23. Bálaham y el Mayor...
En medio del caos, los disparos y los gritos, el Mayor Cuellar, junto a dos heridos, trataban de ocultarse a una distancia prudente del campamento de vigilancia de la entrada a Erks. Con un esfuerzo supremo lograron desplomarse cerca de una pequeña cueva situada en la ruta empedrada que descendía al Camino de los Dioses. Uno de ellos estaba herido de muerte, había perdido parte de su estómago e intestinos al ser perforados por el aliento de la bestia que los atacó.
—Apriete bien la abertura, Cabo —instruyó el Mayor mientras trataba de poner las vísceras del herido en su lugar, pero era imposible, su cuerpo estaba muy malogrado.
—No quiero morir, no quiero morir —repetía el herido una y otra vez.
—Está perdiendo mucha sangre, mi Mayor —dijo el Cabo que ayudaba a su camarada herido.
Con una mirada ambos hombres supieron lo que tenían que hacer. Por desgracia no tenían morfina ni nada para realizar la tarea que tenían consignada. El Mayor hizo un gesto, ordenándole al Cabo hacerse cargo de las tripas a tiempo que el Oficial se aproximaba a la cabeza del herido.
—Cuál es tu nombre, hijo —preguntó el Mayor Cuellar.
—Roberto, mi... mi... Mayor. Roberto Condori.
—Escucha, Roberto. Quiero que sepas que todo estará bien y que pronto te vas a sentir mejor.
Los ojos del Mayor y el Cabo herido se cruzaron en una silenciosa conversación, fugaz como un relámpago. El Cabo Roberto Condori pronto comprendió su situación y dejó de sentir miedo. Se sentía en paz con él y con su familia, con su patria y con los Dioses.
—Mo... morir es... es... lo mejor de vi... vivir —dijo el Cabo Condori, haciendo un enorme esfuerzo por hablar.
—Ve con honor, hijo de Bolivia —respondió el Mayor Cuellar y con un rápido movimiento hizo crujir el cuello del Cabo herido. El hombre murió sin experimentar dolor alguno. En la instrucción del Escuadrón Inti se había dicho que no existía muerte más gloriosa que aquella que se da en combate. Por eso Roberto Condori había asumido la muerte con valor y tranquilidad.
Cuellar y el Cabo sobreviviente se miraron. El soldado ya no podía combatir, tenía una fractura expuesta de tibia y peroné que, con ayuda de algo de morfina, se había entablillado hábilmente él mismo.
—Mi Mayor, el campamento...
—Sí, Cabo. Yo lo haré y pediré refuerzos.
Con mucho sigilo el Mayor Orlando Cuellar salió del escondite al que se había retirado y se encaminó al campamento. Tenía que ponerse en contacto con el Claustro Dominico o el Estado Mayor para informar la situación. Casi todos los soldados del escuadrón habían muerto tratando de defender su posición, pero la bestia que los atacó parecía inmune a las balas.
Eran casi las tres de la madrugada cuando empezó todo. El puesto de avanzada dormía cuando sonó la alarma. Todos los soldados despertaron, se vistieron, cargaron su equipo, pusieron sus rifles al hombro y tomaron sus respectivas posiciones defensivas.
Arriba, en el cielo, alguna clase de demonio alado estaba sobrevolando alrededor del campamento, dando vueltas sin cesar como un buitre al acecho de un cadáver. Todos se alistaron rápidamente para entrar en acción. Entonces, sin previo aviso, el monstruo empezó a escupir un líquido rojizo y luminoso a los soldados. Resultó ser un ácido que mataba de forma instantánea, si había suerte; pues una herida de ese ácido podía enloquecer de dolor a cualquier hombre.
El Mayor dio la orden de disparar, pero las balas parecían no hacer daño a la bestia. El monstruo tomaba altura y luego planeaba en picado con sus garras en posición de ataque, cercenando, destripando, decapitando y desgarrando la carne de cuantos hombres se ponían en su camino. El baño de sangre se extendió hasta casi la salida del sol, hora en que Cuellar dio la orden de retirada y lanzó una llamada de auxilio que, aparentemente, jamás llegó a su destino. Por esa razón debía regresar al campamento, tomar la radio y volver a emitir la señal.
Embargado de valor y coraje, el Mayor recargó su rifle AK-47, listo para defenderse del monstruo que se había fundido en la oscuridad de la noche y la muerte. En el campamento había una peste terrible a carne quemada. Los cadáveres y partes de los cuerpos estaban desperdigados por doquier. Había un silencio estridente en todo el lugar, que el soplo del viento hacía más macabro. El Mayor sabía que el demonio que atacó podría estar en cualquier lugar y ese pensamiento debilitaba su determinación. Por primera vez en su vida sentía un miedo patógeno dentro de su ser.
Cuando llegó al centro de mando vio a un hombre elegantemente vestido. Llevaba un abrigo color café y un sombrero del mismo color; estaba de espaldas y parecía estar buscando algo entre los archiveros del Comando. Cuellar le apuntó con el rifle, quitando el seguro, y le increpó:
—¡Alto carajo, las manos donde pueda verlas!
El intruso elevó los brazos.
—¡Voltee, sin trucos!
Volteó lentamente, de frente se notaba que el sujeto estaba vestido casi de etiqueta. Tenía un traje negro, camisa blanca y corbata oscura. El Mayor se aproximó sin dejar de apuntarle, se colocó a sus espaldas y le revisó el cuerpo entero para comprobar que no llevase armas. Entonces el intruso le habló.
—¿Y cómo están Diana, Edwin y Jhoanna?
Cuellar se paralizó al oír los nombres de sus hijos. Se enderezó lentamente, mirando con pasmo a aquel sujeto misterioso. Aún se hallaba a sus espaldas y sentía que no tenía el valor ni los deseos de verle el rostro.
—¡Silencio!
—Usted me conoce, don Orlando.
El Mayor hizo un esfuerzo supremo para reconocer la voz de quien le hablaba; le resultaba familiar pero no podía recordar.
—Mi hija es una amiga muy cercana de la suya. Ambas están en el mismo curso, tienen la misma edad.
Entonces Cuellar sintió que alguien le hablaba directamente a la mente, revelando el nombre de aquel intruso.
—Mario Salas —murmuró el Mayor.
—Bien hecho, don Orlando. Ya me recordó. La última vez que nos vimos, nuestras hijas estaban en quinto de Primaria, nos entrevistamos durante una junta de padres de familia.
—¡Qué mierda hace usted aquí! ¿Sabía que podría ser condenado a siete penas máximas por solo estar aquí? Su presencia podría ser tomada como un acto de sedición.
—Tómenlo como quieran. A mí no me importa —dijo Mario y empezó a voltear lentamente.
—¡Quieto! —ordenó Cuellar—. ¡Quieto carajo, o le disparo!
Mario seguía volteando. Entonces el Mayor, presa del nerviosismo y el cansancio del combate, disparó a quemarropa y sin reparo alguno a la sien de Mario. El cuerpo cayó violentamente por el impacto, como una volea lanzada con fuerza. Un pequeño chorro de sangre salpicó la tela de la carpa de mando. El Mayor Cuellar casi no podía creer lo que había hecho, había matado a un civil a sangre fría. Bajó lentamente el rifle y trató de ordenar sus ideas, pero cuando pensó que su error habría de costarle el puesto notó que Mario se ponía de pie. Una vez más el Mayor le apuntó. Mario movió la cabeza, haciendo tronar su cuello y reacomodando sus vértebras. Cuellar no podía creer lo que veía.
—De... debería estar muerto —farfulló el sorprendido militar, incapaz de dar crédito a lo que sus ojos veían.
—Usted está mal, don Orlando.
El Mayor no supo explicarse a sí mismo que su blanco, derribado de un tiro en la cabeza, aún respirase. Pero cuando vio los ojos pálidos de Mario y los vapores amarillentos que emanaban su boca a cada exhalación, la sangre de todo el cuerpo de Cuellar se le bajó a los pies, como si su presión arterial bajase repentinamente. Recordó que Rowena Von Kaisser le dijo una vez que los demonios pueden tomar forma y posesión en cualquier cuerpo que contenga un alma. Las imágenes del demonio alado regresaron a su memoria, esa piel verdosa llena de escamas, los ojos amarillentos brillando en las tinieblas, las alas casi de insecto desplegadas desde gruesos huesos bruñidos, las garras curvadas como una guadaña mortal. Todo parecía ser un rompecabezas que poco a poco iba armándose. Entonces apareció aquel hombre, Mario Salas, el padre alcohólico de la mejor amiga de su hija. Le disparó en la cabeza, pero el hombre seguía vivo. Cada pieza parecía encajar perfectamente y, junto a la imagen completa de la pesadilla vivida, la última pieza coronaba esa parca alegoría. Finalmente Cuellar cayó en cuenta del peligro que estaba corriendo en aquel instante e impulsado por un instinto de supervivencia vació el cargador de su rifle en el cuerpo de Mario que bailongueaba abstractamente por el impacto de las balas. Cuando el rifle se descargó el Mayor empezó a correr con toda la fuerza de sus piernas al exterior de la carpa del Comando.
Estaba a cinco metros del centro de mando cuando vio la carpa deshacerse violentamente, ser expulsada por los aires y luego el demonio volador despegó desde su fuero. Cuellar corría y corría, pero su velocidad era insignificante en comparación al vuelo del monstruo. Una emanación de ácido explotó cerca de Cuellar que voló por los aires por la fuerza del impacto. Cayó aparatosamente y rodó por el suelo hasta chocar contra una pequeña elevación de tierra a pocos metros del campamento.
Haciendo un supremo esfuerzo Cuellar logró incorporarse. La bestia aterrizó a pocos metros de él y con gran tranquilidad se aproximó al Mayor. El militar desenfundó su pistola, una Glock 52, tan rápido como pudo y apuntó al demonio que se le acercaba.
—¿Para qué me apuntas si sabes que no me harás nada con esa arma? —preguntó la bestia con una voz tan grave que casi lastimaba los oídos del militar.
—Tal vez no te haga nada, pero si voy a morir lo haré peleando.
—Tonto y valiente a la vez. Sin embargo, no es tu vida lo que quiero. He venido a buscar los mapas del Camino de los Dioses. Tú me los vas a proporcionar.
—¡Me vas a tener que matar primero, hijo de puta!
—Si ese es tu deseo...
La garra del monstruo estaba lista para decapitar al Mayor. Cuellar estaba listo para disparar, apuntaba a uno de los ojos del monstruo esperando que eso fuese lo bastante efectivo para cegarlo y permitirle evadir su ataque. Pero cuando el choque entre ambos estaba por ocurrir un rayo seguido por un trueno cayó del cielo, electrocutando al monstruo. El estridente alarido de la bestia retumbó a kilómetros de distancia antes que una explosión la callara. Cuellar fue empujado a varios metros y cayó pesadamente al costado de un generador de energía averiado.
Orlando elevó la cabeza y se frotó los ojos tratando de convencerse de lo que veía. Una mujer había aparecido de la nada, llevaba una especie de armadura y dos hachas con diseño de destrales. Pero nada de su extraño atuendo podía compararse al aspecto de su cuerpo. La mujer era tan monstruosa como el propio monstruo al que combatía, tenía la cabeza totalmente poblada de serpientes, como si fuese su cabellera. Su rostro era totalmente pálido y dentro de su boca podían distinguirse varios dientes afilados. Sin embargo sus ojos no eran visibles, el movimiento de las serpientes de su cabeza cubrían su mirada.
La medusa y el demonio combatieron atrozmente por breves minutos. Cada choque de hachas contra las garras hacía estremecer la tierra. Entonces, de forma tan repentina como iniciaron, se detuvieron. Durante unos breves minutos se observaron y luego la bestia aniquiló la quietud con su voz de inframundo.
—Tú debes ser Arika, la última descendiente de los Señores de Turdes —dijo el monstruo.
—Y tú debes ser Bálaham, la nueva mascota de Héxabor al servicio de Jehovah-Satanás —replicó Arika.
—Peleas bien, mujer, pero sabes que tarde o temprano habré de vencerte.
—Podría seguir peleando contigo toda la eternidad.
—¿Osas retarme, mujer?
—Te estoy desafiando —replicó Arika, lista para embestir. Pero cuando parecía que iban a retomar el combate un muro de fuego se alzó entre la medusa y Bálaham.
—¡Qué haces, Bálaham! —se escuchó una voz gutural que provenía de algún lugar del cielo.
—Obedezco el gran plan, amo —Bálaham respondió.
—¡No es el momento, regresa!
—Pero, amo...
—¡Regresa!
De repente el muro de fuego se apagó, dejando nuevamente a Bálaham ante su oponente. Sin embargo la mujer había cambiado su aspecto; ya no lucía como una medusa sino como una humana. La bestia también se fue transformando hasta quedar convertido nuevamente en un hombre vestido de forma elegante.
—No será nuestro último duelo, mujer.
Finalmente Bálaham, convertido en Mario Salas, empezó a alejarse colina abajo, rumbo al camino que llevaba de regreso a la ciudad de La Paz. Mientras tanto, Arika se aproximó al Mayor Cuellar que aún no podía coordinar sus ideas de forma coherente.
—Vamos, de pie —le dijo la gitana extendiendo la mano al militar.
—Qué mierda ha ocurrido —preguntó Cuellar, tomando la mano de la mujer.
—Nuestros enemigos se han hecho más fuertes, Mayor, eso ocurrió.
—Pero yo vi que usted...
—Le rogaría no hacer comentarios al respecto.
—Quien es usted.
—Me llamo Arika de Turdes, vengo de Erks.
El rostro de Orlando Cuellar se iluminó por un instante.
—Ha visto usted a mis...
—No, Mayor, no los veo. Ellos aún no saben de mi presencia en Erks y será mejor que así se queden las cosas por un tiempo. Solo vine a salvarle a usted y lo que quede de vuestras tropas.
—Qué era esa cosa que nos atacó.
—Se llama Bálaham, es un demonio grigori invocado a partir de un alma humana.
—¿Humana dice? —la gitana asintió silenciosamente.
—El anterior dueño de ese cuerpo humano debió pactar con los demonios del cielo, a cambio éstos le dieron un increíble poder.
—Mario Salas —murmuró el Mayor—. Le conozco, es el padre de una amiga de mis hijas.
—Lo sospechaba —replicó Arika y se incorporó—. Debo irme, es importante que regrese a Erks. Los Centinelas y sus mentores deben saber esto. Usted reagrupe sus tropas e informe a Ursus de la Vega y al padre Celementi sobre lo ocurrido —el Mayor asintió y agregó:
—No le diga a mis hijos lo que ocurrió aquí —dijo Cuellar—. No quiero que se alarmen.
Arika miró unos instantes al Mayor, fijando sus ojos fríos y acerados sobre aquel hombre que difícilmente podía abandonar su embrujo. La gitana asintió, esbozó una sonrisa mínima y luego puso su puño frente al Camino de los Dioses, abrió la palma y un vapor la rodeó. Cuando el fenómeno se estabilizó la mujer ya no se encontraba allí. El Mayor Cuellar aún trataba de comprender todo lo que había pasado, pero pronto volvió a su decadente realidad y empezó a buscar sobrevivientes para rehacerse del feroz ataque de Bálaham. Caminando entre los estragos del campamento Orlando Cuellar pudo comprobar que el poder del enemigo estaba más allá de cualquier escala de comprensión humana. Supo que no existía nadie en la Tierra capaz de enfrentarlos y que su última esperanza reposaba sobre sus hijos y sus amigos. Si ellos no podían enfrentar a tales poderes demoníacos, nadie más podría.
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Por una traición original, el Hombre-Espíritu quedó encerrado en las tierras más pesadas de la Creación. De entre todos los Círculos del Infierno, las Moradas Celestiales, los Reinos Sephiroth y las Dimensiones Paralelas, los Siddhas Traidores habían elegido la cárcel más terrible para mantener prisioneros a los hombres. Los hombres fueron engañados y el fruto del engaño es la rebelión.
Arika de Turdes
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