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Los tres gabletes

No creo que ninguna de mis aventuras con Sherlock Holmes haya comenzado de manera tan brusca y tan dramática como la que yo denomino de Los Tres Frontones. Llevaba varios días sin ver a Holmes, y no tenía ni idea del nuevo rumbo que habían tomado sus actividades. Sin embargo, aquella mañana se le notaba muy parlanchín. Yo acababa de acomodarme en el viejo butacón situado junto a la chimenea y él se había enroscado en la butaca de enfrente con la pipa en la boca, cuando entró nuestro visitante. Si dijera que entró un toro furioso, daría una impresión más clara de lo que ocurrió.

La puerta se abrió de golpe y un negro enorme irrumpió en la habitación. De no ser tan aterrador, habría parecido una figura cómica, ya que vestía un traje a cuadros grises muy chillón y una ondeante chalina de color salmón. Echó hacia delante su rostro plano y su nariz achatada, mientras sus ojos oscuros y feroces, con un leve rescoldo de malicia, nos miraban alternativamente a Holmes y a mí.

—¿Quién de ustedes dos es el señor Holmes? —preguntó. Holmes levantó la pipa con una sonrisa lánguida.

—¡Ah! ¿Con que es usté, eh? —dijo nuestro visitante, dando la vuelta en torno a la mesa con un andar furtivo y desagradable—. Pues mire, señor Holmes, deje de meter las narices en asuntos ajenos. Deje que cada uno se ocupe de sus cosas. ¿Se entera, señor Holmes?

—Siga hablando —dijo Holmes—. Me gusta.

—¿Conque le gusta, eh? —gruñó el salvaje—. Pues no le gustará tanto que le arregle un poco la cara. Ya les he ajustado las cuentas a algunos como usté, y no daba ningún gusto verlos después de que yo acabara con ellos. ¡Mire esto, señor Holmes!

Agitó bajo la nariz de mi amigo un puño descomunal y lleno de nudos. Holmes lo examinó de cerca, aparentando gran interés.

—¿Nació usted así? —preguntó—. ¿O se fue poniendo así poco a poco?

Tal vez fuera la helada calma de mi amigo, o tal vez el ligerísimo ruido que yo hice al empuñar el atizador de la chimenea, pero lo cierto es que los modales de nuestro visitante se volvieron algo menos agresivos.

—Bueno, ya le he avisao —dijo—. Tengo un amigo interesao en eso de Harrow, ya sabe a qué me refiero, y no está dispuesto a permitir que usté se meta por medio. ¿Se entera? Usté no es la ley, y yo tampoco lo soy, y como se le ocurra asomar por allí, yo no andaré muy lejos. No lo olvide.

—Llevaba ya algún tiempo deseando conocerle —dijo Holmes—. No le invito a que se siente porque no me gusta cómo huele, pero ¿no es usted Steve Dixie, el luchador?

—Así me llamo, señor Holmes, y tendrá ocasión de acordarse de mi nombre como me hinche los morros.

—Desde luego, es lo que menos necesita —dijo Holmes, con la mirada fija en la fea boca de nuestro visitante—. Pero aquello del asesinato del joven Perkins a la puerta del Bar Holborn... ¿Cómo? ¿Se marcha usted?

El negro había dado un salto atrás y su cara se había puesto gris.

—No quiero oír hablar de eso —dijo—. ¿Qué tengo yo que ver con ese Perkins, señor Holmes? Yo me estaba entrenando en el Bull Ring de Birmingham cuando aquel chico se metió en líos.

—Sí, sí, ya se lo contará al juez, Steve —dijo Holmes—. Los he estado vigilando a usted y a Barney Stockdale.

—¡Válgame Dios bendito! ¡Señor Holmes...!

—Basta ya. Largo de aquí. Ya le agarraré cuando me venga bien.

—Buenos días, señor Holmes. Espero que no me guardará rencor por esta visita.

—Sí que se lo guardaré si no me dice quién le ha enviado.

—Bueno, eso no es ningún secreto, señor Holmes. Ha sido ese mismo caballero que usté ha mencionado.

—¿Y quién le ha metido a él en esto?

—Ni idea. Eso no lo sé, señor Holmes. El solo me dijo: «Steve, ve a ver al señor Holmes y dile que su vida corre peligro si se le ocurre aparecer por Harrow». Es la pura verdad.

Sin aguardar a que le hicieran más preguntas, nuestro visitante salió disparado de la habitación, casi tan precipitadamente como había entrado. Holmes sacudió las cenizas de su pipa mientras reía por lo bajo.

—Me alegro de que no se haya visto obligado a romperle su lanuda cabeza, Watson. Ya me di cuenta de sus maniobras con el atizador. Pero en realidad se trata de un tipo bastante inofensivo: es como un niño grande, musculoso, tonto y fanfarrón, pero se acobarda con facilidad, como ha podido ver. Pertenece a la banda de Spencer John, y en los últimos tiempos ha participado en algunos trabajos sucios que ya aclararé cuando tenga tiempo. Su superior inmediato, Barney, es mucho más astuto. Están especializados en palizas, intimidaciones y cosas por el estilo. Lo que me gustaría saber es quién está detrás de ellos en esta ocasión concreta.

—Pero ¿por qué pretenden intimidarle?

—Es por ese caso de Harrow Weald. Y esto me ha decidido a investigar el asunto, porque, si alguien ha juzgado necesario tomarse todas esas molestias, es que allí se oculta algo feo.

—Pero ¿de qué se trata?

—Iba a contárselo cuando se produjo este interludio cómico. Aquí está la carta de la señora Maberley. Si quiere usted venir conmigo, le enviaremos un telegrama y nos pondremos en marcha inmediatamente.

Yo leí lo siguiente:

Querido señor Holmes:

Me ha ocurrido una serie de extraños incidentes en relación con esta casa, y agradecería mucho sus consejos. Me encontrará en casa mañana a cualquier hora. La casa se encuentra a poca distancia de la estación de Weald. Tengo entendido que mi difunto esposo, Mortimer Maberley, fue uno de sus primeros clientes. Atentamente,

Mary Maberley

La dirección era Los Tres Frontones, Harrow Weald.

—Eso es lo que hay —dijo Holmes—. Y ahora, si dispone usted de tiempo, Watson, nos pondremos en camino.

Tras un corto viaje en tren y un trayecto aún más corto en coche, llegamos a la casa, una mansión de ladrillo y madera que se alzaba en un terreno de pastos sin cultivar. Tres pequeñas estructuras sobre las ventanas del piso alto pretendían sin mucha convicción justificar el nombre. Detrás de la casa había un bosquecillo de pinos melancólicos y a medio crecer, y el aspecto general del lugar era triste y deprimente. Sin embargo, la casa estaba bien amueblada, y la señora que nos recibió era una anciana muy simpática, que rebosaba refinamiento y cultura.

—Recuerdo muy bien a su esposo, señora —dijo Holmes—, aunque han pasado unos cuantos años desde que tuve ocasión de prestarle mis humildes servicios.

—Probablemente, le sonará más el nombre de mi hijo Douglas.

—¡Válgame Dios! ¿Es usted la madre de Douglas Maberley? Yo le traté muy poco, pero, naturalmente, todo Londres le conocía. ¡Qué magnífica persona! ¿Dónde está ahora?

—Muerto, señor Holmes, muerto. Era agregado de embajada en Roma y falleció allí de pulmonía el mes pasado.

—Lo siento mucho. Resulta difícil asociar la muerte con un hombre así. Jamás he conocido una persona con más vitalidad. Vivía intensamente, hasta la última fibra de su ser.

—Demasiado intensamente, señor Holmes. Y eso fue su ruina. Usted lo recuerda como era antes: alegre y brillante; pero no conoció a la criatura fúnebre, huraña y taciturna en la que se convirtió. Tenía destrozado el corazón. En solo un mes, vi a mi gallardo muchacho convertido en un hombre acabado y desengañado.

—¿Un asunto de amores? ¿Una mujer?

—O un demonio. Pero no le he pedido que venga para hablarle de mi pobre muchacho, señor Holmes.

—El doctor Watson y yo estamos a su servicio, señora.

—Han estado ocurriendo cosas muy raras. Llevo viviendo en esta casa más de un año y, como quería llevar una vida retirada, he visto poco a mis vecinos. Hace tres días, recibí la visita de un hombre que dijo ser un agente inmobiliario. Me dijo que esta casa era precisamente lo que estaba buscando uno de sus clientes, y que si yo estaba dispuesta a desprenderme de ella, el dinero no supondría ningún problema. Me pareció muy extraño, ya que por aquí hay varias casas vacías que son igual de apetecibles, pero, como es natural, me interesó lo que decía, así que propuse un precio, que era quinientas libras más alto que el que yo pagué. Él aceptó en el acto, pero añadió que su cliente deseaba comprar también el mobiliario y me pidió que le pusiera precio. Algunos de estos muebles proceden de mi antigua casa y, como puede ver, son muy buenos, así que fijé una buena suma por todo. También esto lo aceptó inmediatamente. Siempre he deseado viajar, y la operación era tan ventajosa que me pareció que podría vivir desahogadamente el resto de mi vida.

»Ayer volvió ese hombre con el contrato redactado. Por suerte, se lo enseñé al señor Sutro, mi abogado, que vive en Harrow, y él me dijo: "Este documento es muy extraño. ¿Se da usted cuenta de que, si lo firma, no podrá sacar legalmente nada de la casa, ni siquiera sus efectos personales?" Cuando el hombre volvió por la tarde, le comenté ese detalle, y le dije que yo solo quería vender el mobiliario.

»—No, no; todo —dijo él.

»—¿Incluso mis ropas? ¿Y mis joyas?

»—Bueno, bueno, se podría hacer alguna concesión en lo referente a sus efectos personales. Pero nada saldrá de la casa sin ser controlado. Mi cliente es un hombre muy generoso, pero tiene sus manías y le gusta hacer las cosas a su manera. Para él, tiene que ser todo o nada.

»—Pues entonces, va a tener que ser nada —dije yo. Y así quedaron las cosas. Pero todo este asunto me pareció tan poco normal que pensé...

En aquel momento se produjo una extraordinaria interrupción.

Holmes levantó la mano pidiendo silencio. Acto seguido, atravesó la habitación, abrió de par en par la puerta y arrastró al interior a una mujer alta y demacrada, a la que tenía agarrada del hombro. La mujer se resistía con torpes forcejeos, como una gallina enorme y desmañada, que cacarea al ser arrancada de su nido.

—¡Déjeme en paz! ¿Qué está haciendo? —chillaba.

—¡Cielos, Susan! ¿Qué es esto?

—Verá, señora: venía a preguntar si las visitas se quedarían a comer, cuando este hombre se abalanzó sobre mí.

—Llevaba oyéndola más de cinco minutos, pero no quise interrumpir su interesantísimo relato. Tiene usted un poquito de asma, ¿verdad, Susan? Su respiración es demasiado ruidosa para este tipo de trabajos.

Susan se volvió hacia su captor con una expresión malhumorada y sorprendida a la vez.

—¿Y usted quién es y qué derecho tiene a arrastrarme de este modo?

—Simplemente, deseaba hacer una pregunta en su presencia. Dígame, señora Maberley: ¿le dijo usted a alguien que iba a escribirme para consultarme?

—No, señor Holmes, no se lo dije a nadie.

—¿Quién echó su carta al correo?

—Susan.

—Perfecto. Y ahora, Susan: ¿a quién escribió o avisó usted, diciéndole que su señora me iba a consultar? —Eso es mentira. No avisé a nadie.

—Vamos, Susan, las personas asmáticas no viven mucho tiempo y decir mentiras es un pecado muy grave. ¿A quién se lo dijo usted?

—¡Susan! —exclamó la señora—. Creo que es usted una mala mujer y una traidora. Ahora recuerdo que la vi hablando con alguien por encima del seto.

—Eso es asunto mío —dijo la mujer secamente.

—¿Y si yo le dijera que era con Barney Stockdale con quien hablaba? —intervino Holmes.

—Y si lo sabe, ¿para qué lo pregunta?

—No estaba seguro, pero ahora ya lo sé. Muy bien, Susan, hay diez libras para usted si me dice quién está detrás de Barney.

—Alguien que podría poner mil libras por cada diez que ponga usted.

—¿Un tipo rico, eh? No; la veo sonreír... se trata de una mujer rica. Ya que hemos llegado hasta aquí, igual podría decirme el nombre y ganarse el billete de diez.

—Antes lo veré a usted asarse en el infierno.

—¡Pero Susan! ¡Qué lenguaje!

—Me largo de aquí. Estoy harta de todos ustedes. Mañana enviaré a por mi baúl —dijo Susan, dirigiéndose con paso airado hacia la puerta.

—Adiós, Susan. Le recomiendo que se tome un calmante. Y ahora... —continuó Holmes, cambiando de pronto su tono festivo por otro más severo en cuanto la puerta se cerró detrás de la furiosa e indignada mujer—, esta cuadrilla va en serio. Fíjese lo de cerca que siguen el juego. La carta que usted me envió tenía matasellos de las 10 de la noche. Y aun así, Susan consigue avisar a Barney, y Barney tiene tiempo de acudir a su cliente para recibir instrucciones. El o ella (me inclino por esto último, en vista de la sonrisa que esbozó Susan cuando creyó que yo había metido la pata) trama un plan. Llaman al negro Steve y yo recibo la advertencia a las once de la mañana siguiente. Eso es trabajar rápido, ¿no le parece? —Pero ¿qué es lo que quieren?

—Sí, esa es la cuestión. ¿Quién habitaba esta casa antes que usted?

—Un capitán de marina retirado, apellidado Ferguson.

—¿Había algo raro en él?

—Nada que yo sepa.

—Me pregunto si pudo haber enterrado algo. Claro que en estos tiempos, cuando la gente tiene que enterrar un tesoro, lo hace en el Banco Postal. Pero siempre queda algún lunático. Al principio pensé que podía haber algún tesoro escondido. Pero, en ese caso, ¿para qué querían sus muebles? ¿No tendrá usted un Rafael o una primera edición de Shakespeare, sin saberlo?

—No creo; lo más raro que tengo debe de ser un juego de té del Derby de la Corona.

—Me parece que eso no justificaría todo este misterio. Además, ¿por qué no dicen a las claras qué es lo que quieren? Si quisieran su juego de té, podrían hacerle una oferta por él sin tener que comprarle hasta el último accesorio de la casa. No, tal como yo lo veo, usted tiene algo que no sabe que tiene, y si lo supiera, no se desprendería de ello.

—También yo lo veo así —dije yo.

—Si el doctor Watson está de acuerdo, no hay más que hablar.

—Pero, señor Holmes, ¿qué puede ser?

—Vamos a ver si mediante el puro análisis mental podemos acercarnos un poco. Usted lleva en esta casa un año.

—Casi dos.

—Mejor aún. Durante este largo periodo, nadie le ha pedido nada. Y de pronto, en tres o cuatro días, recibe demandas apremiantes. ¿Qué deduce de ello?

—Solo puede significar —dije yo— que lo que buscan, sea lo que sea, ha llegado hace poco a la casa.

—De acuerdo también —dijo Holmes—. Veamos, señora Maberley: ¿ha llegado algún objeto a la casa en estos últimos tiempos?

—No; no he comprado nada nuevo este año.

—¿De verdad? Pues sí que es raro. Bien, creo que lo mejor será dejar que las cosas sigan su curso un poco más, a ver si obtenemos datos más precisos. Ese abogado suyo ¿es competente?

—¿El señor Sutro? Muy competente.

—¿Tiene usted otra sirvienta, o no tenía más que a la buena de Susan, que acaba de despedirse?

—Tengo una doncella.

—Procure que Sutro pase una o dos noches en la casa. Es posible que necesite usted protección.

—¿Contra quién?

—¿Quién sabe? Se trata de un asunto verdaderamente oscuro. Si no puedo averiguar qué es lo que buscan, tendré que abordar el asunto por el otro extremo y procurar llegar al agente principal. ¿Dejó alguna dirección el agente inmobiliario?

—Solo una tarjeta con su profesión: Haines—Johnson, tasador y subastador.

—No creo que lo encontremos en la guía. Los profesionales honrados no ocultan su dirección. En fin, póngame al corriente de cualquier novedad. Me hago cargo de su caso, y puede estar segura de que acabaré por resolverlo.

Mientras cruzábamos el vestíbulo, la mirada de Holmes, a la que nada escapaba, se posó en varios baúles y cajones amontonados en un rincón, con etiquetas muy visibles.

—«Milán», «Lucerna»... Esto ha venido de Italia.

—Son las cosas del pobre Douglas.

—¿No las ha desembalado? ¿Cuánto tiempo hace que están aquí?

—Llegaron la semana pasada.

—Pero si usted dijo... ¡pues claro, este tiene que ser el eslabón que faltaba! ¿Cómo sabemos que aquí no hay nada de valor?

—No puede haberlo, señor Holmes. El pobre Douglas solo contaba con su sueldo y una pequeña renta anual. ¿Cómo iba a poseer nada de valor?

Holmes parecía sumido en reflexiones.

—No pierda tiempo, señora Maberley —dijo por fin—. Haga que suban estos bultos a su habitación y examínelos lo antes posible, para ver qué contienen. Vendré mañana a escuchar su informe.

Era evidente que la mansión de Los Tres Frontones se encontraba sometida a estrecha vigilancia, porque, en cuanto dimos la vuelta al alto seto que había al final del sendero, vimos al luchador negro aguardando a la sombra. Nos tropezamos con él de improviso, y en aquel lugar solitario su figura resultaba verdaderamente siniestra y amenazadora. Holmes se llevó la mano al bolsillo.

—¿Busca su pistola, señor Holmes?

—No, Steve; mi frasco de esencia.

—Muy gracioso, señor Holmes, muy gracioso.

—No te hará tanta gracia cuando te eche el guante, Steve. Ya te lo advertí claramente esta mañana.

—Verá, señor Holmes, he estao pensando en lo que usté dijo, y no quiero que se hable más de aquel asunto del señor Perkins. Si en algo puedo ayudarle, aquí me tiene.

—Muy bien, pues dime quién está detrás de este asunto.

—¡Válgame Dios, señor Holmes! Le dije la verdad: no lo sé. Mi jefe Barney me da las órdenes y eso es todo lo que hay.

—Muy bien. Pero ten presente, Steve, que la señora de esta casa, y todo lo que hay bajo ese tejado, se encuentra bajo mi protección. No lo olvides.

—Vale, señor Holmes. Me acordaré.

—Está asustado y teme por su pellejo, Watson—comentó Holmes mientras seguíamos nuestro camino—. Creo que traicionaría a su cliente si supiera quién es. Es una suerte que yo conociera a la banda de Spencer John y supiera que Steve era uno de ellos. Bueno, Watson, este es un caso para Langdale Pike, y ahora mismo voy a verlo. Es posible que cuando regrese veamos las cosas más claras.

No volví a ver a Holmes en todo el día, pero puedo imaginar perfectamente lo que hizo, porque Langdale Pike era su enciclopedia humana para todo lo relacionado con escándalos sociales. Este extraño y lánguido personaje se pasaba las horas de vigilia sentado en un palco de un club de St. James Street, y era la estación receptora y transmisora de todos los chismorreos de la gran ciudad. Se decía que ganaba una suma de cuatro cifras con los comentarios que publicaba cada semana en los periódicos sensacionalistas dirigidos al público curioso. Si en algún rincón de las turbias profundidades de la vida londinense se producía algún extraño remolino o un movimiento insólito, este indicador humano lo registraba con precisión automática en la superficie. Holmes proporcionaba discretamente algunos datos a Langdale, y este a su vez le ayudaba de vez en cuando.

Cuando me reuní con mi amigo a primera hora de la mañana siguiente, supe por su expresión que las cosas iban bien, pero aun así nos aguardaba una desagradable sorpresa, que adoptó la forma del siguiente telegrama:

Por favor, venga inmediatamente. Robo nocturno en casa cliente. Policía avisada.

Sutro

Holmes soltó un silbido.

—El drama ha entrado en crisis, y mucho antes de lo que yo esperaba. Aquí hay una motivación muy fuerte, Watson, y no me sorprende, después de haberme enterado de ciertas cosas. Este Sutro es el abogado de la dama. Me temo que cometí un error al no encargarle a usted la vigilancia, porque este tipo ha demostrado ser un inútil. En fin, no hay nada que podamos hacer, aparte de emprender otro viaje a Harrow Weald.

Encontramos Los Tres Frontones en un estado muy diferente al de la ordenada mansión del día anterior. Un pequeño grupo de desocupados se había congregado en la puerta del jardín, y un par de policías de uniforme inspeccionaban las ventanas y los macizos de geranios. En el interior nos recibieron un anciano y canoso caballero, que se presentó como el abogado Sutro, y un activo y rubicundo inspector que saludó a Holmes como si fuera un viejo amigo.

—Bueno, señor Holmes, me temo que aquí no hay nada para usted. No es más que un robo común y corriente, perfectamente adecuado a la capacidad de la vulgar policía. No se necesitan especialistas.

—Estoy seguro de que el caso se encuentra en buenas manos —dijo Holmes—. ¿Un robo corriente, dice usted?

—Exacto. Sabemos perfectamente quiénes son nuestros hombres y dónde encontrarlos. Han sido la banda de Barney Stockdale y ese negro grandote. Los han visto por los alrededores.

—¡Excelente! ¿Qué se han llevado?

—Pues no parece que se hayan llevado gran cosa. Le dieron cloroformo a la señora Maberley y luego... ¡Ah, pero aquí viene la señora!

Nuestra amiga del día anterior había entrado en la sala, muy pálida y con aspecto enfermizo, apoyándose en una joven doncella.

—Me dio usted un buen consejo, señor Holmes —dijo con una sonrisa triste—. ¡Lástima que yo no lo siguiera! No quise molestar al señor Sutro y me quedé sin protección.

—Yo no me enteré hasta esta mañana —explicó el abogado.

—El señor Holmes me aconsejó que hiciera venir a algún amigo. Pero no le hice caso, y he pagado por ello.

—Parece usted muy enferma —dijo Holmes—. Puede que no se encuentre en condiciones de contarme lo ocurrido.

—Está todo aquí —dijo el inspector, dando golpecitos a un abultado cuaderno de notas.

—Aun así, si la señora no se encuentra demasiado agotada...

—La verdad es que hay muy poco que contar. No me cabe duda de que esa malvada Susan había preparado una entrada para ellos. Seguro que conocían la casa al dedillo. En un primer instante me di cuenta de que me habían colocado en la boca un trapo con cloroformo, pero luego no sé cuánto tiempo permanecí inconsciente. Cuando recuperé el conocimiento, había un hombre junto a la cama y otro que se incorporaba con un paquete en la mano entre el equipaje de mi hijo, que estaba medio deshecho y desperdigado por el suelo. Antes de que pudiera alejarse, me levanté de un salto y lo agarré.

—Se arriesgó usted mucho —dijo el inspector.

—Me agarré a él, pero él se soltó, y el otro debió de golpearme, porque ya no me acuerdo de más. Mary, la doncella, oyó el ruido y se puso a gritar por la ventana. Eso atrajo a la policía, pero los granujas ya habían huido.

—¿Qué se llevaron?

—Pues no creo que falte nada de valor. Estoy segura de que en los baúles de mi hijo no había nada.

—¿No dejaron esos hombres ninguna pista?

—Había una hoja de papel, que seguramente le arranqué al hombre que agarré. Estaba arrugada y tirada en el suelo, y la letra es de mi hijo.

—Por lo cual, no sirve de mucho —dijo el inspector—. Si hubiera sido la letra del ladrón...

—Exacto —dijo Holmes—. ¡Eso es sentido común! Aun así, me gustaría verla.

El inspector sacó de su cuaderno un folio doblado.

—Nunca paso nada por alto, por insignificante que sea —dijo con cierta pomposidad—. Y le aconsejo que haga lo mismo, señor Holmes. Veinticinco años de experiencia me han enseñado esa lección. Siempre existe la posibilidad de encontrar huellas dactilares o algo así.

Holmes examinó la hoja de papel.

—¿Qué opina usted de esto, inspector?

—Por lo que he podido ver, parece el final de una novela algo rara.

—Y en verdad podría tratarse del final de una extraña historia —dijo Holmes—. Supongo que se habrá fijado en el número que hay en lo alto de la página: doscientos cuarenta y cinco. ¿Dónde están las doscientas cuarenta y cuatro páginas que faltan?

—Supongo que se las llevarían los ladrones. Para lo que les van a servir...

—Parece un poco extraño que asalten una casa para robar unos papeles como estos. ¿No le sugiere eso nada, inspector?

—Sí, señor. Me sugiere que, con las prisas, los granujas agarraron lo primero que encontraron a mano. Espero que les aproveche.

—¿Y por qué iban a querer registrar las cosas de mi hijo? —preguntó la señora Maberley.

—No encontrarían nada valioso abajo y probaron suerte arriba. Así lo veo yo. ¿A usted qué le parece, señor Holmes?

—Tengo que meditarlo, inspector. Venga a la ventana, Watson.

Cuando me puse junto a él, Holmes leyó lo escrito en el papel. Comenzaba a mitad de una frase y decía lo siguiente:

 [...] cara sangraba considerablemente a causa de los cortes y los golpes, pero aquello no era nada en comparación con lo que sangró su corazón al ver aquel rostro adorable, aquel rostro por el que había estado dispuesto a sacrificar su propia vida, contemplando su angustia y su humillación. Ella sonreía... sí, por todos los santos, sonreía como el demonio sin corazón que era, cuando él levantó la mirada hacia ella. Y en aquel momento murió el amor y nació el odio. Un hombre necesita una razón para vivir. Si no he de vivir para abrazarte, señora, viviré para hundirte y obtener cumplida venganza.

—Curiosa gramática —dijo Holmes, sonriendo, mientras devolvía el papel al inspector—. ¿Se ha fijado en cómo «él» se convierte de repente en «yo»? El escritor estaba tan inmerso en su propio relato que, en el momento culminante, se imaginó que él mismo era el protagonista.

—Me pareció bastante ramplón —dijo el inspector, volviendo a guardar el papel en su cuaderno—. ¿Cómo? ¿Se marcha usted, señor Holmes?

—No creo que tenga nada que hacer aquí, estando el asunto en tan buenas manos. Por cierto, señora Maberley, ¿dijo usted que le apetecía viajar?

—Siempre ha sido mi mayor ilusión, señor Holmes.

—¿Dónde le gustaría ir? ¿El Cairo, Madeira, la Riviera?

—¡Ah! Si tuviera dinero, daría toda la vuelta al mundo.

—Perfecto. La vuelta al mundo. Bien, buenos días. Puede que le haga llegar unas líneas esta noche.

Al pasar junto a la ventana pude ver fugazmente al inspector sonriendo y meneando la cabeza. En su sonrisa se podía leer: «Estos tipos tan listos están siempre un poco chiflados».

—Y ahora, Watson, entramos en la recta final de nuestro viaje —dijo Holmes cuando volvimos a encontrarnos en medio del estruendo del centro de Londres—. Creo que lo mejor será aclarar el asunto de una vez, y conviene que venga usted conmigo, porque siempre es más seguro tener un testigo cuando uno tiene que tratar con una dama como Isadora Klein.

Habíamos tomado un coche de alquiler y nos dirigíamos a toda velocidad hacia Grosvenor Square. Holmes iba absorto en sus reflexiones, pero de pronto salió de su ensimismamiento.

—Por cierto, Watson: supongo que lo ve todo claro, ¿no?

—Pues no, no se puede decir que lo vea. Solo deduzco que vamos a visitar a la dama que está detrás de todo este enredo.

—Exacto. Pero ¿es que no le dice nada el nombre de Isadora Klein? Se trata, naturalmente, de la célebre belleza. Jamás existió una mujer como ella. Es de pura sangre española, de la auténtica estirpe de los feroces conquistadores, y su familia ha dominado Pernambuco durante generaciones. Se casó con un viejo alemán, Klein, el rey del azúcar, y no tardó en convertirse en la viuda más rica del mundo, además de la más atractiva. Vivió entonces una época de aventuras, dedicada a satisfacer todos sus caprichos. Tuvo varios amantes, y uno de ellos fue Douglas Maberley, uno de los hombres más brillantes de Londres.

«Pero para él, aquello era mucho más que una aventura. Maberley no era uno de esos mariposones de la alta sociedad, sino un hombre fuerte y orgulloso, que lo daba todo y lo esperaba todo. Ella, en cambio, es la belle dame sans mera de la que hablan las novelas. Una vez satisfecho su capricho, da por terminado el asunto, y si la otra parte no sabe aceptarlo, ella sabe cómo hacérselo entender.

—Entonces, se trataba de su propia historia...

—Veo que ya empieza a atar cabos. Me he enterado de que la dama está a punto de casarse con el joven duque de Lomond, que casi podría ser su hijo. La madre de Su Señoría podría pasar por alto lo de la edad, pero un grave escándalo ya sería algo muy diferente, así que no queda más remedio que... ¡Ah! Ya llegamos.

La casa, que hacía esquina, era una de las más elegantes del West End. Un lacayo de aspecto maquinal recogió nuestras tarjetas y regresó para comunicarnos que la señora no estaba en casa.

—En tal caso, aguardaremos hasta que vuelva —dijo Holmes con buen humor.

La máquina se descompuso.

—Lo de que no está en casa significa que no está en casa para ustedes —dijo el lacayo.

—Estupendo —respondió Holmes—. Eso quiere decir que no tendremos que esperar. Haga el favor de pasarle esta nota a su señora.

Garabateó unas pocas palabras en una hoja de su cuaderno de notas, la dobló y se la entregó al sirviente.

—¿Qué le ha dicho, Holmes? —pregunté.

—Me he limitado a escribir: «Entonces, ¿prefiere que venga la policía?». Creo que con eso lograremos que nos reciba.

Así fue, y con sorprendente celeridad. Un minuto después, nos encontrábamos en una sala digna de Las mil y una noches, enorme y fastuosa, en una media penumbra rota aquí y allá por luces eléctricas de color rosa. Me dio la impresión de que la dama había llegado a esa etapa de la vida en la que hasta las beldades más orgullosas consideran más favorecedor estar a media luz. Se levantó de un sofá al entrar nosotros: alta, majestuosa, con una figura perfecta y un rostro encantador que parecía una máscara, y con dos maravillosos ojos españoles que nos dirigieron una mirada asesina.

—¿Qué significan esta intromisión y este mensaje insultante? —preguntó, esgrimiendo la hoja de papel.

—No es necesario explicarlo, madame. Siento demasiado respeto por su inteligencia para hacer tal cosa..., aunque confieso que dicha inteligencia ha cometido fallos sorprendentes en estos últimos tiempos.

—¿Qué quiere decir?

—Mira que pensar que un matón de alquiler podría asustarme y apartarme de mi trabajo... Debe comprender que ningún hombre elegiría mi profesión si no le atrajera el peligro. Así que fue usted misma la que me empujó a investigar el caso del joven Maberley.

—No tengo ni idea de lo que está usted hablando. ¿Qué tengo yo que ver con matones de alquiler?

Holmes dio media vuelta con expresión aburrida.

—Sí, he sobreestimado su inteligencia. En fin, buenas tardes.

—¡Espere! ¿Adonde va?

—A Scotland Yard.

No habíamos recorrido ni la mitad de la distancia hasta la puerta cuando ella nos alcanzó y agarró a Holmes por el brazo. En un momento, el acero se había transformado en terciopelo.

—Vengan y siéntense, caballeros. Hablemos del asunto. Tengo la sensación de que puedo ser sincera con usted, señor Holmes. Sus sentimientos son los de un caballero. El instinto de una mujer nota esas cosas a la primera. Voy a tratarle como a un amigo.

—No puedo prometerle reciprocidad, madame. Yo no soy la Ley, pero, en la medida de mis humildes facultades, represento a la justicia. Estoy dispuesto a escuchar, y luego le diré lo que me propongo hacer.

—Reconozco que fue una estupidez por mi parte intentar asustar a un valiente como usted.

—Lo verdaderamente estúpido, madame, fue ponerse en manos de una banda de granujas que pueden hacerle chantaje o traicionarla.

—¡Ah, no! No soy tan tonta. Puesto que he prometido ser sincera, le diré que nadie, con excepción de Barney Stockdale y su esposa Susan, tiene la menor idea de quién les paga. Y en cuanto a ellos, bueno, no es la primera vez que... —sonrió y asintió con la cabeza, en un encantador gesto de íntima coquetería.

—Ya veo. Los ha probado antes.

—Son buenos sabuesos, y corren en silencio.

—Tarde o temprano, los sabuesos como esos tienden a morder la mano que los alimenta. Serán detenidos por este robo. La policía ya les sigue la pista.

—Aguantarán lo que les caiga. Para eso se les paga. Mi nombre no saldrá a relucir.

—A menos que yo lo saque a colación.

—No, no lo hará. Usted es un caballero. Y este es un secreto de mujer. —En primer lugar, tiene usted que devolver ese manuscrito. La mujer se echó a reír a carcajadas y se acercó a la chimenea. En ella había una masa calcinada que revolvió con el atizador.

—¿Quiere que devuelva esto? —preguntó.

Erguida ante nosotros con una sonrisa desafiante, tenía un aspecto tan canallescamente exquisito que me pareció que, de todos los criminales que había combatido Holmes, iba a ser este al que más le costaría hacer frente. Sin embargo, mi amigo era inmune a los sentimientos.

—Eso decide su suerte —dijo fríamente—. Se da usted mucha prisa en actuar, madame, pero en esta ocasión se ha excedido.

Ella tiró al suelo el atizador, que cayó con gran estrépito.

—¡Qué difícil es usted! —exclamó—. ¿Quiere que le cuente toda la historia?

—Creo que podría contársela yo a usted.

—Pero tiene usted que verlo con mis ojos, señor Holmes. Tiene que entenderlo desde el punto de vista de una mujer que ve cómo todas las ambiciones de su vida están a punto de venirse abajo en el último momento. ¿Se puede culpar a esta mujer porque trate de defenderse?

—La primera culpable fue usted.

—¡Sí, sí! Lo reconozco. Douglas era un muchacho encantador, pero el caso es que no encajaba en mis planes. Quería que nos casáramos..., que nos casáramos, señor Holmes. ¡Casarme yo con un don nadie sin un céntimo! No se conformaba con otra cosa. Y se ponía cada vez más terco. Parecía pensar que, como yo había cedido un poco, tenía que seguir cediendo, y solo ante él. Era intolerable. Y al final, tuve que hacérselo comprender.

—Contratando a unos matones para que le dieran una paliza debajo mismo de su ventana.

—Por lo visto, lo sabe usted todo. Pues sí, es verdad. Barney y los muchachos lo ahuyentaron, aunque tengo que admitir que de un modo un tanto brusco. Pero ¿qué dirá que hizo él a continuación? ¿Cómo iba yo a imaginar que un caballero sería capaz de algo semejante? Escribió un libro en el que contaba su historia. Yo, por supuesto, era el lobo; y él, el cordero. Allí estaba todo, aunque con diferentes nombres, desde luego; pero nadie en todo Londres habría dejado de identificarnos. ¿Qué me dice de eso, señor Holmes?

—Bueno, estaba en su derecho.

—Era como si se le hubiera metido en la sangre el aire de Italia, y con él el antiguo espíritu vengativo italiano. Me escribió y me envió una copia del libro, para que empezara a sufrir por anticipado. Dijo que había hecho dos copias: una para mí y otra para el editor.

—¿Cómo sabía usted que la otra copia no había llegado a manos del editor?

—Sabía quién era su editor. No era su primera novela, ¿sabe? Descubrí que no había recibido noticias de Italia. Entonces, Douglas murió de repente. Mientras existiera aquel otro manuscrito, yo no podía sentirme segura. Como es natural, tenía que encontrarse entre sus efectos personales, y estos le serían devueltos a su madre. Puse en acción a la banda. Uno de sus miembros entró a trabajar en la casa como sirvienta. Yo quería actuar honradamente, se lo digo de verdad. Estaba dispuesta a comprar la casa con todo lo que contenía. Acepté el precio que ella quiso pedir. Solo recurrí a otros métodos cuando todo lo demás hubo fallado. Y ahora, señor Holmes, aceptando que fui demasiado dura con Douglas (y Dios sabe que lo lamento), ¿qué otra cosa podía yo hacer, estando en juego todo mi futuro?

Sherlock Holmes se encogió de hombros.

—Bien, bien —dijo—. Supongo que, como de costumbre, tendré que encubrir un delito. ¿Cuánto puede costar dar la vuelta al mundo en primera clase?

La dama se le quedó mirando asombrada.

—¿Cree que se podría hacer con unas cinco mil libras? —insistió Holmes.

—Pues yo diría que sí, ya lo creo.

—Muy bien. Creo que me va usted a firmar un cheque por esa cantidad, y yo me encargaré de que llegue a manos de la señora Maberley. Le debe usted un cambio de aires. Mientras tanto, señora mía —añadió, amenazándola con el índice—, tenga cuidado. ¡Tenga cuidado! No puede pasarse la vida jugando con instrumentos cortantes sin cortarse esas preciosas manos.

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