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25. Sonata Sangrienta...

"Lluvia sin fin, días de alegría, días de tristeza, despacio pasan a través de mí; cuando intento sostenerte, tú desapareces ante mis ojos. Es que eres simplemente una ilusión. Cuando despierto, siento que mis lágrimas se han secado en las arenas del sueño; ahora soy como una rosa que florece en el desierto"

Yoshiki Hayashi, Endless Rain - X Japan

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Rodrigo finalmente fue dado de alta. Tardó casi diez días más que Gabriel en recuperarse. Tuvo un recibimiento de héroe en el colegio, aunque se ha matenido callado. No era para menos, yo estuve ahí cuando le dieron el diagnóstico que acabó con lo poco de ilusiones que abrigaba en su corazón. Las secuelas de la maldad serían permanentes

El día que mi novio salió de la clínica sentí una oleada de optimismo. Pedí a Rocío y Gabriel que me acompañen, pero, al parecer, tenían algo importante programado. Al menos desde que todo pasó, ambos han empezado a entenderse mejor. Hace solo unas semanas estábamos peleando por tonterías; pero, luego de lo que sucedió en aquel callejón, esas peleas parecen insignificantes, Gabriel dejó todo recentimiento atrás.

Ni bien llegué a la clínica, comencé a bromear para hacer reír a Rodrigo. Tenía una rutina para levantarle el ánimo, incluso llevé una nariz de payaso, creo que funcionó un poco. La mejor forma de ganarle a las lágrimas, es enseñándoles a reír, y yo soy doctora en risas.

Mientras trataba de animar a Rodrigo, su mamá ingresó acompañada de un médico. Tenía el rostro bastante amable, aunque lucía un poco preocupado. Revisó a Rodrigo, él estaba nervioso, su mamá le sonreía. Luego hizo algunas anotaciones y empezó a explicar su condición de salud. Dijo que llegó muy herido a la clínica, tuvieron que operarlo para suturar su herida en el estómago. Afirmó que Rodrigo había sufrido un paro cardiaco al llegar a la sala de emergencias y resaltó su aferro a la vida. ¡Claro que regresó a la vida!, mi príncipe volvió de la muerte, volvió por mí. Pero al llegar al diagnóstico de su mano izquierda todo se convirtió en una marea de angustia. El médico dijo que el cuchillo que le atravesó la mano había lastimado sus huesos y sus nervios; quizás Rodrigo no podría volver a moverla, y aún si lo hiciera, le dolería mucho. La única luz de esperanza estaba en un tratamiento que el médico recetó, esperando que la mano lastimada reaccione, aunque, aún así, no volvería a ser la misma. Jamás podría volver a tocar el piano.

Cuando el doctor se fue, Rodrigo se quedó con la mirada en el vacío. Su rostro aún no podía cambiar su expresión de asombro, le temblaban los labios. Casi inexpresivo, varias lágrimas empezaban a desbordarse de sus ojos, murmurando recuerdos de conciertos, el piano, la piscina, una vida maravillosa y hermosa. Su mamá lo abrazó, diciendo que haría todo lo posible para que se recupere. Rodrigo lloraba en sus brazos, como un niño pequeño, asustado, desvalido. Yo sostuve su diestra, tratando de ahogar un agudo sentimiento de culpa. ¿Acaso no había nada que pudiera hacer?

Mientras consolábamos a Rodrigo, mis pensamientos me llevaron hacia una sola reflexión, una pregunta: ¿Qué hacer cuando la desgracia toca nuestras puertas? ¿Qué hacer cuando te quitan lo más importante? Fuimos dichosos, Rodrigo y yo lo tuvimos todo, ahora solo ha quedado la incertidumbre. Quizá lo único posible es aceptar aquello que no se puede cambiar, aquello que no depende de nosotros. Mamá suele decir que la felicidad se trata de llevar una vida con el menor sufrimiento que sea posible, porque el sufrimiento es inevitable. Ahora solo tengo recuerdos bonitos, un futuro que me llena de temor y un presente plagado de cicatrices. Es fácil sentirse feliz, basta con disfrutar lo que se tiene y amar a quienes le aman a uno; lo difícil es aceptar que hasta algo tan sencillo como eso es incierto, porque todo puede cambiar.

Los días luego del regreso de Rodrigo al colegio marcaron una forma de existir muy rara para nosotros. Parecía que la vida doméstica ya no era relevante. Mi novio estaba en una depresión que realmente me preocupaba mucho, era una ausencia en cuerpo presente, pues aunque él estuviese en clases, su mente y su alma no lo estaban. Aparte, sostener la mentira de nuestro accidente de tránsito se estaba haciendo difícil, los cuatro teníamos secuelas físicas y mentales de las heridas que tanta agonía nos habían generado.

Aquel día llovió repentinamente. Era la hora de salida y mis amigos y yo acordamos volver juntos a nuestras casas, pero nos nos quedamos algún tiempo extra para terminar la práctica de Matemáticas. Miré de reojo por la ventana del aula, noté que en el pasillo una persona me observaba con profunda mirada de angustia: era Alan. Su mirada congelada me hizo sentir miles de sensaciones confusas. Yo conocía esa mirada, pero no podía recordar de dónde o cuándo. Cuando salí del embrujo de sus ojos, busqué a Rodrigo con mi mano, supuestamente estaba a mi lado resolviendo problemas en su cuaderno; pero cuando volteé, él había desaparecido. Ni Gabriel ni Rocío notaron en qué momento se levantó o cuando se fue. De inmediato empezamos a preocuparnos por él. Gabriel fue a buscarlo a las canchas, Rocío al gimnasio y yo al auditorio.

Al llegar al pasillo oí el estridente sonido de alguien que golpeaba las teclas del piano. Mi corazón de inmediato me advirtió quien podría estar haciendo tanto ruido. Entré casi de golpe.

Jamás me hubiera imaginado la horrible escena que me encontré al entrar. Rodrigo estaba botado sobre el escenario, las teclas del piano estaban manchadas de sangre que se escurría de sus manos. A medida que me acercaba, el panorama se hacía más aterrador. Los antebrazos de Rodrigo estaban cortados, cerca suyo había un estilete ensangrentado, al lado del piano estaba el yeso que llevaba en su mano izquierda, manchado de sangre. En ese momento se hizo una imagen mental que me mostró lo que había hecho Rodrigo. Empecé a temblar, enmudecida ante lo que mis ojos veían. Cuando finalmente llegué al escenario, mi voz se destapó.

—¡Rodrigo, qué estás haciendo! —grité desesperada, dijo algo en voz tan baja que no logré escucharlo—. ¡Por Dios Rodrigo, qué hiciste! —mis ojos se desbordaban de lágrimas. No entendía porqué se hizo algo tan horrible.

—Quería destruirlo todo —murmuró—. No tengo razones para seguir, solo quiero que me maten, solo quiero...

Sin pensarlo, como un impulso involuntario y automático, lo abofeteé. No podía seguir soportando sus palabras, tanta debilidad, tanto miedo.

—¡Reacciona, maldición!

Lo abofeteé de nuevo. Hasta yo me sorprendí por mi reacción, pero había algo en mi interior que me impulsaba a comportarme así, era como estar poseída

—¡Cómo te atreves a hacerte esto! ¡Quién te crees que eres! —estaba furiosa, Rodrigo me miraba sorprendido—. ¡No tienes derecho a rendirte! ¡No permitiré que te rindas! —casi sin querer me lancé sobre sus labios, algo en mi interior me estaba impulsando. Separamos nuestras bocas cuando nos faltó el aire.

—No entiendes nada, Diana —musitó agitadamente—. No sabes lo que se siente no poder tocar el instrumento que amas. Era un pianista, un gran pianista, ahora soy nada.

—Así que no entiendo nada.

Tomé el estilete y, con total determinación, me corté los antebrazos y las palmas de las manos.

—¡Diana no! —me dijo, tratando de detenerme, creo que yo también estaba enloqueciendo. Pero ya no había nada qué perder, la cordura ya la había perdido hace tiempo, y Rodrigo también. Este asunto era ahora entre él, el piano y yo. Era nuestra batalla personal y no había nada que pudiera hacer para evitarla.

—Ahora estamos iguales —tiré el estilete. Saqué un pañuelo y empecé a escurrir las teclas ensangrentadas del piano—. Mira, ésta es tu sangre, ésta es mi sangre. ¡Estamos iguales así que no me digas que no sé cómo se siente!

La furia me heló la amargura y el miedo. Lo sentía en mis venas, un hielo tan frío como el cero absoluto. No había más fatalismo, solo determinación. Mi vientre me ardía, sentí ganas de orinar, mis lágrimas me quemaban al surcar mi rostro y la imagen de Rodrigo derrotado me hacía hervir de furia. Ya no era yo misma.

—Diana yo...

¡Compórtate como un guerrero! —estaba volviéndome loca, perdí el control de mi cuerpo y mis palabras. Era como si alguien me usara para manifestarse en nuestro mundo—. ¡Yo amo a un valiente, no a un cobarde! ¡Esta es una maldita guerra Rodrigo Lycanon, yo estoy a tu lado para luchar y jamás en la vida permitiré que te rindas! ¡Me oyes! ¡JAMAS!

Me sentía totalmente poseída, llena de frío y placer. No sabía si Rodrigo lo había notado.

—¿Guerra?

Sí, contra el dolor, contra las heridas. ¡Lucha conmigo! —tomé sus manos, tenían temperatura.

—No puedo, Diana. No puedo.

Por las buenas, o por las malas, pero no dejaré que te rindas.

Sin entender cómo, o porqué, lo besé hasta hacerme faltar el aire. Casi de inmediato, Rodrigo también perdió control de sí, pude sentirlo. Sus manos empezaban a enfriarse, todo su cuerpo parecía rodeado de una misteriosa electricidad que me elevaba el pulso. Yo ya no era Diana y él ya no era Rodrigo, éramos otras personas.

Repentinamente sentí las manos de Rodrigo bajo mi falda, luego bajo mi ropa interior y empezó tocar mi intimidad. Yo no podía hacer nada para evitarlo, aunque tampoco quería hacerlo. No había nada que evitar. Lo busqué con mis manos bajo los pantalones y lo toqué por primera vez. No sentía temor, vergüenza, ni ansias. Sentí humedad, no sé de dónde. Sentí los pulmones de Rodrigo cada vez que exhalaba dentro de mi boca. Sentí su corazón latiendo desbocadamente bajo su pecho. Sentí placer, iba a enloquecer de placer. No supe dónde más nos tocamos, ni cómo lo hicimos, pero se sentía tan bien que no me importaba saberlo. Nuestros cuerpos estaban totalmente helados, esa temperatura horrible se había esfumado. Ya no sentía ese calor en mi vientre, ni en mi estómago. No sentí las espinas del rosal. En cambio sentí una humedad misteriosa que aliviaba todos mis ardores interiores. Era una sensación fría y luego, tibia. Estaba fresca, embargada por una especie de placer que nunca en mi vida había sentido. Recorría mis venas y helaba mi corazón ardiente.

Perdimos noción del tiempo, nos perdimos en nosotros mismos y, de repente, todo explotó con fuerza. Me faltaba el aire, no podía ver ni oír bien, estrujé la ropa de Rodrigo fuertemente, todo se volvió amarillo por unos segundos, quise gritar, pero no de horror, ni de dolor; me sentía realmente bien, muy bien.

No me rendiré —dijo Rodrigo, con la respiración agitada, y quedó totalmente quieto.

No te abandonaré, Rodrigo —le dije todavía en estado de trance—. Aún si estuviera muerta, resucitaría mil veces para amarte y curarte, solo me bastaría saber que tú sigues luchando para hacerme volver de donde sea.

Jamás dejaré de luchar. Lo haré por la nostalgia de ti y por el recuerdo del Origen, no me rendiré hasta liberarme y devolverle al Dueño de este mundo todo lo que nos hizo —respondió él, también fuera de sí, como poseído. Entonces ambos reaccionamos.

—¿Estás bien? —le pregunté, llena de vergüenza.

—Sí, ya regresé —contestó totalmente sonrojado.

—Debemos irnos, es tarde —estaba muy agitada.

Cuando nos fijamos, noté que nos habíamos arrastrado hasta el telón del escenario. Él estaba casi recostado sobre mí, aún con su mano bajo mi falda, bajo mi ropa interior, sobre mis partes íntimas. La mía estaba dentro de sus pantalones, sosteniendo su... De inmediato alejamos nuestras manos el uno del otro con los colores subidos al rostro. Tenía sangre hasta en mis pantorrillas. Él tenía la camisa y el pantalón manchados de sangre. Sentí tanta vergüenza que no sabía qué hacer. Lentamente nos fuimos separando, él se alejaba dando alguna ojeada hacia mi cuerpo o hacia mis ojos. Acaso nosotros habíamos..., no, no hicimos eso. Tenía la ropa interior puesta y él también estaba vestido, pero entonces, ¿qué había sucedido?

Tan rápido como pudimos, limpiamos el desastre que hicimos y camuflamos lo que no se podía limpiar. Salimos por la puerta del escenario y nos dirigimos casi a paso comando hasta los baños donde nos lavamos lo más rápido que pudimos. Luego lo ayudé a colocarse el yeso y a cubrir su otra mano con uno de mis guantes.

Salimos apresurados tratando de no ser vistos. Al llegar a la puerta, vimos al portero ocupado con unos estudiantes y aprovechamos su distracción para salir rápidamente. Una vez en la calle, procuramos no llamar la atención. Cuando llegamos a la esquina del colegio, nos despedimos con un abrazo; nuestros corazones latían aún con mucha fuerza desde el encuentro que tuvimos frente al piano. ¿Acaso así fue mi primera vez? ¿Será aquello lo que llaman "hacer el amor"? Esas preguntas me atormentaban mientras me despedía de Rodrigo y parecía que ninguno de los dos quería abordar el tema, era mejor así.

Unos minutos después que despaché a Rodrigo, Gabriel y Rocío se aparecieron con rostros preocupados. Les conté que había encontrado a Rodrigo y casi todo lo que había ocurrido, menos lo de ese encuentro tan cercano entre Rodrigo y yo. Ambos se sorprendieron y se angustiaron, por un instante comprendimos que estábamos perdiendo la cabeza.

Regresé a casa e inventé un accidente para contarle a mamá, le dije que me lastimé jugando voley, no sé si me creyó. Me llevó, preocupada, al médico quien me recomendó tener más cuidado. Rodrigo fue regañado duramente por haberse quitado el yeso. Le enyesaron nuevamente y diagnosticaron que se lastimó aún más la mano izquierda, por lo que debería estar quince días más con el yeso. Y aunque sus heridas físicas serían permanentes, al menos le demostré que, sin importar lo que ocurra, yo estaría a su lado para apoyarlo. 

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