Podría considerarse como una comedia, y también como una tragedia. Le costó a un hombre la cordura, a mí, una herida de bala, y a un tercero, los rigores de la ley. Pero a pesar de todo, no cabe duda de que contenía un elemento de comedia. En fin, ustedes juzgarán por sí mismos.
Recuerdo muy bien la fecha, porque fue el mismo mes en que Holmes rechazó un título de caballero, en pago por ciertos servicios que tal vez puedan referirse algún día. Solo lo menciono de pasada, ya que en mi condición de socio y confidente me veo obligado a poner especial cuidado en evitar cualquier indiscreción. Repito, sin embargo, que ello me permite precisar la fecha, que fue a finales de junio de 1902, poco después de concluir la guerra en Sudáfrica. Holmes se había pasado varios días en la cama, como tenía por costumbre hacer de vez en cuando, pero aquella mañana compareció con un largo documento en la mano y un brillo divertido en sus austeros ojos grises.
—Aquí tiene la oportunidad de hacer algún dinero, amigo Watson —dijo—. ¿Ha oído alguna vez el apellido Garrideb? Confesé que no.
—Pues si consigue echarle el guante a un Garrideb, ganará dinero.
—¿Por qué?
—Es una larga historia, y también bastante fantástica. No creo que en todas nuestras exploraciones de las complejidades humanas nos hayamos topado jamás con algo tan curioso. Pero como el interesado se presentará aquí de un momento a otro para someterse a un interrogatorio, no quiero revelar nada hasta que llegue. Mientras tanto, lo que nos interesa es el nombre.
La guía de teléfonos estaba a mi lado, sobre la mesa, y me puse a hojearla sin demasiadas esperanzas. Sin embargo, y con gran sorpresa por mi parte, el extraño apellido figuraba en su lugar correspondiente. Lancé una exclamación de triunfo.
—¡Aquí lo tiene, Holmes! ¡Aquí está!
Holmes me quitó la guía de las manos.
—«Garrideb, N. —leyó—. 136 Little Ryder Street, W.». Lamento desilusionarle, querido Watson, pero este no es nuestro hombre. Su carta viene de esta dirección. Nos hace falta otro que se llame igual.
La señora Hudson había entrado con una tarjeta sobre una bandeja. La recogí y eché un vistazo.
—¡Pues aquí lo tiene! —exclamé asombrado—. La inicial es diferente: «John Garrideb, asesor legal, Moorville, Kansas, Estados Unidos».
Holmes sonrió al examinar la tarjeta.
—Me temo que tendrá que intentarlo otra vez, Watson —dijo—. También este caballero está ya metido en el ajo, aunque lo cierto es que no esperaba verlo esta mañana. No obstante, podrá explicarnos muchas cosas que quiero saber.
Un momento después, lo teníamos en la habitación. El señor John Garrideb, asesor legal, era un hombre bajo y corpulento, con el rostro redondo, sano y bien afeitado, típico de tantos hombres de negocios norteamericanos. El efecto general era rechoncho y bastante infantil, y daba la impresión de ser un hombre muy joven con una amplia sonrisa cruzándole la cara. Sin embargo, sus ojos llamaban la atención. Pocas veces he visto en una cabeza humana unos ojos que revelaran una vida interior tan intensa; así eran de brillantes, inquisitivos y ágiles para responder a cualquier cambio mental. Hablaba con acento americano, pero sin ninguna excentricidad de lenguaje.
—¿El señor Holmes? —preguntó, pasando la mirada de uno a otro—. ¡Ah, sí! No es usted muy diferente de sus fotografías, si me permite decirlo. Tengo entendido que ha recibido usted una carta de mi tocayo, el señor Nathan Garrideb, ¿no es así?
—Siéntese, por favor —dijo Sherlock Holmes—. Creo que tenemos mucho que hablar —echó mano a sus papeles—. Usted, naturalmente, es el señor John Garrideb al que se menciona en este documento. Pero usted ya lleva algún tiempo en Inglaterra, ¿verdad?
—¿Por qué lo dice, señor Holmes? —me pareció leer un súbito recelo en aquellos ojos tan expresivos.
—Toda la ropa que lleva es inglesa.
El señor Garrideb soltó una risita forzada.
—Ya había leído acerca de sus trucos, pero jamás pensé que alguna vez me los aplicaría a mí. ¿Dónde ha visto eso?
—En el corte de los hombros de su chaqueta, en la puntera de sus zapatos... ¿quién podría dudarlo?
—Está bien, está bien. No tenía ni idea de que pareciera tan británico. El caso es que los negocios me trajeron aquí hace algún tiempo y, como usted dice, casi toda mi ropa es de Londres. Pero imagino que su tiempo vale mucho, y no estamos aquí para charlar acerca del corte de mis calcetines. ¿Qué le parece si hablamos ya de ese documento que tiene en la mano?
Por alguna razón, Holmes había irritado a nuestro visitante, cuyo rostro rechoncho había adoptado una expresión mucho menos amigable.
—Paciencia, señor Garrideb, paciencia —dijo mi amigo en tono apaciguador—. El doctor Watson podrá decirle que, a veces, estas pequeñas digresiones mías luego resultan de alguna utilidad en el asunto. Pero ¿cómo es que no ha venido con usted el señor Nathan Garrideb?
—Lo que no sé es por qué tuvo que meterle a usted en esto —exclamó nuestro visitante en un súbito arrebato de ira—. ¿Qué demonios pinta usted en este asunto? Se trataba de una cuestión puramente profesional entre dos caballeros, y a uno de ellos no se le ocurre más que llamar a un detective. He estado con él esta mañana, me ha contado la jugarreta que me ha hecho, y por eso estoy aquí. Pero me ha sentado muy mal.
—No es desconfianza hacia usted, señor Garrideb. Le mueve, simplemente, su gran interés por lograr su objetivo, un objetivo que, según he podido entender, es igual de vital para ustedes dos. El sabía que yo tengo sistemas para conseguir información y, por lo tanto, era muy natural que recurriera a mis servicios.
La expresión irritada de nuestro visitante fue desapareciendo poco a poco.
—Bueno, expuesto de ese modo, parece diferente —dijo—. Cuando fui a verlo esta mañana y me dijo que había consultado a un detective, le pedí su dirección y vine aquí inmediatamente. No quiero que la policía meta las narices en un asunto privado. Pero si usted se limita a ayudarnos a encontrar a nuestro hombre, no hay ningún mal en ello.
—De eso se trata —dijo Holmes—. Y ahora, señor, ya que está usted aquí, lo mejor será que oigamos el relato completo de su propia boca. Este amigo mío no está enterado de los detalles.
El señor Garrideb me examinó con una mirada no muy amistosa.
—¿Y tiene que enterarse?
—Solemos trabajar en equipo.
—Bueno, no hay razón para mantenerlo en secreto. Le expondré los hechos con la mayor brevedad posible. Si fuera usted de Kansas, no tendría que explicarle quién fue Alexander Hamilton Garrideb. Se hizo rico negociando con propiedades, y más tarde en la bolsa del trigo de Chicago, pero lo gastó todo en comprar tierras, una extensión equivalente a la de un condado inglés, a orillas del río Arkansas, al oeste de Fort Dodge. Hay tierras de pastos, bosques madereros, tierras de cultivo, yacimientos minerales y cualquier otra clase de tierra que produzca dólares a su propietario.
»No tenía amigos ni parientes y, si los tema, yo nunca he sabido nada de ellos. Pero sentía una especie de orgullo de la rareza de su apellido. Eso fue lo que nos puso en contacto. Yo ejercía en Topeka, y un día recibí la visita del viejo, que estaba loco de entusiasmo por haber encontrado otro hombre con su mismo apellido. Era su manía favorita, y se moría de ganas de averiguar si había más Garrideb en el mundo. "¡Encuéntreme otro!", me dijo. Yo le respondí que estaba muy ocupado y que no podía pasarme la vida recorriendo el mundo en busca de Garrideb. Y él me dijo: "Pues eso precisamente es lo que hará si las cosas salen tal como las he planeado". Yo pensé que estaba de broma, pero no iba a tardar en descubrir que sus palabras estaban cargadas de significado.
»El hombre murió menos de un año después de haberlas dicho, y dejó un testamento, el testamento más extravagante que se haya redactado en el estado de Arkansas. Su propiedad quedaba dividida en tres partes, y yo heredaría una de ellas si conseguía encontrar otros dos Garrideb, que se repartirían el resto. Cada parte puede valer unos cinco millones de dólares, pero no podemos ni tocarlas hasta que nos presentemos los tres juntos.
»Era una oportunidad tan grande que abandoné mis asuntos legales y emprendí la búsqueda de Garrideb. No hay ni uno en Estados Unidos. Le puedo asegurar que los peiné con el peine más fino, y no encontré ni un solo Garrideb. Así que probé suerte en la madre patria y, efectivamente, encontré el nombre en la guía telefónica. Fui a verlo hace dos días y le expliqué todo el asunto. Pero se trata de un hombre soltero, como yo, con algunos parientes, pero todas mujeres y ningún hombre. Y el testamento especifica que tienen que ser tres varones adultos. Así que todavía tenemos una plaza vacante, y si usted puede ayudarnos a ocuparla, pagaremos con mucho gusto sus honorarios.
—¿Qué, Watson? —dijo Holmes sonriendo—. ¿No le dije que era un caso fantástico? Yo diría, señor, que lo más natural sería poner anuncios en los periódicos.
—Ya lo he hecho, señor Holmes. Nadie ha respondido.
—¡Caramba! Pues sí que tenemos un problema curioso. Le echaré un vistazo en mis ratos libres. Por cierto: ¡qué casualidad que venga usted de Topeka! Yo mantenía correspondencia con el viejo doctor Lysander Starr, ya fallecido, que fue alcalde de Topeka en 1890.
—¡El bueno del doctor Starr! —exclamó nuestro visitante—. Aún se le recuerda con cariño. Bien, señor Holmes, supongo que lo único que podemos hacer es mantenernos en contacto con usted y tenerle al corriente de nuestros progresos. Creo que recibirá noticias nuestras dentro de uno o dos días.
Dicho esto, el norteamericano hizo una reverencia y se retiró. Holmes encendió su pipa y permaneció sentado largo rato con una curiosa sonrisa en la cara.
—¿Y bien? —pregunté por fin.
—Me pregunto, Watson, solo me pregunto...
—¿Qué se pregunta?
—Me pregunto, Watson, qué demonios se proponía este hombre al contarnos semejante sarta de mentiras. Estuve a punto de preguntárselo directamente a él, porque hay ocasiones en que la mejor táctica es un violento ataque frontal, pero me pareció mejor dejarle creer que nos había engañado. Se nos presenta aquí un hombre con una chaqueta inglesa con los codos gastados, y unos pantalones con rodilleras de un año, y sin embargo según este documento y según sus propias palabras, es un americano de provincias que ha llegado hace poco a Londres. El anuncio que dice no ha salido en los periódicos. Ya sabe usted que no me pierdo ni un anuncio de la sección personal. Son mi sistema favorito para levantar la caza, y jamás se me habría escapado un faisán como ese. Tampoco he conocido nunca a ningún doctor Lysander Starr, de Topeka. Lo coja por donde lo coja, todo es falso. Creo que es verdad que es americano, pero el acento se le ha diluido después de vivir años en Londres. ¿Qué juego se trae, y qué motivos se ocultan tras esta ridícula búsqueda de Garrideb? Vale la pena prestarle atención, porque, dando por supuesto que el tipo es un granuja, desde luego es un granuja ingenioso y retorcido. Hay que averiguar si el otro interesado es también un falsario. Llámele por teléfono, Watson.
Así lo hice, y al otro extremo de la línea me respondió una voz débil y temblorosa.
—Sí, sí, soy Nathan Garrideb. ¿Está ahí el señor Holmes? Me gustaría mucho hablar con él.
Mi amigo cogió el aparato y yo oí el habitual diálogo sincopado:
—Sí, ha estado aquí... Creo que usted no le conocía... ¿Hace cuánto?... ¡Solo dos días!... Sí, sí, claro que es una perspectiva fascinante. ¿Estará usted en casa esta tarde? Supongo que el otro señor Garrideb no estará por ahí... Muy bien, entonces nos acercaremos a verle, porque prefiero que hablemos sin que él esté presente... Vendrá conmigo el doctor Watson... Ya me decía en su carta que sale usted muy poco... Nos pasaremos a eso de las seis. No es necesario que le diga nada al abogado americano... Muy bien. Adiós.
Era el atardecer de un hermoso día de primavera, e incluso Little Ryder Street, una de las callejuelas más insignificantes que arrancan de Edgware Road, a un tiro de piedra del antiguo Arbol de Tyburn, de siniestro recuerdo, parecía dorada y atractiva bajo los rayos oblicuos del sol poniente. La casa a la que nos dirigíamos era un edificio grande y antiguo, del primer periodo eduardiano, con fachada lisa de ladrillo, interrumpida únicamente por dos ventanales salientes en la planta baja. En dicha planta baja vivía nuestro cliente y, efectivamente, los ventanales formaban la parte delantera de una espaciosa habitación, en la que pasaba sus horas de vigilia. Al pasar, Holmes señaló la plaquita de latón con el curioso apellido grabado.
—Lleva ahí varios años, Watson —dijo, haciendo que me fijara en la descolorida superficie—. Así pues, es su verdadero nombre, y esto hay que tenerlo en cuenta.
La casa tenía una escalera general, y en el vestíbulo había varios nombres pintados, algunos de los cuales correspondían a oficinas y otros a viviendas particulares. No se trataba de residencias familiares, sino más bien de refugios de solteros bohemios. Nuestro cliente abrió él mismo la puerta y se disculpó diciendo que la mujer que se encargaba de la casa se retiraba a las cuatro. El señor Nathan Garrideb resultó ser un hombre muy alto, desgarbado, de hombros caídos, demacrado y calvo. Tenía el rostro cadavérico y el cutis mortecino de quien no hace ningún ejercicio. Unas grandes gafas redondas y una prominente barbita de chivo se combinaban con su postura encorvada, dándole una expresión de intensa curiosidad. No obstante, el efecto general era el de una persona agradable, aunque excéntrica.
La habitación era tan curiosa como su ocupante. Parecía un pequeño museo. Era ancha y profunda, con armarios y aparadores por todas partes, repletos de ejemplares geológicos y anatómicos. A ambos lados de la entrada había vitrinas con colecciones de mariposas y polillas. La gran mesa del centro estaba cubierta de toda clase de cachivaches, entre los que sobresalía el tubo de latón de un potente microscopio. Al mirar a mi alrededor quedé sorprendido por la universalidad de las aficiones de aquel hombre. Aquí había una caja llena de monedas antiguas; allá, una vitrina con utensilios de sílex; detrás de la mesa central, una gran estantería con huesos fósiles; y sobre ella, una hilera de cráneos de escayola, con nombres como «Neanderthal», «Heidelberg» y «Cromagnon» escritos debajo. Era evidente que se dedicaba al estudio de temas muy diversos. En la mano derecha tenía un trozo de piel de gamuza, con el que sacaba brillo a una moneda.
—De Siracusa... del mejor periodo —explicó sosteniéndola en alto—. Hacia el final degeneraron mucho. Pero las de la época de esplendor no tienen rival, aunque hay quien prefiere la escuela de Alejandría. Por ahí encontrará una silla, señor Holmes. Permítame que quite estos huesos. Y usted, señor... ah, sí, doctor Watson, ¿quiere hacer el favor de correr a un lado ese jarrón japonés? Están ustedes viendo los pequeños intereses de mi vida. Mi médico no para de sermonearme porque nunca salgo, pero ¿para qué iba a salir, cuando tengo aquí tantas cosas que me retienen? Puedo asegurarles que para catalogar como es debido una sola de esas estanterías necesitaría mis buenos tres meses.
Holmes miró a su alrededor con curiosidad.
—¿Quiere usted decir que no sale nunca? —preguntó.
—De vez en cuando, tomo un coche para ir a Sotheby's o a Christie's. Aparte de eso, casi nunca salgo de esta habitación. No me encuentro muy fuerte, y mis investigaciones son muy absorbentes. Ya se imaginará, señor Holmes, qué tremenda sorpresa, agradable pero tremenda, recibí al enterarme de este increíble golpe de suerte. Solo falta un Garrideb para completar el trío, y seguro que lo encontraremos. Yo tenía un hermano, pero murió, y las mujeres no cuentan. Pero, sin duda, tiene que haber otros en el mundo. Había oído decir que usted se ocupa de casos extraños, y por eso recurrí a usted. Aunque, desde luego, el caballero americano tiene razón, y debí consultarle antes, pero lo hice con la mejor intención.
—Creo que ha actuado usted muy juiciosamente —dijo Holmes—. Pero ¿de verdad le interesa adquirir propiedades en América?
—Desde luego que no, señor. Nada podría inducirme a apartarme de mis colecciones. Pero este caballero me ha asegurado que me comprará mi parte en cuanto hayamos resuelto la reclamación. Se mencionó la suma de cinco millones de dólares. En estos momentos hay en el mercado una docena de ejemplares que llenarían importantes huecos de mi colección, y me resulta imposible adquirirlos por carecer de unos cientos de libras. Imagínese lo que podría hacer con cinco millones de dólares. Tengo ya el núcleo de una colección nacional. ¡Seré el Hans Sloane de mi época!
Sus ojos echaban chispas por detrás de las grandes gafas. Estaba claro que el señor Nathan Garrideb no repararía en esfuerzos para encontrar otro hombre con su mismo apellido.
—He venido solamente para conocerle, y no hay razón para que interrumpa sus estudios —dijo Holmes—. Siempre me gusta establecer contacto personal con las personas para las que trabajo. Tengo pocas preguntas que formular, ya que llevo en el bolsillo su informe, que es clarísimo, y varios huecos ya los he llenado gracias a la visita del caballero americano. Tengo entendido que usted desconocía su existencia hasta esta misma semana.
—Así es. Vino a verme el martes.
—¿Le ha dicho algo de la entrevista que tuvimos hoy?
—Sí, vino aquí inmediatamente después. Antes se había enfadado mucho.
—¿Por qué habría de enfadarse?
—Parece que se lo tomó como una afrenta a su honor. Pero al regresar venía otra vez muy animado.
—¿Le propuso alguna línea de actuación?
—No, señor, ninguna.
—¿Le ha dado usted, o le ha pedido él, alguna suma de dinero?
—No, señor, nada.
—¿Tiene usted alguna idea de lo que pretende?
—No, señor, excepto lo que él dice.
—¿Le dijo usted que nos habíamos citado por teléfono?
—Sí, señor, se lo dije.
Holmes se quedó pensativo. Me di cuenta de que estaba desconcertado.
—¿Tiene usted artículos de mucho valor en su colección?
—No, señor. No soy rico. Es una buena colección, pero no muy valiosa.
—¿No tiene miedo a los ladrones?
—Ni el más mínimo.
—¿Cuánto hace que vive en estas habitaciones?
—Casi cinco años.
Una imperativa llamada a la puerta interrumpió el interrogatorio de Holmes. En cuanto nuestro cliente abrió, el abogado norteamericano irrumpió jubiloso en la habitación.
—¡Ya lo tenemos! —exclamó, agitando un periódico sobre la cabeza—. He pensado que aún llegaría a tiempo de darle la enhorabuena, señor Nathan Garrideb. Es usted rico, señor mío. Nuestra empresa ha concluido felizmente y todo marcha bien. En cuanto a usted, señor Holmes, lo único que puedo decir es que lamentamos haberle molestado para nada.
Le entregó el periódico a nuestro cliente, que se quedó mirando fijamente un anuncio marcado. Holmes y yo nos acercamos a leer por encima de su hombro. El anuncio decía lo siguiente:
—¡Espléndido! —jadeó nuestro anfitrión—. Ya tenemos al tercer hombre.
—Hice investigar en Birmingham —dijo el norteamericano—, y mi agente de allí me ha enviado este anuncio que salió en un periódico de la ciudad. Hay que darse prisa y rematar el asunto. Ya he escrito a este hombre, diciéndole que irá usted a visitarlo a su despacho mañana por la tarde, a las cuatro.
—¿Quiere que yo vaya a verlo?
—¿Qué le parece a usted, señor Holmes? ¿No cree que es lo mejor? Yo soy un americano errante, que se presenta con un cuento fantástico. ¿Por qué iba a creerse lo que yo le dijera? En cambio, usted es un británico con impecables referencias. A usted tiene que hacerle caso. Si quiere, yo podría ir con usted, pero es que mañana voy a estar muy ocupado, aunque siempre podría ir más tarde por si tiene usted algún problema.
—La verdad es que no he hecho un viaje así desde hace años.
—Eso no es nada, señor Garrideb. Ya le he calculado el horario. Sale usted a las doce, y llega allí poco después de las dos. Puede volver esa misma noche. Lo único que tiene que hacer es ver a este hombre, explicarle el asunto y conseguir un certificado de su existencia. ¡Por Dios! —añadió acalorado—. Teniendo en cuenta que yo he venido hasta aquí desde el corazón de Norteamérica, no es mucho pedir que se desplace usted un par de cientos de kilómetros para concluir el asunto.
—Tiene razón —dijo Holmes—. Creo que lo que dice este caballero es cierto.
Nathan Garrideb se encogió de hombros con un gesto de desolación.
—Está bien, si insisten, tendré que ir —dijo—. La verdad es que me resulta difícil negarle nada cuando pienso en la grandiosa esperanza que ha traído usted a mi vida.
—Entonces, de acuerdo —dijo Holmes—. Confío en que me hará llegar un informe lo antes que pueda.
—Yo me encargaré de ello —dijo el norteamericano—. Bueno —añadió, consultando su reloj—, tengo que ponerme en marcha. Vendré a buscarle mañana, señor Nathan, y le acompañaré a tomar el tren de Birmingham. ¿Viene usted en la misma dirección, señor Holmes? Pues entonces, adiós. Puede que mañana por la noche tengamos buenas noticias para usted.
Me fijé en que el rostro de mi amigo se iluminó en cuanto el norteamericano salió de la habitación. Había desaparecido aquella expresión de pensativa perplejidad.
—Cómo me gustaría poder admirar su colección, señor Garrideb —dijo—. En mi profesión, todo conocimiento resulta útil, y esta habitación suya es un verdadero almacén de conocimientos.
Nuestro cliente resplandecía de placer, y sus ojos brillaban a través de las gruesas gafas.
—Siempre he oído decir que era usted un hombre muy inteligente —dijo—. Puedo enseñársela ahora mismo, si tiene usted tiempo.
—Por desgracia, no lo tengo. Pero estos ejemplares están tan bien clasificados y etiquetados que apenas se necesitan más explicaciones. Si pudiera venir mañana, ¿tendría usted inconveniente en que entrara a echar un vistazo?
—Ningún inconveniente. Es usted bienvenido. Claro que la casa estará cerrada, pero la señora Saunders estará en el bajo hasta las cuatro de la tarde y le podrá abrir con su llave.
—Muy bien. Da la casualidad de que mañana tengo la tarde libre. Si advierte usted a la señora Saunders, no habrá ningún problema. Por cierto, ¿qué agencia le alquiló la casa?
La inesperada pregunta sorprendió a nuestro cliente.
—Holloway y Steele, de Edgware Road. ¿Por qué lo pregunta?
—Yo también tengo algo de arqueólogo en cuestión de casas —dijo Holmes, echándose a reír—. Me preguntaba si esta es del periodo de la reina Ana o del rey Jorge.
—Del rey Jorge, sin duda alguna.
—¿De verdad? Yo habría dicho que era un poco anterior. Pero, bueno, eso es fácil de comprobar. Bien, señor Garrideb, adiós y que tenga usted mucho éxito en su viaje a Birmingham.
La agencia inmobiliaria estaba bastante cerca, pero la encontramos ya cerrada, así que regresamos a Baker Street. Holmes no volvió a mencionar el asunto hasta después de la cena.
—Nuestro pequeño enigma se va aclarando —dijo—. Seguro que ya se le ha ocurrido la solución.
—Yo no le encuentro ni pies ni cabeza.
—Pues la cabeza es bien visible, y los pies los vamos a ver mañana. ¿No notó nada curioso en aquel anuncio?
—Que decía «aradoras» en lugar de «arados».
—Ah, ¿conque se fijó en eso, eh? Muy bien, Watson, va usted progresando. Pues sí, está mal dicho en inglés, pero así lo dicen los americanos. El periódico lo imprimió tal como se lo entregaron. Luego están los carretones sin ballestas, que también son algo típicamente norteamericano. Y los pozos artesianos son mucho más corrientes allí que acá. Era un típico anuncio norteamericano, pero que pretendía ser de una empresa británica. ¿Qué conclusión saca de todo eso?
—Lo único que se me ocurre es que debió de ponerlo ese abogado americano. Pero con qué objeto, eso se me escapa.
—Pues podrían existir diversas explicaciones. Pero, desde luego, lo que está clarísimo es que quiere sacar a nuestro viejo fósil de su casa y mandarlo a Birmingham. Podría haberle dicho que no sacará nada en limpio de ese viaje, pero luego me pareció mejor dejarle que se vaya, y así tener el campo despejado. Mañana, Watson..., mañana veremos qué pasa.
Holmes se levantó temprano y salió de casa. Regresó a la hora de comer, y pude darme cuenta de que venía muy serio.
—El asunto es más grave de lo que yo creía, Watson —dijo—. Tengo que advertírselo, aunque ya sé que con eso solo le doy una razón más para lanzarse de cabeza al peligro. Pero hay peligro, y debe usted saberlo.
—Bueno, no será el primero que hemos corrido juntos, Holmes. Y espero que no sea el último. ¿Cuál es exactamente el peligro en esta ocasión?
—Nos enfrentamos a un tipo duro. He identificado al señor John Garrideb, asesor legal, y es nada menos que Evans el Asesino, de siniestra reputación.
—Me temo que eso no me dice nada.
—Ya, claro, no forma parte de su profesión llevar en la memoria un archivo portátil de la prisión de Newgate. He pasado por Scotland Yard para ver al amigo Lestrade. Puede que allí no anden muy sobrados de intuición e imaginación, pero a metódicos y concienzudos no hay quien les gane. Se me ocurrió que tal vez pudiera encontrar en sus ficheros algún dato sobre nuestro amigo americano y, efectivamente, allí encontré su rostro gordinflón sonriéndome desde el archivo de retratos de maleantes. Y debajo había un rótulo que decía: «James Winter, alias Morecroft, alias Evans el Asesino» —Holmes sacó un sobre del bolsillo—. He copiado algunos detalles de su expediente. Cuarenta y cuatro años de edad. Nacido en Chicago. Se sabe que asesinó a tres hombres en Estados Unidos. Se libró de la cárcel por influencias políticas. Vino a Londres en 1893. En enero de 1895 disparó contra un hombre en una partida de cartas, en un club nocturno de Waterloo Road. El hombre murió, pero se demostró que había sido él quien provocó la pelea. El muerto fue identificado como Rodger Prescott, famoso falsificador de billetes y monedas de Chicago. Evans salió de la cárcel en 1901, y desde entonces ha estado vigilado por la policía. Sin embargo, hasta ahora parece que ha llevado una vida honrada. Es un hombre muy peligroso, suele ir armado y no tiene reparos en utilizar las armas. Este es nuestro pájaro, Watson, y tendrá que reconocer que es un pajarraco de cuidado. —Pero ¿qué se propone?
—Bueno, eso empieza a aclararse. He estado en la agencia de alquileres. Nuestro cliente, tal como nos dijo, lleva cinco años viviendo allí. Antes de que él llegara, la casa estuvo desalquilada durante un año. El anterior inquilino fue un caballero independiente apellidado Waldron. En la oficina recordaban perfectamente el aspecto de este Waldron: era un hombre alto y barbudo, con la cara muy morena. Desapareció de pronto y jamás se volvió a saber de él. Ahora bien, Prescott, el hombre al que mató Evans el Asesino, era, según Scotland Yard, un hombre alto, moreno y barbudo. Como hipótesis de trabajo, creo que podemos suponer que Prescott, el delincuente americano, vivió en la misma habitación en la que nuestro inocente amigo tiene instalado su museo. Así que, como ve, por fin tenemos un eslabón.
—¿Y el eslabón siguiente?
—Ese vamos a buscarlo ahora mismo.
Sacó un revólver de un cajón y me lo entregó.
—Yo llevo el viejo, mi favorito. Tenemos que ir preparados, por si a nuestro amigo del Salvaje Oeste le da por hacer honor a su apodo. Tiene usted una hora para echarse la siesta, Watson, y después nos iremos de aventuras a Ryder Street.
Eran las cuatro en punto cuando llegamos al curioso domicilio de Nathan Garrideb. La señora Saunders, la encargada, estaba a punto de marcharse, pero no vaciló en dejarnos entrar, porque la puerta tenía una cerradura de golpe y Holmes prometió dejarlo todo cerrado antes de marcharnos. Al poco rato, se cerró la puerta de la calle, vimos el sombrerito de la señora Saunders pasar por delante del ventanal y nos encontramos solos en la planta baja de la casa. Holmes efectuó un rápido examen del local. En un rincón oscuro había una estantería algo separada de la pared, y detrás de ella nos agazapamos, mientras Holmes explicaba en susurros sus intenciones.
—Está clarísimo que quería sacar a nuestro simpático amigo el coleccionista de esta habitación. Y como él nunca salía, había que inventar algo. Esa es, me parece a mí, la única finalidad de todo este cuento de los Garrideb. Tengo que reconocer, Watson, que ha sido un trabajo de ingenio diabólico, aunque el nombre tan raro del inquilino le brindó una oportunidad que no se esperaba. Pero ha tramado un plan verdaderamente astuto.
—Pero ¿qué es lo que busca?
—Eso es lo que hemos venido a averiguar. Tal como yo lo entiendo, no tiene absolutamente nada que ver con nuestro cliente. Es algo relacionado con el hombre que mató, que tal vez fuera su cómplice de fechorías. En esta habitación se oculta algún secreto criminal. Así lo interpreto yo. Al principio, pensé que nuestro amigo podía tener en sus colecciones algo mucho más valioso de lo que él sospechaba, algo que atrajera la atención de un delincuente de altos vuelos. Pero el hecho de que en estas mismas habitaciones haya vivido el tristemente célebre Rodger Prescott parece indicar que existen razones de más peso. Bien, Watson, lo único que podemos hacer es armarnos de paciencia y ver qué nos depara la tarde.
El momento no tardó en llegar. Oímos que la puerta de la calle se abría y se cerraba, y nos apretujamos más en las sombras. A continuación se oyó el chasquido agudo y metálico de una llave, y el norteamericano entró en la habitación. Cerró la puerta con cuidado, echó una rápida mirada a su alrededor para asegurarse de que no había peligro, se quitó el abrigo y se dirigió a la mesa del centro, con la actitud decidida de quien sabe lo que tiene que hacer y cómo hacerlo. Empujó la mesa a un lado, quitó la alfombra cuadrada que había debajo, la enrolló hacia atrás y luego, sacando una palanqueta de un bolsillo interior, se arrodilló y se puso a trabajar con energía en el suelo. Al poco rato oímos un ruido de tablas que se desprendían, y un instante después había una abertura cuadrada en el suelo. Evans el Asesino encendió una cerilla, prendió con ella un cabo de vela y desapareció de nuestra vista.
Era evidente que había llegado nuestro momento. Holmes me tocó la muñeca a modo de señal, y juntos nos acercamos sigilosamente a la trampilla abierta. Pero, a pesar del cuidado que tuvimos al caminar, el viejo entarimado debió de crujir bajo nuestros pies, porque de repente surgió del hueco la cabeza del americano, mirando con ansiedad a su alrededor. Su rostro se volvió hacia nosotros con una expresión de rabia y frustración, que poco a poco se fue suavizando hasta transformarse en una sonrisa avergonzada al darse cuenta de que dos pistolas le apuntaban a la cabeza.
—¡Vaya, vaya! —dijo con frialdad, mientras se izaba a la superficie—. Parece que ha sido usted más listo que yo, señor Holmes. Supongo que adivinó mi juego desde el principio, y se ha estado divirtiendo conmigo. Muy bien, lo reconozco: me ha ganado la partida y...
En un instante había sacado un revólver del pecho y había disparado dos tiros. Sentí una súbita quemadura en un muslo, como si me hubieran aplicado un hierro al rojo, y oí un fuerte golpe al abatirse la pistola de Holmes sobre la cabeza del hombre. Como en una visión, lo vi caído en el suelo, con la sangre corriéndole por el rostro, mientras Holmes lo registraba en busca de otras armas. Al instante, me sentí rodeado por los vigorosos brazos de mi amigo, que me llevó hasta un sillón.
—¿Está usted herido, Watson? ¡Por amor de Dios, dígame que no está herido!
Bien valía la pena recibir una herida, muchas heridas, para descubrir la profunda lealtad y el cariño que se ocultaban tras aquella fría máscara. Sus ojos claros y duros se empañaron durante unos momentos, y vi temblar aquellos labios tan firmes. Por primera y única vez pude comprobar que aquel gran cerebro poseía también un gran corazón. Aquel instante revelador fue la culminación de todos mis años de humilde y esforzado servicio.
—No es nada, Holmes. Una simple rozadura.
Holmes había rasgado mis pantalones con su navaja.
—Es cierto —exclamó, con un inmenso suspiro de alivio—. Es completamente superficial.
Su rostro se endureció como el pedernal al volverse hacia nuestro prisionero, que se estaba incorporando con expresión aturdida.
—Por Dios, menos mal que está bien. Si llega a matar a Watson, no habría salido vivo de esta habitación. Y ahora, señor mío, ¿qué tiene que decirnos?
No tenía nada que decirnos. Permaneció tendido con gesto huraño. Yo me apoyé en el brazo de Holmes y juntos nos asomamos al pequeño sótano que había quedado descubierto al abrirse la trampilla secreta. Aún estaba iluminado por la vela que Evans había bajado. Nuestras miradas se posaron en un montón de maquinaria oxidada, grandes rollos de papel, botellas tiradas por todas partes y una buena cantidad de paquetitos bien hechos, cuidadosamente ordenados sobre una mesita.
—Una imprenta..., todo el equipo de un falsificador —dijo Holmes.
—Sí, señor —dijo nuestro prisionero, poniéndose en pie con dificultades para después dejarse caer en el sillón—. El mejor falsificador que ha habido en Londres. Esa es la prensa de Prescott, y esos paquetes que hay en la mesa son dos mil billetes Prescott, de cien libras cada uno, y que pueden pasar por buenos en cualquier parte. Cojan lo que quieran, caballeros. Hagamos un trato y déjenme marchar.
Holmes se echó a reír.
—Nosotros no hacemos esa clase de cosas, señor Evans. No tiene usted escapatoria. Usted mató a ese Prescott, ¿no es verdad?
—Sí, señor, y pagué cinco años por ello, aunque él disparó primero. Cinco años..., cuando tenían que haberme dado una medalla del tamaño de un plato sopero. No había ser viviente capaz de distinguir un Prescott de un billete del Banco de Inglaterra, y si yo no le hubiera quitado de en medio, habría inundado Londres con sus billetes. Yo era la única persona en el mundo que sabía dónde los hacía. ¿Puede extrañarles que quisiera entrar aquí? ¿Y puede extrañarles que al encontrarme con este chiflado maniático cazamariposas, y para colmo con ese nombre tan ridículo, que no salía jamás de su cuarto, me las ingeniase para sacarlo de aquí? Tal vez lo mejor habría sido liquidarlo. Habría sido facilísimo, pero soy un sentimental que no puede empezar a disparar a menos que el otro vaya también armado. Pero dígame, señor Holmes, a fin de cuentas, ¿qué delito he cometido? No he usado esta instalación, y no le he hecho ningún daño al vejestorio. ¿De qué se me acusa?
—Por lo que veo, solo de homicidio frustrado —dijo Holmes—. Pero eso no es asunto nuestro. Habrá quien se encargue de decidirlo. Nosotros solo queríamos echarle el guante a usted. Por favor, Watson, llame a Scotland Yard. No creo que les sorprenda demasiado la llamada.
Y esta es la historia de Evans el Asesino y su ingenioso cuento de Los tres Garrideb. Más tarde nos enteramos de que nuestro pobre y anciano amigo jamás se recuperó del golpe que recibió al ver esfumarse sus sueños. Cuando su castillo en el aire se derrumbó, él quedó sepultado bajo las ruinas. Lo último que supimos de él fue que se encontraba en un sanatorio de Brixton. En Scotland Yard se celebró por todo lo alto el descubrimiento del taller de Prescott, porque, aunque sabían que existía, desde la muerte de su dueño habían sido incapaces de localizarlo. Lo cierto es que Evans había prestado un gran servicio, y gracias a él varios funcionarios del Departamento de Investigación Criminal pudieron dormir más tranquilos, porque aquellas falsificaciones constituían, dada su calidad excepcional, un verdadero peligro público. De buena gana habrían votado a favor de que se le concediera aquella medalla del tamaño de un plato sopero que el criminal había mencionado; pero el tribunal que le juzgó no apreció tan favorablemente sus méritos, y el Asesino regresó a las sombras de las que había surgido.
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