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3. La fiesta

Será y lo verás, caminarás por los senderos del destino tratando de resolver tu propio laberinto. Tomarás tu espada para atacar a tu propia mente, a tu carcelero. Serás víctima del dolor y de tu encierro; pero llegará el día en que todo el dolor se convertirá en frío, y tocarás una vez más el piano, escuchando tu silenciosa melodía. Será una gota de silencio y sabrás que las heridas cerraron, porque el Espíritu al fin habrá despertado, declarando la guerra a sus captores. Será y lo verás, que cuando aquel día llegue, Artemisa te tenderá una vez más su mano, y disparará una flecha directamente a tu corazón, helándolo para siempre y toda herida quedará borrada, y respirarás un aliento de libertad como fue en un principio. Porque estuviste en el Origen y estarás en el Final...

Vairon Hombre Hecho Lobo, Epicus Tabula

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Fue un sábado 16 de enero de 1999, lo recuerdo bien. Un buen fin de semana, día soleado, un año empezando, Francia campeona del Mundial de Fútbol 1998 de la FIFA y algunos compromisos que me apartaban de la apatía que tanto necesitaba. Aquel día empecé a anotar las cosas que pasaban entre Rodrigo y sus amigos. ¿Por qué lo hice?, pues para hacer soportable mi miserable vida. A mis doce años era normal verme en las tardes dando vueltas en mi casa, con "La Copa de la Vida" de Ricky Martin a toda pastilla en la radio y la ansiedad floreciendo por vivir una ilusión nueva a la mañana siguiente. Esa ilusión jamás se hizo realidad, me despeñé solito y sin ayuda.

Diana había cumplido doce años el 31 de diciembre de 1998, pero la fecha era horrible para festejar un cumpleaños "infantil", así que sus padres aplazaron la celebración. Eran como las cuatro de la tarde, Diana se había alistado con mucha ansiedad para su fiesta. Le gustaba verse bien, aunque más allá de ser sano coqueterío, parecía una forma de no perder la atención de Rodrigo. No era fácil lograr diligencias de un sujeto tan distraído como él. Aunque yo creo que los esfuerzos de Diana estaban demás.

Muchos días antes a ése, Diana había tenido una profunda crisis a causa de su primera menstruación. Un día, mientras calentaba su cena, un pequeño flujo de sangre le bajó por la entrepierna, precedido por un dolor muy agudo en cierto lugar escabroso que no es necesario mencionar. Claro, ella estaba casi segura de lo que se trataba, a esa edad las niñas ya saben; sin embargo, eso no le había servido de nada. Nada pudo calmar sus revuelcos de vientre y el humillante sentimiento de culpa por haber manchado su nívea ropa interior. La madre de Diana quiso resolver el asunto de forma maternal; pero al final fue su hermana quien le ayudó a superar el problema contándole de su peliaguda menarquía y la forma en que superó el asunto. Luego le compró unas toallas femeninas, Diana sentía vergüenza de tener que pedírselas a su mamá.

Otro factor de su crisis fue el horroroso arrebato que su inocencia sufrió a causa de su accidental encuentro con la pornografía. Un día Diana buscaba su video (VHS) favorito —"Alone in Home" o "Mi pobre angelito", en español latino—; encontró la caja, pero la cinta que estaba adentro no era lo que ella quería ver. Lo que la pobre niña vio tenía como título "Colegialas cachondas", una de las muchas películas porno de su hermano. Basta imaginarse la cara de horror que puso al ver semejante orgía. Hasta se enfermó mentalmente durante una semana, no quiso comer siquiera. Una vez más, Jhoanna acudió al rescate de su pequeña hermana y le explicó sobre todos los asuntos del sexo para que nunca más tuviera miedo. Era una buena hermana mayor después de todo, aunque explotaba a la pobre Diana de vez en cuando.

Aparte de los conflictos que ya mencioné, había uno que puso en evidencia que Diana estaba creciendo muy rápido: se había enamorado. Pudo ser de cualquier chico sobre este mundo, pero lo hizo justo de aquel que ella menos hubiera deseado: de Rodrigo. Lo descubrió en Navidad, luego de abrir sus regalos. Ambos habían recibido un par de teclados nuevos, de seis octavas cada uno. Rodrigo fue el primero en estrenar el suyo y mientras interpretaba a Beethoven, Diana sintió algo dentro de su pecho, en sus venas. Al verlo tocar sintió una mutación dentro de ella, algo maravilloso pero hiriente. Se sintió asquerosa al principio, Rodrigo era como su hermano y se negaba a sentir "esas" cosas por él. Una vez más Jhoanna acudió al rescate y arregló el descalabro sentimental de su hermana con unas pocas palabras: "Rodrigo no es tu hermano". Bastó que Diana entendiera aquello para que acepte sus emociones y dé un paso más en su vida. Lo fatídico para ella fue que Rodrigo tenía un atraso de años luz con relación a cualquier chica, él tardaría mucho más tiempo en comprender la situación.

Rodrigo fue de los primeros en llegar a aquella fiesta. Dulce idiota, es imposible engañar al corazón cuando tienes esa edad. Durante años Rodrigo se sintió cómodo en compañía de Diana, pero ese día cambió todo.

Al principio las cosas eran normales, Rodrigo entró, le dio su regalo a la cumpleañera y luego empezaron a jugar. Y mientras jugaban, de forma accidental, Diana besó la mejilla de Rodrigo tan cerca de los labios que un mecanismo, casi quántico, se activó dentro de él. Tal cual le pasó a Diana semanas atrás, Rodrigo sintió "esas cosas": náuseas, nervios, el corazón latiendo desbocadamente, sudor en las manos, etc. Ver a su amiga de toda la vida se convirtió en algo muy angustiante. Es irónico pensar en las muchas cosas que ese evento tan irrelevante generó, pero es sobre ello de lo que trata esta historia. Después de todo, existen amores que reverberan en el tiempo durante cientos de milenios y universos. Es un hecho gnóstico comprobado.

Entre los invitados también estaba yo y llegué a una hora prudencial, ni tan temprano ni muy tarde. Mis recuerdos desteñidos tienen aún vívida la imagen de la escena, y lo que más sobresale en ella era la presencia absoluta de la cumpleañera. Diana lucía hermosa, centellante con su maravillso y misterioso perfume de frutas que la rodeaba como un halo invisible. Llevaba una blusa blanca adornada de bordados en los hombros, una amplia falda plisada de color celeste, quizá demasiado corta, y un par de zapatos blancos de charol que enfundaban sus pequeños pies abrigados por unos calcetines relucientemente blancos. Su cabello le llegaba a la cintura, lo tenía suelto. Llevaba algo de brillo labial y una perene expresión risueña que la hacía aún más encantadora. Verla me hacía sentir dolor en el pecho, una congoja que se acentuaba por la implacable indiferencia de Diana y de todos los que me rodeaban. No era un niño muy popular después de todo.

Rocío y Gabriel llegaron poco después de mí y parecía que eran los únicos que podrían ahuyentar el nerviosismo de Rodrigo, mas no fue así. Gabriel había venido con la intención de hacer desorden mientras que Rocío estaba con muchas ganas de jugar al entredicho; toda la tensión estalló en un juego bastante bobo que fue organizado por Rocío. Todos nos pusimos a jugar una estilizada versión de "oculta-oculta". Las chicas eran hadas que representaban ser las buenas, los chicos eran monstruos que actuaban como los malos. Diana era una princesa secuestrada por un malvado druida —no pregunten cómo rayos los niños sabían sobre la verdadera y rebuscada naturaleza de los druidas—. Rodrigo era el paladín que debía rescatar a la princesa y Gabriel era su guardaespaldas. Por voto mayoritario, se me pidió no participar del juego. "El Gaburah arruina los juegos, que no juegue él", decían; por lo que tuve que fungir de espectador, es un recuerdo triste para mí; siempre que lo evoco necesito un trago de ron para hacer de cuenta que toda esa marginación de algo sirvió, aunque sea para volverme alcohólico.

Las bases del juego las impuso Rocío y contemplaban estas reglas: La princesa debía ser rescatada en un tiempo determinado. Si el príncipe no lo lograba, los malos ponían sanción para los buenos; si lo conseguía, los malos debían cumplir una sanción. En el raro caso de un empate, que no era nada raro ya que todo se planeó para que termine así, la organizadora, Rocío, pondría sanciones para el príncipe y para el malvado druida. Como era de esperarse, todo salió según lo planeado, ¡un mísero empate!

El druida terminó haciendo cincuenta flexiones, sanción bastante estúpida en mi opinión. Pero Rodrigo, ¡ay Rodrigo!, tuvo que probar de la picardía de la ojosa Rocío. Sus maquinaciones maquiavélicas habían preparado una celada romántica de la que mi primo no podría escapar.

—Ahora es el turno del caballero —dijo la organizadora del juego y sacó a la princesa de sus aposentos.

Parecía que a Diana no le resultaba muy cómoda la situación, la expresión en su rostro reflejaba algo más que nerviosismo, era una angustia palpable. Rocío le dijo algo al oído a la cumpleañera y la puso frente a Rodrigo. Diana se veía sonrojada y avergonzada.

—La sanción para el caballero será... —Rodrigo retenía la respiración... Rocío, la muy desgraciada, sonreía. Se aclaró la garganta—: darle un beso romántico en la boca a la princesa —entonces terminó su sentencia que parecía de muerte, pero estuvo muy emocionada al decirlo.

—¡Qué! —gritó Rodrigo. Diana abrió mucho los ojos— yo... yo...

A pesar que sonaba como una terrible condena, en el fondo, cualquiera de nosotros hubiera dado la vida por ser el condenado. Cuando supe lo que iba a ocurrir sentí morir, pero aún más cruel fue que todos los chicos de la fiesta me hubieran relegado, y es que de todos los presentes yo era el único que no tenía permitido presenciar la sanción, ignoro las causas de tal rechazo. Resignado y fastidiado por tanta discriminación me fui al salón principal donde otro de los invitados, un muchacho llamado Alan, me hacía silenciosa compañía. Parecía que él no tenía interés en ver el resultado del juego, miraba por la ventana hacia el cielo con una expresión de lejanía. Él era un caso atípico, todo un personaje, un chico popular forjado por la leyenda de su excentricidad. Él era Alan, alguien de quien hablaré más adelante. No era mi amigo, tampoco mi enemigo. Él era...

Mientras tanto, Rodrigo iba a besar a la niña más hermosa del mundo el día de su cumpleaños, el primer beso de la princesa. Dulce, dulce, tanto que asqueaba. También era el primer beso de Rodrigo, sí que lo era.

Gracias al relato de terceros y luego por el testimonio escrito del mismo Rodrigo supe cómo fue la escena del beso. Decían que Diana parecía estar de acuerdo. Silenciosa, se limitaba a mirar al suelo, sin atreverse siquiera a dirigir una mirada a su príncipe condenado. Había mucha expectativa, como si lo que fuera a ocurrir no estuviera permitido.

—Vamos, tienes que cumplir —le decía Gabriel a su amigo, golpeándole en la espalda.

Rodrigo no podía mover ni una sola parte del cuerpo. Ambos, el príncipe y la princesa del juego, se habían congelado de los nervios; sin embargo, Diana tenía el coraje que a Rodrigo le faltaba y dio el primer paso, se acercó lentamente a él y le tomó de una mano. Lo miró a los ojos y, sin decir nada, le acarició una mejilla, acción que detonó los aullidos de los juergueros. El reloj parecía detenerse, el espacio se diluía y antes que ambos se den cuenta, el mundo que los rodeaba había desaparecido; estaban solos, ella y él, perdidos en las infinitas arenas del tiempo... o quizá en algún lugar de sus mentes, pero juntos. Diana se sentía embargada por ese amor puro que solo los niños pueden sentir. Rodrigo tenía un agujero negro en su alma, pero se sentía extrañamente feliz. Era un aluvión de sentimientos en los que resaltaba un maravilloso y refrescante frío dentro sus venas. Sus ardorosos corazones, latiendo a rabiar bajo sus pechos, entraban en sincronía.

Segundos más tarde Diana había acercado sus labios a los de Rodrigo y, de un momento a otro, sucedió. Sus labios se unieron, lo supe por los chillidos que se oían del pasillo, por las vulgares expresiones de los chicos y las risitas nerviosas de las chicas; Diana y Rodrigo se estaban besando mientras yo miraba por la ventana del salón hacia la calle, dejando que un par de lágrimas ahogaran mi humillación y mi envidia.

Rodrigo se perdió en los labios sabor a sandía de Diana. Ella dejaba que su corazón se internara en las insondables profundidades de sus mares internos, en los mares de su primer amor. Su eterno amor. Se quedaron así algún tiempo. Era el primer beso de dos niños que estaban creciendo juntos, pero había algo más en aquel beso. Nadie más que yo lo notó: su beso era el más puro del mundo y la prueba era la puñalada que sentí en mi corazón. Estaba perdidamente enamorado de Diana y ella, finalmente, se había alejado de mí a la velocidad de la luz. "Rodrigo de mierda", pensé en lo profundo de mi alma.

—Vamos tórtolos, ya se pueden separar, ¡ya cumplieron su penitencia! ¡Basta, basta, basta! —gritó el envidioso Gabriel.

Yo no podía soportar más, tomé mi chamarra y abandoné la casa de Diana sin despedirme. Era toda la humillación que podía tolerar en un día. Llegué a casa y, como un acto de dignidad masoquista, permanecí casi dos horas bajo el agua helada que fluía de la ducha, aún con la ropa puesta. Lloraba con toda mi rabia mientras mi cuerpo se congelaba. Me dolía tanto el corazón que solo deseé menguar esa tristeza con el dolor de mis huesos helados. Justificadamente o no, sufría demasiado.

Mientras yo trataba de pillar una pulmonía, en la casa de Diana la fiesta se acababa. La tarde había muerto y la noche se adueñaba de una ciudad que ya mostraba su brillo artificial. El destino quiso que Rodrigo se quedara a dormir en casa de Diana, en el cuarto color rosa de ella. El cuarto que parecía una enorme casa de muñecas. El escritorio de Diana tenía los regalos que había recibido, juguetes en su mayoría, pero de entre todos resaltaba el regalo de Rodrigo: un libro. "Alicia en el País de las Maravillas", de Lewis Carroll. Diana siempre había querido tener un ejemplar bien ilustrado.

Rodrigo ya estaba recostado en la cama, cosa que no es tan rara como se pudiera pensar puesto que él y Diana tenían la costumbre de dormir juntos los fines de semana. Ella estaba relativamente distante mientras él quedaba enterrado bajo un alud de emociones nuevas. Su cuerpo, su alma, su sangre, su Espíritu, su ser entero estaban reaccionando a estímulos novedosos. Mientras Diana se cambiaba de ropa, cubierta tras la puerta abierta de su ropero, Rodrigo empezó a disparar cuestionamientos.

—¿Por qué estás así? —preguntó Rodrigo mientras estrujaba las sábanas.

—¿Cómo "así"? ¿A qué te refieres? —Diana respondió.

—Diana, no jodas a ver... ya sabes de qué estoy hablando... —él empezaba a perder la paciencia.

—No entiendo. ¿Me aclaras? —ella parecía huir de los cuestionamientos de él, aunque en realidad sabía muy bien a qué se refería.

Rodrigo continuó:

—¿Alguna vez has estado en el campo, y todo parecía bonito: los árboles, el pasto, un río, te ubicas? —Diana asomó un poco su cabeza y sonrió—, pero, ves una nube negra en el cielo..., y sabes que va a llover y tu día de campo se jode. ¿Entiendes? —ella asintió. Rodrigo siguió—: Siento eso... ¿cuándo cambiamos? Eras... digo, eres como mi hermana...

—¿Por qué preguntas eso? —respondió, acercándose a la cama con el pantalón corto y la polera rosa que usaba como ropa de dormir.

Rodrigo se revolcaba en sus propias intrigas. Un jaloncito en los pantalones le indicó que todo se había salido de control. Se cruzó las manos, cubriendo su entrepierna.

—Diana..., yo... —quedó callado.

—Vamos, dime.

—No, mejor entrá a la cama y apagá la luz. Tengo sueño —era un tonto, no sabía cómo salir del paso.

—¿Estás enojado? —preguntó Diana mientras entraba a la cama, él negó con la cabeza.

En cuanto Rodrigo sintió el cuerpo tibio de su anfitriona rozarle el brazo, se estremeció.

—¿Frío?

—No, para nada

Una profunda sensación de incertidumbre y confusión hería el pecho de Rodrigo, le hacía desangrar. Diana sabía que su príncipe encantado no la estaba pasando bien, de algún modo podía entender sus sentimientos pero no sabía cómo enfrentar la situación; ella no quería ser vista por Rodrigo como si fuese su hermana, quería ser vista como una posible novia. No, ella quería más que eso, quería sentir el cariño del niño que tenía recostado al lado, pero él se esforzaba por mantener las cosas como estaban, con una distancia fraterna. A Diana la entristeció ese pensamiento y, resignada a dejar sus propios sentimientos en criogenia, puso todo su empeño en consolar la macurca mental de Rodrigo.

—¿Qué te duele? —Diana intentaba que Rodrigo le tuviera confianza.

—No lo vas a entender, mejor duérmete ya...

—No estés triste, sabes que te quiero mucho y...

—No lo estoy —respondió él, entregándose al llanto.

Las lágrimas fluyeron, totalmente anónimas y escurridizas. Rodrigo no quería ser visto en ese estado, ni siquiera sabía de qué lloraba, pero lo hacía. Diana entendió que su relación de hermanos se estaba dañando y trató de ser fraternal nuevamente con él, a pesar del beso que se dieron en la tarde.

—Tranquis —le envolvió ella con sus brazos, Rodrigo se encogió—. Duerme, mañana todo estará bien —le dijo entristecida.

Al día siguiente Rodrigo se levantó con una horrible resaca emocional, avergonzado de que Diana lo haya visto llorar sin razón la noche anterior. Ella estaba deprimida, había caído en cuenta que su lazo de hermanos era demasiado fuerte; y es que Rodrigo tenía esa gran virtud y defecto a la vez: hacía nexos muy poderosos con sus seres amados, nexos que difícilmente podían ser cambiados.

Esa mañana de domingo el desayuno familiar fue un poco tenso, Rodrigo y Diana no lucían felices. La madre de Diana, impermeable a la tensión, hablaba con Jhoanna sobre las compras del mercado; aunque ambas notaron la espesura del ambiente, ninguna tenía la intención de formular preguntas.

Minutos más tarde Rodrigo se cepillaba los dientes cuando la puerta sonó.

—Ya salgo —respondió Rodrigo con desgano

—Soy Joisy. ¿Podemos hablar?

Rodrigo abrió la cerradura y Jhoanna ingresó. Él continuó su aseo, ignorando por completo la presencia de Jhoanna que entornó los ojos y suspiró.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

Rodrigo asintió en silencio.

—Tus ojos están hinchados —agregó Jhoanna, él permaneció en silencio, secándose la cara con una toalla—. Si me contaras qué pasó...

—¡Me cacho Joisy! —la interrumpió Rodrigo, tirando la toalla al piso—, qué quieres que te diga. No me pasa nada, no quiero que me pase nada —sentenció, dando la espalda a Jhoanna; luego se arrepintió de lo precipitado de su reacción y agregó—: lo siento.

Ella esbozó una leve sonrisa y replicó:

—Cuando los árabes te quieren maldecir, desean que te enamores. Así y todo, enamorarse es algo de lo que todos aprendemos.

Rodrigo sintió mucho calor en sus mejillas, bajó la mirada. Jhoanna, al notar la vergüenza de Rodrigo, se le acercó y abrazó su torso desnudo por la espalda, mirándole por el espejo y acariciando su pecho.

—Dime, ¿qué ves en ese espejo?

—¿A ti?..., y... ¿a mí?... —dijo desalentado y acalorado a la vez.

—¿Sí?, pues yo veo a un chico guapísimo que se merece todo lo mejor —respondió Joisy a tiempo que pegaba su rostro a la cabeza del atormentado chico—, en ese espejo veo todo lo maravilloso que eres. No le temas al amor, enfréntalo como hombre.

Rodrigo lo pensó por unos momentos y sostuvo las manos de Jhoanna.

—¿Joisy, qué me está pasando?

Pregunta tonta.

Ella lo volteó para verlo de frente y le dio un delicado y prolongado beso muy cerca de los labios, una muestra de aliento que enrojeció aún más las mejillas del acongojado Rodrigo. Obvio, el beso de una chica grande siempre es emocionante cuando eres niño.

—Estás creciendo, papito, eso pasa. Poco a poco te irás convirtiendo en todo un hombrecito y verás muchos cambios. Aquí —puso su índice en la frente de Rodrigo, luego puso su mano en su pecho— y aquí.

Ambos se miraron unos instantes y luego se abrazaron.

—Da miedo cambiar.

—Los cambios siempre dan miedo, pero eso significa crecer —respondió Jhoanna, acariciando la nuca de Rodrigo—. Sé que te cuesta entender lo que te pasa, pero no te asustes. Ya verás que te sentirás mejor —dijo antes de retirarse.

Oh, Odín. Lo que cuesta ser un puberto en la era postmoderna. En la era de Alejandro de Macedonia seguro no era tan conflictivo. No quiero pretender imaginar lo que Rodrigo sentía en esas horas de incertidumbre, pero aún hoy lo sigo envidiando. Ojalá mi pubertad hubiese sido así. Hoy, que ya soy un "adulto", pienso mejor sobre aquel primer evento y quedo totalmente convencido que fue aquello lo que me llevó a anotar todo lo que empecé a ver desde ese día, porque desde ese día empecé a sentirme realmente miserable. Diana era una obsesión para mí y Rodrigo, un imbécil. Pero con toda fortuna siempre hay un gran sacrificio, y el precio que ambos tuvieron que pagar por esa felicidad fue demasiado alto, aunque lo valió; ¡fue lo justo carajo!

No existen las coincidencias, solo la ilusión de una coincidencia. No existe la casualidad, solo lo inevitable. Diana y Rodrigo eran afortunados, pero no demasiado. Rocío y Gabriel no tenían tanta suerte, pero en realidad sí la tenían.

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