El problema del puente de Thor
En algún lugar de las bóvedas del banco de Cox & Co, en Charing Cross, se guarda una caja de hojalata estropeada y abollada por los viajes, con mi nombre escrito en la tapa: Doctor John H. Watson, antiguo médico del Ejército de la India. Está repleta de papeles, casi todos los cuales se refieren a casos que ilustran los curiosos problemas que Sherlock Holmes tuvo que investigar en diversas ocasiones. Algunos de ellos, y no precisamente los menos interesantes, terminaron en un completo fracaso, y por tanto no se prestan a ser narrados, ya que no existe una explicación final. Es posible que un problema sin solución interese al estudioso, pero resulta inevitable que aburra a un lector casual. Entre estos relatos sin final se encuentra el del señor James Phillimore, que volvió a entrar en su propia casa para coger su paraguas y desapareció para siempre de la faz de la Tierra. No menos extraño es El caso del velero «Alice», que una mañana de primavera se adentró en un pequeño banco de niebla del que jamás salió, sin que se volviera a saber nada más del barco y su tripulación. Un tercer caso digno de mención es el de Isadora Persono, el famoso periodista y duelista, que fue encontrado rígido y enloquecido, con la mirada fija en una caja de cerillas que contenía un extraño gusano, al parecer desconocido para la ciencia. Además de estos casos no resueltos, hay algunos que se refieren a secretos de familias particulares y que provocarían gran consternación en muchos círculos de la alta sociedad si se decidiera llevarlos a la imprenta. Ni que decir tiene que semejante abuso de confianza es impensable, y estos archivos serán separados y destruidos ahora que mi amigo dispone de tiempo para dedicar a ello sus energías. Queda aún un considerable número de casos de mayor o menor interés que podrían haberse publicado antes de no haber temido yo saturar al público, lo cual habría afectado a la reputación del hombre al que admiro más que a ningún otro. En algunos intervine personalmente y puedo hablar como testigo presencial, mientras que en otros no me hallaba presente o desempeñé un papel tan pequeño que solo podría narrarlos en tercera persona. El relato que viene a continuación está sacado de mi propia experiencia.
Era una borrascosa mañana de octubre, y mientras me vestía observé cómo el viento arrancaba las últimas hojas que le quedaban al solitario plátano que adorna el patio trasero de nuestra casa. Bajé a desayunar esperando encontrar a mi compañero deprimido, porque, como todos los grandes artistas, se dejaba influir fácilmente por el ambiente. Pero, por el contrario, descubrí que ya casi había terminado su desayuno y que se encontraba de un humor excelente, con aquella alegría algo siniestra que caracterizaba sus momentos más inspirados.
—Tiene un caso, ¿eh, Holmes? —comenté.
—No cabe duda: la capacidad de deducción es contagiosa —respondió él—. Le ha permitido sondear mis secretos. Sí, tengo un caso. Al cabo de un mes de trivialidades y estancamiento, los engranajes vuelven a girar.
—¿Puedo participar?
—Poco podrá hacer, pero podemos discutirlo en cuanto haya terminado los dos huevos duros con que nos ha agraciado nuestra nueva cocinera. Es posible que su dureza guarde relación con el ejemplar del Family Herald que vi ayer sobre la mesa del vestíbulo. Hasta una tarea tan trivial como pasar un huevo por agua exige una atención que sea consciente del paso del tiempo, lo cual es incompatible con los relatos románticos de esa excelente publicación.
Un cuarto de hora después, la mesa estaba recogida y nosotros frente a frente. Holmes había sacado una carta del bolsillo.
—¿Ha oído hablar de Neil Gibson, el Rey del Oro? —preguntó.
—¿El senador norteamericano?
—Bueno, sí, fue senador por algún estado del Oeste, pero es más conocido por ser el mayor magnate del mundo en el campo de las minas de oro.
—Sí, algo sé de él. Ha vivido algún tiempo en Inglaterra. Su nombre es muy conocido.
—En efecto. Hace unos cinco años compró una gran propiedad en Hampshire. Puede que también haya oído usted hablar de la trágica muerte de su esposa.
—Pues claro. Ahora me acuerdo. Por eso me sonaba tanto el nombre. Pero la verdad es que no sé nada de los detalles.
Holmes indicó con un gesto unos papeles que había sobre una silla.
—No sospechaba que el caso acabaría llegando a mis manos; de lo contrario, habría tenido preparados mis recortes —dijo—. Lo cierto es que el problema, aunque fue de lo más sensacional, no parecía presentar dificultad alguna. La interesante personalidad del acusado no empaña la claridad de las pruebas. Esa fue la opinión del juzgado de guardia y del juzgado de instrucción. Ahora el caso está en manos del tribunal de Winchester. Me temo que sea un asunto poco agradecido. Yo puedo descubrir datos, Watson, pero no puedo alterar los hechos. Como no salga a la luz algo completamente nuevo e inesperado, no veo qué esperanzas puede tener mi cliente.
—¿Su cliente?
—Ah, olvidaba que no se lo había dicho. Estoy cayendo en el mismo vicio nefasto que tiene usted, Watson, de contar historias empezando por el final. Lo mejor será que lea esto antes.
La carta que me entregó, escrita con letra firme y segura, decía lo siguiente:
Hotel Claridge, 3 de octubre
Estimado señor Sherlock Holmes:
No puedo permitir que la mujer más buena que Dios ha creado vaya hacia la muerte sin hacer todo lo posible por salvarla. Soy incapaz de explicar las cosas, ni siquiera pretendo explicarlas, pero sé sin ningún género de dudas que la señorita Dunbar es inocente. Ya conoce usted los hechos. ¿Quién no los conoce? Han sido el cotilleo de todo el país. ¡Y ni una sola voz se ha alzado en favor de ella. La maldita injusticia de todo este asunto me saca de quicio. Esta mujer, con el corazón que tiene, sería incapaz de matar una mosca. En fin, iré a visitarle mañana a las once, y veremos si usted es capaz de encender un rayo de luz en la oscuridad. Tal vez yo tenga alguna pista y no lo sepa. En cualquier caso, todo lo que sé, todo lo que tengo y todo lo que soy están a su disposición si es usted capaz de salvarla. Le ruego que aplique sus poderes a este caso como no lo ha hecho jamás en su vida.
Atentamente,
J. Neil Gibson
—Ahí tiene —dijo Sherlock Holmes, sacudiendo las cenizas de la pipa de después del desayuno y volviéndola a llenar despacio—. Este es el caballero que estoy aguardando. En cuanto al suceso, no hay tiempo para que se estudie usted todos esos papeles, así que tendré que hacerle un resumen para que pueda comprender su desarrollo. Este hombre es la mayor potencia financiera del mundo y, como persona, tengo entendido que posee un carácter de lo más violento y dominante. Se casó con una mujer, la víctima de esta tragedia, de la que no sé nada excepto que ya había dejado atrás su juventud, lo cual era muy lamentable, ya que la institutriz que se encargaba de la educación de los dos niños era muy atractiva. Estas son las tres personas implicadas, y el escenario es una suntuosa mansión señorial, en el centro de una de las fincas más históricas de Inglaterra. Pasemos ahora a la tragedia. A la esposa la encontraron una noche en los terrenos de la finca, a unos 800 metros de la casa, vestida de noche, con un chal sobre los hombros y una bala de revólver en el cerebro. No se encontró ninguna arma en las proximidades, ni ninguna pista del asesino. ¡Fíjese en esto, Watson: ninguna arma por allí cerca! Parece que el crimen se cometió ya avanzada la noche; el cadáver lo encontró un guardabosque a eso de las once, y fue examinado por la policía y por un médico antes de trasladarlo a la casa. ¿Estoy resumiendo demasiado o me sigue con claridad?
—Está todo muy claro. Pero ¿por qué sospecharon de la institutriz?
—Bueno, para empezar existen algunas pruebas muy acusadoras. En el suelo de su ropero se encontró un revólver con una bala disparada, del mismo calibre que la bala asesina —de pronto, con la mirada perdida, Holmes empezó a repetir muy lentamente aquellas palabras: «En... el... suelo... de... su... ropero». A continuación guardó silencio, y yo comprendí que se había puesto en marcha alguna cadena de razonamientos que sería insensato interrumpir. Por fin, con un respingo, volvió de nuevo a la realidad—. Sí, Watson, eso encontraron. Muy comprometedor, ¿no le parece? Eso pensaron los dos jurados. Además, la difunta llevaba encima una nota firmada por la institutriz, citándola en aquel preciso lugar. ¿Qué le parece? Y, por último, existía un móvil. El senador Gibson es una presa muy apetecible. Si su mujer muriera, ¿quién iba a tener más posibilidades de sucedería que la joven que, según todos los informes, ya había sido objeto de las fervientes atenciones de su patrón? Amor, fortuna, poder, todo pendiente de la vida de una mujer de edad madura. Un feo asunto, Watson, muy feo.
—La verdad es que sí, Holmes.
—Ni siquiera tenía coartada. Antes al contrario, tuvo que admitir que se encontraba cerca del puente de Thor, el lugar de la tragedia, aproximadamente a la misma hora. No pudo negarlo, porque un campesino que pasaba la vio allí.
—Eso parece definitivo.
—Y sin embargo, Watson, sin embargo... Este puente, un ancho arco de piedra con balaustradas a los lados, hace pasar la carretera sobre el tramo más estrecho de una larga y profunda masa de agua, bordeada de cañaverales, que se llama «la laguna de Thor». La muerta estaba tendida a la entrada del puente. Estos son los hechos principales. Pero, si no me equivoco, aquí viene nuestro cliente, mucho antes de la hora.
Billy había abierto la puerta, pero el nombre que anunció fue una completa sorpresa. El señor Marlow Bates nos resultaba desconocido a los dos. Era un hombrecillo delgado y nervioso, de mirada asustada y modales vacilantes y crispados. Un hombre al que mi visión profesional consideró al borde de un ataque total de nervios.
—Parece usted alterado, señor Bates —dijo Holmes—. Por favor, siéntese. Me temo que podré dedicarle muy poco tiempo, ya que tengo una cita a las once.
—Ya lo sé —jadeó nuestro visitante, soltando frases entrecortadas, como si le faltara el aliento—. Va a venir el señor Gibson. El señor Gibson es mi jefe. Soy el administrador de su finca. Señor Holmes, ese hombre es un canalla..., un canalla infernal.
—Esas son palabras muy fuertes, señor Bates.
—Tengo que ser tajante, señor Holmes, porque tenemos muy poco tiempo. Por nada del mundo querría que me encontrase aquí. Y ya casi está al llegar. Pero, dadas las circunstancias, no he podido venir antes. Su secretario, el señor Ferguson, no me informó de su cita con usted hasta esta mañana.
—¿Y dice que es usted su administrador?
—He renunciado. En un par de semanas me habré librado de su maldita esclavitud. Es un hombre duro, señor Holmes, duro con todos los que le rodean. Esos actos públicos de caridad son una pantalla para ocultar sus iniquidades privadas. Pero su principal víctima fue su esposa. Era brutal con ella..., sí, señor, brutal. No sé cómo murió, pero me consta que él había convertido su vida en una tortura. Ella era oriunda de los trópicos, nacida en Brasil, como sin duda ya sabe usted.
—Pues no. Eso se me había escapado.
—Nacida en los trópicos y de temperamento tropical. Una hija del sol y la pasión. Ella le amó como suelen amar las mujeres de esa clase, pero cuando sus encantos físicos se marchitaron (y he oído decir que en otros tiempos fueron considerables), ya no pudo hacer nada para retenerlo. Todos la queríamos y nos preocupábamos por ella, y le odiábamos a él por la manera en que la trataba. Pero es un hombre muy persuasivo y astuto. Eso es lo que venía a decirle. No se fíe de las apariencias; hay mucho más detrás. Ahora me marcho. No, no intente detenerme. Está a punto de llegar.
Echando una aterrada mirada al reloj, nuestro extraño visitante corrió literalmente hacia la puerta y desapareció.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Holmes tras unos momentos de silencio—. Parece que el señor Gibson tiene un personal de lo más leal. Pero el consejo nos viene muy bien, y ahora no tenemos más que esperar a que aparezca nuestro hombre en persona.
A la hora en punto oímos unos pasos firmes en la escalera y el famoso millonario fue introducido en nuestra habitación. Al mirarlo, no solo comprendí los temores y la antipatía de su administrador, sino también las imprecaciones que habían amontonado sobre su cabeza sus muchos rivales en los negocios. Si yo fuera escultor y deseara plasmar el arquetipo del negociante triunfador, de nervios de acero y conciencia correosa, habría elegido como modelo al señor Neil Gibson. Su figura, alta, macilenta y pétrea, daba una impresión de hambre y rapacidad. Era como un Abraham Lincoln consagrado a los más bajos objetivos, en lugar de a fines elevados. Su rostro parecía esculpido en granito: duro, áspero, implacable y surcado por profundas arrugas, que eran las cicatrices de numerosas crisis. Sus fríos ojos grises, que miraban con astucia bajo unas cejas erizadas, nos inspeccionaron a ambos sucesivamente. Cuando Holmes mencionó mi nombre, me dedicó una inclinación formal, y después, con aires de dueño y señor, acercó una silla a mi compañero y se sentó casi tocándolo con sus huesudas rodillas.
—Antes que nada, señor Holmes, permítame decirle —comenzó— que el dinero no significa nada para mí en este caso. Puede usted quemarlo, si ello le sirve para alumbrar el camino hacia la verdad. Esta mujer es inocente, hay que salvarla, y usted se encargará de hacerlo. Fije usted mismo el precio.
—Mis tarifas profesionales se ajustan a una escala fija —dijo Holmes fríamente—. Nunca las altero, excepto cuando renuncio por completo a ellas.
—Muy bien, si los dólares no le interesan, piense en la reputación. Si usted resuelve esto, todos los periódicos de Inglaterra y América se desharán en alabanzas. Será usted el tema de conversación de dos continentes.
—Gracias, señor Gibson, pero no creo que necesite promoción. Tal vez le sorprenda saber que prefiero trabajar en el anonimato, y que lo que me atrae es el problema mismo. Pero estamos perdiendo el tiempo. Pasemos ya a los hechos.
—Creo que los más importantes los encontrará en la prensa. No sé si podré añadir algo que le sirva de ayuda. Pero si hay algún detalle que desea que le aclare, bueno, para eso estoy aquí.
—Pues sí, hay un solo detalle.
—¿Cuál?
—¿Cuáles eran exactamente las relaciones entre usted y la señorita Dunbar?
El Rey del Oro dio un violento respingo y se incorporó a medias de su asiento. Pero no tardó en recuperar su aplomo.
—Supongo que está en su derecho... y hasta cumpliendo con su deber, al hacer esa pregunta, señor Holmes.
—Estamos de acuerdo en esa suposición —dijo Holmes.
—En tal caso, puedo asegurarle que nuestra relación fue siempre, y exclusivamente, la de un patrón con una joven empleada, con la que nunca hablaba, y que ni siquiera veía, excepto cuando estaba en compañía de los niños.
Holmes se levantó de su asiento.
—Soy un hombre muy ocupado, señor Gibson —dijo—, y no tengo tiempo ni ganas para conversaciones sin sentido. Le deseo muy buenos días.
Nuestro visitante también se había levantado y su enorme figura desgarbada se alzaba sobre Holmes. Bajo sus erizadas cejas brillaba una llama de furia y sus macilentas mejillas se habían teñido de color.
—¿Qué demonios quiere decir con eso, señor Holmes? ¿Rechaza usted mi caso?
—Por lo menos, señor Gibson, le rechazo a usted. Yo diría que me he expresado con bastante claridad.
—Muy claro, sí, pero ¿qué pretende con eso? ¿Quiere subir el precio, le da miedo el asunto, o qué? Tengo derecho a una explicación.
—Sí, tal vez lo tenga —dijo Holmes—, y voy a dársela. El caso es ya lo bastante complicado, sin que se le añadan nuevas dificultades con informaciones falsas.
—Es decir, que miento.
—Bueno, yo trataba de expresarlo con toda la delicadeza que me ha sido posible, pero si usted insiste en esa palabra, no le voy a contradecir.
Me puse en pie de un salto, porque el rostro del millonario había adoptado una expresión diabólica y su puño nudoso se había alzado. Holmes sonrió con languidez y extendió la mano hacia su pipa.
—No arme alboroto, señor Gibson. Después del desayuno, hasta las discusiones más nimias me alteran. Creo que le vendría muy bien un paseíto para tomar el aire y poder pensar un poco con tranquilidad.
Con esfuerzo, el Rey del Oro controló su ira. No pude por menos que admirarle, porque con un supremo dominio de sí mismo transformó en unos segundos la ardiente llama de la furia en una indiferencia gélida y despectiva.
—Bien, como usted quiera. Supongo que sabrá cómo llevar su negocio. No puedo hacer que se encargue del caso contra su voluntad, pero no se ha hecho usted ningún favor esta mañana, señor Holmes. He destrozado a hombres más fuertes que usted. Nadie se ha interpuesto en mi camino y ha salido ganando con ello.
—Eso me lo han dicho muchos, y aquí me tiene —dijo Holmes sonriente—. En fin, buenos días, señor Gibson. Todavía tiene usted mucho que aprender.
Nuestro visitante hizo bastante ruido al salir, pero Holmes siguió fumando en imperturbable silencio, con los ojos soñadores fijos en el techo.
—¿Qué opina, Watson? —preguntó por fin.
—Bueno, Holmes, debo confesar que, teniendo en cuenta que este hombre es sin duda alguna de los que barren cualquier obstáculo en su camino, y considerando que su esposa pudo haber sido un obstáculo y un motivo de disgusto, me parece que...
—Exacto. A mí también.
—Pero ¿qué relaciones tenía con la institutriz y cómo las descubrió usted?
—Un farol, Watson, un farol. Cuando consideré el tono apasionado, coloquial y nada comercial de su carta, y lo comparé con su aspecto y sus modales contenidos, me resultó evidente que existía alguna emoción profunda, centrada en la acusada y no en la víctima. Si queremos alcanzar la verdad, tenemos que conocer las relaciones exactas entre esas tres personas. Ya vio usted el ataque frontal que le dirigí y cómo lo aguantó imperturbable. Después me tiré un farol, dándole la impresión de que estaba completamente seguro, cuando en realidad solo tenía fuertes sospechas.
—¿Cree usted que volverá?
—Seguro que vuelve. Tiene que volver. No puede dejar las cosas como están. ¡Aja! ¿Eso ha sido el timbre? Sí, esos son sus pasos. Bien, señor Gibson: ahora mismo estaba diciéndole al doctor Watson que ya tardaba usted más de la cuenta.
El Rey del Oro había regresado a la habitación con un aire más humilde que el que tenía al abandonarla. El orgullo herido aún se advertía en la expresión resentida de sus ojos, pero su sentido común le había hecho comprender que tenía que ceder si quería conseguir su objetivo.
—Lo he estado pensando, señor Holmes, y me parece que me he precipitado al malinterpretar sus palabras. Tiene usted razón al querer conocer los hechos, sean los que sean, y eso hace que tenga mejor opinión de usted. Sin embargo, puedo asegurarle que mis relaciones con la señorita Dunbar no tienen nada que ver con el caso.
—Eso tendré que decidirlo yo, ¿no cree?
—Sí, supongo que sí. Es usted como un médico, que quiere conocer todos los síntomas antes de dar su diagnóstico.
—Exacto. Es una buena comparación. Y solo un paciente que tuviera motivos para engañar a su médico le ocultaría datos sobre su caso.
—Puede ser, pero tendrá usted que reconocer, señor Holmes, que casi todos los hombres se muestran un poco reservados cuando se les pregunta a bocajarro cuáles son sus relaciones con una mujer..., sobre todo, si de verdad existe un sentimiento serio. Supongo que casi todos los hombres tienen un pequeño recinto privado en algún rincón de su alma, en el que no les gusta que entre nadie. Y usted irrumpió de golpe en él. Pero sus motivos le disculpan, ya que se trata de intentar salvarla. En fin, la valla está derribada y la reserva abierta, y puede usted explorar por donde quiera. ¿Qué desea?
—La verdad.
El Rey del Oro permaneció un momento callado, como si quisiera ordenar sus pensamientos. Su rostro severo y arrugado se había vuelto aún más triste y serio.
—Puedo explicárselo en pocas palabras, señor Holmes —dijo por fin—. Hay cosas que duelen y resulta difícil decirlas, así que no profundizaré más de lo necesario. Conocí a mi mujer cuando estuve buscando oro en Brasil. María Pinto era hija de un alto funcionario de Manaos, y era hermosísima. En aquellos tiempos yo era joven y ardiente, pero aun ahora, cuando miro hacia atrás con la sangre más fría y un ojo más crítico, me doy cuenta de que su belleza era extraordinaria y maravillosa. Tenía además una personalidad muy compleja: apasionada, sincera, tropical, desequilibrada, muy distinta de las mujeres americanas que yo había conocido. Pues bien, para abreviar, me enamoré y me casé con ella. Pero cuando terminó la fase romántica (y duró años), me di cuenta de que no teníamos nada, absolutamente nada, en común. Mi amor se extinguió. Si también se hubiera extinguido el suyo, todo habría sido más fácil. Pero ya sabe usted lo raras que son las mujeres. Hiciera lo que hiciera, nada podía apartarla de mí. Si he sido duro con ella, incluso brutal como dicen algunos, fue porque sabía que si lograba apagar su amor, o transformarlo en odio, todo sería más fácil para los dos. Pero no había manera de cambiarla. Me adoraba en aquellos bosques ingleses igual que me había adorado hace veinte años a orillas del Amazonas. Hiciera lo que hiciera, ella seguía tan enamorada como siempre.
»Y entonces apareció la señorita Grace Dunbar. Llegó en respuesta a un anuncio y se convirtió en la institutriz de nuestros dos hijos. Tal vez haya visto su retrato en los periódicos. Todo el mundo está de acuerdo en que también ella es una mujer bellísima. Ahora bien, yo no pretendo ser más moral que cualquier hijo de vecino, y reconozco que me resultó imposible vivir bajo el mismo techo que una mujer así, en contacto diario con ella, sin sentir por ella un afecto apasionado. ¿Me censura por ello, señor Holmes?
—No puedo censurarle por sus sentimientos. Sí que le censuraría si los hubiera manifestado, puesto que la joven se encontraba, en cierto sentido, bajo su protección.
—Sí, es posible —dijo el millonario, aunque por un momento el reproche de Holmes había hecho aparecer de nuevo en sus ojos la llamarada de furia—. No pretendo parecer mejor que lo que soy. Supongo que toda mi vida he sido de esos hombres que echan mano a lo que quieren, y nunca he querido nada con más intensidad que el amor y la posesión de esta mujer. Así que se lo dije.
—Ah, ¿conque sí que se lo dijo?
Cuando se emocionaba, Holmes podía parecer verdaderamente formidable.
—Le dije que, si pudiera casarme con ella, lo haría, pero que aquello estaba fuera de mis posibilidades. Le dije que el dinero no importaba y que haría todo lo que pudiera para que ella viviera feliz y a gusto.
—Vaya, qué generoso —dijo Holmes con una mueca de desprecio.
—Oiga, señor Holmes. He venido aquí por una cuestión de pruebas legales, no por una cuestión de moral. Puede guardarse sus críticas.
—Si me digno considerar el caso, es exclusivamente en interés de la señorita —dijo Holmes en tono severo—. No creo que ninguna de las acusaciones que pesan sobre ella sea peor que lo que usted acaba de reconocer: que intentó echar a perder a una muchacha indefensa que vivía bajo su propio techo. A algunos ricos como usted hay que enseñarles que no a todo el mundo se le puede sobornar para que pase por alto sus maldades.
Ante mi sorpresa, el Rey del Oro encajó el reproche con ecuanimidad.
—Eso mismo siento yo ahora. Gracias a Dios que mis planes no salieron como yo pretendía. Ella se negó en redondo y quiso marcharse al instante de la casa.
—¿Por qué no lo hizo?
—Bueno, en primer lugar, había otras personas que dependían de ella, y se le hacía muy duro dejarlas tiradas al renunciar a su empleo. Cuando yo le juré (porque se lo juré) que jamás volvería a molestarla, consintió en quedarse. Pero existía otra razón. Ella sabía la influencia que tenía sobre mí, y sabía que era más fuerte que cualquier otra influencia en el mundo entero. Y quería utilizarla para hacer el bien.
—¿Cómo?
—Bueno, ella sabía algo de mis negocios. Son muy amplios, señor Holmes, más de lo que podría imaginar un hombre corriente. Puedo hacer y deshacer... y por lo general, deshago. No solamente individuos aislados, sino comunidades, ciudades, incluso naciones enteras. Los negocios son un juego muy duro, y los débiles acaban en el paredón. Yo jugaba con todas las consecuencias. Jamás pedí clemencia y jamás hice caso cuando otros la pedían. Pero ella lo veía de otro modo. Supongo que tenía razón. Creía y afirmaba que la fortuna de un hombre, una fortuna superior a sus necesidades, no debe amasarse a costa de la ruina de diez mil personas que quedan privadas de sus medios de vida. Así lo veía ella, y supongo que era porque veía más allá de los dólares, algo que era más duradero. Se dio cuenta de que yo escuchaba lo que ella decía, y creía que al influir en mis acciones le estaba haciendo un servicio al mundo. Así que se quedó... y entonces ocurrió todo esto.
—¿Puede arrojar alguna luz sobre el asunto?
El Rey del Oro guardó silencio durante un minuto o más, con la cabeza oculta entre las manos, sumido en profundas reflexiones.
—Todo está muy negro en su contra, no se puede negar. Y las mujeres tienen una vida interior y hacen cosas que escapan a la comprensión de los hombres. Al principio, quedé tan aturdido y desconcertado que llegué a pensar que ella pudiera haberse dejado arrastrar por algún impulso extraño, completamente contrario a su carácter habitual. Se me ocurrió una explicación, y se la voy a decir, señor Holmes, por si sirve de algo. No cabe duda de que mi mujer estaba atormentada por los celos. Hay unos celos del alma que pueden llegar a ser tan obsesivos como los celos del cuerpo, y aunque mi esposa no tenía motivos para estos últimos (y creo que ella lo sabía), se daba cuenta de que esta muchacha inglesa ejercía una influencia sobre mi mente y mis actos que ella jamás había ejercido. Se trataba de una influencia benéfica, pero eso no arreglaba las cosas. Estaba loca de odio, y en su sangre seguía llevando el calor del Amazonas. Es posible que planease asesinar a la señorita Dunbar, o tal vez amenazarla con una pistola y asustarla para que se marchase. Y puede que hubiera un forcejeo entre ellas, que el revólver se disparase y que matara a la mujer que lo empuñaba.
—Ya se me había ocurrido esa posibilidad —dijo Holmes—. En realidad, es la única alternativa clara al asesinato premeditado.
—Pero ella lo niega rotundamente.
—Bueno, eso no es definitivo, ¿no cree? Es comprensible que una mujer en una situación tan terrible eche a correr hacia su casa, tan aturdida que ni se diera cuenta de que seguía llevando el revólver. Incluso es posible que lo tirase entre sus ropas sin percatarse de lo que hacía, y que cuando lo encontraron intentara salir del paso negándolo todo, ya que le resultaba imposible explicarlo. ¿Hay algo que contradiga esta suposición?
—La propia señorita Dunbar.
—Sí, tal vez.
Holmes consultó su reloj.
—Sin duda, podremos obtener esta misma mañana los permisos necesarios y llegar a Winchester en el tren de la tarde. Cuando haya hablado con esta señorita, es posible que pueda hacer algo por ayudarle, aunque no puedo prometer que mis conclusiones sean precisamente las que usted desea.
Se tardó algún tiempo en obtener la autorización, y en lugar de ir a Winchester aquel mismo día, nos dirigimos a Thor Place, la finca de Neil Gibson en Hampshire. Él no nos acompañó personalmente, pero teníamos la dirección del sargento Coventry, de la policía local, que había sido el primero en investigar el caso. Era un hombre alto, delgado y cadavérico, de carácter reservado y misterioso, que daba la impresión de saber o sospechar mucho más de lo que se atrevía a decir. Además, tenía la costumbre de bajar de pronto la voz hasta convertirla en un susurro, como si hubiera tocado un punto de importancia vital, aunque por lo general la información que daba era de lo más anodina. Pero, aparte de estas triquiñuelas, pronto comprobamos que se trataba de un hombre decente y honrado, cuyo orgullo no le impedía reconocer que el caso le venía grande y que agradecería cualquier ayuda.
—La verdad es que prefiero que venga usted, señor Holmes, a que venga Scotland Yard —dijo—. Cuando el Yard interviene en un caso, la policía local no recibe crédito alguno por los éxitos y carga con las culpas de los fracasos. En cambio, he oído que usted juega limpio.
—No hay ninguna necesidad de que yo aparezca en el asunto —dijo Holmes, con evidente alivio de nuestro melancólico amigo—. Si puedo aclararlo, no pido que se mencione mi nombre.
—Caramba, es muy amable de su parte, sí señor. Y sé que también se puede confiar en su amigo, el doctor Watson. Mire, señor Holmes, mientras vamos para allá me gustaría hacerle una pregunta. No se me ocurriría decirle esto a nadie más que a usted —miró a su alrededor como si no se atreviera a pronunciar las palabras—. ¿No cree usted que el caso podría volverse contra el propio señor Gibson?
—Ya he considerado esa idea.
—Usted no ha visto a la señorita Dunbar. Es una mujer maravillosa desde cualquier punto de vista. Es posible que Gibson deseara quitar de en medio a su esposa. Y estos americanos son más propensos a tirar de pistola que nuestra gente. Ya sabrá que la pistola era suya.
—¿Eso está comprobado?
—Sí, señor. Formaba parte de un par que él tenía.
—¿Un par? ¿Y dónde está la otra?
—Bueno, este caballero tiene un montón de armas de fuego, de todas las clases. No hemos encontrado la pareja de esta pistola concreta, pero el estuche era de dos.
—Si formaba parte de un par, tendrían que haberla identificado.
—Bueno, si usted quiere examinar las armas, las tenemos todas expuestas en la casa.
—Tal vez más adelante. Ahora creo que lo mejor es que vayamos juntos a examinar el lugar de la tragedia.
La conversación había tenido lugar en la salita de la humilde casa de campo del sargento Coventry, que servía también como puesto de policía de la localidad. Tras una caminata de una media milla a través de brezales barridos por el viento, que los helechos secos coloreaban de oro y bronce, llegamos a una puerta lateral que daba acceso a los terrenos de Thor Place. Recorrimos un sendero que atravesaba un coto de faisanes y llegamos a un claro desde el que se divisaba la amplia mansión, construida en parte de madera, de un estilo mitad Tudor y mitad georgiano, que se alzaba en lo alto de una colina. Cerca de nosotros había una laguna alargada y con muchos cañaverales, que se estrechaba en el centro, por donde un camino de carruajes pasaba sobre un puente de piedra, y se ensanchaba a los lados, formando pequeños lagos. Nuestro guía se detuvo a la entrada del puente y señaló hacia el suelo.
—Aquí se encontró el cuerpo de la señora Gibson. Lo señalé con esa piedra.
—Tengo entendido que usted llegó aquí antes de que trasladaran el cadáver.
—Sí, me hicieron llamar de inmediato.
—¿Quién le hizo llamar?
—El propio señor Gibson. En cuanto se dio la alarma, salió corriendo de la casa junto con otras personas e insistió en que no se tocase nada hasta que llegara la policía.
—Muy sensato. Según los periódicos, el disparo se hizo a quemarropa.
—Sí, señor, desde muy cerca.
—¿Junto a la sien derecha?
—Justo detrás.
—¿Cómo estaba tendido el cuerpo?
—De espaldas, señor. Sin señales de lucha. Ningún golpe. Ninguna arma. En la mano izquierda tenía agarrada la nota de la señorita Dunbar.
—¿Agarrada, dice usted?
—Sí, señor; nos costó trabajo abrirle los dedos.
—Eso tiene mucha importancia. Queda descartada la posibilidad de que alguien colocara la nota después de la muerte para presentar una pista falsa. ¡Vaya por Dios! Creo recordar que la nota era muy breve: «Estaré en el puente de Thor a las nueve en punto.
—G. Dunbar». ¿No es así?
—Sí, señor.
—¿Reconoció la señorita Dunbar haberla escrito?
—Sí, señor.
—¿Y qué explicación dio?
—Se reservó su defensa para el tribunal. No quiso decir nada.
—Desde luego, el problema es muy interesante. Ese detalle de la nota es muy misterioso, ¿no cree?
—Pues verá, señor —dijo nuestro guía—. Si se me permite decirlo, parecía lo único verdaderamente claro de todo el asunto.
Holmes negó con la cabeza.
—Suponiendo que la nota fuera auténtica y que la escribiese ella, la señora tuvo que recibirla algún tiempo antes... digamos que una o dos horas. ¿Por qué, entonces, seguía teniéndola agarrada en la mano izquierda? ¿Por qué seguir llevándola? No la necesitaba para la entrevista. ¿No le parece curioso?
—Pues, tal como usted lo plantea, puede que sí.
—Me gustaría sentarme tranquilamente durante un rato y pensar en ello.
Holmes se sentó en la barandilla del puente y observé que sus agudos ojos grises lanzaban miradas inquisitivas en todas direcciones. De pronto, se puso en pie de un salto y corrió hacia la barandilla de enfrente, sacó su lupa del bolsillo y comenzó a examinar la piedra.
—¡Qué curioso! —dijo.
—Sí, señor, ya habíamos visto la muesca en el parapeto. Supongo que la haría alguien al pasar.
La piedra era gris, pero en un punto presentaba una mancha blanca, no mayor que una moneda de seis peniques. Examinándola de cerca se veía que la superficie presentaba un desconchón, como el que podría provocar un golpe seco.
—Se necesita un golpe bastante fuerte para hacer esto —dijo Holmes, pensativo. A continuación, golpeó el pretil varias veces con su bastón sin dejar ninguna marca—. Sí, señor, un golpe muy fuerte. Y en qué sitio tan curioso. No se dio desde arriba, sino desde abajo, porque, como ve, está en el borde inferior del parapeto.
—Pero estaba por lo menos a quince pies del cadáver.
—Sí, a quince pies del cadáver. Puede que no tenga nada que ver con el caso, pero es un detalle a tener en cuenta. No creo que aquí averigüemos nada más. ¿Dice usted que no había huellas de pisadas?
—El suelo estaba duro como el hierro. No había ninguna huella.
—En tal caso, podemos irnos. Vamos primero a la casa a ver esas armas de las que me habló antes. Luego iremos a Winchester, porque quiero hablar con la señorita Dunbar antes de seguir adelante.
El señor Neil Gibson no había regresado de Londres, pero en la mansión encontramos al neurótico señor Bates, que nos había visitado por la mañana. Con siniestra complacencia, nos enseñó el formidable arsenal de armas de fuego, de diversas formas y tamaños, que su patrón había ido acumulando en el transcurso de su vida aventurera.
—El señor Gibson tiene enemigos, como era de esperar, conociéndole a él y sus métodos —dijo—. Duerme siempre con un revólver cargado en el cajón de su mesilla de noche. Es un hombre violento, señor, y hay veces en que a todos nos da miedo. Estoy seguro de que la pobre y difunta señora estuvo muchas veces aterrorizada.
—¿Le vio alguna vez ejercer violencia física contra ella?
—No, no puedo decir eso. Pero he oído palabras que son casi tan malas..., palabras de desprecio, duras e hirientes, incluso delante de la servidumbre.
—Nuestro millonario no parece brillar mucho en su vida privada —comentó Holmes, mientras nos dirigíamos a la estación—. Bueno, Watson, hemos reunido una buena cantidad de datos, algunos de ellos nuevos, y sin embargo aún estoy lejos de llegar a una conclusión. A pesar de la evidente antipatía que el señor Bates siente por su patrón, he deducido de sus palabras que, cuando se dio la alarma, Gibson estaba sin duda en su biblioteca. La cena terminó a las ocho y media, y hasta entonces todo fue normal. Es cierto que la alarma se dio algo más tarde, pero parece seguro que la tragedia ocurrió aproximadamente a la hora mencionada en la nota. No hay nada que indique que el señor Gibson saliera al exterior desde que regresó de la ciudad a las cinco. Por otra parte, he creído entender que la señorita Dunbar reconoce haberse citado con la señora Gibson en el puente. Pero, aparte de esto, no ha declarado nada más, ya que su abogado le ha recomendado que reserve su defensa. Hay varias preguntas vitales que debo hacer a esta señorita, y no me quedaré tranquilo hasta haberla visto. Debo confesar que todo el caso parecería estar muy mal para ella, de no ser por un detalle.
—¿Y cuál es, Holmes?
—El hallazgo de la pistola en su ropero.
—¡Pero Holmes! —exclamó—. A mí me parece que ese es el detalle más acusador de todos.
—Nada de eso, Watson. Desde la primera lectura superficial del caso, ya me llamó la atención y me pareció muy extraño, y ahora que estoy en contacto más directo con el asunto, es mi única base firme para la esperanza. Hay que buscar siempre la consistencia. Donde esta falle, hay que sospechar un engaño.
—No sé si le sigo bien.
—Vamos a ver, Watson: suponga por un momento que es usted una mujer que, de manera fría y premeditada, se dispone a librarse de una rival. Lo tiene todo planeado. Ha escrito una nota. La víctima ha llegado. Tiene usted un arma. Comete el crimen. Lo hace todo a la perfección. ¿Pretende decirme que después de llevar a cabo un crimen tan bien realizado va usted a arruinar su reputación de criminal olvidándose de tirar el arma a esos cañaverales tan apropiados, que la ocultarían para siempre, empeñándose por el contrario en llevarla con todo cuidado a su casa para dejarla en su propio ropero, que es el primer sitio donde irán a registrar? Ni sus mejores amigos, Watson, dirían que es usted un tipo calculador, y sin embargo no me lo imagino haciendo una cosa tan burda.
—Con la excitación del momento...
—No, no, Watson, no admito esa posibilidad. Cuando se planea fríamente un crimen, también se planean con igual frialdad los medios para encubrirlo. Por lo tanto, debo suponer que nos encontramos en presencia de un grave error.
—Pero queda tanto por explicar...
—Bueno, nuestra tarea consiste en encontrar la explicación. En cuanto cambia nuestro punto de vista, el mismo detalle que antes parecía tan acusador se convierte en una pista para averiguar la verdad. Por ejemplo, tenemos ese revólver. La señorita Dunbar dice que no sabe nada de él. Según nuestra nueva teoría, está diciendo la verdad. Por lo tanto, alguien lo puso en su ropero. ¿Quién lo hizo? Alguien que quería incriminarla. ¿No será esa persona el verdadero asesino? Como ve, de pronto hemos entrado en una línea de investigación de lo más prometedora.
Nos vimos obligados a pasar la noche en Winchester, ya que las formalidades aún no estaban completas, pero a la mañana siguiente se nos permitió visitar a la señorita en su celda, en compañía del señor Joyce Cummings, prometedor abogado encargado de su defensa. Por todo lo que habíamos oído, yo ya esperaba encontrar una mujer hermosa, pero jamás podré olvidar el efecto que produjo en mí la señorita Dunbar. No me extrañó que incluso el despótico millonario hubiera encontrado en ella algo más poderoso que él mismo, algo capaz de controlarle y guiarle. Al mirar aquel rostro enérgico y bien delineado, pero a la vez sensible, se tenía el convencimiento de que, aunque pudiera ser capaz de algún acto impetuoso, la nobleza innata de su carácter la empujaría siempre hacia el bien. Era morena, alta, de porte distinguido y presencia imponente, pero sus ojos oscuros presentaban la expresión indefensa del animal acosado, que siente las redes a su alrededor y no ve la manera de escapar. Al encontrarse en presencia de mi famoso amigo y comprender que este acudía en su ayuda, sus pálidas mejillas adquirieron un toque de color, y una chispa de esperanza empezó a brillar en la mirada que nos dirigió.
—¿Les ha contado el señor Neil Gibson algo de lo que ocurrió entre nosotros? —preguntó en voz baja y agitada.
—Sí —respondió Holmes—. No es preciso que se atormente entrando en esa parte de la historia. Después de verla a usted, estoy dispuesto a aceptar las afirmaciones del señor Gibson, tanto en lo relativo a la influencia que usted ejercía sobre él como en lo que se refiere a la inocencia de sus relaciones con él. Pero ¿cómo es que no se ha expuesto toda la situación ante el juez?
—Me parecía increíble que se pudiera sostener semejante acusación. Creí que, si esperábamos un poco, todo se aclararía por sí mismo, sin que nos viéramos obligados a entrar en dolorosos detalles sobre la vida íntima de la familia. Pero ahora me doy cuenta de que, lejos de aclararse, la situación se ha ido agravando.
—Mi querida señorita —exclamó Holmes en tono muy serio—. Le ruego que no se haga ilusiones al respecto. El señor Cummings podrá asegurarle que, por el momento, todas las cartas están en su contra, y que si queremos salir con bien del caso habrá que hacer todo cuanto nos sea posible. La engañaría cruelmente si le dijera que no se encuentra usted en grave peligro. Así pues, déme toda la ayuda que pueda, para que yo descubra la verdad.
—No le ocultaré nada.
—Explíquenos entonces cómo se llevaba con la esposa del señor Gibson.
—Ella me odiaba, señor Holmes. Me odiaba con todo el fervor de su temperamento tropical. Era una mujer que no hacía nada a medias, y la medida de su amor a su esposo era también la medida de su odio hacia mí. Es probable que malinterpretara nuestras relaciones. Yo no quería hacerle ningún daño, pero ella amaba tan intensamente en el sentido físico que le resultaba difícil comprender los lazos mentales, e incluso espirituales, que nos unían a su marido y a mí. Era incapaz de imaginar que lo único que me mantenía bajo su techo era mi deseo de influir para que su poder se empleara con buenos fines. Ahora comprendo que me equivoqué. Nada podía justificar que me quedara en un lugar donde mi presencia era causa de infelicidad, aunque lo cierto es que la infelicidad habría persistido aunque yo me hubiera marchado de la casa.
—Ahora, señorita Dunbar —dijo Holmes—, le ruego que nos cuente con exactitud lo que ocurrió aquella noche.
—Le contaré la verdad hasta donde yo la conozco, señor Holmes, pero no estoy en condiciones de demostrar nada, y hay detalles, los detalles más vitales, que ni puedo explicar ni soy capaz de imaginar una explicación.
—Si usted encuentra los datos, tal vez otros puedan encontrar la explicación.
—Pues bien, con respecto a mi presencia aquella noche en el puente de Thor, por la mañana recibí una nota de la señora Gibson. Estaba sobre la mesa del cuarto de estudio, y debió de dejarla ella misma en persona. Me rogaba que me encontrase con ella después de cenar, porque tenía que decirme algo muy importante, y me pedía que dejara una respuesta en el reloj de sol del jardín, ya que no deseaba que se enterase nadie. Yo no entendía el motivo de tanto secreto, pero hice lo que me pedía, aceptando la cita. También me rogaba que destruyera la nota, así que la quemé en la chimenea del cuarto de estudio. Ella le tenía mucho miedo a su marido, que la trataba con una dureza que yo le reprochaba con frecuencia, y me imaginé que actuaba de ese modo porque no quería que él se enterase de nuestra entrevista.
—Sin embargo, ella guardó cuidadosamente su respuesta.
—Sí. Me sorprendió enterarme de que la tenía en la mano cuando murió.
—Muy bien; ¿qué sucedió después?
—Acudí a la cita como había prometido. Cuando llegué al puente, ella estaba esperándome. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de lo mucho que me odiaba aquella pobre mujer. Estaba como loca..., de hecho, creo que estaba loca, loca de una manera sutil, con esa tremenda capacidad de engaño que pueden tener los dementes. ¿Cómo, si no, podía verme todos los días sin que pareciera preocuparle, cuando en su corazón ardía un odio tan furibundo? No repetiré lo que me dijo. Vomitó toda su furia salvaje en palabras horribles, que quemaban. Yo ni siquiera respondí..., no podía. Daba espanto verla. Me tapé los oídos con las manos y salí corriendo. Cuando la dejé, ella estaba en la entrada del puente, todavía aullando maldiciones contra mí.
—¿Dónde la encontraron?
—A pocos metros de donde yo la dejé.
—Y sin embargo, dando por supuesto que murió poco después de que usted se marchara, usted no oyó ningún disparo.
—No, no oí nada. Pero lo cierto, señor Holmes, es que yo estaba tan excitada y horrorizada por aquel terrible estallido que corrí a refugiarme en la paz de mi habitación y no era capaz de enterarme de nada de lo que ocurría.
—Dice usted que regresó a su habitación. ¿Salió de ella antes de la mañana siguiente?
—Sí; cuando se descubrió que la pobre mujer había muerto, salí corriendo de la casa con todos los demás.
—¿Vio usted al señor Gibson?
—Sí; él volvía del puente cuando yo lo vi. Había hecho llamar al médico y a la policía.
—¿Le dio la impresión de estar muy alterado?
—El señor Gibson es un hombre muy fuerte, con mucho dominio de sí mismo. No creo que nunca exteriorice sus emociones. Pero yo, que lo conozco bien, pude darme cuenta de que estaba muy afectado.
—Llegamos ahora al punto más importante: la pistola que encontraron en su habitación. ¿La había visto antes?
—Nunca. Lo juro.
—¿Cuándo la encontraron?
—A la mañana siguiente, cuando la policía hizo el registro.
—¿Estaba entre su ropa?
—Sí, en el suelo de mi ropero, debajo de unos vestidos.
—¿Tiene alguna idea de cuánto tiempo llevaba allí?
—Sé que no estaba allí la mañana anterior.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque estuve recogiendo el ropero.
—Eso es definitivo. Entonces, alguien entró en su habitación y dejó allí la pistola, con intención de inculparla.
—Eso debió de ser.
—¿Y cuándo se hizo?
—Solo pudo ser a la hora de la comida, o durante el tiempo que paso con los niños en el cuarto de estudio.
—¿Como cuando recibió la nota?
—Sí; desde esa hora en adelante, toda la mañana.
—Gracias, señorita Dunbar. ¿Hay algún otro detalle que pueda ayudarme en la investigación?
—No se me ocurre ninguno.
—En la piedra del puente había algunas señales de violencia: un desconchón muy reciente, justo enfrente de donde se encontró el cadáver. ¿Se le ocurre alguna explicación para eso?
—Debe de tratarse de una simple coincidencia.
—Pues es muy curioso, señorita Dunbar, muy curioso. ¿Por qué iba a aparecer en el preciso momento de la tragedia y en el mismo lugar?
—Pero ¿qué pudo haberlo causado? Se necesitaría un golpe muy fuerte para hacer eso.
Holmes no respondió. De pronto, su rostro pálido y emotivo había adoptado aquella expresión tensa y ausente que yo había aprendido a asociar con las manifestaciones supremas de su genio. Tan evidente era la crisis que tenía lugar en su cerebro que ninguno de nosotros se atrevió a hablar y nos quedamos allí sentados, el abogado, la detenida y yo, mirándolo absortos, en silencio concentrado. De repente, se levantó de un salto de su silla, vibrando a causa de la energía nerviosa y la imperiosa necesidad de acción.
—¡Vamos, Watson, vamos! —exclamó.
—¿Qué ocurre, señor Holmes?
—No se preocupe, señorita. Ya tendrá noticias mías, señor Cummings. Con ayuda del Dios de la justicia, pondré en sus manos un caso que causará conmoción en toda Inglaterra. Usted, señorita Dunbar, recibirá noticias nuestras mañana; mientras tanto, confíe en mí si le digo que las nubes se están despejando y que tengo grandes esperanzas de que la luz de la verdad se abra paso entre ellas.
El trayecto desde Winchester hasta el puente de Thor no era muy largo, pero la impaciencia hizo que a mí me pareciera larguísimo, mientras que a Holmes era evidente que se le hacía interminable. Su nerviosismo le impedía quedarse sentado, y se paseaba por el vagón del tren o tamborileaba con sus largos y sensibles dedos sobre los cojines que tenía a su lado. Sin embargo, cuando nos aproximábamos a nuestro destino, se sentó de repente frente a mí —disponíamos de un vagón de primera para nosotros solos— y, poniendo las manos sobre mis rodillas, me miró a los ojos con aquella mirada peculiarmente maliciosa que caracterizaba sus momentos de mayor picardía.
—Watson —dijo—, creo recordar que suele usted venir armado a estas excursiones nuestras.
Y suerte tenía de que así fuera, ya que él se preocupaba bien poco de su propia seguridad cuando su mente estaba absorta en un problema, y más de una vez mi revólver nos había sacado de apuros. Así se lo hice notar.
—Sí, sí, ya sé que soy un poco distraído para este tipo de cosas. Pero ¿ha traído su revólver o no?
Lo saqué de mi bolsillo lateral: un arma pequeña, corta, manejable y muy útil. Holmes aflojó el tambor, hizo saltar los casquillos y lo examinó con cuidado.
—Es pesado... bastante pesado —dijo.
—Sí, es un instrumento sólido.
Holmes lo contempló meditativo durante cosa de un minuto.
—¿Sabe, Watson? —dijo—. Creo que su revólver va a establecer una relación muy íntima con el misterio que estamos investigando.
—Querido Holmes, ¿está de broma?
—No, Watson, hablo muy en serio. Tenemos que hacer un experimento. Si sale bien, todo quedará aclarado. Y dicho experimento depende del comportamiento de esta pequeña arma. Vamos a dejar un cartucho fuera. Ahora metemos los otros cinco y ponemos el seguro. ¡Aja! Esto aumenta el peso y mejorará la simulación.
Yo no tenía la menor idea de lo que pasaba por su cabeza, ni él me dio ninguna explicación, limitándose a permanecer sentado y sumido en reflexiones hasta que nos apeamos en la pequeña estación de Hampshire. Alquilamos un cochecillo destartalado y en un cuarto de hora nos plantamos ante la casa de nuestro amigo y confidente, el sargento.
—¿Una pista, señor Holmes? ¿Cuál?
—Todo depende del comportamiento del revólver del doctor Watson —dijo mi amigo—. Aquí está. Ahora, sargento, ¿puede conseguirme diez metros de cuerda?
En la tienda del pueblo adquirimos un ovillo de cordel fuerte.
—Creo que esto es todo lo que necesitamos —dijo Holmes—. Ahora, si le parece bien, vamos a emprender la que confío que sea la última etapa de nuestro viaje.
El sol se estaba poniendo, convirtiendo los ondulados páramos de Hampshire en un bellísimo paisaje otoñal. El sargento caminaba a trompicones junto a nosotros, dirigiendo frecuentes miradas críticas e incrédulas que demostraban sus serias dudas acerca de la cordura de mi compañero. Al acercarnos al escenario del crimen me di cuenta de que, por debajo de su habitual calma, mi amigo se encontraba en realidad terriblemente excitado.
—Sí —dijo en respuesta a un comentario mío—. Usted ya me ha visto fallar antes, Watson. Yo tengo instinto para estas cosas, pero a veces ese instinto me la juega. Cuando se me ocurrió la idea, en esa celda de Winchester, parecía de una certidumbre absoluta, pero uno de los inconvenientes de poseer una mente activa es que a uno siempre se le ocurren explicaciones alternativas, que pueden hacerle seguir pistas falsas. Sin embargo..., sin embargo..., en fin, Watson, con probar no se pierde nada.
Mientras caminaba, había ido atando un extremo de la cuerda a la culata del revólver. Ya habíamos llegado al lugar de la tragedia. Con mucho cuidado, siguiendo las instrucciones del policía, marcó el sitio exacto donde había estado tendido el cadáver. A continuación, buscó entre los brezos y los helechos hasta encontrar una piedra de considerable tamaño. Ató a ella el otro extremo de la cuerda y la hizo pasar sobre el pretil del puente, de manera que quedara colgando sobre el agua. Entonces se situó en el sitio fatídico, a cierta distancia del borde del puente, con mi revólver en la mano y la cuerda tensa entre el arma y la pesada piedra que colgaba del otro extremo.
—¡Vamos allá! —exclamó.
Con estas palabras, levantó el revólver hasta la altura de su cabeza y luego lo soltó. En un instante, el peso de la piedra arrastró el arma, que golpeó con un fuerte chasquido el pretil y desapareció por el otro lado, cayendo al agua. Casi antes de que cayera, Holmes estaba ya arrodillado junto a la balaustrada, y su grito de alegría nos indicó que había encontrado lo que esperaba encontrar.
—¿Han visto alguna vez una demostración más exacta? —gritó—. ¡Vea, Watson, su revólver ha resuelto el problema!
Mientras hablaba, señaló un segundo desconchón, exactamente del mismo tamaño y forma que el primero, que había aparecido en el borde inferior de la balaustrada de piedra.
—Pasaremos la noche en la posada —continuó, incorporándose y dirigiéndose al atónito sargento—. Usted, por supuesto, conseguirá un garfio y rescatará con facilidad el revólver de mi amigo. Junto a él encontrará también el revólver, la cuerda y el peso con el que esa vengativa mujer intentó disfrazar su suicidio y hacer caer una acusación de asesinato sobre una víctima inocente. Puede comunicar al señor Gibson que lo veré por la mañana, y que entonces se podrán dar los pasos necesarios para rehabilitar a la señorita Dunbar.
Aquella noche, mientras fumábamos juntos nuestras pipas en la posada del pueblo, Holmes me expuso un breve resumen de lo sucedido.
—Me temo, Watson —dijo—, que añadiendo el caso del misterio del puente de Thor a sus anales no conseguirá usted que mejore la reputación que yo haya podido adquirir. He estado lento en mis deducciones y me ha faltado esa mezcla de imaginación y realidad que constituye la base de mi arte. Confieso que la muesca en el pretil era una pista suficiente para sugerir la solución, y es culpa mía no haberla encontrado antes.
»Hay que reconocer que la mentalidad de esa desdichada mujer era muy sutil y tortuosa, y no resultaba fácil desentrañar su plan. No creo que en todas nuestras aventuras nos hayamos encontrado jamás con un ejemplo tan extraño de lo que puede hacer el amor pervertido. Parece que la rivalidad de la señorita Dunbar, ya fuera en el sentido físico o en el puramente mental, resultaba igualmente imperdonable a sus ojos. Sin duda, culpaba a esta inocente joven de todos los malos tratos y las palabras insultantes con que su marido trataba de rechazar sus efusivas manifestaciones de afecto. Primero debió de decidir quitarse la vida. Pero luego decidió hacerlo de manera que implicara a su víctima, arrastrándola a un destino mucho peor que cualquier forma de muerte súbita.
«Podemos seguir con facilidad las sucesivas etapas, que demuestran una notable sutileza mental. Con gran astucia, consiguió que la señorita Dunbar escribiera una nota que delataría su presencia en la escena del crimen. En su afán por que se descubriera, se excedió un poco, conservándola en la mano hasta el último momento. Este detalle debería haber bastado para despertar mis sospechas desde mucho antes.
»A continuación, tomó uno de los revólveres de su marido (ya vio usted que había todo un arsenal en la casa) y lo guardó para su propio uso. Aquella mañana escondió otro igual en el ropero de la señorita Dunbar, después de disparar un cartucho, cosa que pudo hacer con facilidad en el bosque sin llamar la atención. Más tarde fue al puente, donde preparó este ingeniosísimo método para hacer desaparecer su arma. Cuando llegó la señorita Dunbar, agotó sus últimas fuerzas en vomitar su odio y después, cuando la joven ya no podía oírla, puso en práctica su terrible plan. Ya tenemos todos los eslabones en su sitio y la cadena está completa. Es posible que los periódicos pregunten por qué no se dragó el lago desde un principio, pero es muy fácil dárselas de listos cuando todo ha terminado, y en cualquier caso no es tarea fácil dragar todo un lago lleno de cañaverales si no se sabe con claridad lo que se está buscando y dónde hay que buscar. En fin, Watson, hemos ayudado a una mujer extraordinaria y a un hombre formidable. Si en el futuro unieran sus fuerzas, lo cual no parece inverosímil, el mundo financiero podría descubrir que el señor Neil Gibson ha aprendido algo en la escuela del sufrimiento, que es donde se dan las lecciones de la vida.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro