Shoscombe Old Place
Sherlock Holmes llevaba mucho tiempo inclinado sobre un microscopio de poca potencia. Por fin se enderezó y se volvió a mirarme con expresión triunfal.
—Es cola, Watson —dijo—. Cola, sin duda alguna. Eche una mirada a todas estas cosas desparramadas por el campo visual.
Me incliné hacia el ocular y enfoqué el aparato para ajustado a mi vista.
—Esos pelos son fibras de una chaqueta de mezclilla. Las masas irregulares grises son polvo. A la izquierda hay unas escamas epiteliales. Y esos grumos pardos del centro son cola, sin lugar a dudas.
—Muy bien —dije echándome a reír—. Estoy dispuesto a aceptar su palabra. ¿Depende algo de eso?
—Es una prueba excelente —respondió él—. Como recordará, en el caso de Saint Paneras se encontró una gorra junto al policía muerto. El acusado niega que sea suya. Pero se dedica a hacer marcos para cuadros y utiliza cola con frecuencia.
—¿Lleva usted este caso?
—No, mi amigo Merivale, de Scotland Yard, me pidió que le echara un vistazo. Desde que desenmascaré a aquel falsificador de monedas gracias a las limaduras de cobre y cinc que encontré en las costuras de su chaqueta, han empezado a darse cuenta de la importancia del miscroscopio —consultó su reloj con un gesto de impaciencia—. Estoy esperando a un nuevo cliente, pero se retrasa. Por cierto, Watson, ¿sabe usted algo de carreras de caballos?
—Debería saber. Me cuestan la mitad de mi pensión de herido de guerra.
—Entonces, usted va a ser mi Manual del Hipódromo. ¿Qué sabe de Sir Robert Norberton? ¿Le suena de algo ese nombre?
—Ya lo creo. Vive en Shoscombe Old Place, un sitio que conozco muy bien porque en cierta época establecí allí mis cuarteles de verano. En una ocasión, Norberton estuvo a punto de entrar en su jurisdicción, Holmes.
—¿Cómo fue eso?
—Cuando dio de latigazos a Sam Brewer, el conocido prestamista de Curzon Street, en Newmarket Heath. Casi lo mata.
—¡Vaya, parece un tipo interesante! ¿Hace esas cosas a menudo?
—Bueno, tiene fama de hombre peligroso. Tal vez sea el jinete más temerario de Inglaterra...; quedó segundo en el Grand Nacional hace unos años. Es uno de esos hombres que han nacido fuera de su época: en tiempos de la Regencia habría sido todo un gallito. Es boxeador, atleta, jugador sin freno, amante de bellas mujeres y, según dicen por ahí, está tan entrampado que puede que nunca consiga salir de apuros.
—¡Fantástico, Watson! Qué descripción. Me parece conocer ya a ese hombre. Y ahora, ¿qué me dice de Shoscombe Old Place?
—Solo que está en el centro del parque de Shoscombe, y que allí se encuentran las cuadras de los famosos caballos de Shoscombe y sus campos de entrenamiento.
—Y el jefe de los entrenadores —dijo Holmes— se llama John Masón. No ponga esa cara de sorpresa, Watson. Lo sé porque esta carta que estoy desdoblando es suya. Pero aún no hemos acabado con Shoscombe. Parece que he dado con un buen filón.
—También están los perros spaniel de Shoscombe —dije—. Se habla de ellos en todas las exposiciones caninas. La estirpe más exclusiva de Inglaterra. Son el mayor orgullo de la señora de Shoscombe Old Place.
—La esposa de Sir Robert Norberton, supongo.
—No, no está casado. Y yo diría que es mejor así, considerando sus perspectivas. Vive con su hermana viuda, lady Beatrice Falder.
—Querrá usted decir que ella vive con él.
—No, no. El sitio pertenecía a su difunto marido, Sir James. Norberton no tiene ningún derecho sobre la propiedad. La viuda la tiene en usufructo de por vida, y a su muerte pasará a manos del hermano de su marido. Mientras tanto, ella percibe las rentas todos los años.
—Y supongo que el hermano Robert se gasta dichas rentas.
—Más o menos. Es un elemento de cuidado, y debe darle muchos disgustos a su hermana. Sin embargo, he oído decir que ella le adora. Pero ¿qué anda mal en Shoscombe?
—Ah, eso es lo que quiero saber. Y creo que aquí viene el hombre que podrá explicárnoslo.
La puerta se había abierto y el botones había hecho pasar a un hombre bien afeitado, con la expresión firme y austera que solo se ve en los hombres que tienen que controlar caballos o muchachos. El señor John Masón tenía a su cargo gran cantidad de ambas cosas, y parecía estar a la altura de su tarea. Nos dirigió una fría y serena reverencia y se sentó en la butaca que Holmes le indicó con un gesto de la mano.
—¿Recibió mi carta, señor Holmes?
—Sí, pero no explicaba nada.
—Es un asunto muy delicado para poner los detalles por escrito. Y muy complicado. Solo me era posible explicarlo cara a cara.
—Muy bien, estamos a su disposición.
—Pues, para empezar, señor Holmes, creo que mi patrón, Sir Robert, se ha vuelto loco.
Holmes arqueó las cejas.
—Estamos en Baker Street, no en Harley Street —dijo—. Pero ¿por qué dice eso?
—Verá, señor, cuando un hombre hace una cosa rara, o dos cosas raras, puede que tenga un propósito; pero cuando todo lo que hace es raro, uno empieza a dudar. Creo que Shoscombe Prince y el Derby le han trastornado el cerebro.
—¿Me está hablando de un potro que usted prepara?
—El mejor de Inglaterra, señor Holmes. Si alguien puede saberlo, ese soy yo. Ahora voy a ser franco con ustedes, porque sé que son caballeros de honor y que lo que les diga no saldrá de esta habitación. Sir Robert tiene que ganar este Derby. Está hasta el cuello y esta es su última oportunidad. Ha apostado por él todo lo que pudo reunir o conseguir prestado... y en muy buenas condiciones. Ahora las apuestas están cuarenta a uno, pero cuando empezó a apostar estaban casi a cien.
—¿Cómo puede ser, si el caballo es tan bueno?
—La gente no sabe lo bueno que es. Sir Robert ha sido más listo que los espías de los apostadores. En las carreras de exhibición sacaba a un hermanastro de Prince. No hay quien los distinga, pero cuando hay que galopar, Prince le saca al otro dos cuerpos en cien metros. Sir Robert no piensa más que en el caballo y la carrera. Su vida depende de eso. Ha conseguido mantener a raya a los usureros hasta ese día. Si Prince le falla, está perdido.
—Parece una jugada a la desesperada. Pero ¿dónde está la locura?
—Pues para empezar, no hay más que mirarle. Da la impresión de que no duerme por las noches. Se pasa todo el tiempo en las cuadras. Y tiene ojos de alucinado. Todo esto ha sido demasiado para sus nervios. Y además, hay que ver cómo se porta con lady Beatrice.
—¡Ah! ¿Qué es eso?
—Siempre se han llevado de maravilla. Los dos tenían los mismos gustos, y a ella le gustaban los caballos tanto como a él. Todos los días, a la misma hora, bajaba en coche a verlos. Y sobre todo, adoraba a Prince. Y este levantaba las orejas en cuanto oía las ruedas sobre la grava y todas las mañanas salía trotando hasta el coche para recibir su terrón de azúcar. Pero ahora, todo eso se ha acabado.
—¿Por qué?
—Pues parece que ha perdido todo el interés por los caballos. Desde hace una semana, pasa de largo ante las cuadras sin decir siquiera «buenos días».
—¿Cree usted que ha habido una pelea?
—Y ha tenido que ser una pelea de las peores, feroz y despiadada. De lo contrario, ¿cómo iba Sir Robert a quitarle a su hermana su perrito spaniel, al que ella quería como a un hijo? Pues hace unos días, se lo regaló al viejo Barnes, el dueño del Dragón Verde, una taberna que hay en Crendall, a tres millas de distancia.
—Desde luego, eso parece un poco raro.
—Claro que con sus trastornos de corazón y su hidropesía, no se podía esperar que acompañara a su hermano a todas partes, pero él iba a verla todas las tardes a su habitación y se pasaba dos horas con ella. Y hacía bien en tratarla con deferencia, porque ella se ha portado siempre de maravilla con él. Pero todo eso se terminó también. Él ya nunca se le acerca, y ella se lo ha tomado muy a pecho. Está triste y enfurruñada, y bebe, señor Holmes..., bebe como un cosaco.
—¿No bebía antes de este distanciamiento?
—Bueno, algún vasito que otro, pero ahora es corriente que se beba una botella entera en una velada. Me lo ha contado Stephens, el mayordomo. Todo ha cambiado, señor Holmes, y hay algo que huele muy mal en este asunto. Y otra cosa: ¿qué hace el señor por las noches en la cripta de la iglesia vieja? ¿Y quién es el hombre con el que se encuentra allí?
Holmes se frotó las manos.
—Continúe, señor Masón. Esto se pone cada vez más interesante.
—Fue el mayordomo el que le vio, a las doce de la noche y lloviendo a cántaros. Así que la siguiente noche, me quedé de vigilancia en la casa y, efectivamente, el señor volvió a salir. Stephens y yo le seguimos, con un poco de miedo, porque, si nos llega a ver, no sé qué habría pasado. Cuando se irrita, es terrible con los puños y no respeta a nadie. De manera que no nos atrevimos a seguirlo muy de cerca, pero aun así no lo perdimos de vista. Iba a la cripta embrujada, y allí le estaba aguardando un hombre.
—¿Qué es eso de la cripta embrujada?
—Verá, señor, en el parque hay una antigua capilla en ruinas, tan antigua que nadie sabe de qué época es. Y debajo de ella hay una cripta que tiene muy mala fama. De día ya es un sitio lúgubre, húmedo y solitario, pero de noche hay pocas personas en el condado que se atreverían a acercarse por allí. Sin embargo, al señor no le da miedo. Nunca ha tenido miedo de nada, en toda su vida. Pero ¿qué hace allí por las noches?
—¡Un momento! —dijo Holmes—. Dice usted que allí hay otro hombre. Tiene que ser un mozo de las cuadras o un empleado de la casa. Lo único que tiene usted que hacer es averiguar quién es e interrogarlo.
—No es nadie que yo conozca.
—¿Cómo puede asegurarlo?
—Porque lo he visto, señor Holmes. Fue esa segunda noche. Sir Robert se despidió y pasó junto a nosotros, Stephens y yo, que estábamos entre los arbustos temblando como dos conejos, porque aquella noche había bastante luna. Pero oímos moverse al otro, que se había quedado por allí. Él no nos daba miedo, así que, en cuanto Sir Robert se marchó, nos levantamos y, fingiendo que estábamos dando un paseo a la luz de la luna, nos acercamos a él de manera inocente, como por casualidad. «Hola, amigo. ¿Quién es usted?», le dije. Supongo que no nos había oído acercarnos, porque miró por encima del hombro con una cara como si hubiera visto al diablo salido del infierno. Pegó un alarido y salió disparado a todo correr, hasta que desapareció en la oscuridad. ¡Y cómo corría! Eso hay que reconocérselo. En un momento se perdió de vista y le dejamos de oír, y no pudimos averiguar quién era ni qué hacía.
—¿Pero le vieron claramente a la luz de la luna?
—Sí, reconocería en cualquier parte esa cara amarilla..., un mal tipo, se lo digo yo. ¿Qué puede tener en común con Sir Robert?
Holmes permaneció un buen rato sumido en reflexiones.
—¿Quién hace compañía a lady Beatrice Falder? —preguntó por fin.
—Su doncella, Carrie Evans. Lleva con ella cinco años.
—Y, sin duda, es muy fiel.
El señor Masón adoptó una postura evasiva.
—Fiel sí que es —respondió por fin—. Pero no sabría yo decir a quién.
—¡Ah! —dijo Holmes.
—No son historias como para irlas contando.
—Entiendo perfectamente, señor Masón. La situación está clarísima. Por la descripción que el doctor Watson me hizo de Sir Robert, ya me di cuenta de que ninguna mujer está a salvo de él. ¿Cree usted que ahí pueda estar el motivo de la pelea entre los hermanos?
—Bueno, el escándalo era conocido desde hace bastante tiempo.
—Pero tal vez ella no se hubiera dado cuenta. Vamos a suponer que lo descubriera de repente y quisiera despedir a la muchacha. Su hermano no se lo permitiría. La inválida, con su corazón enfermo e incapaz de moverse por sí sola, no tiene modo alguno de imponer su voluntad. La odiada doncella continúa atada a ella. La dama se niega a hablar, se deprime, se entrega a la bebida. Irritado, Sir Robert le quita el perro al que tanto quería. Todo esto concuerda, ¿no?
—Bueno, podría ser... hasta cierto punto.
—¡Exacto! Hasta cierto punto. ¿Cómo hacer concordar todo eso con las visitas nocturnas a la cripta? Eso no encaja en nuestra hipótesis.
—No, señor, y hay otra cosa que tampoco encaja: ¿Por qué querría Sir Robert desenterrar un cadáver?
Holmes se incorporó de golpe en su asiento.
—Lo descubrimos ayer mismo... después de que yo le escribiera a usted. Ayer, Sir Robert había venido a Londres, así que Stephens y yo nos acercamos a la cripta. Todo estaba en orden, señor, excepto que en un rincón había restos humanos.
—Supongo que informarían a la policía.
Nuestro visitante sonrió con una mueca amarga.
—Verá, señor, no creo que eso les fuera a interesar mucho. Se trataba tan solo de la cabeza y unos cuantos huesos de una momia. Puede que tengan mil años de antigüedad. Pero no estaban allí antes, eso puedo jurarlo, y Stephens lo confirmará. Se hallaban amontonados en un rincón y tapados con una tabla, pero ese rincón siempre había estado vacío.
—¿Qué hicieron con los restos?
—Pues los dejamos allí.
—Bien hecho. Así que Sir Robert estuvo ausente ayer. ¿Ha regresado ya?
—Le esperábamos hoy.
—¿Cuándo le quitó Sir Robert el perro a su hermana?
—Hoy hace justo una semana. El animal estaba aullando a la puerta de la caseta del pozo, y Sir Robert tenía uno de sus arrebatos aquella mañana. Lo levantó y pensé que iba a matarlo, pero se lo dio a Sandy Bain, el yoquey, diciéndole que se lo llevara al viejo Barnes, el del Dragón Verde, porque no quería volver a verlo.
Holmes volvió a sumirse en un silencio pensativo. Había encendido la más vieja y maloliente de sus pipas.
—Todavía no tengo claro lo que quiere usted de mí en este asunto, señor Masón —dijo por fin—. ¿Podría ser más concreto?
—Tal vez esto le parezca bastante concreto, señor Holmes —dijo nuestro visitante.
Sacó de su bolsillo un paquete envuelto en papel, lo desenvolvió con cuidado y puso al descubierto un fragmento de hueso quemado. Holmes lo examinó con interés. —¿De dónde ha sacado esto?
—En el sótano, debajo de la habitación de lady Beatrice, está la caldera de la calefacción central. Llevaba bastante tiempo apagada, pero Sir Robert se quejó del frío e hizo que la encendieran de nuevo. Uno de mis muchachos, Harvey, se encarga de ella. Esta misma mañana ha venido a traerme esto, que encontró al limpiar las cenizas. No le gustó nada.
—Ni a mí —dijo Holmes—. ¿Qué me dice de esto, Watson?
Estaba calcinado y reducido a una carbonilla negra, pero no cabía ninguna duda de su condición anatómica.
—Es el cóndilo superior de un fémur humano —dije.
—¡Exacto! —Holmes se había puesto muy serio—. ¿A qué horas atiende la caldera ese muchacho?
—La enciende por la tarde y luego se marcha.
—Entonces, ¿cualquiera puede entrar allí por la noche?
—Sí, señor.
—¿Se puede entrar desde fuera de la casa?
—Hay una puerta que da al exterior, y otra que da a una escalera que lleva al pasillo donde está la habitación de lady Beatrice.
—Nos hemos metido en aguas profundas, Masón; profundas y bastante sucias. ¿Dice usted que Sir Robert no estuvo en casa anoche?
—No, señor.
—En tal caso, el que estuvo quemando huesos no fue él.
—Eso es verdad.
—¿Cómo se llama esa taberna de la que nos habló antes?
—El Dragón Verde.
—¿Hay buena pesca en esa parte de Berkshire?
El rostro del honrado preparador demostró bien a las claras que estaba convencido de que en su atormentada vida se había colado otro lunático más.
—Pues he oído decir que hay truchas en el arroyo del molino y lucios en el lago de la mansión.
—No está mal. Watson y yo somos famosos pescadores, ¿verdad, Watson? En adelante, podrá localizarnos en El Dragón Verde. Llegaremos allí esta noche. No hace falta que le diga, señor Masón, que no queremos verle por allí, pero puede enviarnos una nota, y si yo necesito verle, ya sabré encontrarle. En cuanto hayamos adelantado algo más en este asunto, le daré una opinión fundada.
Y así, una luminosa tarde de mayo, Holmes y yo nos encontramos viajando solos en un vagón de primera, rumbo al pequeño apeadero de Shoscombe. Sobre nuestras cabezas, la rejilla del portaequipajes estaba cubierta por un imponente arsenal de cañas, carretes y cestas. Al llegar a nuestro destino, un corto recorrido en coche nos llevó a una antigua taberna, cuyo dueño, Josiah Barnes, demostró su espíritu deportivo apoyando con entusiasmo nuestros planes para la erradicación de los peces de la zona.
—¿Y qué me dice del lago de la mansión? ¿Hay lucios allí? —preguntó Holmes.
El rostro del tabernero se nubló.
—Allí no hay nada que hacer, señor. Se arriesgan a ir a parar de cabeza al lago.
—¿Cómo es eso?
—Sir Robert, señor. Está obsesionado por los espías de los apostadores. Si viera a dos forasteros como ustedes rondando tan cerca de sus pistas de entrenamiento, arremetería contra ustedes, tan seguro como que vamos a morir. No está dispuesto a correr ningún riesgo, no señor.
—He oído decir que tiene un caballo inscrito para el Derby.
—Sí, y es un buen potro. Con él nos jugamos todo nuestro dinero, y también Sir Robert se lo juega todo. Por cierto... —nos miró con ojos pensativos—, supongo que no estarán ustedes metidos en esto de las carreras.
—No, se lo aseguro. Solo somos dos londinenses cansados que necesitan desesperadamente un poco de aire puro de Berkshire.
—En tal caso, han venido al sitio adecuado. Por aquí tenemos mucho de eso. Pero acuérdense de lo que les he dicho sobre Sir Robert. Es de los que pegan primero y hablan después. Manténganse alejados del parque.
—Desde luego, señor Barnes. Eso haremos. Por cierto, qué bonito es ese spaniel que estaba lloriqueando en la entrada.
—Ya lo creo que es bonito. Es de pura raza de Shoscombe. No los hay mejores en toda Inglaterra.
—A mí me gustan mucho los perros —dijo Holmes—. Si no es mucho preguntar, ¿podría decirme cuánto viene a costar un perro como ese?
—Más de lo que yo podría pagar, señor. Este me lo regaló el propio Sir Robert. Por eso tengo que tenerlo atado. Si lo dejara suelto, se largaría a la mansión en un abrir y cerrar de ojos.
—Ya vamos teniendo algunas cartas en la mano, Watson —dijo Holmes cuando el tabernero nos dejó solos—. No será una partida fácil de jugar, pero dentro de uno o dos días puede que veamos las cosas más claras. Por cierto, he oído que Sir Robert todavía está en Londres. Es posible que esta noche podamos entrar en sus sagrados dominios sin temor a un ataque físico. Hay uno o dos detalles que me gustaría verificar.
—¿Tiene ya alguna hipótesis, Holmes?
—Solo esta, Watson: que hace aproximadamente una semana ocurrió algo que ha trastornado por completo la vida en la mansión de Shoscombe. ¿Qué fue lo que sucedió? Solo podemos conjeturarlo por sus efectos, y estos parecen ser muy variopintos. Pero eso, sin duda, nos ayudará. Son los casos monótonos y sin color los únicos que no ofrecen esperanzas.
«Consideremos los datos de que disponemos: el hermano ya no visita a su hermana inválida; y ha regalado el perro favorito de esta. ¡Su perro, Watson! ¿No le sugiere eso nada?
—Como no lo hiciera por rencor...
—Sí, podría ser. Claro que también..., bueno, digamos que existe otra alternativa. Pero vamos a continuar nuestro repaso de la situación desde que comenzó la pelea, si es que hubo una pelea. La señora se queda en su habitación, altera sus hábitos, no se deja ver más que cuando sale en coche con su doncella, deja de parar en los establos para saludar a su caballo favorito y, al parecer, se da a la bebida. Eso lo incluye todo, ¿no?
—Menos el asunto de la cripta.
—Eso pertenece a otra línea de pensamiento. Hay dos, y le ruego que no las mezcle. La línea A, que se refiere a lady Beatrice, tiene un aire algo siniestro, ¿no cree?
—A mí no me dice nada.
—Bien, pues tomemos ahora la línea B, que se refiere a Sir Robert. Está obsesionado por ganar el Derby. Está en manos de los usureros, y en cualquier momento le pueden embargar, y sus cuadras de caballos de carreras pasarían a manos de sus acreedores. Es un hombre audaz y desesperado. Sus ingresos los obtiene de su hermana. La doncella de su hermana hace lo que él diga. Hasta aquí, parece que nos movemos en terreno firme, ¿no le parece?
—¿Y lo de la cripta?
—¡Ah, sí, la cripta! Vamos a suponer, Watson..., es solo una suposición escandalosa, una mera hipótesis por ganas de argumentar..., pero vamos a suponer que Sir Robert ha liquidado a su hermana.
—Querido Holmes, eso es impensable.
—Seguramente, Watson. Sir Robert es hombre de noble cuna. Pero de vez en cuando, uno encuentra un cuervo carroñero entre las águilas. Vamos a especular por un momento sobre la base de esta suposición. No puede huir del país hasta haber convertido en efectivo su fortuna, y esa fortuna solo puede asegurarla si le sale bien este golpe del Shoscombe Prince. Por lo tanto, tiene que aguantar en su puesto. Para ello, tiene que desembarazarse del cadáver de su víctima y, además, tiene que encontrar una sustituta que se haga pasar por ella. Con la complicidad de la doncella, eso no resultaría imposible. Pudo trasladar el cadáver a la cripta, que es un sitio donde casi nunca va nadie, y destruirlo en secreto por la noche en la caldera, dejando las evidencias que hemos visto. ¿Qué me dice de eso, Watson?
—Bueno, es posible, si se acepta la suposición inicial, que es monstruosa.
—Me parece que mañana podemos intentar un pequeño experimento que tal vez aclare algo la cuestión. Mientras tanto, si queremos representar bien nuestro papel, sugiero que le pidamos al patrón un vaso de vino de la casa y entablemos con él una elevada conversación acerca de las anguilas y los mújoles, que parece ser la manera más directa de ganarse sus simpatías. Durante el proceso, tal vez nos enteremos de algún cotilleo local que nos resulte útil.
Por la mañana, Holmes descubrió que se nos había olvidado llevar el cebo de cucharilla para truchas, lo cual nos libró de tener que pescar aquel día. A eso de las once, salimos a dar un paseo y Holmes obtuvo permiso para llevar con nosotros al spaniel.
—Este es el lugar —dijo cuando llegamos a los dos grandes portalones del parque, rematados por grifos heráldicos—. Según me ha dicho el señor Barnes, la anciana señora sale a pasear en coche aproximadamente al mediodía, y el coche tendrá que frenar mientras se abren las puertas. Cuando pase por aquí, y antes de que gane velocidad, quiero que usted, Watson, entretenga al cochero preguntándole cualquier cosa. No se preocupe por mí. Me quedaré detrás de este acebo para ver qué pasa.
No tuvimos que esperar mucho. Al cabo de un cuarto de hora vimos el gran carruaje abierto, de color amarillo, que se acercaba por la amplia avenida, tirado por dos espléndidos caballos tordos a paso ligero. Holmes se acurrucó detrás del arbusto con el perro. Yo me quedé al borde de la carretera, haciendo oscilar mi bastón con aire despreocupado. Un guarda salió corriendo a abrir las puertas.
El coche había reducido su velocidad a un paso lento y pude echar una buena mirada a sus ocupantes. A la izquierda se sentaba una mujer joven, de rostro sonrosado, pelo rubio y ojos desvergonzados. A la derecha, una persona mayor, cargada de espaldas y con un montón de chales alrededor de la cara y los hombros, que debía de ser la inválida. Cuando los caballos llegaron a la carretera, levanté la mano con gesto autoritario, y cuando el cochero detuvo el carruaje, le pregunté si Sir Robert se encontraba en Shoscombe Old Place.
En aquel mismo instante, Holmes salió de su escondite y soltó al spaniel. Con un grito de alegría, el perro se precipitó hacia el coche y saltó al estribo. Pero su entusiasmo se transformó al instante en furia y lanzó un mordisco a la falda negra que había arriba.
—¡Siga! ¡Siga! —gritó una voz áspera.
El cochero fustigó a los caballos y nos dejó plantados en mitad de la carretera.
—Bueno, Watson, asunto arreglado —dijo Holmes mientras enganchaba la correa al cuello del excitado animal—. Creyó que era su ama y descubrió que era una persona desconocida. Los perros no se equivocan.
—¡Pero tenía voz de hombre! —exclamé yo.
—Exacto. Hemos añadido una carta más a nuestra partida, Watson, pero aun así habrá que jugar la baza con mucho cuidado.
Mi compañero no parecía tener más planes para aquel día, así que efectivamente hicimos uso de nuestro equipo de pesca en el arroyo del molino, con el resultado de que tuvimos para cenar un plato de truchas. Hasta después de la cena no mostró Holmes nuevas señales de actividad. Tomamos de nuevo la misma carretera de por la mañana, que conducía a las puertas del parque. Allí nos estaba aguardando una figura alta y oscura, que resultó ser nuestro conocido de Londres, el señor John Masón, preparador de caballos.
—Buenas noches, caballeros —dijo—. Recibí su mensaje, señor Holmes. Sir Robert no ha regresado aún, pero he oído que se le espera esta noche.
—¿Está muy lejos la cripta de la casa? —preguntó Holmes.
—Como a un cuarto de milla.
—Entonces, creo que no tendremos que preocuparnos.
—Yo no puedo arriesgarme, señor Holmes. En cuanto llegue, querrá verme para que le dé las últimas novedades acerca de Shoscombe Prince.
—Ya veo. En tal caso, tendremos que actuar sin usted, señor Masón. Enséñenos la cripta y luego déjenos.
Era una noche oscurísima y sin luna, pero Masón nos guió a través de los prados hasta que surgió ante nosotros una mole negra, que resultó ser la antigua capilla. Entramos por la destrozada abertura que en otros tiempos había sido el pórtico, y nuestro guía, caminando a trompicones sobre montones de escombros, se dirigió a un rincón del edificio, donde una empinada escalera conducía hasta la cripta. Encendiendo una cerilla, iluminó el melancólico recinto, lúgubre y maloliente, con vetustas y ruinosas paredes de piedra sin tallar, e hileras de tumbas, unas de plomo y otras de piedra, que se extendían por un lado hasta el techo abovedado, cuyas aristas se perdían entre las sombras sobre nuestras cabezas. Holmes había encendido su linterna, que proyectaba un delgado chorro de brillante luz amarilla sobre el fúnebre escenario. Los rayos de luz se reflejaban en las placas de los ataúdes, muchos de ellos adornados con el grifo y la corona de aquella antigua familia, que seguía ostentando sus títulos hasta las puertas mismas de la muerte.
—Habló usted de unos huesos, señor Masón. ¿Puede enseñárnoslos antes de marcharse?
—Están ahí, en ese rincón —el entrenador cruzó el recinto y se detuvo, mudo de sorpresa, cuando dirigimos nuestra luz hacia el lugar—. ¡Ya no están!
—Me lo esperaba —dijo Holmes, riendo por lo bajo—. Supongo que todavía podríamos encontrar sus cenizas en esa caldera que ya había consumido parte de ellos.
—¿Pero por qué demonios puede querer nadie quemar los huesos de una persona que lleva muerta mil años?
—Para averiguarlo hemos venido aquí —dijo Holmes—. La búsqueda puede ser larga, y no necesitamos entretenerlo más. Confío en haber hallado la solución antes de que amanezca.
Cuando John Masón se marchó, Holmes se puso en acción, efectuando un concienzudo examen de las tumbas, desde la primera, que era antiquísima y parecía sajona, pasando por una larga hilera central de personajes normandos entre los que abundaban los Hugos y los Odos, hasta llegar a los Sir Williams y Sir Denis Falder del siglo XVIII. Transcurrió más de una hora antes de que Holmes llegara a un ataúd de plomo, que estaba en posición vertical junto a la entrada de la cripta. Pude oír su gritito de satisfacción, y supe, por sus movimientos apresurados, pero seguros, que había encontrado lo que buscaba. Estaba examinando con su lupa los bordes de la pesada tapa. Luego sacó de un bolsillo una palanqueta corta, de las que se usan para abrir cajas, y la introdujo en una ranura, consiguiendo levantar toda la tapa, que parecía estar sujeta tan solo por un par de grapas. Cedió con un largo y chirriante chasquido, pero apenas se había alzado para revelar en parte su contenido, cuando sufrimos una interrupción inesperada.
Alguien andaba por encima de nosotros, en la capilla. Eran los pasos rápidos y decididos de quien camina con un objetivo concreto y conoce bien el terreno que pisa. Un hilo de luz descendió por la escalera, y un instante después el hombre que la llevaba quedó enmarcado en el arco gótico de la entrada. Era una figura imponente, de estatura gigantesca y aspecto feroz. La linterna de establo que sostenía delante de él iluminaba desde abajo un rostro de rasgos enérgicos, poblado bigote y ojos furiosos, que llameaban inspeccionando todos los rincones de la cripta, hasta que se clavaron con mirada asesina en mí y en mi compañero.
—¿Quién demonios son ustedes? —rugió—. ¿Y qué están haciendo en mis propiedades? —como Holmes no respondía, dio un par de pasos adelante y levantó un grueso bastón que llevaba—. ¿Me han oído? ¿Quiénes son? ¿Qué hacen aquí?
El bastón temblaba en el aire, pero Holmes, en lugar de amedrentarse, avanzó a su encuentro.
—También yo tengo que preguntarle algo, Sir Robert —dijo en su tono más serio—. ¿Quién es esta? ¿Y qué está haciendo aquí?
Se volvió y retiró de golpe la tapa del ataúd que tenía detrás. A la luz de la linterna, vi un cuerpo envuelto de pies a cabeza en una sábana, de uno de cuyos extremos sobresalían unas espantosas facciones de bruja, todo nariz y barbilla, con unos ojos vidriosos y turbios que miraban desde un rostro descolorido y en descomposición.
Dejando escapar un grito, el baronet retrocedió tambaleándose y se apoyó en un sarcófago de piedra.
—¿Cómo se han enterado de esto? —gritó. Y a continuación, recuperando en parte sus modales truculentos, añadió—: ¿Y a ustedes qué les importa?
—Me llamo Sherlock Holmes —dijo mi compañero—. Tal vez le suene mi nombre. En cualquier caso, me importa, como a todo buen ciudadano, que se cumpla la ley. Y me parece que tiene usted muchas cosas que explicar.
Sir Robert mantuvo su mirada llameante por un momento, pero la voz tranquila de Holmes y su actitud fría y segura habían hecho efecto.
—Juro ante Dios, señor Holmes, que no he hecho nada malo —dijo—. Reconozco que las apariencias están contra mí, pero no podía actuar de otro modo.
—Me gustaría mucho poder opinar lo mismo, pero me temo que las explicaciones tendrá que dárselas a la policía. Sir Robert encogió sus anchos hombros.
—Si tiene que ser así, que así sea. Vengan a la casa y podrán juzgar por sí mismos cómo están las cosas.
Un cuarto de hora después, nos encontrábamos en lo que, a juzgar por las hileras de armas bruñidas en vitrinas de cristal, debía de ser la sala de armas de la antigua mansión. Estaba cómodamente amueblada y Sir Robert nos dejó allí solos unos momentos. Al regresar, venía acompañado por dos personas: una era la lozana joven que habíamos visto en el carruaje; la otra, un hombrecillo con cara de rata y actitud desagradablemente furtiva. Los dos traían una expresión de absoluto desconcierto, que demostraba que el baronet aún no había tenido tiempo de explicarles el giro que habían dado los acontecimientos.
—Les presento —dijo Sir Robert, haciendo un gesto con la mano— al señor y a la señora Norlett. La señora Norlett, de soltera Evans, ha sido durante años la doncella de confianza de mi hermana. Los he traído aquí porque creo que lo mejor que puedo hacer es explicárselo todo a ustedes, y estas son las dos únicas personas del mundo que pueden confirmar lo que voy a decirles.
—¿Es necesario, Sir Robert? ¿Ha pensado bien lo que va a hacer? —exclamó la mujer.
—Por mi parte, rechazo por completo toda responsabilidad —dijo el marido.
Sir Robert le dirigió una mirada de desprecio.
—Yo asumiré toda la responsabilidad —dijo—. Y ahora, señor Holmes, escuche el relato sincero de los hechos.
»Es evidente que usted ha profundizado bastante en mis asuntos, pues de lo contrario no le hubiera encontrado donde lo encontré. Así pues, lo más probable es que también sepa que voy a presentar en el Derby un caballo nuevo y que todo depende de que gane. Si gano, todo irá bien; si pierdo..., ¡ni me atrevo a pensar en ello!
—Estoy enterado de la situación —dijo Holmes.
—Yo dependo para todo de mi hermana, lady Beatrice. Pero todo el mundo sabe que su derecho sobre la propiedad solo dura mientras viva. Yo, por mi parte, estoy completamente atrapado por los usureros. Siempre he sabido que si mi hermana muriera, mis acreedores caerían sobre la propiedad como una bandada de buitres. Lo embargarían todo: mis cuadras, mis caballos... todo. Pues bien, señor Holmes, mi hermana falleció hace exactamente una semana.
—¡Y usted no se lo dijo a nadie!
—¿Qué podía hacer? Me enfrentaba a la ruina más absoluta. Si consiguiera mantener el asunto en secreto durante tres semanas, todo iría bien. El marido de la doncella, este hombre de aquí, es actor. Se nos ocurrió..., es decir, se me ocurrió que él podría suplantar a mi hermana durante ese breve periodo. Lo único que tenía que hacer era dejarse ver todos los días en el coche, ya que nadie entraba nunca en su habitación, excepto la doncella. No resultó difícil organizarlo. Mi hermana murió de hidropesía, que padecía desde hace mucho tiempo.
—Eso tendrá que decidirlo el forense.
—Su médico de cabecera certificará que sus síntomas presagiaban desde hace meses el triste final. —Bueno, ¿qué hizo usted?
—No podíamos dejar aquí el cuerpo. La primera noche, Norlett y yo lo trasladamos a la caseta del viejo pozo, que ya no se usa nunca. Pero su perro vino siguiéndonos y se quedó gimiendo en la puerta, así que pensé que necesitaba un sitio más seguro. Me libré del spaniel y trasladamos el cadáver a la cripta de la iglesia. No se cometió ninguna indignidad ni irreverencia, señor Holmes. No considero que haya profanado a los muertos.
—A mí su conducta me parece imperdonable, Sir Robert.
El baronet meneó la cabeza con impaciencia.
—Es fácil sermonear —dijo—. Puede que opinase de un modo distinto si se encontrara usted en mi situación. Uno no puede quedarse contemplando cómo todas sus esperanzas y todos sus planes se hacen añicos en el último momento, sin hacer un esfuerzo por salvarlos. Me pareció que no descansaría en un lugar indigno si la instalábamos durante algún tiempo en el ataúd de uno de los antepasados de su marido, en un sitio que todavía es terreno consagrado. Abrimos uno de los ataúdes, sacamos el contenido, y la colocamos como usted ha visto. En cuanto a los antiguos restos que sacamos, no podíamos dejarlos en el suelo de la cripta. Norlett y yo nos los llevamos, y por las noches él bajaba a quemarlos en la caldera de la calefacción. Esta es mi historia, señor Holmes, aunque no acierto a comprender cómo se las ha arreglado para obligarme a contársela.
Holmes permaneció durante un rato sumido en reflexiones.
—Hay solo un fallo en su argumento, Sir Robert —dijo por fin—. Aunque los acreedores le arrebataran su propiedad, siempre le quedarían sus apuestas en la carrera y, por lo tanto, tendría su futuro asegurado.
—El caballo forma parte de la propiedad. ¿Qué les importan a ellos mis apuestas? Lo más probable es que no lo presentaran a la carrera. Por desgracia, mi principal acreedor es mi peor enemigo... un granuja llamado Sam Brewer, al que una vez tuve que azotar en Newmarket Heath. ¿Cree usted que él haría algo para salvarme?
—Muy bien, Sir Robert —dijo Holmes, poniéndose en pie—. Desde luego, el asunto debe ponerse en conocimiento de la policía. Mi tarea consistía en esclarecer los hechos, y no debo pasar de ahí. En cuanto a la moralidad o decencia de su conducta, no me corresponde a mí expresar una opinión. Es casi medianoche, Watson, y creo que deberíamos regresar a nuestros humildes aposentos.
En la actualidad, es del dominio público que este extraño episodio tuvo un final más feliz que el que merecía la conducta de Sir Robert. Shoscombe Prince ganó el Derby, su audaz propietario se embolsó ochenta mil libras de las apuestas y los acreedores mantuvieron la tregua hasta que se celebró la carrera, cobrando entonces todo lo que se les debía. Todavía quedó lo suficiente para restablecer a Sir Robert en una buena posición social. Tanto la policía como el juez de guardia hicieron la vista gorda ante lo sucedido y, aparte de una suave amonestación por el retraso en comunicar el fallecimiento de la dama, el afortunado propietario salió indemne de aquel extraño incidente en una vida que ya ha dejado atrás sus aspectos más turbios y promete acabar en una vejez respetable.
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