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41. De regreso a Sorata...

Era temprano por la mañana del 19 de agosto del 2000. En el campamento de Sorata habían pasado varias semanas sin noticias de la expedición y el municipio ya estaba protestando por el perjuicio a su industria turística. Nadie había entrado o salido de la gruta de San Pedro en semanas. La noticia de la caída de Erks había puesto en estado de alerta a todos los soldados, pero la constante inercia de su situación los estaba fatigando intensamente. La tranquilidad estresaba cada día más a los militares, en especial al Mayor Orlando Cuellar.

En el campamento hubo un acto funerario simbólico por la muerte de Qhawaq Yupanki. Se izó la bandera, se realizó un silencio de trompeta, se cantó el Himno Nacional y se enterró una runa en la apacheta como símbolo de un guerrero y sabio boliviano, como lo fue Qhawaq. En el claustro de Santo Domingo, la Orden Dominica junto a Ursus de la Vega y los padres de los muchachos elevaron una oración por la liberación de Qhawaq del mundo. La noticia fue triste para todos.

Orlando Cuellar estaba rasurándose con su vieja navaja, su reflejo en el espejo le parecía distante, como si el hombre reflejado fuera otro. Tan solo un año antes él se sentía como un militar con futuro en las Fuerzas Armadas, pero cuando fue reclutado en el Escuadrón Inti se le dejó muy en claro que jamás sería Comandante General. Sin embargo, aquello ya no le importaba, había descubierto cosas mucho más grandes desde que se convirtió en Comandante del Escuadrón. Aún así, ninguna satisfacción apaciguaba la angustia por sus hijos. Él sabía que nadie que haya entrado a las profundidades de Gruta de San Pedro, ha regresado para contarlo. Si no llegaban esa semana, empezaría a enviar equipos de búsqueda.

—¡Mi Mayor! —entró un Sargento, se cuadró e hizo saludo militar.

—Qué ocurre —replicó Cuellar.

—Hay actividad en la gruta.

Cuellar salió disparado al puesto de vigilancia. Los instrumentos detectaban una fuerte fuente de estática y energía magnética que estaba siendo emanada de la Gruta de San Pedro, lo que lo llevó a tomar la decisión de mandar un grupo de investigación.

El Mayor en persona encabezó el grupo de exploradores, internándose en la gruta hasta el punto de inserción, una piscina natural que era el máximo punto explorado. Revisaron varios túneles en busca de la anomalía, tratando de encontrar la fuente. Pero parecía que nada había allí; hasta que un soldado empezó a llamar a todos.

—¡Por aquí, por aquí!

El alivio y la alegría de Orlando Cuellar fueron incomparables cuando vio lo que su explorador encontró. ¡Eran los muchachos! Estaban sucios, llenos de hollín negro, con las ropas rasgadas, las armaduras resquebrajadas, pero se veían bien. El rastro de espectro de Aldrick dejó durante el ingreso les había ayudado a encontrar la salida luego que un misterioso portal se abrió en aquel mundo que iba a explotar.

Los hijos del Mayor corrieron directamente a sus brazos en cuanto lo encontraron y empezaron a relatar su aventura mientras dejaban atrás la gruta. Le hablaron del descenso y de las cosas que habían hallado en las profundidades de la tierra. Le contaron que Aldrick y Rowena se habían quedado para salvarles la vida, Cuellar sintió un gran pesar al saber de tales sacrificios. Luego le relataron todo lo vivido en aquella Tierra paralela, relato que costó excesivo trabajo al Mayor creer; él pensaba que todo aquello lo habían delirado los chicos debido al hambre y la sed. Estuvieron perdidos durante semanas en el laberintoso lecho cavernoso de Sorata. Pero el hecho tangible que daba fe de la veracidad de su relato era la omnipresente existencia de la flecha plateada que habían traído consigo. El objeto era una pieza bélica realmente impresionante a pesar de ser una simple flecha. La punta tenía la forma del pico un ave de rapiña mientras que las plumas del crestón eran dignas incluso para un ave legendaria.

Cuando salieron de la gruta los chicos fueron de inmediato atendidos por los paramédicos del campamento. Tenían que ir a un hospital, pero los primeros auxilios eran indispensables. Los galenos se sorprendieron que lo único que tuvieran los pacientes era una peligrosa deshidratación y mucha hambre. Sin embargo, las ropas y armaduras testimoniaban la hecatombe sufrida. Hechos jirones, esos trapos estaban quemados, cortados, llenos de roca volcánica, irradiados por una potente fuente de radiación y totalmente descoloridos. Incluso el duro carbeno y grafeno habían sido totalmente destruídos.

La flecha de plata fue inmediatamente puesta a buen recaudo por los hombres de Cuellar. Mientras tanto los chicos comían como si no hubieran probado bocado en años. Se los veía actuar con normalidad, las entrañas oscuras del abismo no habían afectado en lo más mínimo su cordura. Reían, jugaban, se hacían bromas y se comportaban como adolescentes normales; solo que no eran normales. Habían bajado a cientos de metros bajo tierra, habían visto monstruosas criaturas de la litosfera, estuvieron en el fin de un planeta, casi mueren por un cataclismo volcánico, conocieron personalmente a una diosa y sobrevivieron, no eran normales. Aún así se portaban como si lo fueran, como si jamás hubieran pasado por todo aquello. Eso desconcertaba profundamente a Cuellar.

—Es increíble —dijo el Mayor a tiempo que veía a sus hijos y sus amigos comer—, han perdido a dos excelentes mentores hiperbóreos pero no por eso se les quitó el apetito.

—Papá —intervino Diana, hablando con la boca llena—, luego de todo lo que vivimos, comer es una de las cosas más buenas que nos ha pasado.

Desde luego, el relato de la fuga de aquel mundo colapsado era una suerte de deus ex machina difícil de entender. Con todas sus opciones acabadas y el tiempo a punto de consumirse, Rodrigo y sus amigos se veían a merced de la muerte en un planeta que pronto dejaría de existir. Diana estaba aún desmayada en los brazos de su novio, sueño que ni siquiera los ensordecedores ruidos de las explosiones cataclísmicas lograban vencer. Los chicos estaban entrando en pánico cuando, repentina y muy convenientemente, un portal se abrió prácticamente delante de ellos. ¿Ayuda de los Dioses Leales quizás? ¿Acaso fue Artemisa quien abrió ese portal? O quizás... quizás había un salvador mucho más oscuro e inesperado.

De una forma u otra, lo cierto era que los Centinelas de Artemisa vivirían para luchar otro día. Abandonaron la muerte cósmica y aparecieron en un lugar relativamente superficial dentro de la Gruta de San Pedro de la Tierra en la Cuarta Vertical. Además, llegaron a su tiempo y no a la prehistoria ni al futuro. Una traslación dimensional de precisión quántica. Tal prodigio o milagro había permitido a los chicos avanzar relativamente rápido por las entrañas de la tierra, a veces masacrando a algún grupo de desafortunados abisales que se cruzaran en su camino. En un tiempo sin determinar, llegaron a la superficie de la caverna y fue cuando el soldado que los encontró, finalmente los vio.

—Los milagros existen —murmuró el Mayor Cuellar.

—No lo entiendo —se quejaba Rodrigo—. Fuimos por el Arco de Artemisa y terminamos regresando con una flecha.

—Artemisa nos dijo que el Arco se manifestaría por medios más seguros —replicó Diana—. Creo entender a qué se refería.

Las miradas de todos se dirigieron hacia la chica de ojos de miel, ella sonrió y luego dirigió una mirada de satisfacción a todos los presentes.

—Artemisa también dijo que el Arco se revelería en la Sangre Pura de su portadora —prosiguió Diana—. Es lógico lo que ocurre aquí. La flecha que nos dio es el Arco de Artemisa, solo que no tomó su forma de arco porque mi sangre aún no es lo bastante pura. Cuando haya terminado el entrenamiento hiperbóreo y mi sangre se purifique, la flecha se convertirá en el Arco, estoy segura.

La hipótesis de Diana tenía mucho sentido, demasiado sentido. Fue una conclusión tan posible que los muchachos casi de inmediato la dieron por sentada. Claro, la flecha es el Arco. El Arco es una reliquia mística, por lo que seguro no tiene una sola forma. Bajo ese paradigma, la idea del arco-flecha, sí funciona.

—Ahora que tenemos la flecha que se volverá Arco —agregó Rodrigo, sin dejar de comer— tenemos que ayudar a la Diana para que purifique su sangre cuanto antes.

—El maestro Qhawaq podría ayudar en eso —dijo Rocío y luego una sombra de tristeza surcó su rostro—. La maestra Rowena y el maestro Aldrick ya no están con nosotros, necesitamos un nuevo mentor hiperbóreo.

—Yo también quiero ver al maestro Qhawaq —intervino Jhoanna—. Necesitamos una guía.

Cuellar sintió un hondo pesar al oír a los muchachos, ellos no sabían la tragedia que había ocurrido y le costaba tener que darles las tristes noticias.

—Muchachos, con respecto a Erks...

Súbitamente la alarma del campamento empezó a sonar. El Mayor se levantó de inmediato.

—¡No salgan de aquí!

Los hombres de Cuellar ya habían ocupado sus posiciones de defensa y le apuntaban a un joven hombre rubio con todo el aspecto de un turista extraviado. El mayor se dirigió a él:

—¡El paso está cerrado a los turistas!

El hombre sonrió, evidentemente parecía no entender una palabra de español, el Mayor se sintió fatigado.

—"Pelotudo de mierda" —masculló Cuellar—, tal vez ni habla español... ¡Intérprete!

Un soldado le habló al desconocido en inglés, francés y alemán, pero éste parecía seguir sin entender.

—Tendremos que arrestarlo —dijo el soldado al Mayor.

—Estos turistas cojudos no respetan ni la autoridad —respondió Cuellar—. Sáquenlo de aquí, no hizo nada, así que sería ilegal arrestarlo, pérdida de tiempo nomás.

—Señor Orlando Cuellar —dijo el desconocido—. ¿Acaso piensa que he venido aquí por turismo?

El Mayor volteó hacia el hombre y entonces una sospecha inminente surcó su mente:

—Identifíquese.

La expresión del desconocido había cambiado de confusión a sorna. La espalda del sujeto empezó a abultarse cada vez más, parecía que estaba mutando de alguna monstruosa manera y entonces varias alas salieron de su espalda, tres pares de alas. Se trataba de un arcángel cuyos cabellos se tiñeron de blanco y su cuerpo, cubierto con frágil ropa de explorador, se cubrió con una armadura plateada luego que un resplandor de luz blanca lo envolviera. Cuellar sacó su pistola y apuntó directo a su cabeza.

—¡Dónde está el Arco de Artemisa! —exigió el arcángel.

—¡Cojudo de mierda, y todavía piensas que te lo voy a decir!—replicó Cuellar y le disparó. Pero la bala quedó a medio camino, fue perdiendo velocidad hasta que simplemente cayó al piso.

—No os lo repetiré, humanos. Dónde está el Arco de Artemisa.

—Váyase al carajo. ¡Fuego, fuego, fuego! —ordenó Cuellar. Pero cuando estaban por dispárale una serie de explosiones envolvieron al campamento.

Varios helicópteros estaban llegando, bombardeado al campamento. El fuego antiaéreo empezó de inmediato, derribando a dos de ellos. El arcángel también había tomado vuelo. La orden de disparar contra él se hizo inmediata y todos los hombres de Cuellar vaciaron sus cargadores sobre el volador, pero las balas rebotaban en sus alas. Le dispararon con munición antiaérea, pero el ser alado parecía invulnerable a cualquier ataque de los hombres.

—Jamás aprenderéis —sentenció el arcángel.

Con solo batir sus alas, un poderoso ciclón empujó a los hombres de Cuellar. Entonces el cielo empezó a cubrirse con helicópteros de transporte, llenos de marines con bandera estadounidense. Solo entonces el Mayor Cuellar comprendió que estaba ante una invasión. A velocidad de la luz resolvió su situación y le habló a uno de los soldados que tenía al costado.

—Informe al Estado Mayor. Protocolo Jaguar.

El mensajero partió sin perder un segundo. Entre tanto, los soldados invasores empezaron a desembarcar. Cuellar ordenó a sus hombres atrincherarse y rechazar la avanzada. Pero cada vez que tenían a un estadounidense en su mira, el arcángel sobrevolaba generando más vientos. Los invasores empezaron a disparar arrasando con un buen tanto de soldados bolivianos. Por un momento Cuellar se preguntó dónde estaban sus hijos y sus amigos, en ese momento los necesitaban desesperadamente.

Los bolivianos atrincherados no podían contener a los invasores, tenían al arcángel y la infantería de marina estadounidense encima. Pero en ese momento, cuando perdían la posición, el agua del manantial que cubre la gruta de San Pedro empezó a moverse, a vibrar tomando diversas formas. Pronto las figuras se definieron en una clara silueta antropomorfa hecha de agua y luego siguió cambiando de tamaño hasta convertirse en las gigantes figuras de dos animales totalmente desconocidos en la fauna terrestre. Una lucía como un calamar mientras que la otra era más parecida a un reptil marino. Las dos bestias, mitad escamas y mitad agua, tenían en los ojos un brillo verdoso y emanaban de las articulaciones, resplandores lapislázuli; sus gigantescas fauces emitían vapores verdeazulados. Su cuerpo entero parecía hecho de energía. Sin duda lucían como bestias marinas cuya translucidez denotaba su naturaleza energética.

El Mayor Cuellar apenas podía entender lo que ocurría, pero imaginó que los elementales del agua habían venido en su rescate. Ordenó el repliegue de sus hombres a la trinchera del campamento y que no abrieran fuego contra los monstruos de agua. Quería salvar a sus hombres pues aquello ya había sobrepasado su capacidad militar. No había forma de ayudar a las bestias de agua o defenderse de un enemigo como aquel.

Al ver a los elementales del agua, los estadounidenses les descargaron todo su armamento. Los helicópteros les lanzaron misiles y cohetes, pero las criaturas parecían completamente invulnerables. El que tenía forma de reptil dio un coletazo a la superficie de la laguna de la gruta y una enorme ola arrasó con todos los marines invasores. La otra bestia, que parecía un calamar, expandió sus tentáculos como látigos y derribó a los helicópteros que le disparaban. Luego embistió al arcángel blanco, capturando una de sus alas con su tentáculo y, de un tirón, arrancándosela. La mutilación le impidió mantener el equilibrio en el aire y cayó en la jungla como un meteorito. La onda expansiva derribó árboles y carpas.

Cuando el polvo se disipó Cuellar vio que las bestias de agua habían desaparecido y en su lugar, suspendidos en el aire, había dos jóvenes muchachos, un varón y una mujer. Ambos vestían armaduras bruñidas de aspecto medieval colocadas sus cuerpos desnudos.

—¿Eh, parientes, están bien ahí abajo? —preguntó el varón, que era el más joven.

—Sí —respondió Cuellar.

—Oiga Mayor —intervino la chica—. Lleve a sus hombres a un lugar seguro.

Al oírlos hablar Cuellar supo que ambos eran cambas, o al menos oriundos de alguna región del oriente boliviano. Aunque jamás supo de ningún Centinela que proviniese de Santa Cruz, Beni o Pando. Él siempre había pensado que deberían existir Centinelas de la Amazonía. La aparición de esos dos jóvenes guerreros hiperbóreos corroboraba su sospecha. Aún así su mayor pregunta seguía sin respuesta: ¿Dónde estaban sus hijos y sus amigos?

Sin perder más tiempo, el Mayor fue a la carpa donde les había dejado. Era tonto pensar que luego de todo el ruido y los vientos ellos no se hubieran dado cuenta que algo grave ocurría. Pero cuando llegó a la carpa descubrió la razón por la que los Centinelas no le habían acudido, ni a sus hombres cuando estaban en aprietos. Tomó una pequeña pistola que ocultaba en la estuchera de su pecho y disparó sin pensarlo dos veces.

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