33. Abismo...
El grupo de exploradores ingresó a la caverna encabezados por Aldrick. Tras él iban Edwin, Diana y Gabriel. En medio avanzó Jhoanna seguida por Rocío y Rodrigo, y finalmente Oscar y Rowena completaban el grupo.
Surcaron estrechas y oscuras cavernas plagadas de estalactitas y cubiertas de oscuridad, con ayuda de unas linternas; el calor era intenso. El techo de la caverna se iba haciendo más estrecho hasta que los exploradores se vieron obligados a pasar arrastrándose. El espacio permitía que solo una persona avance a la vez, el sofocante calor hacia que el aire se vuelva difícil de respirar. Ocasionalmente, alguna bandada de murciélagos espantados volaba ante la intrusión de los exploradores. Siguieron su curso hasta que vislumbraron una luz azulada que provenía de uno de los muchos laberínticos túneles que tenían por delante. Siguiendo aquella luz Aldrick guío al grupo hasta llegar a una gran recámara natural, rematada por una piscina de cuyo fondo emanaba una enigmática luz verdeazulada. Del techo caía un caudal de agua formando una cascada. Mientras avanzaban, los mentores iban dejando un rastro de espectro para seguirlo a la salida.
—Bien, hasta aquí llegaremos a pie —dijo Aldrick—. Ahora nadaremos.
—¿Debemos cruzar ese charco? —preguntó Oscar.
—No, debemos nadar bajo él hasta el otro lado —le respondió Rowena.
Todos se miraron.
—Ya oyeron, ¡al agua! —dijo Edwin y se lanzó.
Los expedicionarios bajaron de dos en dos. El agua era cálida y cristalina. La fuente de la luz provenía de una incalculable cantidad de peces bioluminiscentes cuyo resplandor iluminaba todo en el fondo del manantial. La fauna del lugar era muy propia de los ecosistemas abisales, a más de 20 kilómetros por debajo de la superficie. Durante el trayecto, los exploradores se vieron rodeados de paredes con cientos de inscripciones rúnicas, todos aquellos símbolos eran exactamente iguales a los que habían visto en las cuevas del Camino de los Dioses. Conforme avanzaban, Aldrick les mostró a sus discípulos burbujas de oxígeno pegadas al techo de la cueva; esa era su única manera de respirar durante su avance bajo el agua.
Transcurridos varios minutos el grupo emergió en una gran caverna que se hallaba del otro extremo del manantial. Agotados, los más jóvenes de la expedición se desplomaron sobre la orilla de piedra y respiraron profundamente. Los demás empezaron a observar la gran caverna.
—Es evidente que hace mucho tiempo nadie venía por aquí —comentó Oscar.
—En más de 10000 años, posiblemente —agregó Edwin.
—No lo comprendo, Rowena —intervino Rodrigo— ¿Quien pudo dejar esas runas que vimos allá atrás?
—Atlantes —respondió la maestra—. Ellos cavaron túneles en las fosas marinas y los expandieron por toda la tierra. Luego que la Atlántida se hundió, los túneles fueron abandonados y los pocos atlantes que se quedaron allá se convirtieron en gentes de las profundidades. Se llaman abisales.
—¿Abisales? —preguntó Diana. Rowena asintió y luego Aldrick agregó:
—Hace milenios los habitantes de las profundidades pactaron con el Demiurgo, ellos lo llamaron Satanás. Son gentes en apariencia tribales y retrasados, pero en realidad tienen una civilización muy adelantada. Su capital es la Ciudad de Dis, una necrópolis subterránea en un mundo de la Octava Horizontal.
—¿Encontraremos a esa gente aquí? —preguntó Jhoanna que se esforzaba para no exhibir el temor que sentía.
—Esperemos que no —respondió Edwin y cargó un cartucho lleno de balas a su subfusil—, pero si nos topamos con ellos los extinguiremos de la cadena alimenticia.
La red de túneles en la que se hallaban era un inmenso laberinto que descendía a profundidades insondables. Gracias a la enorme habilidad y sobrehumana agilidad de sus miembros, la expedición descendió velozmente y al cabo de ocho horas de descenso se habían internado a más de 25 kilómetros de profundidad. El único que sentía fascinación científica por lo que encontraban a su paso era Oscar, quien tenía un gran conocimiento de Zoología, Antropología, Paleontología y Geología; ramas que estudiaba en sus horas libres a manera de pasatiempo. Él les iba explicando a sus amigos todo lo que veían a su paso. Cuando llegaron a 27 kilómetros de profundidad, los sedimentos y materiales rocosos de las cavernas tenían fuertes evidencias de pertenecer a la Era Cámbrica, hace más de 560 millones de años. Oscar lo supo al encontrar fósiles de trilobites y un anomalocaris de más de nueve metros. Un animal de ese tamaño en el Cámbrico habría sido el mayor depredador del planeta de su tiempo; es más, el ser viviente de mayor tamaño durante trescientos millones de años, hasta el inicio del Ordovícico.
—Este lugar da escalofríos —murmuró Rodrigo.
—Al contrario, es el lugar más fascinante del planeta —respondió Oscar—. Hemos descendido bastante. A estas alturas deberíamos estar cocinándonos por el calor geotérmico, pero al contrario, la temperatura sigue igual. Además que las cavernas por donde hemos pasado parecen recientes en términos geológicos. El basalto que las compone es bastante nuevo. Creo que estamos ingresando a la litósfera.
—¿Y eso qué es? —preguntó Rocío.
—Es una capa de roca que se encuentra por debajo de la capa continental, pero encima del manto terrestre. Es uno de los lugares menos explorados del planeta. Es tonto pensar que sabemos más de la Luna o Marte que de nuestro propio mundo subterráneo.
—Los atlantes descendieron a estas profundidades —intervino Aldrick en la conversación—. La ciencia moderna aún busca la Atlántida pero no tiene idea que todas sus respuestas están aquí.
—Ellos no podrían llegar hasta aquí abajo —dijo Oscar—. Nosotros lo hemos logrado gracias a que somos más fuertes, pero un hombre común podría morir en el camino.
A una profundidad de 29 kilómetros la expedición se detuvo para descansar. La ausencia del sol había descalabrado las horas de sueño de los exploradores; a no ser Rowena y Aldrick que tienen su tiempo propio; pero los demás empezaban a sentir el agotamiento del viaje en su verdadera magnitud. Levantaron un campamento en una recámara de roca y se alistaron para dormir. Mientras tanto Edwin sacó algunos aparatos de medición y un radiotransmisor. Oscar lo observó atentamente sin que Edwin lo supiera, miraba lo que hacía con los aparatos y luego un recuerdo surcó su mente, un evento que había querido olvidar por años, sin éxito. Se levantó del sleeping, tratando de no hacer ruido para no despertar a alguien, y se sentó al lado de su amigo.
—Dime, ¿qué son todas esas cosas que traes? —preguntó Oscar, Edwin lo observó, sonrió y empezó a mostrárselas.
—Sensores de presión, radiación y otros instrumentos que me dio mi padre.
—¿Son necesarios?
—Desde luego. ¿Sabías que estamos a 29 kilómetros bajo la superficie?
—Eso podría explicar todo lo que vimos en el camino, todos esos sedimentos antiguos.
—Yo también noté algo raro, vi marcas de garras en algunas paredes —Oscar se extrañó ante la observación de Edwin.
—¿Será alguna clase de fauna de las profundidades? —cuestionó y Edwin negó con la cabeza.
—Ya entendí porqué habían runas en el túnel de Sorata por el que entramos. Es lógico, Oscar. Los atlantes leales estaban tratando de sellar algo, cerrarle el paso a alguna cosa; como una especie de candado para evitar que algo se salga de aquí.
—Algo como qué.
—No lo sé, pero no estamos solos. Sentí unas sombras que han estado tratando de seguirnos el paso durante todo el día. Pero somos mucho más rápidos. Y eso no es todo, aquí el tiempo tampoco corre como en la superficie. No he logrado comprender qué clase de tiempo existe aquí, pero las horas parecen mucho más largas. ¿No has notado que en las diez horas de descenso hemos recorrido más camino del que normalmente hubiéramos podido? Es como si en lugar de diez horas hubieran pasado diez días.
Oscar lo meditó por unos instantes y luego notó que la barba de Edwin estaba crecida, al igual que la suya y la de Aldrick. Todo simulaba un tiempo mayor del que percibieron.
—Es cierto, algo raro ocurre aquí.
—Escucha, Oscar; partiremos en unas horas más y quiero que estés atento. Rowena dice que seguiremos bajando hasta que encontremos algún vestigio del Arco y presiento que tendremos mucha acción allí abajo.
—Siempre estoy atento.
Hubo silencio, Oscar lo interrumpió.
—No he tenido la oportunidad de disculparme por lo de...
—No te disculpes —interrumpió Edwin—. Ya te dije que eso quedó en el pasado.
—Yo creo que la Alicia te quería.
—Ya no importa, ella está muerta y yo tengo que aceptarlo.
—Pero no quiero que pienses que...
—No pienso más en nada, Oscar. Lo he superado, supéralo tú también.
—Y si realmente lo has superado, ¿por qué te molesta que esté con la Joisy?
—Mi hermana es otra cosa, y no me molesta que estés con ella.
Oscar se levantó, a punto de retirarse, miró a Edwin que aún estaba sentado y agregó:
—No puedes ocultar que te molesta que la Joisy y yo...
—¿Por qué insistes en eso?, ya te dije que no...
—Deja de engañarte, Edwin, por favor, no te queda el hacerte de cojudo —interrumpió Oscar, tratando de no alzar la voz—. Me gustaría que en verdad dejaras todo este asunto de lado y que entiendas que la muerte de la Alicia no fue tu culpa, ni mía, ni de la Joisy. Ella estaba muy enferma y le podía pasar cualquier cosa. Hasta que te perdones a ti mismo, no me perdonarás, ni perdonarás a tu hermana.
—Ahora soy un hombre hiperbóreo.
—Hermano, todos los que estamos aquí somos hiperbóreos, pero no por eso somos libres aún. Estamos vivos, seguimos encadenados y no nos vamos a morir hasta no terminar nuestra misión. Si en ese vivir puedes hacer que las cosas mejoren entre nosotros...
—Tal vez tengas razón, Oscar. Pero en este momento no necesito ser psicoanalizado, solo quiero estar alerta por si algo ocurre en este viaje de mierda. Y espero que tú también estés atento. Mi hermana confía en ti y por ahora también yo.
—Ojala ese "por ahora" fuese un "siempre confío en ti".
Oscar se retiró dejando a Edwin con sus pensamientos. Mientras él pensaba en todo, una sola idea podía hacerle olvidar la pérdida de la Alicia de su corazón: la amenaza de gentes abisales, atlantes enloquecidos por las profundidades de la Tierra. El viaje pronto continuaría.
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