21. Masacre sangrienta...
El calendario marcaba martes 18 de abril del año 2000. Un abogado y su cliente abandonaban los Juzgados de la ciudad de La Paz. En sus rostros se avizoraba un aire de tranquilidad luego del complicado juicio y las múltiples audiencias a las que ambos tuvieron que asistir luego que la Contraloría iniciara un proceso al cliente del abogado por evasión de impuestos. Finalmente saltaron las pruebas de un complot y una red de corrupción dentro del aparato judicial boliviano. Alguien había comprado las influencias de dos fiscales, un contralor del Estado y un juez para llevar a la quiebra y posterior muerte civil a Erik Cortez Avendaño, un empresario cuyos negocios vieron su fin en manos de los usurpadores del Poder. El empresario, sin embargo, estaba preparado para el complot que se armó en su contra y vendió absolutamente todas sus propiedades y posesiones antes de los juicios. Remató las acciones de su compañía y luego puso el dinero en varias cuentas bancarias a nombre de otras personas. Después, junto a su abogado, se batió en un duelo final ante un fiscal cuya firme intención era la de encerrarlo por los cargos que sopesaban sobre él y, después, mandar su asesinato ritual dentro de la prisión; esas eran las órdenes de la Sinarquía, del Superior Héxabor. Pero el patético fiscal falló y sabía que le esperaba una horrible, lenta, dolorosa e inimaginable muerte. Por eso, luego del juicio, fue a su apartamento donde se pegó un tiro en la cabeza. El suicidio del fiscal fue noticia a nivel nacional.
Erik Cortez había triunfado en su última batalla como parte civil del mundo material, pero su victoria quedaba eclipsada ante la infinita nostalgia que sentía por su progenie. Erik extrañaba entrañablemente a Gabriel, su hijo, y sentía el acoso constante de la angustia al saberlo sin sus medicamentos para retrasar la atrofia óptica que, sin remedio, habría de dejarlo ciego.
Después de la audiencia resolutoria del caso, Erik Cortez junto a su abogado fueron a comer un par de empanadas acompañadas de una gaseosa para celebrar. Promediaban las 16 horas y ambos estaban cansados por el desgaste nervioso.
—Anímate, Erik. ¡Ganamos el caso! —decía el abogado, animoso.
—Me gustaría sentirme feliz, pero aún tengo muchas cosas en qué pensar —respondió—. Necesito algo de tiempo, un respiro.
—Entiendo —dijo el abogado, dando un ligero golpecito en la espalda de su cliente—. Por cierto, Ursus llamó para preguntar los resultados del juicio —Erik miró a su abogado con interés—; le dije que todo había salido bien.
—Pensé que a ese sujeto no le agradábamos mucho.
—A él nadie le agrada mucho, pero se preocupa por ustedes.
El abogado que defendió el caso de Erik había sido el mismo que tramitó el divorcio de los padres de Rocío. Él, junto a Ursus de la Vega, se habían hecho cargo de borrar de todos los archivos nacionales la existencia de los chicos elegidos y, ahora, también de sus familiares más cercanos. El Padre Bernardo Clementi, Ursus de la Vega y el abogado de Erik habían fraguado un plan para hacer aparecer "muertos" a todos los involucrados en la guerra que se avecinaba. Incluso las actas de defunción estaban listas. El último eslabón a romper eran los juicios de Erik Cortez y con ello todo estaría listo para el golpe final.
—¿Y el Padre Bernardo ya está al tanto? —preguntó Erik, el abogado asintió.
—Yo mismo telefoneé mientras comprabas las empanadas.
—Eso significa que es todo, estamos libres de la vida civil.
—No te confíes demasiado. Hasta que no hayas "muerto", en cualquier momento podrías ser convocado a defenderte de nuevos procesos. Tal y como vi, la "fuerza de la carnada" está dando dura guerra y no dudaría que empiecen a culparte a ti o a cualquiera de los otros por las cosas más estúpidas.
—¿Qué pasará cuando tengamos nuestras actas de defunción?
—Lo que Ursus instruyó que ocurriría. Ustedes deberán quedarse en el claustro y esperar.
Erik sonrió con cierto dejo de incredulidad, como si lo que hubiera escuchado fuese una tontería.
—Dudo que los otros quieran quedarse años encerrados en un claustro.
—Es la única manera de ayudar a sus hijos.
—Tan solo me gustaría que mi hijo se hubiera llevado las medicinas para sus ojos.
—Quédate tranquilo, Ursus dijo que en Erks lo tratarían; confía un poco.
Ambos hicieron una pausa cuando sus empanadas llegaron a su mesa. Comieron hablando pausadamente de las anécdotas del juicio. Había sido una dura guerra legal en la cual tuvieron que realizar ingeniosas estratagemas para evitar caer en los callejones sin salida que la fiscalía les preparaba para cada audiencia. Entonces, mientras conversaban, un hombre conocido para ambos entró por la puerta principal de la pastelería, se sentó y pidió una taza de café. El aparecido vestía un elegante traje oscuro protegido tras una gabardina café. Llevaba lentes oscuros y un sombrero marrón. El primero en notarlo fue el abogado que llamó la atención de su cliente.
—Erik, ¿no es aquel Mario Salas? —preguntó disimuladamente, señalando con un ligero gesto de sus ojos hacia el recién llegado. Erik lo miró con sigilo y asintió.
—Es él.
—Carajo —el abogado masculló—. Seguro estará muy molesto por todo el asunto del divorcio de su esposa.
El hombre de gabardina no era otro sino el padre de Rocío, aquel ebrio destruido que había pactado con los demonios del cielo a cambio de venganza. Había seguido a Erik y a su abogado desde que ambos salieron de los Juzgados y, mientras ambos se distraían con una conversación casual, Mario ingresó a la confitería y se sentó cerca para observar a sus presas. Arrastrados por la incómoda situación, Erik y su abogado pidieron la cuenta y se alistaron para retirarse.
Cuando la mesera les devolvió el cambio, se pararon y se marcharon con presteza. Caminaron algunas calles hasta llegar al pasaje peatonal situado detrás de la Casa de la Cultura. Tarde comprendieron que su ruta no había sido la más adecuada. Debido a unas refacciones, el pasaje estaba más vacío que de costumbre, solo una dulcera gremial llenaba con su presencia el amplio espacio que yacía entre los muros de la Casa de la Cultura y las tiendas cerradas del otro costado. La desembocadura a la Avenida Mariscal Santa Cruz estaba cerrada así que ambos hombres no tenían más remedio que volver tras sus pasos. Sin embargo Mario Salas los estaba esperando a la salida del pasaje, cerrándoles el paso. El encuentro con él era inminente.
Erik avanzó firmemente, dirigiéndose por un costado de Mario, pero este se le puso en frente con una sonrisa siniestra dibujada en su rostro demacrado, cubierto tras sus amplias gafas redondas, oscuras, y bajo la maraña desaliñada de pelo que caía por pequeñas hendiduras entre su cabeza y el sombrero.
—Por favor, señor Salas. Este no es el momento —intervino el abogado. Mario le lanzó una mirada despectiva, casi displicente, desapasionada.
—Ustedes me deben dinero —dijo al fin Mario.
—Aquí nadie te debe nada —repuso Erik, molesto.
—Claro que sí, me deben por todo el daño que me hicieron, y a mi familia.
Contestó Mario y elevó la mirada a Erik. Cuando sus ojos se encontraron se estableció una tensión intensa entre ambos. Sin embargo Erik sintió que algo no andaba bien. El inmundo alcohólico que golpeaba a su esposa y abusaba sexualmente a su hija parecía haber desaparecido. Su lugar había sido suplantado por una presencia más tétrica, más inflamada de maldad.
—Veo que no tienen intenciones de darme mi dinero —farfulló Mario. Erik sonrió arteramente y agregó:
—Ha perdido, ¿comprende? El único culpable de todo lo que le ha ocurrido es usted.
—Deja ya esos airecillos de intelectual —dijo Mario—. Yo sé perfectamente mis equivocaciones y pude haber enmendado mi error si tú, maldito estúpido, no hubieras intervenido junto a este tinterillo de mierda —agregó, señalando al abogado de Erik—. Van a pagar por esto.
Erik comprendió que tenía que retirarse pronto si deseaba evitar una escena.
—Si no me da paso —dijo Erik—. Voy a tener que retirarlo yo mismo.
—Caballeros, por favor —intervino el abogado—. Resolvamos esto de forma civilizada.
Mario esbozó una sonrisa siniestra, observando al abogado como si fuera un niño que acababa de decir una tontería.
—¿Civilizados, eh? —Mario murmuró.
Erik seguía con su pecho pegado al de Mario, con la misma postura desafiante en la que ambos se quedaron luego que el desenfrenado Mario le cerrara el paso a Erik. Entonces, sin aviso alguno, la propia naturaleza empezó a dibujar un escenario completamente antinatural. La luz del día poco a poco empezó a opacarse, como si densas nubes cubrieran por completo al astro diurno, sin darle oportunidad de regar con sus rayos la superficie de la Tierra. El sonido de autos, gente y sirenas de policía a lo lejos fue acallándose y la temperatura empezó a subir rápidamente. Solo estos trastornos del orden natural fueron lo bastante fuertes para que Erik se diera cuenta que la situación había sobrepasado con creces su entendimiento, la anunciada riña callejera que parecía avecinarse se estaba convirtiendo en una pesadilla. Lentamente Erik empezó a alejarse de Mario, sintiendo que la sangre se le coagulaba del miedo. El abogado de Erik, que pronto comprendió el problema en el que se habían metido, echó a correr hacia la Avenida Mariscal Santa Cruz con la firme intención de saltar la reja de seguridad que cortaba el paso y huir hacia algún lugar lejano de aquel macabro rincón urbano, convertido en un pedazo del infierno más dantesco jamás imaginado.
Mario echó un suspiro cuya exhalación emanó vapores amarillentos de su boca. Levantó el brazo con la palma de la mano abierta hacia el abogado, que corría presa del pánico. Su carrera duró poco, repentinamente no pudo mover su cuerpo y cayó aparatosamente al suelo.
—Ahora vuelve a pedir que seamos civilizados —dijo Mario, en voz alta.
Erik, al ver que su abogado estaba en aprietos, embistió a Mario con todas sus fuerzas, pero todo lo que logró fue moverlo solo unos centímetros. El hombre poseído por una sobrenatural fuerza demoníaca bajó la vista para observar a Erik que le practicaba una fuerte llave a la cintura. Mario solo tuvo que sacudirse un poco para empujar a Erik a casi dos metros de distancia. El abogado, que aún no podía moverse, miró como Erik, un hombre alto, grande y fornido, había sido empujado de una sola sacudida y comprendió que no tenía esperanzas de enfrentar tal fuerza. No terminaba de asimilar el terror que lo asediaba cuando un agudo dolor empezó a estremecer su cuerpo entero. Mario no había bajado el brazo, aún apuntaba hacia el abogado. Erik sacudió su cabeza y cayó presa de un horror nauseabundo cuando notó que su abogado empezaba a hincharse. El desafortunado hombre daba alaridos monstruosos mientras su cuerpo era cubierto de llagas y laceraciones que dejaban su carne al rojo vivo, como si estuviera siendo cocinando de adentro para afuera. Sus ojos explotaron, su pelo se cayó, su abdomen se abrió dejando escapar las entrañas de su cuerpo y acto seguido su cuerpo entero estalló, regando de tripas, sangre y toda suerte de fluidos aquel pasaje que se había convertido en un portal infernal.
Mario sonrió, dejando escapar una risa muy leve, imperceptible. Su rostro denotaba el placer que sentía en el sufrimiento de otros. Luego su mirada se dirigió a Erik que ya se había meado los pantalones ante la terrorífica presencia de aquel hombre, de aquel alcohólico cobarde que había dejado su condición de ebrio, de ser humano, para convertirse en una criatura monstruosa.
—Me hubiera gustado el dinero —murmuró Mario—. Pero tomaré tu dolor como pago.
Ante los aterrorizados ojos de Erik, Mario Salas empezó a transfigurarse con un halo de escarlata luz demoníaca, con bordes dorados como el oro y la médula roja como la sangre.
—¡Qué... qué eres! —destapó Erik su voz, casi gritando.
—Yo soy tu verdugo —respondió el ser con una voz fangosa—. Mario Salas ya no existe, ahora soy Bálaham.
Erik casi podía presentir el fin que le esperaba. Todos sus pensamientos se dirigieron a su hijo, Gabriel, y a su esposa, Eva. Recordó cada instante que pasó al lado de su familia y no podía evitar pensar en todas las cosas que no vivieron, en todo lo que no les dijo en vida, en todos los bellos momentos que le habían sido arrebatados por un destino loco y cruel. Erik apretó fuertemente los ojos, esperando la muerte, y quiso llorar de rabia, de frustración, de impotencia, del miedo; pero sus ojos se habían secado ante las tinieblas ardientes que le rodeaban. Entonces se hizo consciente del tiempo, había pasado un buen rato desde que Bálaham hubiera dictado sentencia de muerte, pero Erik aún respiraba. Cuando abrió los ojos, el hombre trasfigurado ya no estaba ahí, en su lugar había una bestia de pesadilla. Parecía un reptil con alas de insecto. El monstruo ya no le miraba, sino que había clavado su vista hacia un lugar fijo en el cielo. Erik también observó en la misma dirección, pero no podía ver nada.
—¡Quien se atreve a interrumpirme! —bramó la bestia Bálaham hacia el cielo.
No hubo respuesta del cielo, solo silencio infinito.
—¡Este hombre debe morir! —volvió a hablar la bestia.
No hubo respuesta. Entonces Bálaham fijó su vista amarillenta en Erik.
—Sufrirás, Erik Cortez, sufrirás por los pecados de tu hijo y tu esposa —sentenció Bálaham.
Erik estaba resignado, pero cuando el final parecía inminente una lanza cayó sobre el monstruo. Entró por su hombro y salió por un costado de su cuerpo, haciéndole perder el equilibrio. Trastabilló varios pasos y cayó con un peso y fuerza terribles sobre uno de los muros de la Casa de la Cultura. La pared cedió por la intensidad del golpe y enterró en escombros a Bálaham. Erik aún no podía creer lo que acababa de ver. Elevó su vista hacia el lugar de donde la lanza cayó y vio a un jovenzuelo parado sobre la punta de un poste. Llevaba un largo abrigo con detalles de aguayo en los hombros, el torso desnudo, un pantalón negro de cuero oscuro y botas de correa.
El joven bajó del poste y cayó ligeramente cerca de Erik, entonces le pudo reconocer.
—Tú...
—Buenas tardes, señor Cortez —saludó el chico.
Sin duda aquel era el joven extraño del que Gabriel, su hijo, le habló aquel mes de octubre de 1999; justo después del ataque de los pandilleros que casi los matan. Los niños habían dicho que sus vidas fueron salvadas por un extraño muchacho vestido con un abrigo con detalles de aguayo en los hombros y armado con una lanza. Su nombre era..., era...
—Rhupay —Erik murmuró, casi sin poder creerlo.
—Debo sacarlo de aquí —respondió—. Si nos quedamos más tiempo no podremos salir.
—¿Salir?, de qué hablas...
—De la Umbra, señor Cortez —replicó Rhupay, ayudando a Erik a incorporarse—. En este momento ya no estamos en la dimensión en la que usted vive, hemos sido arrastrados por alguna clase de fuerza al limbo entre dimensiones.
—No... no lo entiendo...
—No trate de tender, solo camine.
Rhupay y Erik dejaron atrás el pasaje peatonal y empezaron a deambular por las calles adyacentes. Erik se llevó un susto aún más intenso cuando notó que la ciudad estaba desierta, cubierta de herrumbre por doquier. Era como estar realmente en otra dimensión, La Paz seguía siendo idéntica, pero estaba asolada por un abandono inusitado. Entonces un aullido estremecedor destrozó los oídos de ambos fugitivos. Rhupay elevó el brazo al cielo, expandió la palma y un haz de luz verde se formó en su mano, convirtiéndose después en una lanza con punta de piedra.
—¡Corra al anfiteatro de la Iglesia de San Francisco y no se mueva de allí! —el Centinela ordenó a Erik, pero otro estruendoso aullido redujo a ambos nuevamente.
Habían tardado demasiado, Bálaham les había alcanzado. Llegó volando con sus gigantescas alas de insecto, enmarcadas por gruesos huesos que le salían por la espalda. Su vuelo levantaba un aire caliente que traía peste a carne podrida. Su tamaño, más de 6 metros, le dificultaba planear con facilidad, pero a pesar de su corpulencia aterrizó sin tambalearse a pocos metros de Rhupay y Erik.
—¡Corra, corra, corra! —gritó Rhupay a Erik, quien se echó a correr con todas sus fuerzas.
Bálaham exhaló profundamente y escupió una baba verdosa que cayó sobre uno de los pies de Erik. El desafortunado hombre tropezó, rodando en el suelo, y empezó a retorcerse mientras daba desgarradores alaridos. Su pierna empezó a correrse como si la hubieran sumergido en el más potente ácido.
Rhupay se estremeció al ver al padre de Gabriel caer con su pierna desecha en ácido, elevó su espectro al máximo, un halo de luz verde le rodeó, tomó su lanza y se abalanzó contra Bálaham. Clavó una, dos, tres veces su arma mortal en un costado de la bestia. Cuando iba a clavarla por cuarta vez, Bálaham dio un poderoso aguijonazo que casi perfora el escudo espectral de Rhupay, deformándolo como una burbuja que fue golpeada por una aguja. El golpe lo elevó a veinte o más metros y cayó sobre el asfalto de la Avenida, agrietándola y dejando un cráter por la fuerza de la caída. La cabeza de Rhupay emanaba grandes chorros de sangre. Se incorporó a duras penas con la ayuda de su lanza y vio que Bálaham se aproximaba volando. Iba a lanzarle un gargajo como el que escupió sobre el infortunado Erik. Rhupay levantó la mano e hizo un disparo de plasma hacia Bálaham que ya escupía su ácido sobre el muchacho. Ambos, ácido y plasma, chocaron violentamente y explotaron con fuerza. La deflagración empujó a Rhupay unos metros, pero eso le dio tiempo a recuperarse. Se levantó y saltó hacia Bálaham. Esta vez su lanza atravesó la garganta de la bestia, pero esa maniobra resultó menos eficiente de lo que Rhupay esperaba. Bálaham expandió sus garras sobre el chico, lo cogió por la cintura y lo aventó con una fuerza atroz. Su cuerpo cayó en el piso y se internó en las entrañas de la tierra hasta los cimientos del Palacio de Telecomunicaciones que, por el impacto, se desmoronó sobre Rhupay.
Bálaham, confiado en su victoria, voló hacia Erik quien aún se retorcía del dolor. Aterrizó cerca de él y llevó su garra a pocos centímetros del hombre, pero cuando iba a cogerlo fue empujado por un disparo de plasma que le hizo estremecerse del ardor. Cayó a unos metros de distancia, totalmente aturdido. Le tomó unos segundos recuperarse del golpe, sacudió su cabeza y dirigió su mirada hacia Erik; percibió que una joven atendía a su víctima, quizás sería la responsable del ataque. La muchacha vestía un conjunto negro de cuero con detalles amarillos que se amoldaba a su cuerpo como si fuera una segunda piel. Tenía un arco y una aljaba llena de flechas en la espalda. Un viejo recuerdo acudió a la mente de Bálaham y supo que ella era uno de los Centinelas, al igual que el muchacho de la lanza que había aventado contra el suelo.
Erik, herido y delirante, fijó la mirada y notó que la chica era la misma de quien su hijo le había hablado. Se trataba de Valya, una compañera que había protegido a Gabriel y sus amigos durante todo el tiempo que les llevó prepararse para huir a Erks.
—Vete, sálvate —dijo Erik a la niña, tratando de ser valiente.
—Quédese tranquilo, usted debe vivir o Gorkhan, Gabriel, su hijo, no podrá concentrarse.
—Mi hijo, cómo está mi hijo.
—Lo está haciendo bien, señor Cortez. Será un gran guerrero y siempre lo recuerda a usted.
Erik sonrió, satisfecho.
—Lo sabía, mi Gabriel será un hombre formidable.
—¡No, no se duerma! —dijo Valya firmemente al ver que el hombre agonizaba.
Iba a cargarlo cuando vio a Bálaham saltar por los aires con sus garras apuntándole. La muchacha se hizo a un lado, tomó su arco y disparó dos flechas al pecho de la bestia. Un alarido horroroso retumbó desde las entrañas del monstruo. Valya volvió a disparar, pero esta vez su flecha fue desecha por una emanación de ácido de la boca de Bálaham. Parte de ese ácido cayó sobre el escudo espectral de Valya que rápidamente empezó a debilitarse.
El monstruo se incorporó, arrancó las flechas de su pecho y luego se aproximó a Erik. Lo tomó entre sus garras y lo miró, extrañado por la sonrisa del hombre.
—De qué estás tan feliz, patético mortal —cuestionó la bestia.
—Un día, hijo de puta, el día que menos pienses —Erik replicó—, mi Gabriel vendrá y te hará pagar. Él será un guerrero invencible y nadie, ni el propio Dios Yahvé, podrá derrotarlo.
Una sonora carcajada salió del pecho de Bálaham.
—Aspiras a demasiado. Gorkhan, tu hijo, caerá en mis manos. Él padecerá y pagará por los pecados de toda su estirpe maldita. Jamás podrá hacerme frente, mucho menos a mi amo Héxabor o al Señor Todopoderoso, el del Pueblo Elegido de Israel. Gorkhan y su Compañía de rebeldes están condenados.
—Pero mientras vivan y luchen, ustedes jamás ganarán —respondió Erik, desafiando a Bálaham.
—Admiro tu valor, pero eso de nada te sirve ahora. Antes de morir sepas que tu progenie será atormentada por el resto de la eternidad, y tu sufrimiento será el inicio.
Terminada su sentencia, el monstruo clavó su aguijón en la cadera de Erik, quien ahogó su garganta en gritos. Pero su voz dejó de emitir sonido alguno cuando toda la columna y la cabeza fueron separadas de su cuerpo por un quirúrgico movimiento del aguijón de Bálaham, que de un solo tirón le arrancó el espinazo al infortunado Erik. El rostro del pobre hombre llevaba una expresión de horror infinito, de un dolor imposible de imaginar en esta vida o en otras. No solo su cuerpo estaba siendo atormentado sino también su Espíritu. La esencia de Erik Cortez había sido capturada en Chang Shambalá y su martirio había comenzado.
Bálaham se sentía satisfecho, pero su trabajo no había terminado. Tenía que deshacerse de los Centinelas que le habían interrumpido, pero cuando volteó hacia el lugar donde había dejado a Valya herida, notó que la chica había desaparecido. Luego fue hasta las ruinas del Palacio de Telecomunicaciones para asegurarse que Rhupay estuviese muerto, pero por mucho que buscó no encontró el cuerpo. Ambos Centinelas se le habían escapado; aunque Bálaham sabía que pronto tendría la oportunidad de volver a enfrentarlos y estaba ansioso. Tenía deseos de consumir el cuerpo de los Centinelas en una orgía de sangre.
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