano a nuestras tierras. Usted lo sabrá y lo recordará dentro de poco.

Con su última sentencia, aquella guerrera anónima se disponía a irse, pero Gengis la tomó del brazo.

—Su nombre —le preguntó, la mujer le miró de reojo y respondió:

—Yo soy Dianara, una arquera Luchnik; y usted es el Señor de Asia. No olvide eso cuando la muerte le visite, Gengis Khan.

https://youtu.be/pD1gDSao1eA

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