39. Flecha de plata...
En una de las muchas dimensiones en las que la Tierra existe, el planeta entero ha sido desolado por un cataclismo que lo sacó de su órbita. Ese planeta Tierra gira entre Marte y el cinturón de asteroides que está antes de Júpiter. Allí los hielos perpetuos se han apoderado del mundo y la radiación del gigantesco Júpiter irradió la Tierra por milenios hasta convertir el planeta en una roca radioactiva.
Su superficie es por lo general muy monótona, pero ocasionalmente es azotada por huracanes que arrasan con todo a su paso. Sin embargo rara vez la quietud del planeta es perturbada por otra cosa que no sean los vientos. La presencia de seres vivos, fuera de los hongos ionizados, es ajeno a la naturaleza de esa Tierra irradiada. Pero en aquel momento, las planicies y las colinas se estremecían desde los cimientos del mundo. Fuertes temblores estaban sacudiendo el planeta. Voces de guerra se alzaban desde lugares recónditos en cuevas inhóspitas, en profundas grutas jamás surcadas por seres vivientes. Aún así, la guerra había llegado a aquel mundo congelado. El choque de garras contra espadas podía oírse por todas partes, en los desiertos de hielo seco y en los mares congelados.
Rodrigo y los demás Centinelas estaban en una lucha desesperada contra enormes reptiles de energía, invocados por una poderosa guerrera. La batalla había sido catastrófica para el planeta, las emanaciones de plasma de los Centinelas y la guerrera misteriosa habían movido el eje de rotación y las placas tectónicas estaban colapsando. Los jóvenes elegidos de Artemisa estaban cansados, cada vez que exterminaban a un reptil, otros dos aparecían para tomar su lugar. Finalmente la fatiga pudo más y la lucha estaba siendo ganada por la guerrera extraña y sus bestias de energía. En un costado de la recámara que era escenario del combate, Oscar ayudaba a Jhoanna a levantarse. Gabriel y Rocío se habían escudado tras una fuerte barrera de plasma, rechazando los ataques de las serpientes pero sin poder contraatacar. Entre tanto Rodrigo, Diana y Edwin eran los únicos que aún luchaban con vehemencia. Entonces, de forma súbita, la mujer elevó el brazo y, como si hubiera dado alguna clase de orden, sus bestias dejaron de atacar a los exhaustos Centinelas.
—Peleáis bien, guerreros —dijo la mujer.
—¡Quiere matarnos, maldita sea! —exclamó Rodrigo totalmente iracundo—. ¡No vamos a morir!
Aprovechando que los reptiles habían dejado de atacar, Rodrigo se lanzó con su espada hacia la desconocida gladiadora. Ella no tuvo más que extender el brazo y abrir la palma hacia su atacante para detener su arremetida. Era como si una barrera telequinética le impidiera acercarse a ella.
—Sois demasiado impetuosos y jóvenes.
Rodrigo estaba suspendido en el aire, pero en cuanto la mujer cerró la palma el muchacho cayó al suelo.
—Doy fe de que sois dignos, les permitiré hablar —sentenció la desconocida y agregó—: ¿Qué clase de evento os arrojó a este mundo, por qué habéis abandonado Erks en busca de este páramo?
—Somos... —Edwin empezó a levantarse del suelo ayudándose con su espada—, somos Centinelas, ya se lo dijimos. Estamos buscando un objeto en este lugar.
—¿Objeto?
—Sí —intervino Diana—. Es un Arco.
—Un arco —farfulló la guerrera, con expresión de profunda concentración—. ¿Es el Arco de Artemisa lo que buscan?
—¡SÍ! —gritaron todos al unísono.
La guerrera esbozó una sonrisa mínima y, con el brazo extendido y la palma de la mano abierta, lanzó un haz de espectro violeta hacia el centro de la recámara. Un breve temblor sacudió la cueva entera y luego, como si alguna clase de mecanismo arcano la estuviera funcionando, una plataforma de roca empezó a emerger del suelo. Los ojos de todos brillaron ante la inminente presencia de aquella reliquia, quedando tanto confusos como estupefactos
En un altar de piedra, reposaba una flecha plateada. La mujer se aproximó al altar y tomó la flecha entre sus manos. Entonces dijo:
—El Arco de Artemisa está incrustado por una Piedra del Origen, es un arma cuyo poder aterroriza a los demonios de Chang Shambalá. Aquel que quiera reclamar el Arco de la Diosa, primero deberá arrebatarme esta flecha de las manos. Así que de ustedes, humanos mortales, ¿quién va desafiarme?
Los muchachos se miraron unos a otros, confusos. Pasaron unos pocos segundos y Diana se irguió, tomó firmemente su espada por el mango y dio un par de pasos al frente.
—Yo le desafío.
Era impresionante verla hablando con aquella mujer. Mientras Diana aún lucía un aspecto algo infantil, la mujer que tenía en frente, aunque exactamente igual, era de aspecto maduro.
—¿Y quién eres tú, niña?
—Dianara, la Osa de la Luna; hija de Morana.
La mujer la examinó con la mirada, la actitud retadora e insolente de Diana era algo que ella pocas veces había visto en los miles de años de vida que tenía. Pocos humanos tenían ese fuego helado en la mirada o esa entereza de Espíritu. Desde luego, aquella experimentada guerrera supo reconocer a Diana, de inmediato entendió que ella era la portadora elegida, pero aún no se había ganado el favor de Artemisa.
—Muy bien, portadora del Arco. Tendrás que demostrarme que eres digna del arma que reclamas. Si logras quitarme esta flecha, te la llevarás a tu mundo y el Arco de Artemisa será tuyo. Pero si yo venzo te daré una muerte helada y rápida.
—Acepto.
Todas las miradas se volcaron hacia Diana expresando sorpresa y preocupación. Si siete de ellos, peleando juntos, no habían podido vencer a esa mujer y sus bestias, Diana sola tenía aún menos oportunidades.
—Diana, no —intervino Rodrigo con el rostro embargado de angustia—. No tienes que hacer esto, si luchamos juntos podremos llevarnos el Arco.
—Rodrigo tiene razón —dijo Jhoanna—, tú sola no...
—¡Claro que puedo! —interrumpió Diana. Mostraba un aura de seguridad total, sin sombra de dudas. Ella, la Diana que estaba en ese momento en esa recámara, reclamando el Arco de Artemisa y apunto de batirse a duelo por él, no era la misma chica que varios meses antes salió de La Paz—. Confíen en mí, no voy a perder. He aprendido mucho en estos meses desde que dejamos La Paz. Además, es mi destino. He nacido para esto.
La mujer sonrió, ella también percibía esa mutación en Diana. Rodrigo bajó la cabeza mientras gruesos lagrimones se escurrían por sus mejillas. Diana se aproximó a él y limpió las lágrimas con varios besos.
—Chiqui, amor mío. Rodrigo —dijo la chica con cariño—. No te preocupes por mí. Soy más fuerte de lo que crees. Ya no soy la chica llorona que sufría los castigos de su padre.
Rodrigo miró los ojos de miel de su novia, puso una expresión de seriedad y asintió. En ese instante no podía hacer otra cosa más que confiar en Diana. Ella sonrió, besó enérgicamente los labios del angustiado muchacho, volteó y clavó su mirada hacia la guerrera que tenía en frente. Entonces ocurrió el prodigio. Un fuerte aroma dulzón llenó el lugar, el cabello de la Centinela se aclaró hasta casi volverse blanco y sus ojos brillaban con una luz violeta. Diana dejó de ser Diana, se convirtió directamente en Dianara, entrando así en trance hiperbóreo por su propia voluntad. El poder de su espectro inundaba toda la galaxia.
—Tu nombre, guerrera —exigió Dianara a la mujer, señalándola con la punta de su espada. Ésta la miró y respondió con firmeza y severidad, sin perder de vista los ojos de Diana.
—Yo soy Artemisa, diosa de la Luna y propietaria del Arco que reclamas.
La sensación del nombre había provocado escalofríos en todos los expedicionarios. Pero era imposible negar que en verdad estaban ante la mismísima diosa encarnada. Su poder, sus actos, la naturaleza de su espectro, todo indicaba que realmente era Artemisa. Entre Dianara y Artemisa solo había la aparente diferencia del tiempo, una era Diana joven y la otra, Diana vieja. Hace unos meses ninguno de ellos podría haberse imaginado que estarían ante algo así, ante una situación totalmente surrealista y sin ningún sentido. Pero en aquel momento cualquier duda con respecto a lo que hacían se disipó por completo. Rodrigo sonrió para sus adentros, un poco avergonzado y a la vez orgulloso de su novia. Sin embargo, la angustia lo torturaba, quería confiar en Diana y verla superar el desafío; pero si fallaba significaría que todo está perdido y que el Arco jamás volvería al clan Luchnik. No, peor aún, perdería a Diana irremediablemente; ese pensamiento lo atormentaba.
Las dos combatientes empezaron a examinarse la una a la otra. Unos minutos antes nadie hubiera sospechado que Diana podría tener alguna oportunidad ante una adversaria como Artemisa, pero luego que la vieron entrar en trance hiperbóreo por voluntad propia, había quedado demostrado que ella era la más cercana a derrotar a la diosa encarnada. Ninguno de ellos, ni siquiera el más fuerte, que era Edwin, hubiera podido medirse con Artemisa. Pero en ese momento Diana volteaba cualquier pronóstico.
El combate empezó antes que los demás se dieran cuenta. Artemisa había arrollado a Dianara de tal forma que su cuerpo quedó estampillado contra el techo de la recámara. El golpe la había aturdido y apenas pudo hacerse a un lado cuando la diosa dirigía su puño hacia ella. El golpe había sido tan poderoso que la recámara entera empezó a colapsar, luego de tan titánico combate finalmente estaba cediendo. Entonces Artemisa, al ver en riesgo el desarrollo del combate, creó una barrera de plasma que contuvo el derrumbe de la bóveda. Todos habían quedado encapsulados dentro de la barrera. Dianara aprovechó la distracción y empezó a estocar su espada en busca del cuerpo de su adversaria. Pero ésta era más veloz; por mucho que Dianara blandiese su arma de muerte contra Artemisa, la diosa jamás sería alcanzada.
En el suelo, los Centinelas veían como ambas combatientes suspendidas en el aire luchaban a muerte. Rocío recordó a su mejor amiga, a la chica con la que había crecido y casi no podía creer que aquella guerrera fuese la misma persona. Gabriel, que en todo momento siguió con sus sentidos el rastro de electromagnetismo desprendido por todos los presentes, a la mejor forma de un tiburón, sintió en Diana el mismo desconocimiento que todos; ella no era la misma que lo consoló aquel día de piscina tan solo un año atrás. A Edwin y Jhoanna también les costaba creer lo que veían, ellos siempre habían tenido a Diana como un ser frágil e indefenso, pero aquel combate demostraba que la pequeña Diana había dejado de ser una criatura inofensiva. Aún para Oscar era complicado aceptar que aquella que había sido como su pequeña hermana ahora tuviera la frialdad de intentar asesinar a una diosa.
El cuerpo de Artemisa se había rodeado de un potente escudo de plasma que la envolvía como una armadura. La espada de Dianara no podía penetrar ese escudo así que optó por los ataques de plasma. Un poderoso halo de luz con la forma de un oso la envolvió, luego elevó el brazo y un resplandor lo rodeó; ella arrojó su luz con todas sus fuerzas y la diosa solo se cubrió con los antebrazos, dejándose alcanzar. Una explosión terrible sobrevino al ataque, todos pensaron que Artemisa finalmente había sido vencida, pero cuando el vapor y el humo se disiparon la diosa seguía allí, suspendida en el aire e intacta.
Dianara rugió, envolvió sus puños con plasma y empezó a atacar a Artemisa. La diosa no tenía más que hacerse a un lado y cubrirse solo de los golpes más certeros, era mucho más rápida que Dianara, tanto que durante casi todo el combate se había dejado alcanzar por los ataques de su adversaria para poder mesurar su poder. Cuando notó que no sería derrotada por ella, puso la palma de su mano sobre el abdomen de Dianara y esta salió expulsada. Perforó la barrera de plasma de Artemisa, perforó trescientos metros de basalto volcánico y perforó el hielo seco. Dianara trataba de agarrarse de cualquier cosa, pero seguía siendo empujada como si un agujero negro estuviese absorbiendo su humanidad. Finalmente perforó el aire, la atmósfera y terminó en algún lugar del espacio exterior.
Su cuerpo flotaba a la deriva, el silencio era total a su alrededor. En el espacio no existe aire por el cual puedan transmitirse las ondas acústicas, por lo tanto no hay ruido alguno. Su barrera de plasma se estaba debilitando. En cuanto su espectro desapareciese, su cuerpo quedaría a merced del frío, la falta de oxígeno, los rayos cósmicos y la radiación del espacio. Moriría en pocos segundos. El humor vítreo de sus ojos sería lo primero en congelarse, luego se le helarían los pulmones y antes que muriese asfixiada se le helaría el corazón y tendría un ataque cardíaco. Diana jamás esperó morir así, ella solo podía imaginar a Rodrigo, recordarlo, recordar todo aquello que había vivido en casi 4000 años de encarnaciones y muertes continuas. Pensó en Morana, su guardiana. No, ella no quería morir aún, no podía rendirse luego de estar tan cerca. Inundó sus circuitos espectrales con su poder violeta al punto de arderle el cuerpo entero. Volteó su mirada hacia un punto celeste en el cielo que era, inconfundiblemente, la Tierra de donde había sido expulsada. Se impulsó con un disparo de plasma y rápidamente empezó a acercarse al mundo helado.
En un llano congelado, la quietud total imperaba sin otro soberano. Entonces, como un cometa, una luz violeta cayó del cielo y generó una explosión casi nuclear con su impacto. Era Dianara. Perforó el espacio exterior, perforó la atmósfera, perforó 75 kilómetros de basalto, roca, magma y fuego, y se adentró en el planeta hasta dar con la barrera de Artemisa. Cuando la diosa sintió el impacto exterior contra su barrera, envolvió su cuerpo en energía para protegerse del impacto. La campana de plasma que sostenía el techo se deshizo y el inminente derrumbe enterraría a los Centinelas restantes que aún yacían en la recámara. Pero aquello no ocurrió, una barrera de plasma violeta volvió a sostener el techo, Dianara la había generado
La diosa volteó y emanó una erupción de plasma desde la palma de su mano con dirección a Dianara. Ella respondió con otra ráfaga de plasma que ocasionó una explosión al chocar. Aprovechando la deflagración, Artemisa quiso sorprender a su adversaria atravesando el fuego faérico de la explosión y lanzando una potente patada hacia donde vio por última vez a su rival. Pero golpeó el aire, Dianara no estaba allí. Entonces sintió que el brazo que sostenía la flecha se le congeló de forma repentina, desprendiéndose de su cuerpo y cayendo al suelo junto a la saeta de plata. La diosa no podía creer lo que veía. Dianara estaba detrás suyo, con el brazo extendido hacia ella, revelando el origen del ataque que congeló y arrancó su brazo.
Artemisa sonrió. Se sintió sorprendida de que una chica mortal y humana haya superado la velocidad de una diosa. En combate, los dioses se mueven a la velocidad de la luz, generando más energía que una supernova y canalizando el espectro de tal forma que es capaz de cubrir universos enteros. Dianara había logrado algo similar, algo que solo un dios podría lograr.
—Tu fuerza de voluntad es inquebrantable, Dianara hija de Morana y Osa de la Luna —dijo la diosa—. Conocí a grandes guerreros, pero tú me has dado una sorpresa. Te considero digna portadora del Arco de Artemisa. Puedes llevarte la flecha de plata. Cuando llegues a tu mundo, el Arco se manifestará y regresará a las manos del linaje que lo custodia.
La confusión reinó entre los Centinelas, una confusión mezclada con alegría. La propia Dianara no podía creer lo que había escuchado, se sentía desorientada. Pero Rodrigo estalló en furia.
—Espere, no lo entiendo. ¿No nos dará el Arco aquí y ahora? —dijo Rodrigo—. Pero la Diana ganó, ¡dele el Arco ahora mismo, es lo justo!
La diosa miró al angustiado chico que se dirigía a ella con insolencia. Al verlo, Artemisa cerró los ojos y algunas lágrimas escaparon de éstos. El llanto de la diosa confundió todavía más a los Centinelas.
—Ay de ti, Lycanon —dijo la mujer divina—. No solo es el géminis, la traición, la sangre derramada. Es también el dolor óntico de un sueño de Amatista. El soñante nos matará a todos.
Nadie sabía si decir algo o callar. Los muchachos no podían entender aquellas palabras tan crípticas de Artemisa. Ella agregó:
—Sin duda, Dianara ganó este duelo, tiene la flecha de plata y es digna portadora de El Arco de Artemisa. Pero el arma divina no va manifestarse aquí y ahora. El Arco llegará a su mundo por otros medios más seguros. El enemigo no debe ponerle las garras encima, así que el Graal se revelará en la sangre pura del linaje de la portadora. Muy pronto ustedes serán testigos del gran milagro ultravioleta de la luna y la plata. En el ulular estelar de la noche eterna verán brillar el espectro de su poder. Los doce tótems hiperbóreos se alinearán y abrirán el sello del Arco por medio de su portadora. La Ságitta Luminis será disparada hacia el corazón del demonio y esta fase de la Guerra Esencial habrá terminado. Pero aún deben hacerse más fuertes, todos ustedes. El enemigo no es solo un dios, sino el Dios de dioses y su creación, su cárcel, su naturaleza, su materia, sus potestades, sus arcángeles, sus demonios, sus pueblos elegidos y aquellos traidores que pactaron en la Atlántida para someter a los Espíritus libres. Ahora deben regresar, mis guerreros, porque se acerca gran tribulación. Regresen a su mundo y ganen la batalla. Ustedes serán Centinelas de Artemisa por siempre, mis campeones. Honor et mortis.
Concluyó la diosa y desapareció de repente. Sin su adversaria, Diana bajó la guardia y perdió su estado de trance hiperbóreo, entonces su barrera de plasma se debilitó y se desvaneció, dejando a los Centinelas a merced del techo que se derrumbaba.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Edwin ante el ensordecedor ruido del derrumbe.
Diana no pudo siquiera conservar la consciencia, había canalizado tanto espectro que se desmayó y cayó al suelo. Rodrigo la cargó en hombros, tomó la flecha de plata y se echó a correr junto a sus amigos. Sin embargo, la única salida estaba bloqueada y la recámara pronto colapsaría.
—¡Todos eleven sus espectros ahora! —ordenó Edwin y luego disparó una descomunal ráfaga de plasma al techo. Se elevó por los aires y empezó a avanzar a través de la roca como un taladro. Los demás le siguieron sin perder un segundo, catapultándose con plasma desde su espectro.
La red de túneles que llevaban a la recámara se habían llenado de magma: el planeta entero se estaba estremeciendo. La única razón por la cual la Tierra no se había convertido en asteroides era por la presencia de Artemisa, pero con su desaparición también desapareció la única fuente de gravedad que podía mantener unido al planeta. Erupciones cataclismicas asolaban todo el mundo.
—¡Cómo volveremos! —preguntó Oscar, gritando.
—¡Debemos regresar al portal que nos trajo aquí! —respondió Rocío.
Los Centinelas corrieron dando enormes zancadas, sorteando bombas de lava y ríos de magma. Pero cuando llegaron al lugar donde estaba el portal, éste ya no existía, en su lugar había un lago de lava. Fue en aquel instante que los muchachos sintieron desesperación. El planeta iba a explotar en cualquier momento y su única vía de escape ya no existía. Tenían la flecha de plata, pero de nada les serviría. No podían perecer allí, debía existir una forma de volver, solo una manera, una oportunidad.
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