37. Mundo helado...
Los expedicionarios habían sentido que el ambiente que les rodeaba era muy ajeno a ellos, a la propia naturaleza. Habían cruzado el portal luego de varias dificultades y una búsqueda en los abismos del planeta, pero el viaje entre su mundo y los otros no era lo que esperaban, no en ese momento. Todo cuanto los rodeaba parecía ser una sustancia gelatinosa, húmeda y cálida; pero contra toda lógica, el gel no los mojaba. No podían respirar y era eso lo que más les desesperaba, tenían que caminar y la falta de oxígeno había empezado a nublar su consciencia. El suelo parecía una gran almohada, dificultando aún más su avance. Rodeando a los Centinelas, varias runas de brillante luz verdosa, emanaban extraños vapores. Poco a poco la gelatina se fue enfriando y endureciendo hasta que una luz blanca empezó a brillar, parecía una salida. Cuando los expedicionarios vieron la luz las fuerzas perdidas regresaron a su cuerpo y caminaron tan rápido como pudieron para alcanzar el otro extremo.
Una tundra helada rodeada de montañas recibió a los muchachos. La extensión de aquel páramo congelado era indeterminada, el horizonte se perdía a insondables distancias, cuyo relieve estaba cubierto por una tenebrosa aurora que tomaba formas de esqueletos. Una gruesa capa de hielo seco cubría el piso y el cielo, lo más impresionante que humano alguno hubiera visto, era como una ventana al espacio exterior. Varias galaxias, cúmulos de estrellas, nebulosas y toda clase de objetos celestres imbricaban aquel cielo extraterrestre con su brillo magistral. En el suelo, la única flora visible eran algunos extraños hongos azulados que brillaban de forma siniestra, como si estuvieran irradiados con alguna clase de contaminación nuclear; su brillo era tan fuerte que parecían faroles iluminando la oscuridad de una ciudad en la noche. Algunos lugares del suelo, bajo el hielo seco, presentaban resplandores verdosos. Entre algunas colinas habían fisuras en la superficie desde las cuales eran emitidos vapores lumínicos en erupciones esporádicas, como géiseres radioactivos. Pero quizás lo más anormal de todo era la presencia de la Luna, o de alguna luna extraterrestre orbitando aquel mundo helado. Su tamaño era gigantesco y cubría gran parte del cielo, iluminando con su pálido brillo a un paisaje que no necesitaba más luz.
—¡Qué frío de mierda! —se quejó Rodrigo, rodeando su cuerpo con sus brazos.
—¿Dónde estamos? —preguntó Jhoanna a su hermano.
Edwin miró su brújula y notó que daba vueltas alocadamente. En el cielo tampoco había ninguna estrella que le sirviera para orientarse. El termómetro de su traje marcaba -46 Cº y una presión atmosférica de 2456m de altitud sobre el plano del mar. El aire que respiraban, según sus instrumentos, estaba hiperoxigenado; era como respirar de un tanque de oxígeno. Pero lo más curioso y peligroso era la radioactividad que sus instrumentos habían detectado, marcaban de forma constante 55 roentgens; si subía a más de 75 roentgens estarían en serio riesgo de irradiarse.
—Este lugar es extraño —dijo Edwin—, pero las condiciones definitivamente son peligrosas. Todos eleven su espectro y hagan una barrera al rededor de sus cuerpos, estamos a -46 Cº y podríamos congelarnos.
Así lo hicieron, todos subieron su espectro y formaron una barrera, tal como Rowena y Aldrick les habían enseñado. Rodrigo, Diana y Rocío empezaron a reír y juguetear con sus barreras de plasma, les encantaba que el color de sus espectros fuese distinto. Rodrigo y su azul intenso, Rocío y aquel amarillo pálido, Diana y aquel peligroso violeta. El de Gabriel irradiaba en verde, pero muy cercano al amarillo, aunque él no podía notarlo debido a su ceguera; su mundo se había quedado sin colores y eso le había cambiado profundamente el carácter, ya no disfrutaba como sus amigos. Oscar irradiaba espectro rojo escarlata, el de Jhoanna brillaba en magenta carmín. El espectro más notable era el de Edwin, que era blanco. Aquella fue la primera vez que los muchachos veían el color de sus espectros de esa forma y les causada una profunda fascinación.
—Es increíble —comentó Oscar, mirando su cuerpo como si fuera ajeno.
—Chicos, no tenemos tiempo —interrumpió Edwin—. Tenemos una reliquia que encontrar.
—Bien. ¿Cómo sugieres que la encontremos? —cuestionó Jhoanna.
Edwin pensó y pensó y no hallaba una respuesta. Todos empezaron a sugerir formas de rastrear el objeto, pero ninguna podía dar solución a su problema, estaban en un lugar enorme y el Arco podría hallarse en cualquier sitio. Entonces Diana percibió algo, una voz, la voz de Morana hablándole directamente a la sangre:
—El Hajime... el Hajime...
Oyó Diana, entonces ella supo cómo encontrar el Arco.
—¡Rodrigo, dame tu mitad del Hajime! —pidió. Él se lo entregó, confundido—. Creo que sé cómo encontrar el Arco.
Diana unió ambas partes del Hajime por la hendidura que llevaba en el canto, pero nada ocurría. Todos observaban expectantes ante la incómoda quietud de la joya.
—No funcionará —dijo Rodrigo desilusionado.
—Hicimos algo mal, algo falta —respondió Diana y entonces recordó lo que la gitana que les dio el Hajime les dijo aquel día de Navidad: "Solo recuerden que la joya mostrará su verdadero poder cuando su sangre esté pura y ambos estén juntos para poder unir ambas mitades".
"Juntos", pensó Diana. Entonces separó de nuevo las piezas y colgó la mitad del Hajime en el cuello de Rodrigo. Luego ella se aproximó y junto su mitad con la de él, entonces la joya empezó a brillar ante el asombro de todos. Sin embargo, las miradas de Rodrigo y Diana no iban dirigidas a la joya, sino a los ojos el uno del otro. La proximidad de sus cuerpos y sus espectros había generado calor entre ambos, sus corazones latían con tanta fuerza que lastimaba sus pechos. Finalmente sintieron nostalgia del Origen que, en presencia de su Pareja Original, se hace más poderosa. Guiados por un impulso ardiente empezaron a besarse y entonces una luz rodeó a ambos. La luz siguió una trayectoria antinatural, formando triángulos a su paso y dejando una estela violeta tras de sí. Entonces el resplandor salió expulsado, dejando un sendero fosforescente que llevaba a un lugar entre los hongos brillantes. De forma tan súbita como apareció, la luz se atenuó hasta desaparecer. Cuando el brillo se detuvo Diana y Rodrigo, visibles otra vez, estaban abrazados y las partes del Hajime, separadas.
—Ya falta poco —le dijo Rodrigo al oído.
—Nada nos separará, ¡me oíste! —dijo ella, llorando sin razón aparente.
Pero Rodrigo, nada dijo.
No hubo mayores explicaciones que dar ni recibir; nadie preguntó a Diana ni a Rodrigo sobre lo que ocurrió cuando juntaron las partes del Hajime, tampoco comentaron nada más respecto al asunto. Lo único que sabían era que el Hajime de Plata les había mostrado un camino e iban a seguirlo, los llevase al Arco o no.
Gracias al entrenamiento, los Centinelas podían avanzar varios metros de una sola zancada, y ese era el ritmo que llevaban. Se internaron en los hielos que cubrían la tundra a vertiginosa velocidad, siguiendo el tenue brillo que la estela les había dejado. Sin embargo, aquel mundo parecía rechazarlos a un nivel celular, las temperaturas descendían cada vez más, obligando a los muchachos a elevar más y más su espectro. Al avanzar, los vientos fueron encrudeciendo hasta convertirse en una repentina ventisca. Pequeños y filosos trozos de cristal impactaban contra las barreras de plasma que habían formado; sin ellas todos habrían muerto hace mucho.
El termómetro del traje de Edwin había bajado hasta los -90 Cº, un frío mortal para cualquier humano, pero Edwin no estaba dispuesto a dar tal información a sus amigos y hermanas, no quería que sintieran temor ante lo que les rodeaba. Mientras más avanzaban el viento se hacía más fuerte y las temperaturas descendían más aún.
El rastro de luz guió a los expedicionarios hasta la entrada de una cueva. Todos ingresaron rápidamente, el frío del exterior les estaba calando los huesos. El interior era de roca, una extraña y exótica roca azul cuyas recónditas resquebrajaduras se inmolaban de un fuego azul, pero helado.
—Fuego faérico —dijo Oscar mirando las flamas heladas que salían de las paredes, todos le miraron, esperando una explicación; él agregó—: Hace tiempo Aldrick me explicó que el fuego faérico es energía oscura de fisión en frío. Es de color azul, exactamente como éste. No se acerquen mucho a esas paredes o se quemarán, ese fuego debe estar a -273 Cº.
Se internaron profundamente en el interior de esa cueva que, si bien no estaba tan fría como el exterior, la temperatura ambiente aún estaba por debajo del punto de congelación: -28 Cº. En un punto avanzado la luz exterior ya no llegaba a romper las tinieblas y los muchachos dependían únicamente de la luz generada por su barrera de plasma para ver lo que tenían en frente. En ese momento de oscuridad Gabriel sintió que sus sentidos se agudizaban, de alguna manera podía "ver" el camino y guiar la expedición. Caminaron durante un par de horas en línea recta, sin descender o ascender. Entonces un tenue brillo se abrió paso entre las insondables tinieblas. Los Centinelas siguieron aquel resplandor, ciegos a los peligros que podría albergar. Pero Gabriel percibía una amenaza, algo frío, muy frío frente a ellos.
Al final del túnel los esperaba una soberbia recámara. Uno a uno fueron ingresando a aquel lugar y sintieron que allí el frío era menos intenso. Estaban a -3 Cº, un frío perfectamente soportable sin barreras de plasma, aunque no por ello los muchachos las disiparon. Las rocas del lugar parecían brillar con resplandores verdes y azules; y del techo, a alturas difíciles de mesurar, varias líneas de luz penetraban en la recámara, iluminándola delicadamente. No había un lugar que no estuviese iluminado. Pero, a pesar de la cantidad de luz que percibían todos los Centinelas, Gabriel, en sus ojos capaces de ver el magnetismo y la electricidad que le rodean, sentía que la recámara en realidad era oscura, muy oscura. Aquella luz, aparentemente brillante que rodeaba la recámara, era una luz oscura y fría.
—Qué lugar tan raro —murmuró Jhoanna.
Dando vueltas en círculo, los exploradores empezaron a buscar alguna otra salida de la recámara, comprobaron que la entrada era también la única salida. Luego examinaron el ambiente, buscando algún indicio de lo que buscaban, pero nada allí sugería la presencia del Arco. Entonces Gabriel tuvo una visión, fue corta pero clara; él vio una sombra rodeando las paredes del lugar.
—No estamos solos —dijo Gabriel y se detuvo en seco.
Todos empezaron a mirar de un lado al otro pero no existía atisbo de amenaza alguna. Al menos no en ese mismo instante pues pocos segundos después los rodearon susurros que venían de todos los rincones de la recámara y la cueva. Eran voces diciendo cosas ininteligibles, turbias, pero nada amigables. Todos empezaron a reagruparse hacia el centro de la recámara, esperando ver el peligro que les acechaba. Entonces un misterioso vapor, brillantemente rosado, empezó a rodear todo el lugar. Dos grandes piedras pulidas como diamante cayeron sobre la única salida, tapando cualquier intento de escapar. Los vapores empezaron a tomar la evidente forma de serpientes que empezaron a zigzaguear hacia el centro del lugar, convirtiéndose en un enjambre sin forma de reptiles de fuego helado y vaporoso. Los muchachos elevaron aún más su espectro, a la expectativa de cualquier agresión del fenómeno, pero éste se mantenía estable, aumentando su volumen con cada serpiente faérica que se sumaba al enjambre.
Pasaron unos segundos que parecieron una eternidad. La inquietud en todos había exacerbado sus nervios hasta la insana ansiedad. Entonces el fenómeno cambió, el enjambre sin forma fue tomando una. Poco a poco las serpientes se aglomeraron alrededor de una figura antropomorfa. Pocos segundos después las serpientes dejaron de existir y, con una mutación lumínica, la figura humana se convirtió en una bella mujer. Todos los Centinelas estaban absolutamente asombrados, incluso Gabriel que sin ver nada lo había percibido todo. Aquella mujer llevaba una armadura plateada y bruñida sobre su cuerpo, y ésta, a su vez, estaba bajo una gruesa capa vioelta con bordes plateados. Su cabellera era castaña, cubriendo los pechos bajo su peto. Las facciones de su rostro eran afiladas, pero lo más filo no eran sus facciones sino sus ojos, ámbares helados y acerados. La sorpresa mayor era que aquella desconocida tenía un parecido extraordinario con Diana, elemento que todos notaron de inmediato.
—¡Quiénes sois, de dónde habéis venido! —cuestionó la mujer en perfecto español y con una hostilidad única. Edwin titubeó un poco y respondió.
—Venimos de Erks, somos Centinelas de Artemisa. Yo soy Ninurtske, el Tauro de la Guerra. Mi compañía —señaló Edwin a Oscar y los demás varones—: Ellos son Hagal, Gorkhan y Lycanon —luego señaló a las chicas—: Y ellas, mis hermanas Dianara y Debla; y nuestra camarada Rit.
—¿De Erks, eh? —una mirada mordaz asesinó de inmediato la templanza de Edwin—. Vais a tener que demostrarlo, si estáis mintiendo moriréis aquí mismo; pero si decís la verdad vamos a tener una seria conversación.
La mujer extendió el brazo y, repentinamente, se le llenó de fuego violeta; el fuego se convirtió en serpientes y éstas, en monstruos reptilicios de mayor tamaño.
—¡Devoradlos! —ordenó la mujer y los reptiles se lanzaron contra los muchachos.
Los centinelas saltaron en todas direcciones, desenfundaron sus espadas y se alistaron para el combate. Esa sería su primera lucha real, antes solo habían peleado durante los entrenamientos pero aquella era la primera vez que tenían a un poderoso enemigo en frente sin disponer de la ayuda de sus mentores hiperbóreos. Esa sería su prueba definitiva y no podían fallar.
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