9. El Camino de los Dioses...
El Camino de los Dioses es un sendero construido hace 4900 años por los Atlantes Blancos en la América del Sur. Cuando los Incas y todos los imperios de la Edad de Bronce nacieron, el camino ya estaba allí.
La mayoría de las rutas precolombinas de Sudamérica fueron construidas y usadas por la realeza del Cuzco. Los dos Caminos Reales hallados por los conquistadores de Pizarro seguían una ruta paralela al Camino de los Dioses: la ruta costera nacía en Tumbes y llegaba hasta Talca, en Chile, 4.000 kilómetros después; la central, mil kilómetros más extensa, partía desde Quito y concluía en la cuenca del Titicaca, a orillas del Río Desaguadero. El Camino de los Dioses, mucho más oriental, también terminaba su recorrido en la cuenca del Titicaca. Pero la diferencia radicaba en que los Caminos Reales eran sendas por las que se canalizaba toda la actividad del Imperio, en cambio el Camino de los Dioses era una ruta secreta, solo conocida y empleada por los Amautas del Bonete Negro. Los únicos que habían podido transitar por la ruta aparte de los Amautas fueron los iniciados europeos en el Culto del Fuego Frío de Pyrena, llegados desde España en 1535 al mando de Lito de Tharsis. El tránsito por el Camino de los Dioses se mantuvo hasta 1789, fecha en que los Señores de Skiold sellaron el Paso del Inca ante la inminente guerra independentista sudamericana, ocasionada como consecuencia de la Revolución Francesa.
Años más tarde, el propio Simón Bolívar se obsesionaría con la leyenda del Camino de los Dioses. Viendo la amenaza que los Estados Unidos de América podrían representar en el futuro para las colonias recién liberadas, y sintiendo el místico poder que recorría el continente entero, Simón Bolívar empezó la búsqueda secreta del Camino de los Dioses indagando en todos los Virreinatos instituidos por la Corona Española; desde Nueva Granada, Bogotá, Perú y la Gran Charcas hasta las provincias de La Plata, Tucumán y Santiago. Sin embargo, los agentes Gólen de la Corona Inglesa perseguían el mismo objetivo que Bolívar con la finalidad de tomar colonias en América del Sur y recuperar las que habían perdido en América del Norte. Por esa razón, y viendo el peligro que corrían los secretos del continente sudamericano, los Señores de Skiold sellaron todas las fuentes espectrales de Sudamérica. Cuando el eje carismático se perdió, se estableció una imposibilidad política y psicológica para generar un gran país en la América del Sur. La creación de la República de Bolívar, más tarde renombrada como Bolivia y gestada por Antonio José de Sucre, ocasionó el último cierre estratégico. Una larga carencia de energías y poder se estableció en todo el continente hasta que en 1899 el Camino de los Dioses fue nuevamente transitado por los descendientes de Skiold y, décadas más tarde, por representantes del Estado Boliviano totalmente ajenos a los intereses de las dictaduras.
Como el Camino de los Dioses solo podía ser atravesado por aquellos que fuesen Iniciados en la Sabiduría Hiperbórea, ni los conquistadores españoles ni los exploradores bolivianos modernos habían podido dar con el sendero hasta que un descendiente de los Señores de Skiold se puso en contacto con el Presidente boliviano Germán Busch Becerra. De ese modo se estableció una Agencia Boliviana de Exopolítica que gestionó la creación de un grupo de élite en el Ejército, cuya finalidad era mantener un nexo entre las civilizaciones de otros mundos y el Estado Boliviano.
En 1956 se retiró la guardia permanente de la entrada al Camino de los Dioses viendo que el Presidente Víctor Paz Estensoro, servidor de las fuerzas Golen-masónicas, había puesto sus ojos en las rutas secretas que unían las regiones andinas con otros mundos. Los guardias del Camino quemaron los mapas y coordenadas que llevaban a la entrada de la ruta secreta que luego abandonaron. Por años trataron de huir a la Argentina para reunirse con la Orden de Caballeros Tyrodal de Salta, pero fueron capturados por agentes del Mossad y la B'nai Brith de Israel, traídos a Bolivia bajo salvoconducto del dictador Luis García Meza, en 1981, y murieron durante los terribles interrogatorios.
La ruta secreta quedó perdida hasta que en 1990 un descendiente de los Señores de Skiold retomó el contacto con personeros confiables en el Alto Mando del Ejército de Bolivia y, al margen de los gobiernos democráticos, establecieron una nueva Guardia Permanente en la entrada al Camino de los Dioses. Varios Oficiales estuvieron a cargo de mantener la vigilancia hasta que en 1999 el Mayor Orlando Cuellar fue asignado por razones estratégicas al mando de la Guardia Permanente a la entrada. Para el año 2000 el Camino de los Dioses recuperó su status como ruta principal entre la Tierra y las civilizaciones de otros mundos. Uno de esos mundos, gemelo de la Tierra y situado en un septentrión espacio-temporal paralelo al Sistema Solar, estaba habitado por una avanzada civilización de guerreros, agricultores, artesanos y estrategas hiperbóreos cuya existencia se había desencadenado como parte de una estrategia de los Dioses para apoyar a los hombres en el Fin de la Historia. Esa civilización había interactuado con los hombres de América del Sur durante siglos. Su ciudad era conocida como la Ciudadela de Erks.
La misión de Rowena era llevar a sus pupilos a la Ciudadela de Erks, pero debido a la naturaleza de laberinto del sendero eso no sería tan fácil, al menos no mientras los chicos no tuvieran su espíritu despierto. Gran parte del Camino de los Dioses era subterráneo y tenía varias ramificaciones que conducían a diversas partes. Una de ellas era la Isla de Koaty, en el final del Camino, sobre el lago Titicaca, lugar donde se refugiaron los Señores de Skiold durante la masacre muisca y aymara perpetrada contra el Casique Voltán del Imperio Inga. Otro sendero iba hacia Tiwanaku, la antigua capital Inga construida por los Atlantes Blancos hacía milenios. Al Norte se dirigía hacia el Cuzco, la capital Inca; y tenía una pequeña bifurcación al Oeste: la entrada a Erks. Rowena sabía muy bien que llegar sería una ardua faena; por lo tanto, debía ser cauta.
La noche había concluido y el sol se asomaba tímidamente por el horizonte. A las cinco de la mañana la corneta dio la señal del inicio del día que, como lo hiciera un buen gallo madrugador, despertó con su melodía a todo el campamento. Los viajeros también despertaron y al salir de sus carpas fueron sobrecogidos por el paisaje que las tinieblas nocturnas les habían ocultado al llegar el día anterior. El monte Illimani, con sus 6,462 metros de altura sobre el nivel del mar, se levantaba abrumador, cubriendo una gran parte del horizonte y postergando la salida del sol. El nevado se veía de un tamaño tan gigantesco que empequeñecía cualquier otro detalle del paisaje. Sin duda el campamento debía situarse muy cerca de la gran montaña pues a una distancia mayor su verdadero tamaño se camuflaba entre los otros glaciares de la cordillera. Fue el monte Illimani lo primero que los muchachos vieron al salir de sus carpas, quedando totalmente sorprendidos por su majestuosidad.
Promediaban las seis con treinta cuando la caravana quedó lista para partir. A la cabeza iría la guía, Rowena, junto a Edwin. En medio se acomodarían los más jóvenes de la compañía: Diana, Rocío, Gabriel y Rodrigo. Atrás irían los más grandes: Oscar y Jhoanna. A lomo de caballo llevarían bolsas de dormir, provisiones, vituallas, agua, leña seca y otros elementos que requerirían durante su viaje.
Debido a la naturaleza del camino resultaría imposible transitarlo en automóvil, así que tendrían que viajar a pie. Sería una larga peregrinación rumbo a lo desconocido.
Las despedidas fueron emotivas. No solo por el hecho de ver insólitas lágrimas surcar el duro rostro del Mayor Cuellar al abrazar a sus hijos quizás por última vez, sino por todos los temores y nostalgias que se habían despertado en todos los miembros de la caravana. La vida corriente agonizaba lenta y dolorosamente, pero la grandeza nacía, convirtiéndose en matriz de su propio parto. Los siete elegidos dejaban La Paz, y si volvían jamás serían los mismos. Y ellos lo sabían.
Quince minutos para las siete de la mañana, la caravana partía a la aventura. Siete jovenzuelos, una mujer adulta como guía y tres caballos transitando un sendero milenario, solo conocido por los Señores de Skiold, los Señores de Tharsis y los iniciados hiperbóreos de eones.
Por caminos de herradura, rodeados de niebla y precipicios, la caravana transitó sin dejar que la gelidez del aire les crispe los huesos. Extrañas formas se dibujaban en las nubes, formando cuerpos de mujeres y hombres que parecían acariciar los rostros de los viajeros. Diana se había apegado tanto a Rodrigo que a éste le dificultaba caminar, ella tenía más frío que miedo y él estaba asustado. Cerca de ellos Rocío y Gabriel conversaban para tratar de no prestar atención a los sobrenaturales visitantes que se formaban en la niebla. Atrás, Oscar contaba chistes a Jhoanna para relajarse; adelante, Edwin y Rowena mantenían un silencio sepulcral. Transitaron los precipicios del largo sendero montañoso. A cierta hora sin determinar empezó a aparecer vegetación entre la niebla. Al inicio era solo musgo, alimentándose de las rocas del camino, pero la hierba no tardó en espesarse, revelando juncos exóticos y más tarde también pequeños árboles y lapachos.
El grupo llegó al final del largo sendero al promediar el medio día, pero el sol permanecía cubierto tras una gruesa capa de niebla. Durante todo el camino descendieron por escarpadas y empinadas bajadas compuestas por rocas colocadas allí hace milenios. Sin duda el sendero había sido cuidadosamente construido para guiar a los viajeros lejos de los mortales acantilados y precipicios. Rowena se había detenido cerca de un escuálido árbol sin hojas. El camino había concluido y delante de los caminantes solo se veía un abismo sin final, totalmente cubierto por las nubes. A la derecha, el precipicio los amenazaba, a la izquierda, los flanqueaba un gigantesco muro de roca con algo de vegetación incrustada en imposibles comisuras. La guía miró el abismo que tenían en frente, miró el muro de piedra, y el precipicio a su costado. Parecía que no existía forma de continuar el viaje y la ansiedad empezó a apoderarse de los muchachos.
—¿Rowena, por dónde iremos? —consultó Edwin.
—El camino sigue —contestó.
Los viajeros miraron en frente y no distinguieron más que vacío y niebla.
—Ahí no hay nada —farfulló Rocío.
—Por el muro —dijo la guía.
Labrado en la roca por medio de inimaginables técnicas de construcción, un estrecho sendero colgaba del gran muro de piedra, empotrado en el interior de la roca. Su paso sería terriblemente peligroso pues a un costado se anunciaba el vacío y una muerte segura. La única seguridad que podían tener los caminantes estaba en pegarse al muro lo más posible y rogar para que este desembocase a un camino más seguro.
Temblando y sumamente nerviosos, los miembros de la caravana avanzaron por el sendero a regañadientes. El viento resoplando entre las montañas parecía murmurar cosas...
—¿Qué es eso, Rowena? —preguntó Diana, pálida de miedo.
—Fantasmas de la montaña —respondió la mentora con naturalidad—. Acompañan a los visitantes durante su viaje.
—¿Pueden hacernos daño? —volvió a consultar la asustada Diana.
—A ellos no les importa hacernos daño, solo quieren que escuchemos sus voces.
De repente una cascada cerró con su velo el estrecho sendero. El agua estaba helada y los viajeros no tuvieron más remedio que pasar por debajo de ella. Se estaban congelando y estaban mojados, sus fuerzas pronto empezarían a fallarles. Cuando el agotamiento empezaba a tornarse irresistible, el paso del precipicio desembocó a una explanada de fértil vegetación. El grupo se detuvo por un momento a descansar cerca de un riachuelo. El agua era tan cristalina que parecía ser un fluido totalmente ajeno a la propia naturaleza, era el agua más pura que los muchachos hubieran visto jamás. Ocasionalmente podían oír las voces de niñas riendo.
—¿Acaso hay gente en este lugar? —preguntó Oscar a la guía. Ella negó con la cabeza.
—Son Ondinas, entes del agua que juegan en sitios como este. Descuiden, son inofensivas.
La marcha siguió su curso río abajo. Poco a poco el pequeño riachuelo se fue convirtiendo en un imponente pero manso torrente de agua. La niebla se fue despejando y se hallaron en un valle totalmente dominado por la naturaleza salvaje. El frío de las tierras altas se había esfumado y su lugar fue tomado por una tórrida calidez casada con una humedad tan despiadada que hacía doler los huesos. Todos los viajeros estaban empapados como si se hubieran bañado. Pronto la humedad y el calor empezaron a hacer su trabajo y el cansancio empezó a apoderarse de los chicos. Los mosquitos y extraños insectos empezaron a ver a los visitantes como comida propicia. Rowena tomó algunas antorchas y las prendió, luego las extendió a cada miembro de la caravana antes de seguir. Sin aquel fuego los insectos se los comerían vivos.
La hierba y maleza se convirtió en árboles de aspecto tropical, selvático y de inmensa altura. Sus copas eran tan frondosas que tapaban con su sombra a un sol agónico que poco a poco empezaría a ocultarse en el occidente. Rowena temía que la noche los sorprendiese en aquella jungla despiadada, así que tuvo que acelerar el paso exigiendo al máximo la resistencia física de sus pupilos.
A las seis de la tarde el sol moría y parecía que la jungla no tenía final, pero contra todo pronóstico los árboles desaparecieron y su lugar fue tomado por un escarpado sendero de rocas construido por ingenios arcanos. Eran como mil gradas que subían un cerro dominado por exuberante vegetación y vertientes de agua cristalina. Rowena aceleró el paso todo lo que pudo, pero sus peregrinos estaban exhaustos. A pesar del tormentoso agotamiento, junto con el alba, lograron alcanzar la cima del cerro y fueron saludados nuevamente por el nevado Illimani que se veía aún más grande que en el campamento del Escuadrón Inti. Habían caminado casi todo el día.
—Descansaremos aquí y mañana retomaremos la marcha —ordenó Rowena.
—¿Falta mucho para llegar? —preguntó Gabriel, que yacía en el piso por el cansancio.
—Sí, lo más difícil del camino está por dar inicio; pero los prepararé adecuadamente —replicó la guía—. Descansen bien, porque mañana nos espera el verdadero Camino de los Dioses.
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Para aquel que decidió luchar solo existe un camino: La Verdad. Cuando un hombre se propone alcanzar la Verdad y la Libertad, no existe ser, poder o dios que lo detenga. Al final jamás hubo Pecado Original, sino Traición Original.
Rowena Von Kaisser
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