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8. Arika y sus aprendices...

Todas las sensaciones en el mar brillan y se reducen en momentos imposibles de olvidar. Cae la tempestad, huracanes furiosos que destrozan todo cuanto tocan, y bajo las aguas los tornados de corrientes marinas que arrastran todo cuanto respira bajo el mar. Esa es la voluntad de Poseidón, nuestro Almirante.

Akinos, El Kraken de las Profundidades

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Uno, dos, tres, cuatro, cinco. El movimiento de la lanza de doble hoja debe ser realizado con un ritmo adecuado y preciso para evitar herirse uno mismo con alguna de las hojas. La pericia que exige el uso de la lanza de dos hojas ayuda al estudiante de las artes de combate a agilizar la mente y templar el pulso. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Dos estudiantes practicaban en el campus de entrenamiento.

Él era un muchacho de oscuro cabello rizado, cejas espesas y piel trigueña. Su torso desnudo mostraba un tórax fibroso, perfecto, esculpido cuidadosamente por el arduo entrenamiento físico. A sus trece años, el joven gladiador tenía más maestría de combate que un boina verde. Él era un verdadero espartano, su cuerpo intensamente trabajado, adaptado para la guerra, lo decía todo. Tenía los labios apretados y rojizos, húmedos con el sudor del medio día, con el sol en su zenit ardiendo sobre las mentes de los gladiadores, bruñendo el esfuerzo y la transpiración de sus rostros. Él estaba totalmente concentrado, pisando con cuidado cada paso antes de avanzar o retroceder. Sus pies descalzos sufrían el ardiente quemazón de las piedras, pero el dolor era irrelevante: el estudiante no debía perder su concentración o el rival lo haría pedazos.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco. La primera estocada es al frente, luego abajo, arriba, abajo y al frente otra vez. La técnica de combate se las enseñó la mentora Hiperbórea que acogió a ambos gladiadores desde la infancia más tierna, claro, si es que la infancia de alguno de los dos pudiera calificarse de tierna. Mientras el chico trataba de no perder concentración, su rival, mayor que él, exhibía una calma casi irónica. Ella tenía diecisiete años y la diferencia de edades contrastaba el combate: ella era más experimentada; y estaba bien que lo sea, era su hermana mayor.

Desde luego, ningún hermano menor se siente cómodo si es que su mayor muestra alguna clase de lástima o exceso de confianza ante el rival; la competencia entre hermanos, sin importar la edad, debe ser siempre equiparada y justa. Ella lo sabía y por eso no se fiaba de la inexperiencia de su hermano. El sudor había ocasionado que la camiseta de lino se pegue a sus senos, dos montañas impresionantemente perfectas. Su piel morena, mojada de sudor, ensalzaba los destellos dorados del sol, casi acariciando un erotismo totalmente divino. Sus piernas desnudas, expuestas por el generoso entalle de su short, y sus pies descalzos se movían con una delicadeza solemne, contrastando con los casi torpes movimientos de su hermano menor. Ella no movía su arma con ansiedad, mas bien la movía como si fuera un objeto delicado; por eso cada movimiento suyo mostraba gran gracilidad. Su larga cabellera, oscura con pequeños mechones castaños, dibujaba a la vez un marco para sus movimientos. Ella parecía sacada del cuadro más hermoso jamás pintado.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco. El muchacho se desdibujaba, saliendo del marco del bello cuadro y resbalaba, rozando con la filosa hoja de su lanza el cabello de su hermana. Cortó un mechón mínimo y cayó aparatosamente al piso. Ella volteó ligeramente, quedando de costado frente a él y poniendo la punta de su arma a pocos milímetros del cuello de su oponente.

Habéj perdido de nuevo, opa —le dijo ella. Hablaba con un muy marcado acento camba.

Él frunció el seño, apartó el arma de su cuello cogiéndola del mango y empujándola con violencia. Se incorporó, parándose frente a su hermana y mirándola fieramente.

—Tuviste suerte nomáj —dijo—. El sol me dio directingo al rostro y por eso resbalé.

—Ja já. Podéj poner todas las excusas que vos querás, pero admití que te he ganado de nuevo.

El chico se aproximó a su hermana y le quitó la lanza de las manos. Ella sonrió plácidamente y él la miraba con rabia, con el orgullo herido.

—La próxima vez te borraré esa sonrisita de la jeta —sentenció con convicción; ella le respondió con un abrazo y un beso en la frente de su hermano.

Sos una ternurita cuando ponéj esa caringa de enojo.

Al hablar, el acento de ambos hermanos delataba su procedencia del oriente boliviano. Ambos hablaban como cambas, es decir, como habitantes de Santa Cruz, Beni o Pando. Mas sus aspectos parecían describir mejor a gentes de la Amazonía que de la serranía.

—¡Berkana, Akinos! —llamó una mujer que se aproximaba a los hermanos.

La mentora Hiperbórea de ambos regresaba de su diligencia. Había ordenado a sus estudiantes practicar la técnica de Tyr con las lanzas de doble hoja hasta su regreso; y así lo hicieron desde que el sol comenzaba a salir hasta el mediodía.

—Maestra Arika —respondieron ambos hermanos al oír la dura voz de su maestra.

—¿Dónde se encuentra Vairon, por qué no estáis entrenando con él?

—Se fue al río, maestra —contestó Berkana.

Los ojos de miel de la chica, bajo la espesura de sus cejas, tenían miles de chispas refulgentes de energía. Su presencia contagiaba de optimismo a cualquiera y lo demostraba con una sonrisa constante dibujada en sus labios.

—Otra vez al río... —farfulló la maestra.

—Dijo que no tardaría, pero eso fue hace una hora —dijo Akinos.

El chico tenía una mirada firme, enojada, eternamente encendida. Su rostro, como el de su hermana, expresaba pasión por cada cosa que debía hacer. Ninguno de los dos hacían las cosas con displicencia; todo lo hacían con el mayor entusiasmo posible, incluyendo el simple acto de hablar con su mentora.

La maestra cerró los ojos, suspiró y dijo:

—Vosotros, marchaos a la posada y asearos. Luego podéis comer los alimentos del día. Os quiero de retorno cuando sople la brisa de la tarde del Oeste.

Asintieron ambos y se retiraron, riendo y jugueteando. La maestra los veía irse y no dejaba de pensar en su tercer estudiante, el descarriado, el que siempre se iba antes de culminar la hora del entrenamiento, el que había llegado a sus manos con dolorosos traumas recientemente sufridos.

La maestra, Arika de Turdes, era un personaje sombrío que jamás hablaba más de lo necesario ni hacía nada precipitado. Muchos la conocían como "La Gorgona", aunque nadie sabía a ciencia cierta cómo se había ganado esa fama. Algunos decían que su condición de gitana la había vuelto venenosa como una Gorgona, otros afirmaban que tenía el poder de convertir en piedra a los hombres que la mirasen con lascivia. Incluso se tejían extrañas leyendas sobre ella y sus jamás comprobadas transformaciones a la luz de la luna.

Su increíblemente negra y abundante cabellera parecía un enjambre de serpientes. Su severo, aunque bello rostro, llevaba siempre la misma expresión de seriedad que difícilmente podía interpretarse. Era imposible definir si sus impactantes ojos dormilones tenían una mirada de seducción, arrogancia o desaprobación. Sus gruesos labios parecían pertenecer a esa clase de mujeres come-hombres, pero aún así se podía percibir un halo de peligro en esa boca tan seductora. Siempre vestía la misma indumentaria: una blusa que dejaba expuestos hombros y brazos, una larga falda negra, sandalias en los pies y varias argollas de piedras preciosas labradas en las muñecas, tobillos y cuello. A veces usaba pendientes con la forma de una "V". Arika de Turdes andaba enjoyada; pero nunca llevaba algo metálico encima.

Cuentan en el pueblo que la gitana llegó de un lugar de Iberia conocido como Turdes, hace no muchos años. Al oírla hablar con evidente acento español, entremezclado, a veces con euskera o romaní, uno fácilmente se daba cuenta de su condición de extranjera en tierras americanas.

Nadie sabía nada de su pasado, Arika jamás hablaba de ello; pero las cicatrices de su cuerpo desnudo al sol en las orillas del río hablaban de torturas sin nombre y de guerras salvajes. El hecho es que la segunda opción era más probable que la primera. Todos podían dar fe de que Arika era una mujer tremendamente peligrosa, entrenada para asesinar. Sus movimientos en el manejo de toda clase de armas despertaban gran expectación y admiración entre las castas guerreras del pueblo quienes no podían evitar sentir curiosidad. Pero había algo más, algo oculto y esotérico en la mujer. Algunos afirmaban haberla visto brillar entre los árboles. Otros decían que en las noches de luna llena su cabello se convertía en un masa enredada de serpientes; fueron estos quienes empezaron a llamarle Gorgona. Incluso se hablaba de un hombre que apareció petrificado a orillas del río, cerca del perímetro norte de entrenamiento para estudiantes Hiperbóreos, lugar donde ella residía. Ese misterio que Arika encarnaba la había vuelto célebre. Todos sabían que ella estaba ahí, pero preferían no hablar del tema. No es que la temieran, pero preferían evitarla.

La gitana caminaba rápidamente por el ardiente páramo rodeado de árboles que componía el perímetro de entrenamiento. Su mente estaba fija en una persona, un joven que aún no había logrado acostumbrarse a su nueva vida en tierras lejanas. Pronto el paisaje empezó a verdear y en segundos apareció hierba en el suelo y árboles, marcando la frontera entre el perímetro de entrenamiento y el resto de la plaza liberada. Cruzó entre algunos gruesos troncos y el ruido del agua fluyendo empezó a filtrarse entre estos, dando lugar al gran río que cruzaba la llanura, los cultivos, los bosques y los arenales, y que parecía venir del glaciar de la gigantesca montaña que vigilaba los cultivos a sus faldas. Arika se mezcló con los trinos de los pájaros y la brisa que buscaba refugio del sol, a la sombra de los árboles. El río apareció sin avisar, un caudal cristalino de aguas mansas en el que los peces revoleteaban como si volaran bajo el caudal. La gitana miró corriente abajo y vio, sentado sobre una enorme piedra, a su pupilo descarriado.

—¡Por las barbas de Navután! —gritó Arika—. ¡Qué estás haciendo aquí, Vairon!

El muchacho sentado sobre la piedra volteó de mala gana, mirando sin temor ni culpa hacia su maestra, quien venía mascullando regaños ininteligibles. Los ojos del chico parecían dos peonzas de acero gris, opacos como una espada antigua y motosa. Esa mirada llevaba una pena indecible sin imaginar los horrores que podrían apagar los ojos de un niño como él. El rostro, blanco y de cachetes algo abultados, lo tenía desbordado de lágrimas. Un chorro pequeño de mucosidad lacrimógena se escurría por su perfectamente recta nariz. Su cabello tieso, castaño, cual paja brava, se le pegaba al rostro por el sudor. Sus labios sonrosados y gruesos estaban salados de tanto llorar, él los relamía pensando que si bebía sus propias lágrimas podría evitar sentir aquel dolor. Sus espesas cejas rubias, dibujadas con tal expresión de congoja, lo mostraban totalmente desvalido. Su cuerpo desgarbado se veía frágil, y con trece años cumplidos, el muchacho se sentía desposeído de cualquier deseo de seguir luchando. Sin embargo, a la gitana parecía no conmoverle tal escena.

—¡Cuántas veces te lo habré de decir, Vairon, que si no superas este entrenamiento sufrirás una muerte que no imaginas ni en tus peores pesadillas!

—Lo siento, maestra —respondió el chico a tiempo que se limpiaba las lágrimas con el antebrazo.

—Tienes que aprender a obedecer mis instrucciones.

—Lo siento maestra.

—¡Y ya deja de decir que lo sientes!

—Sí, maestra.

Arika suspiró, miró al chico haciendo una mueca de resignación y se sentó a su lado. Este enderezó la cabeza mirando las aguas del río y permaneció en silencio.

—¿Qué te ocurre, chaborró? —preguntó la maestra tratando de suavizar el tono de voz.

—No mucho, maestra —replicó sin mirarla.

—¿Aún no has podido olvidar lo de tus padres, cierto?

El discípulo se quedó en silencio por unos segundos; estaba conteniendo desesperadamente sus ansias por llorar. No quería que su mentora Hiperbórea lo viese sufrir.

—Ojalá hubiera podido salvarles —dijo Vairon, con voz casi ahogada por un suspiro.

—Debes dejar de culparte por lo ocurrido. Ellos no querrían verte vencido. Por eso y por mucho más es totalmente necesario que superes el entrenamiento y empieces a desarrollar tus circuitos espectrales.

—No sé si podré, maestra.

Arika sonrió levemente y puso su mano en el hombro del chico.

—Claro que podrás. Jamás olvides, Vairon, que tú eres el Hombre Hecho Lobo. Está en tu destino —la maestra hizo una pausa para aclararse la garganta—. Debes saber, mi angustiado estudiante, que los otros centinelas ya han partido de La Paz y vienen para acá.

Las pupilas de Vairon se volvieron muy pequeñas al oír la noticia. Su corazón se aceleró angustiosamente. Giró bruscamente la cabeza para mirar a su mentora y sonrió con emoción.

—¿En serio?

Arika asintió en silencio.

—¿Vienen todos ellos?

Asintió nuevamente la maestra.

—¿Viene... ella?

Arika sonrió por dos segundos y luego volvió a quedar seria.

—Si estabas esperando una segunda oportunidad, Vairon —dijo—, es posible que se te cumplan tus deseos. Pero jamás olvides que el enemigo usa el poder del deseo para encadenar el Espíritu eterno al alma inmortal. Recuerda siempre quién eres —aconsejó la mentora, incorporándose. Miró al cielo y continuó—: El Hajime de Plata se quedará con quien haya sido destinado a ello, Vairon. Sin importar lo que ocurra de aquí en adelante, jamás olvides que debes cumplir con el Otro Lobo. Actúa con honor, ¿he sido clara?

—Sí, maestra.

—Ahora, ve a la posada, aséate y reúnete con Berkana y Akinos para la siguiente parte del entrenamiento. Aún tienes que fortalecerte mucho y debes trabajar más duro.

Vairon se levantó y fue corriendo a la posada. Sentía que sus fuerzas se habían renovado y estaba ansioso por hacerse fuerte, tan o más fuerte que sus camaradas de entrenamiento: Berkana y Akinos. Vairon quería convertirse en el más poderoso de los Centinelas, quería demostrarles a todos cuánta fuerza tenía su voluntad pero más que todo quería vencer a Lycanon, su Géminis, para ganar el corazón de aquella a quien más amaba en el mundo. El chico ya no era un niño corriente, era un estudiante Hiperbóreo y estaba dispuesto a asumir su responsabilidad.

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