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38. Caído con honor...

Tsadkiel apenas podía estar en pie, jamás en su vida lo habían herido de esa forma. Las alas de su lado derecho estaban rotas y sangrantes, una de ellas estaba brutalmente amputada. Había perdido tres de sus dedos de la mano derecha y su rostro manaba sangre como una hilera de perlas escarlata. No tenía un ojo, en su lugar había una cuenca vacía y sangrienta. Su armadura estaba terriblemente abollada y su pierna estaba casi rota. Estaba apoyado sobre su espada, resquebrajada y desportillada, y la usaba como muleta para no perder el equilibrio. No muy lejos de él, Héxabor yacía en el suelo, haciendo lastimeros esfuerzos por levantarse. Le habían amputado ambas piernas y la mitad de la piel de su cuerpo ya no existía, en su lugar tenía un montón de carne quemada y humeante. A pesar de los terribles dolores, el druida Héxabor se había anestesiado con magia maldita y ya estaba trabajando en la regeneración de sus piernas, en pocos minutos volvería a andar. Unos metros más allá, en un cráter aún humeante y gigantesco, el cuerpo de Qhawaq aún humeaba y se retorcía. Toda su humanidad estaba quemada, los cartílagos de su cuerpo se habían fundido, dejándolo tieso como una estatua. Sin embargo, aquel pedazo de carne frita aún vivía. Tsadkiel, cojeando y haciendo muecas de dolor, empezó a avanzar hacia el cráter. Todo lo que había en derredor estaba convertido en cenizas, incluso las ruinas de Erks cuyos rastros vitrificados hablaban de un monstruoso combate nuclear entre fuerzas divinas.

El arcángel arrastró su cuerpo invocando innombrables maldiciones contra Qhawaq que, en el piso y agonizante, reía como si estuviera viviendo el mejor momento de su vida. Como no tenía cuerdas vocales, empezó a hablar usando su espectro para hacer vibrar el aire que le rodeaba.

—Jamás van a olvidar esta paliza —dijo el caído sin dejar de reír—. Le dirán a su gran jefe que aquí no hay espacio para Él.

—¡Calla, calla, malnacido! —gritó Tsadkiel, atormentado aún por el hielo hiperbóreo que corroía sus venas. Su sangre se había quemado en frío, fundiendo los circuitos espectrales de su éter divino y poco a poco iba siendo conducido hacia la locura—. Tú, como el perro Nimrod, serán siempre recordados por su derrota.

—Yo hice lo mío, y ahora iré con mis ancestros —repitió Qhawaq, listo para morir.

—¡NO! —gritó el arcángel y dio una torcida y dolorosa zancada hacia el moribundo.

Tsadkiel invocó el poder del Dorje y le extendió la vida a Qhawaq, mas no por piedad, sino en busca de su sufrimiento. Tomó su espada y le cortó los brazos y las piernas, luego le abrió las costillas y empezó a sacarle las vísceras, pero sin arrancárselas. Qhawaq vivía, pero su mente ya no estaba en su cuerpo, ya no sentía ningún dolor. En su furia infinita, el arcángel castró al hombre, luego volteó su torso mutilado y empezó a sodomizarlo, pero el agonizante no sentía nada, y esa indiferencia a las monstruosidades que Tsadkiel le estaba practicando enfurecía aún más al arcángel.

—No te esfuerces tanto —murmuró Qhawaq, ya abandonando la vida—. Me he... liberado.

Finalmente el guerrero expiró y su alma cayó como un yunque sobre el espectro de Tsadkiel, destrozándole el hombro y aplastando aún más sus alas rotas. Luego el Espíritu salió del cuerpo de Qhawaq y antes de ir al Valhala clavó su mirada en el arcángel. Éste entró en pánico casi de forma inmediata y empezó a arrastrarse tan rápido como podía lejos del cadáver. Sin embargo Qhawaq tuvo tiempo para una última acción de guerra. Concentró todo el espectro que le quedaba e ingresó en el cuerpo maldito de Tsadkiel. Él empezó a retorcerse, dando vueltas sobre sí mismo como si se estuviera quemando. Entonces el cuerpo entero comenzó a congelársele, los gritos ahogados del arcángel hacían eco en todo el valle, y mientras más se helaba más agonizaba. De tanto retorcerse finalmente empezó a quebrarse y no tuvo más remedio que abandonar aquel cuerpo y huir desesperadamente a Chang Shambalá, pero el Espíritu de Qhawaq no lo dejaría ir; empezó a perseguirle y luego ambos se perdieron en el infinito.

El único que respiraba en aquel momento era Héxabor que, luego de conjurar a las Potencias de la Materia, ya había regenerado sus piernas, pero no podría hacer que sus quemaduras desaparecieran. Su piel había curado pero su cuerpo se había convertido en una monstruosidad. Entre tanto Bálaham, que apenas había logrado salir de la montaña que se le desplomó encima, ya se acercaba a su maestro. Tenía casi todos los huesos rotos y había regresado a su forma humana, pero aún podía caminar. Cuando subió por la colina y vio el valle chamuscado, comprendió que la batalla que ahí se había librado superaba su propio poder. Bajó la mirada y vio a su maestro:

—¡Mi amo Héxabor! —gritó.

El druida volteó, miró a Bálaham y comenzó a caminar hacia él. Cuando el demonio lo vio aproximarse cayó al suelo, exhausto por el esfuerzo y el dolor. Al ser alcanzado por Héxabor y sentir los poderes curativos de su amo, Bálaham se abandonó a la seguridad de los brazos del druida que lo invocó.

—Mi amo, ¿qué ha ocurrido en este lugar maldito?

—Lo impensable, Bálaham. Ellos, los hiperbóreos, son más peligrosos de lo que pensábamos. Ahora mismo Tsadkiel ha caído y aunque uno de ellos también fue vencido, aún quedan doce y tal vez más. No le perdonaré a Golab haber permitido que estos malditos hayan huido. Dejó marcharse al enemigo y pagará por eso.

Mientras tanto, en la Fortaleza de Oricalco, Rhupay y Valya ya habían organizado a los refugiados y empezaron a distribuir los alimentos y agua disponibles. Los niños lloraban, se oía el quejido de los heridos y los gemidos de mujeres que debían enterrar a sus hijos, esposos o padres. "¿En verdad Qhawaq debía entregar la ciudad y permitir todo esto?", pensó Rhupay; pero él jamás cuestionaba las decisiones de su abuelo, confiaba en ellas aunque no las comprendiera. Entonces tuvo un presentimiento que lo debilitó y le hizo perder el equilibrio. Al verlo, Valya se le aproximó y lo sostuvo del brazo.

—¿Te sientes bien? —le preguntó, preocupada.

Rhupay negó en silencio y dijo:

—Mi abuelo...

Valya sintió como un martillo oprimiendo su pecho.

—¿Ocurre algo con él?

—No lo sé, pero sentí su presencia. Algo, como una angustia.

Durante todo el trayecto a la Fortaleza habían sentido temblores, notando la inusual aproximación de la Luna y todo lo que aquello podía representar. Rhupay y Valya sabían que ello se debía a la batalla que Qhawaq estaba sosteniendo con el arcángel y el druida. Sin embargo, la quietud repentina había angustiado a los jóvenes guerreros.

—Debo ir —dijo Rhupay, Valya lo miró y le abrazó.

—No demores.

—No lo haré, tú sigue organizando a la gente, veré en qué estado quedaron las cosas.

Dando grandes zancadas, Rhupay llegó en poco tiempo al escenario del combate, pero allí no había quedado más que cenizas y arena vitrificada. El guerrero sintió un escalofrío recorrer su espalda y luego empezó a rastrear con su espectro la presencia de Qhawaq, pero no había rastro alguno del anciano. Entonces una pequeña chispa verdosa de fuego frío se posó sobre el hombro de Rhupay, cual si fuera un hada. La flama desprendió un mensaje que llegó directamente a la mente del guerrero:

Rhupay, Valya. El ciclo de encarnaciones ha concluido para mí. Por fin estoy rumbo a la morada de mis ancestros, esta misma noche estaré cenando en el Valhala. Ustedes dos han sido mi mayor orgullo, verdaderos hijos para mí y les aseguro que su poder pronto podrá desafiar las leyes del universo. Quiero que se cuiden entre ustedes, que se quieran y que luchen juntos. Ayuden a los demás Centinelas a vencer al enemigo que tenemos en frente, protejan nuestro patrimonio. Regresen a Bolivia y construyan una base de liberación en sus tierras, no dejen jamás que la flama de la verdad se extinga en ustedes. Yo los cuidaré desde mi Aldea de Origen y siempre voy a pedir a Wiracocha por ustedes dos. Ahora todo queda en sus manos, el Arco de Artemisa es el arma definitiva que les brindará la victoria. Úsenlo con sabiduría. Tengan cuidado al despertar, el soñante es lo más peligroso de nuestro univereso. Yo ya no tengo más que decir sino que siempre los llevaré en mi Espíritu, hijos míos, mis niños.

Eso era todo, el mensaje póstumo de Qhawaq Yupanki contenido en una pequeña flama de plasma que sobró de la monstruosa refriega. El anciano había hecho aquel mensaje antes de entrar en combate y es que él sabía perfectamente que iba a morir ese mismo día, su clarividencia le permitió saberlo largos años atrás. Rhupay no podía creerlo, finalmente se había ido y la soledad que experimentó arrasó con él; se sintió más huérfano que nunca. Miró al cielo y dio un grito que retumbó hasta los más recónditos rincones de la montaña. Se arrodilló al piso, cogiendo un puñado de cenizas en sus manos y lloró amargamente:

—Oh abuelo, qué se supone que haré ahora.

Destruido por el dolor, Rhupay empezó a recorrer el perímetro donde alguna vez estuvo Erks, pero nada había allí; todo cuanto quedó de la magnífica ciudadela era un montón de cenizas y arena. El valle fértil que alimentaba a su gente estaba totalmente carbonizado e irradiado por la catástrofe nuclear que allí ocurrió. Hasta la montaña parecía triste, con sus nieves escurriéndose hacia su falda cual lágrimas de la tierra. La destrucción total de Erks había cavado un profundo hueco en la voluntad del joven Rhupay, pero entonces recordó algo realmente importante, una enseñanza de su abuelo que le transmitió de niño: "Jamás olvides, Rhupay, que los pueblos hiperbóreos nunca deben olvidar el principio de la ocupación del territorio. La tierra y todo lo que extraemos de ella no nos pertenece. Nuestras casas, ropas, comida, ni siquiera nuestros propios cuerpos nos pertenecen. Creer en la propiedad de la tierra, en la propiedad de algo, cualquier cosa, significa perder el estado de alerta y sucumbir ante el poder de la ilusión de la vida".

Erks no era más que cenizas, todo lo que Rhupay amó en aquella ciudad ya no existía, pero las palabras de su abuelo consolaban su ser. Las rocas de Erks, sus vigas de madera, las piedras de sus calles, el vidrio de sus ventanas, los árboles que la rodeaban, nada era de los erkianos; todo aquello fue tomado por la fuerza al enemigo y Rhupay sabía que no debía entristecerse por haber perdido algo que jamás fue suyo. Lo único que le pertenecía en ese momento era su propio Espíritu y con eso le bastaba. Su abuelo lo querría así. Entonces Rhupay se frotó las lágrimas del rostro y sonrió, se alegró por Qhawaq pues él pronto estaría comiendo con los dioses; era un hombre afortunado.

Rhupay caminó otro poco más por las cenizas y entonces encontró una piedra que no había sido pulverizada durante el combate. De inmediato el muchacho supo que aquella piedra fue parte de la inmensa torre principal. Rhupay sopló el polvo y la limpió cuidadosamente. Luego se orientó con el cielo y la montaña para buscar la ubicación en la que la torre se encontraba. Cuando la halló colocó allí la piedra y suspiró profundamente:

—Tienes razón, abuelo —dijo en voz baja—; la tierra no nos pertenece, la ocupamos a la fuerza. Hoy yo colocaré esta piedra sobre la cual retomaremos el lugar que el enemigo quiso quitarnos. Esta será la piedra fundamental para una nueva ciudad de Erks. Un día no muy lejano la refundaremos y la haremos más esplendorosa y fuerte que nunca. Nos prepararemos para una nueva invasión y jamás dejaremos de estar alerta. Te juro que tu leyenda será recordada mientras nuestra gente respire bajo el cielo. Ahora ve con Wiracocha, aquí no te olvidaremos. Fuerza y Honor, Qhawaq Yupanki.

https://youtu.be/R8BJ2A06kkw

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