La melena de león
No deja de ser curioso que un problema que, sin duda alguna, resultó tan extraño y complicado como el que más de los que tuve que afrontar en mi larga carrera profesional tuviera que llegarme después de mi retiro; y que me lo trajeran, como quien dice, a la puerta misma de mi casa. Ocurrió después de haberme retirado a mi casita de Sussex, para dedicarme por completo a la sosegante vida en contacto con la naturaleza, por la que tanto había suspirado durante los largos años pasados entre las sombras de Londres. En este periodo de mi vida, el bueno de Watson ya casi no se dejaba ver. Como máximo, venía a visitarme algún que otro fin de semana. Así pues, tendré que ser yo mismo mi propio cronista. ¡Ah, si él hubiera estado conmigo, el partido que habría sacado de aquel suceso tan extraordinario y de mi triunfo final contra todas las dificultades! Sin embargo, tal como están las cosas, tendré que contar la historia a mi simple manera, explicando con mis propias palabras cada paso que di por el difícil camino que se extendía ante mí cuando investigué el misterio de la melena de león.
Mi residencia está situada en la vertiente sur de los Downs y disfruta de una excelente vista del Canal. En este punto, la línea costera está formada exclusivamente por acantilados calizos, que solo pueden bajarse por un largo y tortuoso sendero, muy empinado y resbaladizo. Al final del sendero hay una extensión de unos cien pies de cantos y grava, que no se cubre ni con la marea alta. No obstante, hay en ella algunos entrantes y depresiones que sirven como espléndidas piscinas naturales, renovadas con cada marea. Esta magnífica playa se extiende varias millas en ambas direcciones, excepto en un único punto, donde la pequeña ensenada y la aldea de Fulworth interrumpen la línea.
Mi casa está aislada. Mi anciana ama de llaves, mis abejas y yo tenemos toda la propiedad para nosotros solos. Sin embargo, a media milla se halla el Gables, el centro docente de Harold Stackhurst: un edificio bastante grande, donde se aloja una veintena de jóvenes que se preparan para diversas profesiones, junto con su grupo de profesores. El propio Stackhurst fue en sus tiempos famoso remero de los «azules» y un magnífico estudiante en todos los aspectos. Entablamos una buena amistad desde el día en que llegué a la costa, y era la única persona que tenía conmigo la suficiente confianza como para presentarnos el uno en casa del otro cualquier tarde sin invitación previa.
Hacia finales de julio de 1907 hubo una fuerte galerna y el viento que soplaba canal arriba empujó las aguas contra la base de los acantilados, dejando en la playa una laguna al retirarse la marea. La mañana a la que me refiero, el viento se había calmado y todo el paisaje parecía fresco y recién lavado. Era imposible trabajar en un día tan espléndido, y antes aún de desayunar salí a dar un paseo para disfrutar de aquel aire exquisito. Tomé el sendero del acantilado, que conducía al empinado descenso a la playa. Mientras caminaba, oí un grito detrás de mí, y vi a Harold Stackhurst que me saludaba alegremente con la mano.
—¡Qué mañana, señor Holmes! Sabía que le vería por aquí.
—Veo que va a darse un baño.
—¡Otra vez con sus trucos! —rió, palmeando su abultado bolsillo—. Pues sí. McPherson salió antes, y voy a encontrarme con él allí.
Fitzroy McPherson era el profesor de Ciencias, un joven agradable y brillante cuya vida se había visto lastrada por unos trastornos cardiacos derivados de unas fiebres reumáticas. A pesar de todo, era un atleta nato, y sobresalía en todo deporte que no exigiera un esfuerzo demasiado grande. Iba a nadar tanto en verano como en invierno y, como a mí también me gusta nadar, le acompañaba a menudo.
En aquel preciso momento, le vimos. Su cabeza asomó sobre el borde del acantilado, al final del sendero. A continuación, apareció toda su figura en lo alto, tambaleándose como un borracho. Un instante después, levantó las manos y, dando un grito terrible, cayó de bruces. Stackhurst y yo corrimos hacia él —estaríamos a unos cincuenta metros— y le dimos la vuelta, dejándolo tumbado de espaldas. Era evidente que estaba agonizando. Aquellos ojos hundidos y vidriosos y aquellas mejillas terriblemente lívidas no podían significar otra cosa. Por un instante, brilló en su rostro una chispa de vida y logró murmurar unas cuantas palabras que tenían un tono de ansiosa advertencia. Sonaron confusas e ininteligibles, pero las últimas, pronunciadas en espasmos chirriantes, me sonaron como «la melena de león». Ya sé que era una frase totalmente irrelevante e incomprensible, pero me fue imposible encontrar otro significado a aquellos sonidos. Luego se incorporó a medias, extendió los brazos en el aire y cayó hacia delante, sobre un costado. Había muerto.
Mi acompañante quedó paralizado por aquel repentino horror, pero yo, como podrán suponer, puse en estado de alerta todos mis sentidos. Y buena falta me hizo, porque muy pronto se hizo evidente que nos encontrábamos ante un caso extraordinario. El hombre llevaba como única vestimenta su gabardina Burberry, sus pantalones y un par de zapatillas de lona con los cordones desatados. Al desplomarse, había resbalado la gabardina, que llevaba simplemente echada sobre los hombros, dejando al descubierto el tronco. Nos quedamos mirándolo asombrados. La espalda estaba cubierta de marcas de color rojo oscuro, como si le hubieran flagelado salvajemente con un látigo de alambre fino. Evidentemente, el instrumento con el que se había infligido el castigo era flexible, porque los largos y espantosos verdugones seguían las curvas de los hombros y las costillas. Le corría sangre por la barbilla, porque en el paroxismo de su agonía se había mordido el labio inferior. El rostro tenso y contorsionado demostraba lo terrible que había sido dicha agonía.
Yo estaba arrodillado y Stackhurst de pie junto al cadáver cuando una sombra cayó sobre nosotros y descubrimos a Ian Murdoch a nuestro lado. Murdoch era el profesor de Matemáticas de la institución, un hombre alto, delgado y moreno, tan taciturno y distante que no se podía decir que tuviera ningún amigo. Parecía vivir en alguna zona superior y abstracta, de números irracionales y secciones cónicas, sin apenas conexión con la vida ordinaria. Los estudiantes le tenían considerado como un bicho raro, y le habrían hecho blanco de sus burlas, pero el tipo tenía alguna extraña mezcla de sangre exótica, que se manifestaba no solo en sus ojos negros como el carbón y en su tez cetrina, sino también en ocasionales estallidos de mal genio, que solo podrían describirse como feroces. En una ocasión en que un perrito perteneciente a McPherson le estaba fastidiando, había agarrado al animal y lo había arrojado a través del cristal de la ventana, un acto por el que, sin duda, Stackhurst le habría despedido, de no haberse tratado de un profesor muy competente. Aquel hombre extraño y complicado era el que había aparecido junto a nosotros. Parecía sinceramente horrorizado por lo que tenía ante los ojos, aunque el incidente del perro pareciera indicar que no existían grandes simpatías entre él y el difunto.
—¡Pobre hombre! ¡Pobre hombre! ¿Se puede hacer algo? ¿Puedo ayudar en algo?
—¿Estaba usted con él? ¿Puede decirnos lo que ha ocurrido?
—No, no; esta mañana he salido tarde. No he estado en la playa. Vengo directamente del Gables. ¿Qué puedo hacer?
—Puede ir corriendo al puesto de policía de Fulworth, e informar de lo ocurrido.
Sin decir palabra, salió corriendo a toda velocidad, y yo procedí a hacerme cargo del caso, mientras Stackhurst, aturdido por la tragedia, se quedaba junto al cadáver. Como es natural, lo primero que hice fue averiguar quién había en la playa. Desde lo alto del sendero se podía ver toda su extensión, y estaba absolutamente desierta, con excepción de dos o tres figuras borrosas que se veían muy a lo lejos, andando en dirección a la aldea de Fulworth. Una vez satisfecho en este aspecto, descendí poco a poco por el sendero. Había arcilla o marga húmeda mezclada con la caliza, y aquí y allá se veían pisadas, todas iguales, subiendo y bajando por la cuesta. Nadie más había bajado a la playa por el sendero aquella mañana. En un lugar encontré la huella de una mano abierta, con los dedos hacia lo alto de la cuesta. Esto solo podía significar que el pobre McPherson había sufrido una caída mientras subía. También había depresiones redondeadas que indicaban que había caído de rodillas más de una vez. Al extremo inferior del sendero había una charca de tamaño considerable, dejada por la marea al retirarse. McPherson se había desnudado a la orilla de esta charca, pues allí encontré su toalla encima de una piedra. Estaba doblada y seca, lo que parecía indicar que no había llegado a meterse en el agua. Inspeccionando entre los duros guijarros, encontré en uno o dos sitios pequeños sectores de arena en los que se veía la huella de la suela de sus zapatillas de lona, y también la de su pie descalzo. Esto último demostraba que se había preparado para bañarse, aunque la toalla indicaba que no había llegado a hacerlo.
Y allí tenía claramente definido el problema, tan extraño como el que más de los que he tenido que afrontar: aquel hombre no había permanecido en la playa más que un cuarto de hora, como máximo; Stackhurst había salido del Gables detrás de él, y de aquello no cabía ninguna duda. Había ido a bañarse y se había desnudado, tal como indicaban las pisadas de sus pies descalzos. De pronto, se había vuelto a vestir a toda prisa (sus ropas estaban todas desarregladas y desabrochadas) y había emprendido el regreso sin bañarse, o al menos sin secarse. Y la razón de este cambio de planes era que había sido azotado de manera salvaje e inhumana, torturado hasta hacerle morderse el labio en plena agonía, quedándole solo las fuerzas justas para alejarse arrastrándose y morir. ¿Quién había cometido aquella atrocidad? Es cierto que en la base de los acantilados había pequeñas grutas y cavernas, pero el sol daba de lleno sobre ellas y no ofrecían ningún lugar para ocultarse. Por otra parte, teníamos aquellas figuras lejanas que había visto en la playa. Parecían estar demasiado lejos como para tener alguna relación con el crimen y, además, entre ellos y McPherson se encontraba la ancha laguna en la que este último había pretendido bañarse, que llegaba hasta las rocas. En el mar había dos o tres barcos de pesca, a no demasiada distancia. En su debido momento, podríamos interrogar a sus tripulantes. La investigación podía seguir varios caminos, pero ninguno de ellos parecía conducir a ninguna parte.
Cuando por fin regresé a donde estaba el cadáver, vi que en torno al mismo se había reunido un pequeño grupo de viandantes. Stackhurst, como es natural, seguía allí; Ian Murdoch acababa de llegar con Anderson, el policía del pueblo: un hombre grandote, de bigotes rojizos, perteneciente a la lenta y sólida raza de Sussex, una raza que esconde una gran cantidad de sentido común bajo una fachada ruda y callada. Escuchó todo, tomó nota de todo lo que dijimos y, por último, me llevó aparte.
—Agradecería mucho sus consejos, señor Holmes. Este asunto me viene un poco grande y, si meto la pata, en la central la tomarán conmigo.
Le aconsejé que hiciera llamar a su superior inmediato y a un médico; y también que, hasta que llegasen, no permitiera que nadie tocara nada y que procurase que se formara la menor cantidad posible de pisadas nuevas. Mientras tanto, yo registré los bolsillos del difunto, encontrando un pañuelo, una navaja grande y un pequeño tarjetero plegable. De él sobresalía un papel, que desdoblé y entregué al policía. Era una nota, escrita con letra femenina y desigual, que decía:
Allí estaré, puedes estar seguro.—Maudie.
Parecía un asunto de amor, una cita, aunque el dónde y el cuándo eran un misterio. El policía la volvió a meter en el tarjetero y devolvió este y los demás objetos a los bolsillos de la gabardina. A continuación, como no parecía haber nada más que hacer, me volví a mi casa para desayunar, dejando encargado que se registrase a conciencia la base del acantilado.
Stackhurst hizo acto de presencia una o dos horas después, para contarme que habían trasladado el cadáver al Gables, donde se llevaría a cabo la investigación judicial. Traía también algunas novedades graves y concretas. Tal como yo suponía, no se había encontrado nada en las pequeñas cuevas de la base del acantilado, pero Stackhurst había examinado los papeles del despacho de McPherson, y varios de ellos demostraban la existencia de una correspondencia íntima entre él y una tal Maud Bellamy, de Fulworth. Así pues, habíamos averiguado la identidad de la autora de la nota.
—La policía se ha quedado con las cartas —explicó—. No he podido traerlas. Pero no cabe duda de que se trataba de un asunto amoroso de los serios. Sin embargo, no veo razón alguna para relacionarlo con este horrible suceso, puesto que solo indica que esta señorita se había citado con él.
—Pero supongo que no se citarían en una charca en la que todos ustedes tenían costumbre de ir a nadar —comenté.
—Por pura casualidad —dijo él— no estaban con McPherson varios de sus alumnos.
—¿Seguro que fue pura casualidad?
Stackhurst frunció el entrecejo en un gesto pensativo.
—Ian Murdoch los entretuvo —dijo—; se empeñó en hacerles no sé qué demostración algebraica antes del desayuno. Pobre hombre, está hecho polvo por todo esto.
—Sin embargo, creo que no eran muy amigos.
—En otro tiempo no lo eran. Pero desde hace un año o más, Murdoch se ha llevado tan bien con McPherson como le es posible llevarse con una persona. No tiene precisamente un carácter muy simpático.
—Eso tengo entendido. Creo recordar que me contó usted algo acerca de una disputa por haber maltratado a un perro.
—Aquello ya quedó olvidado.
—Pero tal vez quedaran rencores.
—No, no; estoy seguro de que eran amigos de verdad.
—Pues en tal caso, habrá que investigar el asunto de la chica. ¿La conoce usted?
—Todo el mundo la conoce. Es la belleza del pueblo, una auténtica belleza, Holmes, que llamaría la atención en cualquier parte. Yo ya sabía que a McPherson le gustaba, pero no tenía ni idea de que las cosas hubieran llegado tan lejos como parecen indicar esas cartas.
—Pero ¿quién es ella?
—Es la hija del viejo Tom Bellamy, el dueño de todas las embarcaciones y las casetas de baño de Fulworth. Empezó siendo pescador, pero ahora es hombre de cierta fortuna. El negocio lo llevan él y su hijo William.
—¿Qué le parece si nos acercamos a Fulworth a verlos?
—¿Con qué pretexto?
—Oh, ya se nos ocurrirá algún pretexto. Al fin y al cabo, ese pobre hombre fue torturado de manera espantosa, y eso no pudo hacérselo él mismo. Alguna mano humana empuñaba el mango del látigo, si es que efectivamente fue un látigo lo que infligió las heridas. Sin duda, su círculo de conocidos en este lugar tan aislado tenía que ser reducido. Vamos a seguirlo en todas las direcciones, y difícil será que no logremos descubrir el móvil, que a su vez nos conducirá hasta el asesino.
Habría sido un agradable paseo por los campos perfumados de tomillo, de no haber estado nuestras mentes envenenadas por la tragedia que habíamos presenciado. La aldea de Fulworth se extiende en una curva que sigue el contorno de la bahía. Detrás del antiguo caserío, en terreno más elevado, se han construido varias casas modernas. A una de ellas me condujo Stackhurst.
—Bellamy llama a su casa El Refugio. Es la que tiene la torre en una esquina y el tejado de pizarra. No está mal para un hombre que empezó sin nada más que... ¡Por Júpiter, fíjese en eso!
La puerta del jardín de El Refugio se había abierto y por ella había salido un hombre. Era imposible confundir aquella figura alta, angulosa y desgarbada: se trataba de Ian Murdoch, el matemático. Un momento después nos lo encontrábamos en la calle.
—Hola —dijo Stackhurst.
El otro hizo una inclinación de cabeza, nos miró de reojo con sus curiosos ojos oscuros, y habría pasado de largo de no haberle retenido su superior.
—¿Qué estaba haciendo usted aquí? —le preguntó.
El rostro de Murdoch enrojeció de indignación.
—Señor, solo soy su subordinado cuando estoy bajo su techo. No sabía que tuviera que darle cuenta de mis asuntos privados.
Después de todo lo que había pasado, los nervios de Stackhurst estaban a flor de piel. De no ser así, tal vez se habría contenido. Pero en aquel momento perdió por completo el control.
—Dadas las circunstancias, su respuesta es una pura impertinencia, señor Murdoch.
—Es posible que también su pregunta caiga en la misma categoría.
—No es esta la primera vez que tengo que pasar por alto sus modales insubordinados. Pero puede estar seguro de que será la última. Le agradecería que empezara a hacer nuevos planes para su futuro, tan deprisa como le sea posible.
—Ya tenía esa intención. Hoy he perdido a la única persona que hacía que el Gables resultara habitable.
Siguió su camino a grandes zancadas, mientras Stackhurst se le quedaba mirando con ojos enfurecidos.
—¿Verdad que es un hombre imposible e intolerable? —exclamó.
Lo único que a mí me parecía evidente era que el señor Ian Murdoch estaba aprovechando la primera oportunidad para abrirse una vía de escape de la escena del crimen. La sospecha, aún vaga y nebulosa, estaba empezando a cobrar forma en mi mente. Tal vez la visita al señor Bellamy pudiera arrojar algo más de luz sobre el asunto. Stackhurst logró reponerse y nos dirigimos a la casa.
El señor Bellamy resultó ser un hombre de edad madura con una barba de un rojo llameante. Parecía estar de muy mal humor y su rostro no tardó en ponerse tan colorido como su cabello.
—No, señor, no quiero saber detalles. Aquí, mi hijo —señaló a un joven corpulento, de rostro macizo y huraño, que se encontraba en un rincón de la sala de estar—, opina lo mismo que yo, que las atenciones del señor McPherson para con Maud eran insultantes. Sí, señor; jamás se mencionó la palabra «matrimonio», y, sin embargo, hubo cartas y citas, y muchas más cosas que ninguno de nosotros podía aprobar. Ella no tiene madre y nosotros somos sus únicos custodios. Estamos decididos...
Pero la aparición de la dama en persona le quitó las palabras de la boca. No se podía negar que habría llamado la atención en cualquier reunión del mundo. ¿Quién habría imaginado que una flor tan exquisita podría crecer de semejante tronco y en semejante ambiente? Las mujeres casi nunca me han atraído, porque mi cerebro ha dominado siempre sobre mi corazón, pero no me era posible mirar aquel rostro perfecto, delicadamente coloreado con toda la suave frescura de las Dowlands, sin darme cuenta de que ningún hombre joven podía cruzarse en su camino y salir inmune. Así era la muchacha que había abierto la puerta y se dirigía, con los ojos muy abiertos y una intensa mirada, a Harold Stackhurst.
—Ya me he enterado de que Fitzroy ha muerto —dijo—. No tenga ningún temor de contarme los detalles.
—Ese otro caballero suyo nos trajo la noticia —explicó el padre.
—No veo por qué hay que mezclar a mi hermana en el asunto —gruñó el hombre mas joven.
La hermana le dirigió una mirada fulminante.
—Esto es asunto mío, William. Te agradecería que me dejases manejarlo a mi manera. Todo parece indicar que se ha cometido un crimen. Lo menos que puedo hacer por el difunto es intentar ayudar a descubrir al que lo hizo.
Escuchó el breve relato de mi acompañante con una atención tan concentrada que me demostró que, además de su gran belleza, también poseía un carácter muy fuerte. Maud Bellamy permanecerá siempre en mi recuerdo como una mujer verdaderamente perfecta y admirable. Al parecer, ya me conocía de vista, porque al final se dirigió a mí.
—Póngalos en manos de la ley, señor Holmes. Cuente usted con mi simpatía y con mi ayuda, sean quienes sean.
Y me pareció que, al decir aquello, miraba desafiante a su padre y su hermano.
—Gracias —dije yo—. Valoro mucho el instinto femenino en estos asuntos. Ha hablado usted en plural. ¿Cree que intervino más de una persona?
—Conocía lo suficiente al señor McPherson para saber que era un hombre valiente y fuerte. No es posible que una sola persona pudiera infligirle semejante castigo.
—¿Podría hablar unas palabras con usted a solas?
—Te digo, Maud, que no te metas en este asunto —gritó el padre, indignado.
Ella me miró con expresión desamparada.
—¿Qué puedo hacer?
—Todo el mundo va a enterarse muy pronto de los hechos, así que no se causa ningún daño discutiéndolos aquí —dije—. Habría preferido hablar en privado, pero si su padre no lo permite, tendrá que participar en la conversación —hablé entonces de la nota encontrada en el bolsillo del muerto—. Tenga por seguro que saldrá a relucir en la investigación. ¿Querría usted aclarar el tema todo lo que pueda?
—No hay razón para andarse con misterios —respondió ella—. Estábamos comprometidos para casarnos, y si lo manteníamos en secreto era solo porque el tío de Fitzroy, que es muy viejo y dicen que está a punto de morirse, podría haberle desheredado si se casaba en contra de sus deseos. No existía ninguna otra razón.
—Podías habérnoslo dicho —gruñó el señor Bellamy.
—Te lo habría dicho, padre, si hubieras mostrado algo de simpatía.
—No me gusta que mi hija ande con hombres que no son de su clase.
—Fueron tus prejuicios contra él lo que nos impidió contártelo. En cuanto a esa cita... —rebuscó en su vestido y sacó un papel arrugado—, era en respuesta a esto.
El mensaje decía así:
Querida:
El martes, en el sitio de siempre, en la playa, justo después de la puesta del sol. Es la única hora en que puedo salir.—F. M.
—El martes es hoy, y pensaba encontrarme con él esta noche. Le devolví el papel.
—Esto no llegó por correo. ¿Cómo se lo trajeron?
—Preferiría no responder a esa pregunta. Le aseguro que no tiene nada que ver con el asunto que está usted investigando. Sin embargo, estoy dispuesta a responder a todo lo que guarde alguna relación con ello.
Hizo honor a su palabra, pero la verdad es que no nos dijo nada que sirviera de ayuda en nuestra investigación. No tenía razones para pensar que su novio tuviera algún enemigo secreto, aunque reconoció que ella tenía varios admiradores muy entusiastas.
—¿Puedo preguntar si el señor Ian Murdoch era uno de ellos?
La muchacha se sonrojó y pareció confusa.
—Hubo un tiempo en que me pareció que sí. Pero todo cambió cuando se dio cuenta de la relación entre Fitzroy y yo.
Una vez más, me pareció que la sombra que envolvía a aquel extraño individuo iba cobrando una forma más definida. Habría que examinar su historial. Tendría que registrar en secreto sus habitaciones. Stackhurst colaboraría de buena gana, porque también en su mente iban surgiendo sospechas. Regresamos de la visita a El Refugio confiando en que ya teníamos en nuestras manos un extremo de la enmarañada madeja.
Transcurrió una semana. La investigación no había arrojado ninguna luz sobre el asunto y se había suspendido hasta que aparecieran nuevas pruebas. Stackhurst había realizado discretas averiguaciones acerca de su subordinado, y habíamos llevado a cabo un registro superficial de su habitación, pero sin resultados. Yo, por mi parte, había repasado una vez más todo el caso, tanto física como mentalmente, pero sin llegar a nuevas conclusiones. El lector no encontrará en todas mis crónicas un caso en el que me haya visto tan al límite de mi capacidad. Ni siquiera mi imaginación era capaz de concebir una solución al misterio. Y entonces se produjo el incidente del perro.
Fue mi anciana ama de llaves la primera en enterarse, gracias a ese extraño telégrafo por el que la gente como ella se transmite las noticias en las zonas rurales.
—Qué lástima lo del perro del señor McPherson, ¿verdad, señor? —me dijo una tarde.
No me gusta fomentar este tipo de conversaciones, pero sus palabras captaron mi atención.
—¿Qué le ha pasado al perro del señor McPherson? —Ha muerto, señor. Murió de pena por su amo.
—¿Quién le ha contado eso?
—¡Pero si todo el mundo habla de ello! Lo encajó fatal, y se pasó toda una semana sin probar bocado. Y esta mañana, dos de los jóvenes caballeros del Gables lo encontraron muerto. Abajo, en la playa, señor, precisamente en el mismo sitio en el que murió su amo.
«Precisamente en el mismo sitio». Las palabras se me quedaron clavadas en la memoria. En mi mente fue surgiendo la confusa sensación de que aquel suceso tenía una importancia vital. Que el perro hubiera muerto se ajustaba al carácter bondadoso y leal de los perros, pero... ¡«precisamente en el mismo sitio»! ¿Por qué tuvo que resultarle fatal aquella playa solitaria? ¿Era posible que también él hubiera sido víctima de una venganza? ¿Era posible que...? Sí, la sensación era débil, pero en mi mente ya iba creciendo algo. A los pocos minutos, ya estaba en camino hacia el Gables, donde encontré a Stackhurst en su despacho. A petición mía, hizo llamar a Sudbury y Blount, los dos estudiantes que habían encontrado al perro.
—Sí, estaba caído al borde mismo de la charca —dijo uno de ellos—. Debió de seguir el rastro de su difunto amo.
Vi al fiel animal, un terrier Airedale, tendido en la estera del vestíbulo. Tenía el cuerpo tieso y rígido, los ojos saltones y las patas retorcidas. Todas sus líneas expresaban agonía.
Desde el Gables fui andando hacia la charca. El sol ya se había puesto y la sombra del gran acantilado caía negra sobre el agua, que tenía un brillo apagado, como el de una plancha de plomo. El lugar estaba desierto y no se veían señales de vida, exceptuando dos aves marinas que volaban en círculos, graznando, sobre mi cabeza. Con la luz desvaneciéndose, apenas pude distinguir las pequeñas pisadas del perro en la arena, alrededor de la roca en la que su amo había dejado la toalla. Permanecí durante mucho tiempo sumido en profundas meditaciones, mientras las sombras se volvían más oscuras a mi alrededor. Por mi cerebro corría una multitud de ideas fugaces. Seguramente, ustedes sabrán lo que es tener una pesadilla en la que sientes que hay alguna cosa importantísima que tienes que buscar, y que sabes que está ahí, pero que se mantiene siempre fuera de tu alcance. Así me sentía yo aquella noche, solo en aquel lugar de muerte. Por fin, me di la vuelta y caminé despacio hasta mi casa.
Acababa de llegar a lo alto del sendero cuando me llegó la idea. Como quien ve un relámpago, recordé qué era lo que tan ansiosamente y tan en vano había intentado captar. Ustedes sabrán, pues de lo contrario Watson habría escrito en vano, que poseo un vasto depósito de conocimientos poco corrientes, acumulados sin método científico pero muy útiles para las necesidades de mi trabajo. Mi cerebro es como un almacén abarrotado de paquetes de todas clases que se han ido amontonando en su interior, y tantos que por lo general no tengo más que una vaga idea de lo que hay dentro. Yo sabía que allí había algo que guardaba relación con el asunto. Era todavía algo muy impreciso, pero al menos sabía cómo podía ponerlo más claro. Era monstruoso, increíble y, sin embargo, no dejaba de ser una posibilidad. Estaba decidido a ponerlo a prueba.
En mi casita hay un amplio desván abarrotado de libros. Me zambullí en él y estuve rebuscando durante una hora. Al cabo de ese tiempo salí con un pequeño volumen de color chocolate y plata. Busqué ansiosamente el capítulo del que guardaba un confuso recuerdo. Sí, se trataba sin duda de una hipótesis descabellada e improbable, pero no me quedaría tranquilo hasta haberme asegurado de que, efectivamente, existía aquella posibilidad. Era ya tarde cuando me acosté, impaciente por emprender la tarea a la mañana siguiente.
Pero dicha tarea se topó con una fastidiosa interrupción. Acababa de ingerir mi taza matutina de té y me disponía a salir hacia la playa cuando recibí la visita del inspector Bardle, de la comisaría de Sussex: un hombre macizo, tranquilo y bovino, con ojos pensativos que me miraban con una expresión muy preocupada.
—Estoy al corriente de su inmensa experiencia —me dijo—. Por supuesto, esto es completamente extraoficial y no tiene por qué salir de aquí. Pero lo cierto es que no tengo nada claro este caso de McPherson. La cuestión es: ¿debo o no debo efectuar una detención?
—¿Se refiere al señor Ian Murdoch?
—Sí, señor. La verdad es que no hay otra posibilidad, si uno lo piensa bien. Es la ventaja de estas soledades: todo queda reducido a márgenes muy estrechos. Si no fue él, entonces, ¿quién lo hizo?
—¿Qué tiene usted en su contra?
El inspector había espigado en los mismos surcos que yo. El carácter de Murdoch y el misterio que parecía envolverlo, sus furiosos arrebatos de ira, como demostraba el incidente del perro; el hecho de que se hubiera enemistado con McPherson en el pasado, y el que existieran razones para suponer que sentía celos de la relación de este con la señorita Bellamy. Eran mis mismos argumentos, sin añadir ninguno nuevo, como no fuera que Murdoch parecía estar haciendo toda clase de preparativos para marcharse.
—¿En qué situación quedaría yo si le dejo escabullirse con todos estos indicios en su contra?
Aquel hombre corpulento y flemático estaba terriblemente preocupado.
—Considere —le dije yo— todos los fallos esenciales de su argumentación: su hombre tiene una coartada perfectamente demostrable para la mañana del crimen. Estuvo con sus alumnos hasta el último momento y, a los pocos minutos de la aparición de McPherson, llegó hasta nosotros por el otro lado. Además, tenga en cuenta la absoluta imposibilidad de que él solo pudiera infligir semejante castigo a un hombre que, por lo menos, era tan fuerte como él. Por último, está la cuestión del instrumento con el que se ocasionaron las heridas.
—Tuvo que ser con un látigo flexible o algún tipo de flagelo.
—¿Examinó usted las marcas? —pregunté.
—Las he visto; y también el médico.
—Pero yo las examiné muy cuidadosamente con una lupa. Y presentaban ciertas peculiaridades.
—¿Cuáles, señor Holmes?
Me acerqué a mi escritorio y tomé una fotografía ampliada.
—Es un método que empleo en casos como este —expliqué.
—Desde luego, hace usted las cosas a conciencia, señor Holmes.
—No habría llegado a ser lo que soy si no actuara así. Ahora, consideremos este verdugón que se extiende por el hombro derecho. ¿No observa nada curioso?
—La verdad es que no.
—Pues es evidente que su intensidad es desigual. Aquí hay un punto en el que ha saltado la sangre, y aquí otro. Y en este otro verdugón de más abajo se aprecian las mismas características. ¿Qué puede significar eso?
—No tengo ni idea. ¿Y usted?
—Tal vez sí, y tal vez no. Dentro de poco podré decirle más. Si podemos definir lo que dejó esas marcas, habremos avanzado mucho hacia la identificación del criminal.
—Ya sé que es una idea ridícula —dijo el policía—, pero si le hubieran aplicado a la espalda una malla metálica al rojo vivo, estos puntos más marcados podrían corresponder a las intersecciones de la trama, donde se cruzan los alambres.
—Una comparación sumamente ingeniosa. ¿Y qué me dice de un gato de nueve colas, de correas muy duras y con pequeños nudos?
—¡Por Júpiter, señor Holmes, creo que ha dado usted en el clavo!
—Y también podría existir una causa muy diferente, señor Bardle. Pero sus pruebas son muy débiles para efectuar una detención. Por otra parte, tenemos aquellas últimas palabras: «la melena de león».
—Me pregunto si no querría decir «Ian» en vez de «león».
—Sí, a mí también se me ocurrió. Podría estar nombrando a Ian Murdoch... pero no fue así. Lo dijo casi chillando y estoy seguro de que era «melena de león».
—¿No tiene ninguna alternativa, señor Holmes?
—Puede que la tenga. Pero no quiero hablar de ello hasta que tenga algo más sólido de lo que hablar.
—¿Y cuándo será eso?
—Dentro de una hora..., puede que menos.
El inspector se frotó la barbilla y me miró con ojos dubitativos.
—Cómo me gustaría ver lo que tiene dentro de la cabeza, señor Holmes. ¿No serán aquellos botes de pesca?
—No, no; estaban demasiado lejos.
—Entonces, ¿se trata de Bellamy y ese muchachote suyo? El señor McPherson no era santo de su devoción. ¿Podrían haberle jugado ellos una mala pasada?
—No, no. No logrará sonsacarme nada hasta que yo esté dispuesto —dije yo, sonriendo—. Y ahora, inspector, los dos tenemos cosas que hacer. ¿Qué le parece si nos vemos aquí mismo a mediodía?
Y en esas estábamos cuando se produjo la tremenda interrupción que representó el principio del fin.
La puerta de mi casa se abrió de golpe, se oyeron ruidosas pisadas en el pasillo y entró Ian Murdoch tambaleándose en la habitación, pálido, despeinado, con las ropas completamente desarregladas, agarrándose a los muebles con sus manos huesudas para mantenerse en pie.
—¡Brandy! ¡Brandy! —suspiró, y se desplomó en el sofá dando gemidos.
No venía solo. Tras él entró Stackhurst, sin sombrero y jadeante, casi tan descompuesto como su acompañante.
—¡Sí, sí, denle brandy! —exclamó—. Este hombre está en las últimas. He hecho todo lo que he podido para traerlo aquí. Se me ha desmayado dos veces por el camino.
Medio vaso de fuerte licor provocó un cambio extraordinario. El hombre se incorporó sobre un brazo y se arrancó la chaqueta de los hombros.
—¡Por amor de Dios! ¡Aceite, opio, morfina! —gritaba—. ¡Cualquier cosa que alivie este dolor infernal!
El inspector y yo soltamos una exclamación al ver aquello. Allí, entrecruzado sobre el hombro desnudo, estaba el mismo extraño diseño reticulado, de líneas rojas e inflamadas que para Fitzroy McPherson había significado la marca de la muerte.
Evidentemente, el dolor era espantoso y no se limitaba a ser local, ya que había momentos en que el paciente se quedaba sin respiración, se le ponía el rostro negro y, con ruidosos jadeos, se llevaba la mano al corazón, mientras le chorreaba el sudor por la frente. Podía morir en cualquier momento. Vertimos más y más brandy en su garganta, y cada nueva dosis le hacía revivir. Le aplicamos algodón empapado en aceite de cocina, que parecía aliviar el dolor de las extrañas heridas. Por fin, dejó caer la cabeza a plomo sobre un cojín. Su agotado organismo había buscado refugio en la última reserva de vitalidad. Era mitad sueño y mitad desmayo, pero al menos le aliviaba el dolor.
Había sido imposible hacerle preguntas, pero en el momento en que su estado dejó de alarmarnos Stackhurst se volvió hacia mí.
—¡Por Dios! —exclamó—. ¿Qué es esto, Holmes? ¿Qué es esto?
—¿Dónde lo encontró usted?
—Abajo en la playa. Exactamente en el mismo sitio donde encontró su fin el pobre McPherson. Si este hombre hubiera padecido del corazón como McPherson, no estaría aquí ahora. Más de una vez he pensado que se moría mientras lo traía aquí. Estábamos demasiado lejos del Gables, y por eso he venido a su casa.
—¿Lo vio usted en la playa?
—Iba paseando por el acantilado cuando le oí gritar. Estaba en la orilla del agua, dando tumbos como un borracho. Bajé corriendo, le puse algo de ropa encima y le ayudé a subir. Por amor de Dios, Holmes, ponga en acción todos sus poderes y no escatime esfuerzos para librarnos de esta maldición, porque la vida aquí se está haciendo insoportable. ¿No puede usted, con todo su prestigio mundial, hacer nada por nosotros?
—Creo que sí que puedo, Stackhurst. Venga conmigo ahora mismo. Y usted, inspector, venga también. Vamos a ver si podemos poner al asesino en sus manos.
Dejando a mi ama de llaves al cuidado del hombre inconsciente, los tres bajamos hasta la fatídica laguna. Sobre la grava había un montoncito de ropa y toallas que la víctima había dejado. Fui caminando muy despacio por la orilla del agua, con mis compañeros en fila india detrás de mí. En su mayor parte, la laguna era muy poco profunda, pero al pie del acantilado, donde la playa formaba una hondonada, tenía cuatro o cinco pies de profundidad. Lo más natural era que los bañistas se dirigieran a esta parte, ya que formaba un hermoso estanque verde, diáfano y transparente como el cristal. En la base del acantilado, por encima del agua, había una hilera de rocas y por ellas fui avanzando, escudriñando ansiosamente la profundidad del agua. Había llegado ya a la zona más profunda y más en calma cuando mis ojos descubrieron lo que estaban buscando y dejé escapar un grito de triunfo.
—¡La Cyanea! —exclamé—. ¡He aquí la melena de león!
Efectivamente, el extraño objeto que yo señalaba tenía el aspecto de un mechón enmarañado de pelos arrancado de la melena de un león. Se encontraba posado sobre un saliente rocoso a unos tres pies de profundidad: un extravagante animal, vibrante, ondulante y melenudo, con mechas plateadas entre sus guedejas amarillas, que se dilataba y contraía con pulsaciones lentas y pesadas.
—Ya ha hecho bastante daño. ¡Ha llegado su hora! —exclamé—. Ayúdeme, Stackhurst. Acabemos de una vez con este asesino.
Había una piedra bastante grande justo encima del saliente y la empujamos hasta que cayó al agua con un tremendo chapoteo. Cuando se disiparon las ondas, comprobamos que había caído de lleno sobre el saliente. Un ondulante jirón de membrana amarilla nos indicó que nuestra víctima había quedado aplastada debajo.
Por debajo de la piedra supuraba una sustancia espesa y oleosa que teñía el agua a su alrededor e iba subiendo lentamente hacia la superficie.
—¡Esta sí que es buena! —exclamó el inspector—. ¿Qué era eso, señor Holmes? Yo he nacido y me he criado en esta región, y jamás he visto nada semejante. Eso no es propio de Sussex.
—Tanto mejor para Sussex —observé yo—. Es posible que la galerna del sudoeste la trajera hasta aquí. Vengan los dos otra vez a mi casa y les daré a conocer la terrible experiencia de otro que tenía buenas razones para recordar su encuentro con este mismo peligro de los mares.
Cuando llegamos a mi despacho, encontramos a Murdoch tan recuperado que ya era capaz de sentarse derecho. Todavía estaba aturdido, y de vez en cuando se estremecía con un paroxismo de dolor. En frases entrecortadas, nos explicó que no tenía ni la menor idea de lo que le había ocurrido, excepto que de pronto había sentido unas terribles punzadas en todo el cuerpo y que había necesitado de todas sus fuerzas para llegar a la orilla.
—Aquí tienen el libro —dije yo, tomando el pequeño volumen— que arrojó la primera luz sobre algo que bien podría haber quedado en tinieblas para siempre. Se titula Al aire libre, y es de J. G. Wood, el famoso observador de la naturaleza. El propio Wood estuvo a punto de perecer a consecuencia del contacto con esta repugnante criatura, así que escribía con pleno conocimiento de causa. El nombre completo de este mal bicho es Cyanea capillata y puede ser igual de peligroso, y mucho más doloroso, que la mordedura de una cobra. Permítanme que les lea este breve resumen: «Si el bañista ve una masa suelta y redondeada de fibras y membranas de color leonado, parecida a un enorme conjunto de mechones de melena de león y tiras de papel de plata, que tenga mucho cuidado, porque se trata de la venenosísima Cyanea capillata». ¿Acaso se puede hacer una descripción más exacta de nuestro siniestro amigo?
»A continuación, relata su encuentro personal con uno de ellos, cuando se estaba bañando frente a la costa de Kent. Descubrió que el animal emitía filamentos casi invisibles hasta una distancia de unos quince metros, y que cualquier ser vivo que se encontrara en su círculo de acción corría peligro de muerte. Incluso a cierta distancia, a Wood estuvo a punto de costarle la vida. "Los múltiples filamentos dejaban en la piel líneas de color escarlata claro, que al mirarlas de cerca resultaban estar formadas por diminutos puntos o pústulas, en cada uno de los cuales parecía haberse insertado una aguja al rojo vivo que se abría camino hacia los nervios".
»Según explica, el dolor local era lo menos importante del refinado tormento. "Sentía punzadas que me atravesaban el pecho, haciéndome caer como si hubiera recibido un balazo. Luego, la pulsación cesaba y el corazón daba seis o siete saltos, como si quisiera abrirse paso a través del pecho".
«Aquello estuvo a punto de matarlo, a pesar de que el ataque se produjo en las aguas agitadas del océano y no en las aguas tranquilas y poco profundas de una laguna costera. Dice Wood que casi no se reconocía a sí mismo, de tan blanca, arrugada y contraída que le había quedado la cara. Se metió en el cuerpo una botella entera de brandy, y parece que eso le salvó la vida. Tenga, inspector: le presto el libro. No le quepa duda de que contiene una explicación completa de la tragedia del pobre McPherson.
—Y de paso, me exculpa a mí —comentó Ian Murdoch con una sonrisa forzada—. No se lo reprocho, inspector, ni a usted, señor Holmes, ya que sus sospechas eran lógicas. Tengo la impresión de que estaba a punto de ser detenido, y que solo he conseguido demostrar mi inocencia a costa de sufrir la misma suerte que mi pobre amigo.
—No, señor Murdoch. Yo ya estaba sobre la pista, y si hubiera salido de casa antes, como tenía pensado hacer, tal vez habría podido salvarle de esta espantosa experiencia.
—Pero ¿cómo lo supo, señor Holmes?
—Soy un lector omnívoro, con una memoria sorprendentemente retentiva para las trivialidades. Aquella frase, «la melena de león», me tenía obsesionado. Estaba seguro de haberla leído en alguna parte, fuera de contexto. Como han visto, es una descripción del animal. Sin duda, estaba flotando en el agua cuando McPherson la vio, y esas fueron las únicas palabras que se le ocurrieron para advertirnos del animal que le había ocasionado la muerte.
—Entonces, definitivamente, quedo libre de sospechas —dijo Murdoch, poniéndose trabajosamente en pie—. Me gustaría decirles algunas palabras de explicación, porque sé en qué dirección han ido sus sospechas. Es cierto que yo amaba a esa señorita, pero desde el día en que ella se decidió por mi amigo McPherson, mi único deseo fue ayudarla a conseguir la felicidad. Me conformaba con mantenerme al margen y actuar como mensajero. Yo llevaba con frecuencia mensajes de uno a otro, y como tenía confianza con ella y me era tan querida, me apresuré a llevarle la noticia de la muerte de mi amigo, para evitar que alguien se me adelantase y se lo dijera de un modo más brusco y despiadado. Ella no le dijo a usted nada de nuestras relaciones, porque usted podría haberlas desaprobado y eso me habría perjudicado. Pero, con su permiso, creo que voy a intentar regresar al Gables, porque me está haciendo mucha falta mi cama.
Stackhurst le tendió la mano.
—Todos hemos tenido los nervios de punta —dijo—. Perdone lo ocurrido en el pasado, Murdoch. En el futuro nos entenderemos mucho mejor.
Los dos salieron juntos, agarrados del brazo en un gesto de amistad. El inspector se quedó mirándome en silencio con sus ojos de buey.
—¡Pues sí que lo ha conseguido! —exclamó por fin—. Había leído cosas acerca de usted, pero nunca me las creí. ¡Es maravilloso!
Me vi obligado a negar con la cabeza. Aceptar aquellos elogios era rebajar mis propios criterios.
—He sido muy lento al principio..., imperdonablemente lento. Si el cadáver se hubiera encontrado en el agua, es difícil que se me hubiera escapado. Lo que me despistó fue la toalla. El pobre hombre ni pensó en secarse, y yo, a mi vez, creí que no había llegado a meterse en el agua. ¿Cómo se me iba a ocurrir pensar en un ataque de un animal marino? Ahí es donde perdí el rumbo. En fin, inspector, muchas veces he tenido la osadía de burlarme de ustedes, los caballeros del cuerpo de policía; pero la Cyanea capillata ha estado muy a punto de vengar a Scotland Yard.
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