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22. El sufrimiento de Gabriel...

Ni el sol, ni el cielo, ni las blancas nubes que danzaban en la lejanía podían comparar su belleza con la de ella. Ella que no era más que una muchacha mortal nacida en tiempos de tribulación. Sentada en lo alto de una rama, en la copa de un árbol, perdía la vista sobre la pequeña joya que le colgaba del cuello. La sostenía con delicadeza entre sus manos de porcelana y se dejaba hipnotizar por el brillo de la gema que llevaba el misterioso medallón. El conjunto era una pequeña y hermosa pieza de plata, colgada de una cadena de metal bruñido y partida cuidadosamente por la mitad a través de una mínima hendidura colocada allí, a propósito, por el alfarero arcano que la hizo, con la finalidad de poder separar la joya en dos piezas distintas. Tenía la forma de una estrella de doce picos, aunque la hermosa niña solo conservaba seis de ellos en sus manos, pues la otra mitad, los otros seis picos, estaban en manos de otra persona, un joven que ella amaba profundamente. Y mientras se perdía en la contemplación de aquel medallón misterioso, el nombre de la joya surcaba su mente como una sombra incesante de curiosidad y duda: "Hajime de Plata".

Diana Alexandra Cuellar Luchnienko había recibido el Hajime de Plata de una extraña gitana que ella y su enamorado, Rodrigo, encontraron durante una feria de Navidad aquel mes de diciembre de 1999. La gitana jamás les dijo su nombre, se identificó solo como "La Gorgona". Jamás les dio otra pista para encontrarla nuevamente y Diana realmente deseaba volver a verla para formularle algunas preguntas. Sin embargo, y desde que el Hajime llegó a sus manos, la vida de la niña impetuosa había cambiado de forma dramática. La otra mitad del Hajime estaba colgando del cuello de Rodrigo en ese mismo instante, Diana lo sabía e intuía que aquel pedazo de metal con su gema en medio podría ser el único nexo entre ella y su novio si algo terrible llegaba a separarles; era algo que no podía razonar, solo lo sabía, estaba en su sangre, en su corazón, en su Espíritu.

Durante los 4 meses de entrenamiento que había llevado al lado de Rowena junto al Tercer Cultivo —compuesto por Rocío, Gabriel y Rodrigo—, Diana había aprendido a leer las señales que la Virgen Morana dejaba en su camino para guiarla a través de los laberintos de los Misterios Hiperbóreos. Apenas había aprendido pocos de ellos y con el dominio de éstos le bastó para desarrollar su intuición como jamás había soñado. Diana ya no era la misma chica que llegó a Erks, totalmente ignorante, atormentada y asustada por su futuro.

Una brisa suave la rodeaba, un viento encandilado y totalmente abrumado por la magnífica belleza de ella. Ella que no era más que una mujercita muy joven que solo un año antes había sangrado por vez primera. Sin embargo, su juventud resaltaba aún más la magnificencia de su magnetismo, de su fragancia irresistible que impregnaba cada partícula de aire con sus olores frutales, perfumados, apenas humanos; producto de su maldición. Sus ojos de miel no dejaban duda que ella casi había abandonado su fragilidad, esa característica que convierte a los hombres en aprendices de la vida, temerosos de la muerte. Y desde sus ojos, pasando por sus labios exquisitos, sus facciones perfectas, su cabello sedoso y cada milímetro de su cuerpo esbelto, perfecto, casi sagrado, se desprendía en la grácil línea de su médula, el hechizo de ella; un espectro irradiando en frecuencia ultravioleta, invisible a los ojos pero perceptible a la intuición. Sin embargo, había algo más, algo ardiente bajo la piel de Diana.

Rosas, rosas sangrientas aprisionando el Espíritu, atormentando cada fibra nerviosa de manera regular. Era una sensación brutal y descarnada cuya naturaleza, Diana solo se había atrevido a revelar a su maestra. De mujer a mujer, aprendiz y maestra aprendieron a controlar la desesperación. Sin embargo, incluso para la maestra Rowena era difícil entender lo que ocurría bajo la piel de aquella aprendiz. Ella no exhibía debilidad, sino estoicismo y puro valor. Aunque el rosal estuviera violando su Espíritu y ultrajando su alma, Diana resistía sin quejarse. En la intimidad del aseo o el sueño, las rosas usaban el cuerpo de la chica de formas grotescas, indescriptibles; aún en momentos, en los que la estimulación nerviosa podía enloquecer a cualquiera, la muchacha guardaba templanza y dominaba su propia carne. Su voluntad se había hecho grande, mas no así su amor propio. Diana se sentía sucia, usada, vejada en lo más íntimo y sagrado, un secreto que ocultaba a todos menos a su maestra. Lo callaba en el pueblo, en el entrenamiento, pero en especial a Rodrigo. Se sentía indigna del romance que se habían profesado tiempo antes, pero aquel a quien amaba siempre hallaba la forma hacerla sentir tranquila, querida, incluso digna. Era algo que reconfortaba el corazón y Espíritu de Diana. Le daba fuerzas, coraje, valor y gran alegría.

La centinela ultravioleta, portadora del Arco de Artemisa, era un auténtico avatar de Rusia, una herencia de tribus eslavas y vikingas que existieron al abrigo helado del tótem del oso. Su gente había guiado a todo un linaje de Zares, emperadores, guerreros y generales a la fundación de todo un imperio: el Imperio de Rus. Se consagraron a proteger el Arco de Artemisa porque esa era su misión.

"—El Hajime de Plata es la llave que abre el sello del Arco, es la llave de su poder—", meditaba Diana mientras veía la delicada pieza. El misterio que rodeaba al medallón era un alimento perene para la imaginación de la muchacha que no podía dejar de pensar en cómo sería el mentado Arco de Artemisa. Sentía que su misión era de vital importancia y la presión del entrenamiento agobiaba sus sentidos. Además de aprender a manejar su espectro tenía que dominar las horribles concecuencias de la maldición del rosal. Y algo más, un misterio de géminis, traición, sacrificio e infinito sufrimiento; un martirio que ni los rosales pueden igualar.

Sin dejar descansar a su mente, pudo presentir la presencia de alguien que acababa de subir al árbol en el cual estaba sentada. El intruso se situó en una rama un poco más alta, a espaldas de Diana, y parecía mantener cierto sigilo para no ser detectado, como si ignorase que ella ya lo había percibido. La chica sonrió levemente, la calidez de aquel espectro solo podía pertenecer a una persona. Cerró los ojos, echó la cabeza para atrás y los cálidos brazos de él rodearon su cuello. Diana sentía la respiración de aquel que la abrazaba como un soplido delicado en su nuca. Llevó sus manos hasta los antebrazos que tiernamente la rodeaban y dijo:

—Te estabas tardando demasiado.

—Las mejores entradas se hacen esperar —respondió su interlocutor.

Esa voz, entre grave y aguda, Diana la conocía tan bien como la suya propia.

—Mi Rodri —murmuró apenas, volteó levemente la cabeza y dejó sus labios ser estrujados contra los de él. Se quedaron así breves segundos y luego se separaron.

—Princesa —dijo Rodrigo, mirándola con un amor que solo los más nostálgicos y enamorados pueden expresar—. ¿Estás bien?

Diana asintió en silencio.

—Solo pensaba —continuó ella— en la gitana de la feria de Navidad, ¿te acuerdas?

Rodrigo bajó levemente la cabeza, como si recordar le incomodara.

—No podría olvidarla.

—Me pregunto qué habrá sido de esa mujer. Jamás la volvimos a ver.

—Y seguramente jamás la veamos de nuevo.

—Un día le pregunté a Qhawaq sobre ella y no respondió nada.

Se hizo un silencio grave entre ambos que Rodrigo cortó.

—Recuerdo las últimas palabras que nos dijo antes de irnos de su tienda —Diana lo miró fijamente—. Dijo que todo era un sueño, que algún día debía despertar.

—Sí, eso dijo —murmuró Diana, casi presintiendo que aquel recuerdo perturbaba a Rodrigo—. Pero tal vez lo dijo porque esa mujer sabía que el mundo en el que vivimos es una ilusión y todo eso, ya sabes, lo que Rowena nos explicó —Rodrigo sonrió irónicamente.

—Suenas tan optimista, me gustaría sentirme así.

Diana se puso de pie y elevando un poco el pie trepó a la rama donde Rodrigo estaba, rodeó con sus brazos su cuello, lo miró fijamente y continuó:

—Pase lo que pase, todo saldrá bien —los ojos de Diana estaban llenos de esperanza, una sensación contagiosa de la que Rodrigo se sintió embargado. Ella era la única que podía aliviar sus tensiones.

—Por cierto, ya va siendo hora de regresar al polígono. Debemos entrenar.

Ambos saltaron los treinta metros desde la copa del árbol al suelo. Cayeron ligeros como plumas. Entonces, cuando emprendían el camino de regreso, vieron a Rocío llegar. Estaba muy agitada y la expresión de su rostro era alarmante.

—¡Chicos, debemos ir a las cabañas! —les dijo.

—Por qué, ¿qué pasó? —preguntó Diana.

—El Gabo... —los tres salieron disparados al área donde descansaban.

Oscar, Edwin y Jhoanna ya se encontraban junto a Aldrick, su mentor, en la cabaña de los chicos. Rowena estaba apoyada contra una pared del extremo de la habitación mientras Rocío, Diana y Rodrigo yacían en el otro lado. Gabriel estaba recostado sobre su cama, totalmente inconsciente y con un paño húmedo en su frente, tenía fiebre. Qhawaq revisaba al muchacho, los presentes esperaban el diagnóstico. Transcurridos unos minutos, el anciano se incorporó. Todos lo observaron, expectantes.

—Está débil, pero se repondrá —dijo Qhawaq, un suspiro de alivió se percibió en el ambiente.

—¿Qué le dio? —preguntó Diana.

—Sus circuitos espectrales colapsaron por una carga muy fuerte y repentina de espectro verde. Seguramente fue el poder del tótem del corcel enseñándole a Gorkhan una visión —respondió el anciano.

—Qhawaq —intervino Rocío—, no lo comprendo, estábamos entrenando combate, no estábamos jugando con el espectro. No sé que pudo haber ocurrido.

—La prisión debió romperse —dijo Rowena, todos la miraron, atónitos

—Se siente una fuerte perturbación espectral en este Centinela —agregó Qhawaq—, definitivamente Gorkhan ha tenido visión, lo que solo puede significar que sus circuitos espectrales están desbloqueados —el silencio intruso invadió el ambiente, Adrick agregó:

—Pero, si es así, entonces él...

Qhawaq hizo un gesto preocupado de confirmación con su cabeza, Rowena bajó la mirada, luego cerró los ojos y puso un rostro resignado. Adrick solo se limitó a suspirar, retirándose en silencio. Los muchachos sintieron un aluvión de angustia cuando vieron los gestos de los maestros. Entonces:

—¡¡¡PAPÁ!!! —un grito desgarrador salió expulsado de la garganta de Gabriel, que había despertado repentinamente—. ¡Papá, dónde estás, a dónde te has ido! —decía una y otra vez. Rocío salto de inmediato hacia Gabriel, abrígando en sus brazos.

—Tranquilo, Gabito, tranquilo. Fue solo un sueño —dijo la ojosa con la voz quebradiza.

—¿Ro... Rocío? —el chico lucía muy desconcertado.

—Tranquilo, estás seguro. Estás conmigo.

—Mi padre, se fue... —murmuró Gabriel, palpando el rostro de Rocío. Se expresaba de una manera extraña y sombría. Ninguno de los presentes quería decir nada, pero pronto todos notaron, con infinita sorpresa, que Gabriel ya no era el mismo.

—Dime que estás bien —pidió Rocío.

—Yo... —Gabriel titubeó, sus ojos se llenaron de lágrimas y empezó a temblar—. Ya ocurrió, finalmente; ya no veo, estoy ciego —murmuró el chico. Rocío abrió desmesuradamente sus ojos y clavo la mirada sobre el rostro de Gabriel, entonces lo comprendió todo.

Los ojos del muchacho habían dejado de ser verdes amarillentos. Ahora eran prácticamente amarillos con una diminuta pupila negra dentro de su iris áurea. Sin duda, era incapaz de ver la luz, sus fotoreceptores habían desaparecido como concecuencia del funcionamiento de sus circuitos espectrales. Rocío no podía entender la complejidad del evento que acababa de ocurrir, pero sabia que era profundo y doloroso. Gabriel estaba ciego, algo que ninguno de sus amigos esperaba que ocurriese jamás.

Qhawaq y Rowena, mudos testigos, observaron como los rostros de sus aprendices se llenaban de lágrimas. Comprendieron que Gabriel jamás les había dicho a sus amigos que, de una forma u otra, iba a quedarse ciego tarde o temprano, por la atrofia óptica que padecía. Desde luego, los maestros comprendían la padencia de salud del chico, pero entendían las razones del secretismo de Gabriel. Él era un centinela orgulloso incluso antes de conocer su destino. No deseaba que le sintieran lástima. Los maestros entendían ese sentir, ese orgullo luciférico que demanda respeto ante un acto de suprema voluntad. Por eso Gabriel calló sobre su salud ante sus amigos.

Rodrigo y Diana se sentaron en el piso, gruesos lagrimones empezaron a chorrear por los ojos de Rocío. Oscar y Jhoanna se abrazaron y Edwin, cabizbajo, empezó a hacer gestos de desaprobación con la cabeza. Todo había sido revelado. Gabriel pudo percibir que había más personas aparte de Rocío en la habitación. Su rostro hizo un gesto de enojo.

—¡No sé quién esté ahí, pero puedo percibir tu presencia! —dijo Gabriel, enérgicamente.

—Somos nosotros, Gabo —dijo Rodrigo, con la voz acusiada por la angustia—. Está la Diana, el Oscar, la Joisy y el Edwin aquí. Y también están los maestros Qhawaq y Rowena —describió para su amigo ciego. A Gabriel le temblaba la mandíbula.

—¡No me ayuden! —gritó y rompió a llorar amargamente. Rocío lo abrazó con fuerza, él se aferró al cuerpo de ella, deshaciendo sus lágrimas sobre el pecho de su amiga—. No quiero que me ayuden, no soy un inútil.

—Jamás serás un inútil —intervino Rocío a tiempo que acariciaba la nuca del chico, a modo de consolarlo—, nosotros siempre confiaremos en ti, Gabito.

Qhawaq tomó del hombro a Rowena y realizó un gesto de aprobación con la cabeza. La maestra suspiró y ambos dejaron la cabaña en silencio.

Con el secreto revelado, finalmente Gabriel tuvo que contarle a sus amigos que siempre supo que se quedaría ciego. Sus padres también lo sabían e intentaban ocultárselo desde que era un niño pequeño, pero él presentía que era así. Aunque nadie se lo dijo, el podía sentirlo. La confirmación de su estado de salud vino de forma tácita, primero por los medicamentos que tomaba para retrasar el proceso de atrofia, y luego por el propio médico que, de forma ilusamente optimista, le dijo la verdad de sus ojos y que no perdiera la esperanza de una cura en el futuro.

El relato despertó sentimientos de dolor y empatía en todos los presentes. Edwin y Oscar admiraron profundamente a Gabriel por ese inmenso orgullo que le llevó a seguir adelante entre dolores y sombras. Jhoanna sintió tristeza por él. Diana y Rodrigo se habían internado en las tinieblas de tormentosos pensamientos. Supieron que sus amigos ocultaban más heridas de lo que imaginaban. Ambos se sintieron culpables por no haber sido dignos de la confianza de Gabriel para que éste les confesase su delicada salud con anterioridad. Pero Rocío...

Llegada la noche Diana y Rodrigo se durmieron juntos en una de las estrechas camas. Edwin, Oscar y Jhoanna se habían retirado a sus respectivas cabañas a descansar, quedaron abrumados por tantas emociones fuertes. Y Rocío permanecía en un costado de la cama, mirando a Gabriel y sintiendo algo poderoso en su pecho por él.

La ojosa vio cómo su corazón empezaba a descascararse, vislumbrando un sentimiento que siempre estuvo allí, oculto bajo el cascarón de un amor por alguien más. Por un momento, Rocío se cuestionó si realmente se había enamorado de Rodrigo. Lo amaba, pero ese sentimiento era muy diferente a lo que ahora despertaba Gabriel en ella. Verlo ciego, fuerte, estoico, orgulloso, digno, pero al mismo tiempo frágil; todo aquello había conmosionado a la chica de una forma que no creía posible. Ella admiraba profundamente a su amigo, y algo más, algo que eclosionaba en ella. El cascarón de su amor por Rodrigo se estaba transformando en un amor frío por Gabriel.

Los enormes ojos negros brillaron con un halo de ternura, su rostro dibujó una sonrisa y llevada por un instinto sublime, Rocío besó los labios de Gabriel tan suavemente que él no despertó. Al besarlo sintió latir su corazón desbocadamente. "Era yo la que estaba ciega. Lo siento tanto, Gabito. Ahora soy yo la que me siento totalmente enamorada de ti, tú eras para mi el elegido y ahora puedo verlo. Eres valiente y fuerte, alguien que puede protegerme y yo a él. Tú serás mi hombre porque te amo y tengo la esperanza que aún quieras corresponderme. ¿Me amarás nuevamente, mi dulce príncipe ciego?"; pensó Rocío para sí misma.

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