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35. El sacrificio de los maestros...

Rowena, Aldrick y sus alumnos habían descendido por recónditos espacios y galerías, surcando profundidades cada vez mayores. Seguían el rastro espectral que los maestros habían identificado. A medida que avanzaban notaron que unas sombras les seguían el paso muy de cerca, dejándolos nerviosos. Al cabo de varias horas, o varios días, no había forma de calcular el tiempo, encontraron una recámara subterránea, labrada en el basalto por alguna ingeniería misteriosa, definitivamente atlante.

La monumental recámara central era tan inmensa que no había forma de ver sus paredes, las tinieblas las cubrían, del mismo modo que el techo. Cada diez metros aparecían gigantescas columnas de varios metros de radio que sostenían, posiblemente, el techo. Caminaron lenta pero constantemente hasta que vieron una pared frente a ellos, parecía el otro extremo de la recámara. Aldrick se puso de inmediato a examinar el muro.

—Debe haber algún túnel de un extremo o del otro —dijo mientras palpaba la pared.

—¿Nos habremos equivocado de camino? —preguntó Edwin.

—No, respondió Rowena —seguimos el sendero correcto.

Los guías debatían qué rumbo deberían seguir cuando Gabriel percibió un sonido inusual a su derecha, luego Rocío también lo percibió. Ambos, guiados por su instinto, siguieron el curso del sonido hasta que poco a poco fue haciéndose más claro. De pronto eran como murmullos ininteligibles y luego sonaban como algún idioma perdido, una lengua muerta dando sus advertencias a cualquier visitante.

—¡Rowena, Aldrick! —llamó Rocío, ella lo había encontrado primero, encontró el portal.

Cuando el resto de los expedicionarios dieron alcance a Gabriel y Rocío, notaron que estaban parados frente a una gran puerta de piedra tallada con runas y situada bajo lo que parecía ser un dintel labrado en esmeralda. El cruzado leyó las inscripciones con mucha atención y luego abrió desmesuradamente los ojos.

—Lo que sospechaba, una puerta atlante —dijo y luego empezó a tocar la puerta con cuidado.

—Las runas —dijo Rowena, presintiendo algo—, son un mensaje —afirmó y empezó a leer en voz alta:

"Ajhir uthar lotaros, ajhir mudhas ethakum. Kal'ahlel m'taro il das lakum. Rhetum sefaras'hamanar utamus. Herleas humalas as had hafan-rakas ugüla. Delanorah mundanos menar imanulu'k deom uktalus deim deor mort".

Los discípulos se miraron extrañados; pero Aldrick pareció entender perfectamente bien lo que Rowena había dicho, su rostro expresaba gran sorpresa.

—¿Alguien podría explicarnos qué fue todo eso? —pidió Edwin.

—Es una advertencia —respondió Aldrick.

—¿Qué clase de advertencia? —preguntó Jhoanna. Aldrick replicó las palabras de Rowena, pero en español:

—Abandone toda piedad o temor aquel que hasta aquí haya llegado. Los hilos del destino solo tejen los linos de la muerte y a esta entrada solo ingresan aquellos que han aprendido a morir. Si el corazón lo tienen ardiente, sepan que detrás de esta puerta conocerán el frío y que más allá de ella solo hay oscuridad.

Un escalofrío recorrió la médula de los expedicionarios. Los oscuros secretos de las entrañas de la Tierra eran mucho más espesos de lo que esperaban.

—Hay algo más —dijo Rowena aún con la vista fija a las runas—. Hay una runa que no encaja.

Aldrick la observó y entonces sonrió:

—Significa Frya, un arma forjada por Frya.

Ambos, Aldrick y Rowena se miraron y asintieron al unísono; luego observaron a sus pupilos:

—El Arco de Artemisa está tras este portal —concluyó Aldrick.

El júbilo estalló de inmediato, todos empezaron a abrazarse y felicitarse. Diana derramaba lágrimas de emoción, finalmente el Arco de Artemisa estaba a su alcance. Sin embargo los festejos no durarían mucho. Todos dejaron de reír cuando gritos escalofriantes llegaron a ellos desde la distancia. Luego el suelo empezó a retumbar, como si un ejército de miles de soldados estuviera caminando bajo sus pies. El aire se convirtió en una masa pestilente de muerte y sangre. Los gritos se convirtieron en maldiciones monstruosas y juramentos de muerte y sufrimiento. Eran alaridos espantosos, chirridos tan estridentes que hacían doler las muelas. Luego eran como risas de hiena, carcajadas neurasténicas que venían de las profundidades. Todos voltearon, mirando por todas partes y entonces, en la negrura sin fin en aquella recámara, vieron un ligero brillo. Aldrick elevó su espectro y lanzó una emanación de plasma al techo para tener luz. Lo que vieron era horripilante: criaturas blancas, con forma humana, grasientas, miles de ellas colgándose de las paredes, emergiendo del suelo y de las grietas del techo. Eran húmedas, gelatinosas, como si sus cuerpos estuvieran empapados en aceites y fluidos. Carecían de ojos, pero sus orejas y bocas eran tan grandes que casi sobresalían de sus cabezas. Su tórax era muy pequeño en comparación a sus largos brazos y piernas que terminaban en garras. Sobre sus pieles se veían cicatrices monstruosas y sus alaridos hablaban de un sufrimiento mayor al que un ser vivo podría soportar. Eran criaturas atormentadas, enloquecidas y corrían como una manada asustada contra los expedicionarios.

—¡Deben entrar al portal! —ordenó Aldrick, desenfundó su espada y fue hacia las criaturas.

—Rowena, qué son esas cosas —dijo Diana, pálida por la impresión.

—Abisales atlantes —respondió la maestra y también desenvainó su espada.

Los chicos cargaron sus subfusiles, quitaron el seguro y empezaron a disparar a los blancos más seguros que se les aproximaban. Rodrigo y Jhoanna le quitaron espoleta a dos granadas y las lanzaron tan lejos como pudieron, hacia la masa de abisales que se les venía encima. Varios de ellos fueron catapultados por los aires, pero las bajas en sus hordas eran ínfimas. Durante breves, pero interminables minutos, los expedicionarios acabaron su munición contra los monstruos a pesar de su incalculable número y en desmedro que jamás podrían acabar con todos.

—No tiene caso —los detuvo Rowena—. Aldrick y yo nos encargaremos. Tienen que irse.

Inmediatamente la maestra empezó a conjurar extrañas invocaciones frente a la puerta de piedra mientras el fuego de los FN P90 y las emanaciones de plasma la cubrían. Entretanto Aldrick tenía un combate desesperado contra las miles de abominaciones que se abalanzaban contra él. Avanzaba blandiendo su espada y cortando cabezas, pero el número de abisales lo superaba. Obligado por la incisiva arremetida de las criaturas el cruzado saltó, elevándose varios metros sobre el suelo, y disparó una potente emanación de plasma que vaporizó a cientos de criaturas, pero no era suficiente. La espada que sostenía se prendió de un fuego azulado, sus ojos empezaron a resplandecer y entonces Aldrick entró en transe hiperbóreo. Su fuerza era muy superior y también su agilidad, pero aún así no le alcanzaban para poner a los incontables abisales a raya. Aniquilaba criaturas de veinte en veinte, con una sola estocada de espada, pero por cada abisal que mataba surgían dos o tres más, eran miles.

Luego de un par de minutos las runas de la entrada de piedra empezaron a brillar frente a Rowena y lentamente empezaron a abrirse. Los jóvenes guerreros estaban ansiosos por ver lo que había detrás, pero luchaban con su necesidad de ayudar a Aldrick. Cuando las puertas de piedra finalmente se abrieron, todas sus expectativas y necesidades se volcaron hacia el portal: era un fluido gelatinoso y brillante, reflejaba todo como un espejo y vibraba ocasionalmente como el bajo de un parlante a todo volumen.

—¡Crucen ahora! —ordenó Rowena.

—No maestra —respondió Rodrigo—, no nos iremos sin ti.

—¡Se irán o los mataré yo misma!

—Pero...

—¡Sin peros!, yo estaré bien. Aldrick y yo saldremos de ésta.

Los Centinelas se miraron y luego Edwin habló:

—Nos iremos, maestra Rowena. La veremos en Erks, a usted y al maestro Aldrick.

—Así será —dijo y sonrió—. Ustedes son poderosos, jamás olviden lo aprendido en estos meses. Ahora todo depende de ustedes.

Uno a uno, los muchachos ingresaron al portal, perdiéndose en esa gelatina que los absorbía. Cuando el último entró, Rowena conjuró otra invocación y las puertas de piedra se cerraron. Luego elevó su espectro y salto a varios metros. Aldrick estaba en apuros, los abisales lo estaban superando.

El Arco de Artemisa los espera —pensó Rowena—. Ustedes son la última esperanza de los Espíritus encerrados en los cuerpos de los hombres. Peleen con honor y el Valhala les abrirá sus puertas. Adiós, mis tesoritos. Han sido y serán siempre mi orgullo.

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