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24. Cruz de rosas...


¿Por qué estás tan triste?

¿Qué es ese dolor que te atormenta?;

le he preguntado a aquella rosa con pétalos de sangre,

pero la rosa sangrienta no puede responder sin morir.

Yoshiki Hayashi, X Japan - Rose of Blood

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Recibí el alta médica al día siguiente y dejé la clínica al atardecer en compañía de Rocío, su madre y la mía; el cielo se desangraba, igual que yo. De una manera u otra, ni Rocío ni yo teníamos lesiones físicas de consideración; lo peor fue lo que hicieron con Rodrigo y Gabriel. Aunque no nos detallaron el diagnóstico de ambos, yo sabía perfectamente la dimensión del atroz daño que sufrieron. Sin embargo, Gabriel tuvo más suerte. Sus heridas estaban sanando a tal velocidad que incluso los médicos no podían creerlo. Pero Rodrigo...

En cuanto a Rocío y a mí. No nos sentíamos capaces de lidiar con la rutina. Mi amiga estaba mucho peor que yo, se notaba las secuelas del estrés y el pánico que debimos sufrir. Nos quedamos juntas, en mi casa, exoneradas de la vida doméstica por la tolerancia y comprensión de nuestras familias. Pidieron permiso en el colegio para nosotras, no preguntamos qué excusa inventaron nuestras madres, tampoco nos importaba saberlo.

Los días que advinieron fueron un reino de tinieblas tras cuatro paredes. Fotofobia, poco apetito, espantos nocturnos, incluso diurnos. Rocío y yo, ambas recostadas en mi cama, intentábamos refugiarnos en el sueño o en la televisión. Éramos como dos enfermas en cuarentena, imposibilitadas de salir al mundo exterior por ese terror patológico que se había instalado en nuestros corazones. Cada día era el recuerdo de los gritos, de la sangre, de las vísceras, del olor a carne quemada; aquellas voces siniestras conjurando maldiciones incognosibles mientras el horror de una violación grupal se implantaba en nuestras almas. No había más inocencia que salvar.

En la clínica, Gabriel daba signos de mucha mejoría. El día que volvió en sí fue recibido con los abrazos y lágrimas de sus padres. Preguntó por nosotras, incluso reclamó nuestras presencias, pero no podíamos salir de mi habitación. El pánico era muy grande para afrontar el mundo exterior, y la clínica, para nuestro tormento, se halla en "el mundo exterior". Mi habitación era un útero seguro, un lugar que no abandonaríamos.

Por su parte, Rodrigo empezó a tener una mejoría lenta; lenta, pero mejoría al fin y al cabo. No recuerdo qué ocurrió exactamente luego de la última vez que vi a mi novio, pero me comentaron que los médicos estaban estupefactos cuando Rodrigo dio señales de vida nuevamente. El escenario debió ser muy confuso: había una chica tirada en el suelo y un chico renacido en la camilla. Decían que había ocurrido un milagro, o al menos eso querían creer las enfermeras. Pero no fue ningún milagro, sino un misterio.

En mi habitación, Rocío y yo nos enfrentabamos a un cuadro muy diferente. Nuestros cuerpos estaban bien, pero nuestras mentes y almas habían recibido más daño del que podría describir. No estaba preparada para tal nivel de salvajismo, brutalidad y terror. Y aquella situación ponía nuestra cordura en riesgo sin que nada ni nadie pudiera evitarlo. Nuestras madres pensaron en brindarnos asistencia médica, pero desistieron de la idea por alguna razón. Ellas saben algo que nosotras no y ese misterio es parte de aquel miedo oscuro, sombrío y primigenio.

La noche que vi la luz de luna nuevamente había sido precedida por un día seco de crisis, de llanto y depresión. Rocío lucía como drogada, estaba mareada por el desvelo, cansada y espantada. Habían pasado 7 días de pánico. Yo tampoco podía seguir más en pie. Estaba exhausta de miedo, tristeza y ansiedad. Estaba tan cansada, tan destruída, tan vejada y usada. El suicidio asomaba por mi mente. Ya no quería recordar más la sangre, las tripas, el olor de la carne. Y esta sensación en mi entrepierna, esta cosa...

Me pinchaba en todo el cuerpo, eran mil agujas. Sus tallos eran gruesos y duros, imbricados de filosas espinas. Pero su flor era hermosa y escarlata. Allí, flotando en un mar indefinido y obscuro, yacía mi cuerpo clavado a una cruz hecha con tallos de rosal. Mi corporeidad entera estaba desgarrada, ulcerada, y manaba una constante hemorragia que dejaba una cola viscosa y roja tras de sí, del mismo modo que la cola de un cometa disipándose en el espacio.

Algo se metía entre mis piernas, lo podía sentir. Era espinoso e invadía mi ser entero. Sus agujas me picaban por dentro y luego las sentía recorriendo mi piel. Dolía, y dolía, y dolía, pero había algo más; ese sentimiento de algo penetrándome, violándome, el tallo del rosal, ultrajándome, humillándome. Era... indescriptible, poderoso, aberrante, asqueroso, cosquilloso, húmedo, sin aire, gritar, gritar, más, más, gritar...

¿Por qué me hacen esto? ¿Por qué le hacen esto a mi cuerpo y mi alma? No quiero que siga. No quiero sentirme así. Esto es valioso y sagrado, no se lo puedo entregar al placer y al dolor. Esto debe suceder solo con él, con mi amado. Mi cuerpo y mi alma, y mi interior, son solo para él. ¿Por qué esta rosa tan hermosa me hace esto? ¿Por qué bebe mi sangre? ¿Por qué me viola de esta manera? ¿Tan asquerosa soy?

—Te equivocas —oí una voz.

Había una luz violeta delante mío, la voz venía de esa luz. Al inicio me dio miedo y vergüenza. No quería que me vieran desnuda, siendo ultrajada por este rosal. Pero esa aurora ultravioleta y magnífica me llenaba de paz.

—Jamás creas ser indigna de los dones que posees —dijo esa voz, me resultaba conocida.

Pero lo soy, estas rosas me arrancan la carne, me hacen sufrir, y luego me dan placer; me siento asquerosa.

—Tu pureza no se pierde en la carne o el placer. Es tu condición humana lo que te llena de dudas.

No tengo dudas, estoy segura que soy una cerda.

—No. Estás segura que sufres y por ello te sientes sucia, porque esto no es placer, es un martirio; uno tan infinito que te enloquece. Y en tu demencia sientes placer. Esa es la maldición que el Tetragrámaton impuso en ti. Pero no es así. Eres realmente pura entre las mujeres hiperbóreas, no entregaste el honor de tu sangre a estas rosas aunque seas prisionera de ellas. Te liberarás, Dianara, saldrás de este rosal.

¡Cómo! Si no tengo las fuerzas, no sé cómo.

—No lo harás sola, la ayuda vendrá del mar. Habrás de dejar el rosal y después lo controlarás a tu voluntad divina. En el orgasmo infinito, el amor eterno se funde en una voz de libertad. Ese día en que los lobos gemelos cumplan su pacto, cuando hayas entregado tu cuerpo y alma, cuando hayas liberado el sello de tu poder y finalmente ames con el frío fragor del Origen; ese día entenderás la luz pura de tu Espíritu. Porque eres la osa de la luna, la Diosa Ultravioleta, la perdición de los mortales y los Siddhas Traidores que se pierden de pasión por ti. Tú eres el poder, la muerte, el sexo, la luna y la eterna regeneración.

—¿Quién o qué eres?

—Soy el pasado, el presente y el futuro. Vine para transferirte un poco de fuerza. Es tiempo que abandones el miedo y la tristeza. Aunque seas prisionera de este rosal, levántate. Aunque sus espinas te arranquen la piel y el músculo, levántante. Aunque sus tallos te violen a diario, levántate. ¡Levántate, Diosa Ultravioleta, Hija de la Luna!

De repente, desperté. Había sido un sueño. Las rosas, la sangre, la luz violeta, esa voz... y eso, esa sensación en mi entrepierna. Todo fue una pesadilla horrible. Sin embargo, se sintió tan real. Había muchísima humedad entre mis piernas. Rocío dormitaba sentada en el sofá de un rincón de mi habitación, tapada con una gruesa frazada. Miré por la ventana y la luna creciente me saludó con su luz de plata. Por primera vez en días ya no sentía miedo. El estrés de lo ocurrido, el recuerdo de las vísceras y los gritos, incluso el olor a carne quemada, ya no me agobiaban. No es que lo hubiera olvidado, simplemente ya no me traumaba. Pero, ¿por qué? ¿Qué me ocurrió? ¿Acaso se deberá al sueño que tuve?

Me incorporé e intenté despertar a Rocío sacudiéndola suavemente. Ella se acurrucó un poco, entreabrió un ojo y luego empezó a gimotear. Parecía que seguía dormida, encerrada en una pesadilla.

—Amiga amada, vamos a salir de esto.

Llena de un coraje que no me conocía, enfoqué todos mis pensamientos en Rocío. Puse mi mano en su frente y entonces una suave luz violeta empezó a ser emanada de mi palma. No entendía qué ocurría, no sabía cómo lo estaba haciendo, pero, sin duda, algo estaba ocurriendo. Me sentí fuerte, segura, capaz de afrontar al infierno entero. Hallé en mí interior una fuerza de voluntad que desconocía. No podía rendirme ni entregarme al pánico. Rodrigo me necesitaba. Debía superar lo ocurrido, debía ayudar a mi amiga a superarlo. Ella no merece esto, ella merece una vida mejor, una existencia con luz, pero no cualquier luz. Ella merece la luz más antigua del universo. De un universo antes del universo. Siento que es así, siento que tal gloria existe, creo en ella.

Segundos más tarde mi mano se había apagado, pero Rocío lucía tranquila, incluso sonriente, mientras dormía. Yo me acerqué a su rostro y le di un largo beso en la mejilla. Luego besé su frente y regresé a mi cama. Dormí sin soñar nada más...

Al día siguiente Rocío y yo nos levantamos completamente repuestas de la terrible experiencia que padecimos. Mi amiga no podía explicarse a sí misma el cambio que sintió. Me dijo que ya no tenía miedo, que estaba tranquila. Yo no me atreví a confesarle lo que hice mientras dormía. No le hablé del sueño que tuve ni de mi mano en su cabeza, emanando luz violeta. Ignoro el porqué se lo oculté, quizá sentía vergüenza de contarle algo así. Pero eso no importa, lo que importa es que funcionó.

Esa mañana comimos sin medida ni clemencia. Ambas moríamos de hambre. Nuestras madres lucían muy aliviadas de que hubieramos logrado superar el trauma que nos dejó días encerradas en mi habitación, pero su satisfacción contrastaba con la seriedad de sus gestos. Mi madre nos dijo que nos contaría toda la verdad, pero no dijo cuándo lo haría.

En la tarde de ese día, mi hermana, Rocío y yo jugamos con muñecas una vez más. Quizá sería la última fiesta en la casa de Barbie, así que recreamos un baile de lujo. Una vez más éramos como niñas de primaria. Mi hermana era una niña más grande, pero su forma de jugar con nosotras era una expresión de cariño, lo sé; era una hermana mayor siendo buena con nosotras. Fue como la consolidación para una terapia que sirvió para que Rocío y yo recuperemos la voluntad y algo de amor propio.

Mi amiga regresó a su casa esa noche. La mamá de Rocío le agradeció mucho a la mía por toda la hospitalidad. Luego de días juntas, despedirnos fue difícil. Pero era tiempo de volver a la existencia doméstica.

Una vez sola en mi habitación, el dolor regresó, pero ya no se trataba de esa sensación de asco y pánico. Esta vez la angustia era por Rodrigo. Por primera vez, desde que nos pasara tan salvaje desgracia, empecé a imaginar el dolor de mi novio. A él lo hicieron picadillo. En ese momento, cuando dejé de estar ensimismada, entendí cómo debió sentirse Rodrigo. Y el solo imaginarlo me desgarró el alma. Lo vi morir y recién me hice consciente de ello en ese momento de intimidad en mi habitación. Moría por verlo, pero al mismo tiempo tenía miedo por él. Lo que le hicieron no tiene nombre. No lo entiendo, jamás le hicimos daño a nadie como para merecer tanto odio y brutalidad.

Mi regreso a clases luego de una semana de ausencia fue muy celebrada por los chicos del curso. Rocío también gozó de una gran bienvenida. Aparentemente, nuestras mamás armaron una mentira muy estratégica para justificar la licencia; todos en el colegio creían que habíamos tenido un accidente de tránsito y que por eso nos ausentamos tanto tiempo. Nosotras no contradecimos esa versión y dijimos que ya estábamos bien, que Rodrigo y Gabriel volverían pronto, aunque eso no lo sabíamos realmente.

En el recreo de ese día me la pasé en el baño, ocultándome para que no me vean llorar. El ambiente del colegio me llenó de nostalgia, extrañaba mucho a Rodrigo. A la salida del colegio, Rocío pasamos por una tienda de regalos, compramos unos globos y un par de peluches. Nos armamos de valor y fuimos a la clínica.

En el corredor principal, mi amiga y yo nos separamos. Rocío iría a ver a Gabriel primero, yo visitaría a Rodrigo. Mi novio estaba internado en la habitación 202, me paré frente a la puerta de aquel cuarto, suspiré y, tímidamente, metí mi cabeza primero. Él estaba allí, con vendas en la cabeza, el ojo hinchado y un suero en el brazo. Giró apenas la cabeza y pareció sonreír.

Se alegró cuando vio los regalos que le traje, yo le contaba sobre todo lo sucedido en el colegio a mi retorno, se veía muy demacrado. No le hablé de mis días de cuarentena en compañía de Rocío, o del sueño del rosal. Poco a poco, sin que pueda evitarlo, la angustia se clavaba en mi pecho, me lastimaba. Rodrigo trataba de mostrarse tranquilo, pero podía sentir su temor, su pena, y me desgarraba.

—¿Estás bien? —preguntó, angustiado.

—He vivido cosas difíciles antes; tampoco pienso dejarme traumar así por así —contesté sonriendo apenas.

—Diana, acaso tú...

—Mi mamá dijo que nos contará toda la verdad muy pronto —lo interrumpí—. Me recontra-juró que había arreglado ese asunto y que nunca más nos harían daño. Ya verás como volveremos a nuestra vida tranquila.

—Dia...

—Yo ya le conté todo lo que nos pasó —no debía dejarlo hablar—. Al parecer teníamos razón, nuestros sueños, las posesiones, ese Ikker, Rhupay, todo está conectado al secreto que nuestras familias nos ocultan.

—Princesa...

—Creo que mi mamá no quiso que la Policía investigue, aún no comprendo la razón. Deberíamos denunciar todo.

—Diana, yo...

—Hay muchas cosas que debemos hacer. Tenemos que ponernos al día en el cole, además del piano, y tu campeonato de natación y nuestra cita en el cine que dejamos pendiente y...

—Diana...

—...y nuestra salida al zoológico y los exámenes finales y el trabajo para la feria de ciencias y la composición que no terminamos y el cumpleaños de la Rocío y la fiesta de graduación de mi hermana y la Navidad y nuestras vidas... ¡nuestras vidas, Rodrigo!, debemos recuperarlas..., debemos..., debemos...

—Princesa —me tomó de la mano, finalmente mis lágrimas empezaban a desbordarse— Nuestras vidas ya no existen. ¿Entiendes?

—Casi te me mueres —me esforzaba por sonreír— Casi me... me... violan... y tú te me estabas muriendo... ellos te golpeaban, te martirizaban... y yo no podía hacer nada... sangrabas tanto y... y... había tanta sangre... tanta... —el llanto no me dejaba hablar.

—No sabes cómo lamento no haberte podido defender.

—Cómo puedes decir eso, fuiste valiente y mira lo que te hicieron por mi culpa

—Diana, princesa. Nada de esto fue tu culpa.

Me cubrí la cara para que no me vea llorar

—Pero sufriste tanto —empecé a quebrarme.

—Era inevitable. Mi muerte era inevitable y tú...

—¡No te atrevas a morir! —dije abrazándole mientras la desesperación se escapaba de mis ojos, fugando como lágrimas de una represa rota—. Qué... ¡Qué crees que habría hecho si te hubieras muerto! ¡No sabes lo que pasé!... ¡te morías Rodrigo!... ¡te morías!... y yo moría contigo...

—Pero no me morí —me dijo con firmeza, acariciando mi rostro. Yo estaba al borde de una nueva crisis de nervios. Rodrigo me miraba con intensidad—. Volvería del infierno solo para amarte y estar a tu lado. Regresé de la muerte porqué sentí tu cariño, me tentaron y torturaron y todo lo aguanté por ti. No voy a dejarte, ni en la muerte —empecé a tranquilizarme un poco.

—Ro... Rodrigo.

—Confía en mí, no te dejaré. No importa que nuestras vidas nunca más sean las mismas, cualquier cosa la superaré si estoy a tu lado.

—Ni yo tampoco voy a dejarte nunca.

Rodrigo me tomaba de la cabeza, mirándome de frente. Yo me lancé al asalto de su boca. Lo besaba para sentir que realmente estaba vivo. Me faltó el aire y me despegué de él. Empecé a llorar sin control sobre su pecho. Él también se desarmó y nos quedamos a sollozar hasta el cansancio.

Y así, aquella tarde, dejamos que el llanto desmesurando nos permitiera desahogarnos de tanto dolor. Nuestros besos ya eran salados por las lágrimas. Rotos, con el alma partida, pero con el Espíritu fortalecido, sellamos un pacto de jamás olvidarnos... de jamás rendirnos... Y yo, yo me juré ser libre del rosal. Juré que mi cuerpo sería de un solo hombre, un instante de entrega en un futuro que me llenaría el corazón de un amor antiguo. La sangre dejará de arder, dejará de hervir, y se enfriará para vivir el amor eterno en un cielo ultravioleta... fuera del rosal.

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