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El hombre que reptaba

Sherlock Holmes opinó siempre que yo debía publicar los extraños hechos referentes al profesor Pressbury, aunque solo fuera para disipar de una vez por todas los desagradables rumores que hace unos veinte años agitaron la universidad y encontraron eco en los círculos culturales de Londres. Existían, sin embargo, ciertos impedimentos, y la verdadera historia de este curioso caso permaneció sepultada en la caja de hojalata que contiene tantos archivos de las aventuras de mi amigo. Ahora, por fin, se nos ha autorizado a airear los hechos que constituyeron uno de los últimos casos investigados por Holmes antes de retirarse de la actividad profesional. Aun ahora, es preciso actuar con cierta reserva y discreción al exponer el asunto al público.

Un domingo por la tarde, a principios de septiembre de 1903, recibí uno de los lacónicos mensajes de Holmes:

Venga inmediatamente si le es posible. Si no le es posible, venga de todos modos.—S. H.

En aquella última etapa, las relaciones entre nosotros dos eran muy curiosas. Él era hombre de costumbres, costumbres muy concretas y arraigadas, y yo me había convertido en una de ellas. Como institución, yo era comparable al violín, el tabaco de picadura, la vieja pipa negra, los álbumes de recortes y otras tal vez menos disculpables. Cuando tenía un caso que exigía actividad y necesitaba un compañero en cuyo temple pudiera tener cierta confianza, mi función era obvia. Pero, aparte de todo esto, también le servía para otros fines. Yo era como la piedra de afilar en la que aguzaba su inteligencia. Le estimulaba. Le gustaba pensar en voz alta en mi presencia. No se puede decir que sus comentarios fueran dirigidos a mí —muchos de ellos igual podrían haber ido dirigidos al mueble de su cama—, pero, no obstante, una vez adquirido el hábito, le resultaba de cierta ayuda que yo tomase nota e interviniese de vez en cuando. Si yo le irritaba con la metódica lentitud de mi pensamiento, la irritación servía precisamente para que sus llameantes intuiciones e impresiones cobraran más brillo, fuerza y rapidez. Tal era mi humilde papel en nuestra alianza.

Cuando llegué a Baker Street, lo encontré acurrucado en su butaca, con las rodillas levantadas, la pipa en la boca y el ceño fruncido por la reflexión. Estaba claro que vivía la agonía de algún problema angustioso. Con un gesto de la mano me indicó mi vieja butaca, pero, aparte de eso, durante media hora no dio señales de ser consciente de mi presencia. Por fin, con un sobresalto, pareció salir de su ensueño y, con su habitual sonrisa maliciosa, me dio la bienvenida a mi antiguo hogar.

—Tendrá que perdonarme esta especie de ensimismamiento, querido Watson —dijo—. En las últimas veinticuatro horas se han presentado a mi consideración ciertos hechos muy curiosos, que a su vez han dado lugar a especulaciones de carácter más general. Estoy pensando seriamente en escribir una monografía acerca de la utilidad de los perros en el trabajo de un detective.

—Pero seguro que ese tema ya se ha estudiado, Holmes —dije yo—. Sabuesos y todo eso...

—No, no, Watson; ese aspecto del tema claro que es evidente. Pero existe otro aspecto mucho más sutil. Tal vez recuerde que en aquel caso que usted, con su habitual sensacionalismo, tituló El misterio de Copper Beeches, analizando la mentalidad del niño conseguí deducir las tendencias criminales de su muy zalamero y respetable padre.

—Sí, lo recuerdo muy bien.

—Pues mi actitud mental hacia los perros es análoga. El perro refleja la vida de la familia. ¿Cuándo se ha visto un perro juguetón en una familia lúgubre, o un perro triste en una familia feliz? La gente gruñona tiene perros gruñones, y los individuos peligrosos tienen perros peligrosos. Hasta sus cambios de humor reflejan los cambios de humor de sus amos.

Yo meneé la cabeza en señal de duda.

—Me temo, Holmes, que eso está un poco traído por los pelos.

Él había vuelto a llenar su pipa y continuó su disertación, haciendo caso omiso de mi comentario.

—La aplicación práctica de lo que digo guarda mucha relación con el problema que estoy investigando. Es una madeja muy enmarañada, ¿sabe usted?, y ando buscando algún cabo suelto. Y un posible cabo suelto está en esta pregunta: ¿Por qué Roy, el fiel perro lobo del profesor Pressbury, intenta morderle?

Me recosté en mi butaca algo decepcionado. ¿Por una cuestión tan trivial como aquella me había llamado, haciéndome abandonar mi trabajo? Holmes me dirigió una intensa mirada.

—¡El mismo Watson de siempre! —dijo—. Nunca aprenderá que los asuntos más graves pueden depender de los detalles más nimios. Así, a primera vista, ¿no resulta extraño que un anciano y respetable científico..., supongo que habrá oído hablar del profesor Pressbury, el famoso fisiólogo de Camford, que un hombre así, cuyo mejor amigo ha sido su leal perro lobo, haya sido atacado ya dos veces por su propio perro? ¿Qué le dice a usted eso?

—El perro estará enfermo.

—Bueno, hay que tener en cuenta esa posibilidad. Pero el perro no ataca a nadie más, ni parece llevarse mal con su amo, salvo en ocasiones muy especiales. Es muy curioso, Watson, muy curioso. Vaya, si eso es el timbre de la puerta, el joven señor Bennett llega antes de la hora. Tenía la esperanza de poder charlar un poco más con usted antes de que llegara.

Se oyeron pasos rápidos en la escalera, sonó un golpe seco en la puerta y un instante después se presentó el nuevo cliente. Era un joven alto y apuesto, de unos treinta años, bien vestido y elegante, pero con un algo en sus maneras que sugería la timidez de un estudiante más que el aplomo de un hombre de mundo. Le estrechó la mano a Holmes y después me miró con cierto aire de sorpresa.

—Este es un asunto muy delicado, señor Holmes —dijo—, considerando mis relaciones con el profesor Pressbury, tanto privadas como públicas. Me parece que estaría muy mal por mi parte hablar delante de una tercera persona.

—No tema, señor Bennett. El doctor Watson es la discreción en persona, y puedo asegurarle que es muy probable que necesite un ayudante en este asunto.

—Como guste, señor Holmes. Estoy seguro de que comprende usted que tenga ciertas reservas.

—Usted lo entenderá, Watson, cuando le diga que este caballero, el señor Trevor Bennett, es el ayudante profesional del eminente científico, vive bajo su mismo techo y está comprometido con su hija única. Desde luego, estamos de acuerdo en que el profesor tiene todo el derecho a esperar de él lealtad y devoción. Pero como mejor puede demostrarlo es adoptando las medidas necesarias para esclarecer este extraño misterio.

—Eso espero, señor Holmes. Ese es mi único objetivo. ¿Conoce el doctor Watson la situación?

—No he tenido tiempo de explicársela.

—En tal caso, quizá lo mejor sería que le haga un resumen antes de explicar las últimas novedades.

—Yo mismo lo haré —dijo Holmes—, con el fin de comprobar que he entendido los hechos en su debido orden. El profesor, Watson, es un hombre famoso en toda Europa. Toda su vida la ha dedicado a la ciencia. Jamás ha habido un asomo de escándalo. Es viudo y tiene una hija, Edith. Tengo entendido que es hombre de carácter viril y enérgico, casi se podría decir que agresivo. Así estaban las cosas hasta hace pocos meses.

«Entonces cambió el curso de su vida. Aunque tiene sesenta y un años, se comprometió con la hija del profesor Morphy, colega suyo en la cátedra de Anatomía Comparada. Tengo entendido que no se trató de un enamoramiento razonado, como sería propio de un hombre de edad, sino más bien de la pasión frenética típica de un joven, ya que no cabe imaginar un enamorado más ferviente. La señorita Alice Morphy era una muchacha perfecta de cuerpo y mente, lo cual puede explicar el entusiasmo del profesor. Aun así, no contó con la plena aprobación de su propia familia.

—Nos pareció más bien excesivo —dijo nuestro visitante.

—Exacto. Excesivo y un poco violento y antinatural. Por otra parte, el profesor Pressbury era rico y no encontró objeciones por parte del padre. La hija, en cambio, tenía otras ideas, y ya existían varios candidatos a su mano, que, aunque resultaran menos aceptables desde el punto de vista material, al menos eran aproximadamente de su misma edad. A la chica parecía gustarle el profesor a pesar de sus excentricidades. El único inconveniente que encontraba era la edad.

«Aproximadamente por entonces, un pequeño misterio vino a alterar de repente la rutina normal de la vida del profesor. Hizo algo que no había hecho nunca. Se marchó de su casa sin dar ninguna explicación de dónde iba. Estuvo ausente unos quince días y regresó con aspecto de encontrarse bastante fatigado por el viaje. No dijo ni palabra de dónde había estado, a pesar de que por lo general es un hombre muy comunicativo. Sin embargo, dio la casualidad de que nuestro cliente, el señor Bennett, recibió una carta de un compañero de estudios residente en Praga, que decía haber visto allí al profesor Pressbury, aunque no había tenido ocasión de hablar con él. De este modo, su familia se enteró de dónde había estado.

»Y ahora llegamos al asunto. A partir de entonces se produjo un curioso cambio en el profesor. Se convirtió en un hombre evasivo y huidizo. Los que le rodeaban tenían constantemente la sensación de que aquel no era el hombre que conocían, sino que se encontraba bajo la influencia de alguna sombra que había empañado sus más elevadas cualidades. Su intelecto no parecía afectado, y sus clases eran tan brillantes como siempre. Pero siempre había algo nuevo, algo siniestro e inesperado. Su hija, que le adoraba, intentó una y otra vez restablecer las antiguas relaciones y penetrar tras la máscara que su padre parecía llevar puesta. Y tengo entendido que otro tanto hizo usted, señor Bennett. Pero todo fue en vano. Y ahora, señor Bennett, cuente con sus propias palabras el incidente de las cartas.

—Debe usted tener en cuenta, doctor Watson, que el profesor no tenía secretos para mí. Ni aunque hubiera sido su hijo o su hermano pequeño habría podido gozar de una confianza más completa por su parte. Como secretario suyo, manejaba todos los documentos que le llegaban, e incluso abría y clasificaba sus cartas. Poco después de su regreso, todo esto cambió. Me dijo que le llegarían algunas cartas de Londres, marcadas con una cruz debajo del sello. Y que estas cartas debían apartarse para que solo él las leyera. En efecto, por mis manos pasaron varias de esas cartas, que llevaban la marca «E. C.» y estaban escritas con muy mala letra. Si las respondió, las respuestas no pasaron por mis manos ni por el cesto en el que se recogía nuestra correspondencia.

—Y lo de la caja —dijo Holmes.

—Ah, sí, la caja. El profesor trajo de su viaje una caja de madera. Era el único detalle que hacía pensar en un viaje por el Continente, ya que era una de esas curiosidades talladas que uno asocia con Alemania. La guardó en el armario de los instrumentos. Un día, buscando una cánula, levanté la caja. Ante mi sorpresa, se puso furiosísimo y me reprochó mi curiosidad con palabras bastante duras. Era la primera vez que sucedía algo semejante, y me sentó muy mal. Intenté explicarle que solo había tocado la caja por accidente, pero durante toda aquella noche fui consciente de que me miraba con resentimiento y que seguía dándole vueltas en la cabeza al incidente —el señor Bennett sacó de su bolsillo una pequeña agenda—. Esto sucedió el 2 de julio.

—Desde luego, es usted un testigo admirable —dijo Holmes—. Puede que necesite algunas otras fechas de las que tiene anotadas.

—Aprendí a ser metódico de mi maestro, entre otras muchas cosas. Desde el momento en que observé anormalidades en su conducta, consideré que era mi deber estudiar su caso. Por eso tengo aquí anotado que fue aquel mismo día, el 2 de julio, cuando Roy atacó al profesor, que salía de su despacho al vestíbulo. El 11 de julio tuvo lugar una escena similar, y tengo anotada otra más el 20 de julio. Después de eso, tuvimos que confinar a Roy en los establos. Era un animal muy cariñoso..., pero me temo que le estoy aburriendo.

El señor Bennett dijo aquello en tono de reproche, ya que saltaba a la vista que Holmes no le estaba escuchando. Tenía el rostro rígido y los ojos miraban abstraídos hacia el techo. Se recuperó con un esfuerzo.

—¡Qué curioso! ¡Pero qué curioso! —murmuró—. Estos detalles son nuevos para mí, señor Bennett. Creo que ya hemos repasado todo lo anterior, ¿verdad? Pero usted habló de novedades.

El rostro franco y agradable de nuestro visitante se nubló, ensombrecido por algún triste recuerdo.

—Lo que le voy a contar ocurrió hace dos noches —dijo—. A eso de las dos de la mañana, yo estaba en la cama, pero despierto, cuando oí un sonido apagado procedente del pasillo. Abrí la puerta y eché una mirada. Debo explicar que el profesor duerme al final del pasillo...

—¿La fecha era...?

Nuestro visitante se mostró visiblemente molesto por una interrupción tan irrelevante.

—Ya le he dicho, señor, que fue hace dos noches..., es decir, el 4 de septiembre.

Holmes asintió y sonrió.

—Le ruego que continúe.

—Duerme al final del pasillo, y tiene que pasar ante mi puerta para llegar a la escalera. Fue una experiencia verdaderamente aterradora, señor Holmes. Creo tener los nervios tan templados como cualquier hijo de vecino, pero lo que vi me estremeció. El pasillo estaba a oscuras, exceptuando una ventana que hay a la mitad, por la que entraba un poco de luz. Me di cuenta de que algo venía por el pasillo, algo oscuro que avanzaba como encogido. De pronto le dio la luz y vi que era él. ¡Iba arrastrándose, señor Holmes, arrastrándose! No gateando sobre las manos y las rodillas, sino más bien sobre las manos y los pies, con la cara oculta entre las manos. Sin embargo, parecía moverse con facilidad. Quedé tan paralizado por aquella visión que hasta que no llegó a la altura de mi puerta no fui capaz de adelantarme a preguntar si necesitaba ayuda. Su respuesta fue extraordinaria. Se puso en pie de un salto, me insultó con palabras espantosas y echó a correr escaleras abajo. Estuve esperando aproximadamente una hora, pero no regresó. Ya debía de haber amanecido cuando volvió a su habitación.

—Bien, Watson, ¿qué le parece eso? —preguntó Holmes con el aire de un patólogo que presenta un ejemplar raro.

—Podría ser lumbago. He visto ataques agudos que obligan a caminar de ese modo, y desde luego hay pocas cosas que irriten más los ánimos.

—¡Bravo, Watson! Siempre manteniéndonos con los pies pegados al suelo. Pero la hipótesis del lumbago resulta inaceptable, puesto que pudo incorporarse en un instante.

—Jamás ha estado mejor de salud —dijo Bennett—. De hecho, no lo he visto tan fuerte en muchos años. Pero esos son los hechos, señor Holmes. No se trata de un caso como para acudir a la policía y, sin embargo, ya no sabemos qué hacer y nos da la extraña impresión de que nos encaminamos a un desastre. Edith..., la señorita Pressbury, opina lo mismo que yo, que ya no podemos seguir esperando pasivamente.

—Desde luego, se trata de un caso muy curioso y sugestivo. ¿Qué opina usted, Watson?

—Hablando como médico —respondí—, parece un caso para un alienista. El enamoramiento trastornó los procesos cerebrales del anciano caballero. Hizo un viaje al extranjero con la esperanza de librarse de la pasión. Las cartas y la caja pueden estar relacionadas con alguna otra transacción privada..., quizás un préstamo o unas acciones que están guardadas en la caja.

—Y sin duda, el perro lobo no aprobaba esa operación financiera. No, no, Watson, aquí hay algo más. Por ahora, lo único que se me ocurre sugerir...

Jamás se sabrá lo que Sherlock Holmes iba a sugerir, porque en aquel momento se abrió la puerta y entró una joven en la habitación. Ante su aparición, el joven Bennett se puso en pie de un salto, dejando escapar una exclamación, y corrió a su encuentro, extendiendo las manos hacia las de ella, igualmente extendidas.

—¡Edith, querida! ¡Espero que no haya ocurrido nada!

—Pensé que debía venir a buscarte. ¡Oh, Jack, he pasado tanto miedo! ¡Es terrible estar allí sola!

—Señor Holmes, esta es la joven de que le he hablado. Mi prometida.

—Poco a poco habíamos ido llegando a esa conclusión, ¿verdad, Watson? —respondió Holmes con una sonrisa—. Supongo, señorita Pressbury, que se ha producido alguna novedad en el caso y usted pensó que debía informarnos.

Nuestra nueva visitante, una joven atractiva y vivaracha, con un aspecto inglés de lo más normal, devolvió la sonrisa a Holmes mientras se sentaba al lado del señor Bennett.

—Cuando me enteré de que el señor Bennett había salido del hotel, pensé que lo más probable sería que estuviera aquí. Como es natural, me había dicho que vendría a consultarle. ¡Ay, señor Holmes! ¿Puede usted hacer algo por mi pobre padre?

—Espero que sí, señorita Pressbury, pero el caso está aún muy oscuro. Tal vez lo que viene usted a decirnos pueda arrojar alguna nueva luz.

—Ha ocurrido esta noche, señor Holmes. Ayer estuvo muy raro todo el día. Estoy segura de que hay ocasiones en las que no tiene conciencia de lo que hace. Vive como en un extraño sueño. Ayer fue uno de esos días. El hombre que estaba en casa no era mi padre. La corteza exterior era la suya, pero en realidad él no estaba allí.

—Cuénteme lo que sucedió.

—A mitad de la noche me despertaron unos ladridos muy furiosos del perro. Pobre Roy, ahora está encadenado junto al establo. Tengo que decirle que siempre duermo con la puerta cerrada, porque, como podrá decirles Jack..., o sea, el señor Bennett, todos nosotros vivimos con una sensación de peligro inminente. Mi habitación está en la segunda planta. La persiana de la ventana estaba alzada, y fuera había una luna bastante brillante. Mientras estaba tumbada, con la mirada fija en el cuadrado de luz y escuchando los frenéticos ladridos del perro, vi con asombro la cara de mi padre mirando hacia mí. Señor Holmes, casi me muero del susto. Allí estaba, con la cara apretada contra el cristal, y me pareció que alzaba una mano, como para levantar la ventana. Si la ventana hubiera llegado a abrirse, creo que me habría vuelto loca. No fue una ilusión, señor Holmes. No vaya a creer eso, porque se engañaría. Me atrevo a decir que permanecí paralizada unos veinte segundos, mirando aquella cara. Luego desapareció, pero fui incapaz..., de saltar de la cama y mirar por la ventana. Me quedé allí, helada y temblando, hasta que amaneció. Durante el desayuno, mi padre estaba de muy mal humor y no hizo ningún comentario sobre la aventura nocturna. Tampoco lo hice yo, pero busqué una excusa para venir a Londres... y aquí me tienen.

Holmes parecía absolutamente sorprendido por el relato de la señorita Pressbury.

—Querida señorita, dice usted que su habitación está en la segunda planta. ¿Hay alguna escalera en el jardín?

—No, señor Holmes; eso es lo más asombroso de todo. No existe ningún modo de llegar a la ventana... y, sin embargo, allí estaba.

—Y la fecha es 5 de septiembre —dijo Holmes—. Desde luego, esto complica las cosas.

Esta vez fue la joven la que se mostró sorprendida.

—Esta es la segunda vez que alude usted a las fechas, señor Holmes —dijo Bennett—. ¿Es posible que eso influya de algún modo en el caso?

—Es posible... muy posible. Sin embargo, aún no dispongo de información suficiente.

—¿Está pensando, tal vez, en la relación entre la locura y las fases de la luna?

—No, se lo aseguro. Mi idea iba por un camino totalmente diferente. ¿Le sería posible dejarme su agenda para que yo pueda comprobar las fechas? Y ahora, Watson, creo que nuestra línea de acción está perfectamente clara. Según nos ha informado esta joven (y tengo la mayor confianza en su intuición), algunos días su padre no recuerda prácticamente nada de lo que ocurre. Así pues, iremos a visitarle como si nos hubiera dado una cita en uno de esos días. Achacará el olvido a su falta de memoria. Así podremos iniciar nuestra campaña echándole un buen vistazo de cerca.

—Excelente idea —dijo el señor Bennett—. Pero le advierto que el profesor a veces se pone irascible y violento. Holmes sonrió.

—Hay buenas razones para ir cuanto antes. Razones de mucho peso, si mis teorías son correctas. Tenga por seguro, señor Bennet, que mañana nos veremos en Camford. Si no recuerdo mal, existe allí una posada llamada Chequers, donde el oporto era mejor que regular y la ropa de cama no tenía un pero que ponerle. Creo, Watson, que los próximos días nos va a tocar pasarlos en lugares menos agradables.

El lunes por la mañana estábamos de camino hacia la famosa ciudad universitaria, un esfuerzo sin importancia para Holmes, que no tenía raíces que le impidieran el movimiento, pero que para mí representó muchas prisas y frenéticos cambios de planes, ya que mi clientela médica era por entonces bastante considerable. Holmes no hizo ningún comentario sobre el caso hasta que hubimos depositado nuestras maletas en la antigua hostería de la que había hablado.

—Creo, Watson, que podremos encontrar al profesor justo antes de comer. Su clase es a las once y debería llegar con tiempo a su casa.

—¿Y qué excusa podemos dar para visitarle?

Holmes consultó su cuaderno de notas.

—Tuvo uno de sus periodos de extravagancia el 26 de agosto. Partimos del supuesto de que apenas recuerda lo que hace en tales ocasiones. Si insistimos en que hemos sido citados, creo que es difícil que se atreva a contradecirnos. ¿Tiene usted la cara dura necesaria para llegar hasta el final?

—Habrá que intentarlo.

—¡Bravo, Watson! La combinación perfecta de la Abeja Industriosa y el Soldado Aguerrido. «Habrá que intentarlo»: el lema de nuestra compañía. Seguro que encontramos un nativo amistoso que nos guíe.

Nuestro nativo, al pescante de un bonito cabriolé, nos condujo a lo largo de una hilera de antiguos colegios, torció por una avenida flanqueada de árboles y por fin se detuvo a la puerta de una casa preciosa, rodeada de césped y cubierta de enredadera morada. Era evidente que el profesor Pressbury vivía rodeado de toda clase de signos, no ya de comodidad, sino de lujo. En cuanto nuestro coche se detuvo, una cabeza canosa apareció en la ventana delantera y vimos un par de ojos penetrantes bajo unas cejas hirsutas, que nos examinaban a través de unas gruesas gafas con montura de concha. Un momento después nos encontrábamos en su santuario, y ante nosotros teníamos al misterioso científico cuyas excentricidades nos habían hecho venir de Londres. A decir verdad, no se advertía ningún signo de extravagancia ni en su aspecto ni en su conducta, pues se trataba de un hombre alto y corpulento, de facciones grandes, serio y vestido con levita, con toda la dignidad en el porte que cabe esperar en un profesor universitario. Su característica más notable eran los ojos: penetrantes, observadores e indicativos de una inteligencia rayana en la astucia. Miró nuestras tarjetas y dijo:

—Por favor, siéntense, caballeros. ¿En qué puedo servirles?

Holmes sonrió amablemente.

—Eso mismo iba a preguntarle yo, profesor.

—¿A mí, señor?

—Es posible que haya habido un error. Alguien me dijo que el profesor Pressbury de Camford tenía necesidad de mis servicios.

—¡Oh, ya veo! —me pareció advertir una chispa de malicia en aquellos intensos ojos grises—. ¿Eso le dijeron, eh? ¿Puedo preguntarle el nombre de su informante?

—Lo siento, profesor, pero se trata de un asunto confidencial. Si he cometido un error, no tiene mayores consecuencias. Solo me queda pedirle disculpas.

—De eso, nada. Quiero profundizar más en este asunto. Me interesa mucho. ¿Tiene usted alguna nota escrita, una carta o un telegrama que confirme lo que dice?

—No, no los tengo.

—Supongo que no se atreverá a afirmar que yo le he llamado.

—Preferiría no responder preguntas —dijo Holmes.

—No, claro que no —dijo el profesor con aspereza—. No obstante, esa pregunta en particular se puede responder muy fácilmente sin su ayuda.

Cruzó la habitación y tocó un timbre. Nuestro amigo de Londres, el señor Bennett, respondió a la llamada.

—Pase, señor Bennett. Estos dos caballeros han venido de Londres en la creencia de que se les ha llamado. Usted maneja toda mi correspondencia. ¿Tiene anotada alguna salida dirigida a una persona llamada Holmes?

—No, señor —respondió Bennett, sonrojándose.

—Eso es concluyente —dijo el profesor, dirigiendo una mirada furiosa a mi compañero—. Y ahora, señor mío —se inclinó hacia delante, con las dos manos apoyadas en la mesa—, me parece a mí que su situación es muy discutible.

—Lo único que puedo hacer es repetir que lamento haber irrumpido aquí innecesariamente.

—¡Con eso no basta, señor Holmes! —exclamó el anciano con voz chillona y una expresión extraordinariamente maligna en su rostro—. ¡No se saldrá de esta así por las buenas!

Tenía el rostro desencajado y, en su furia incontrolada, nos dirigía muecas y cuchicheos sin sentido. Estoy convencido de que habríamos tenido que abrirnos paso a la fuerza para lograr salir de allí, de no haber intervenido el señor Bennett.

—¡Querido profesor! —exclamó—. ¡Considere su posición! ¡Piense en el escándalo en la universidad! El señor Holmes es un hombre muy conocido. No puede usted tratarlo con tanta descortesía.

De mala gana, nuestro anfitrión —si es que se le puede llamar así— nos franqueó el camino a la puerta. Nos alegramos de vernos fuera de la casa, en la quietud de la avenida flanqueada de árboles. A Holmes el episodio parecía haberle divertido mucho.

—Nuestro amigo el sabio tiene los nervios algo trastornados —dijo—. Puede que nuestra intromisión fuera un poco burda, pero aun así hemos logrado el contacto personal que yo deseaba. Pero... ¡válgame Dios, Watson! Viene detrás de nosotros. Ese villano todavía nos persigue.

En efecto, detrás de nosotros se oía el sonido de pies que corrían, pero, con gran alivio por mi parte, no se trataba del formidable profesor, sino de su ayudante, que apareció doblando la curva de la avenida. Llegó hasta nosotros jadeando.

—Lo siento mucho, señor Holmes. Quería disculparme.

—No hay ninguna necesidad, señor mío. Esto forma parte de nuestra experiencia profesional.

—Jamás le había visto en una actitud tan peligrosa. Es cada vez más siniestro. Ahora podrá comprender por qué su hija y yo estamos asustados. Y sin embargo, su cerebro rige perfectamente bien.

—¡Demasiado bien! —dijo Holmes—. Esa fue mi equivocación. Es evidente que su memoria funciona mucho mejor de lo que yo pensaba. Por cierto, ¿podríamos ver, antes de irnos, la ventana de la habitación de la señorita Pressbury?

El señor Bennett se abrió camino a través de unos arbustos y nos mostró la fachada lateral de la casa.

—Es aquella. La segunda por la izquierda.

—Vaya, pues parece muy poco accesible. No obstante, observará usted que hay una enredadera debajo y una tubería del agua por encima, que tal vez podrían servir de apoyo.

—Yo sería incapaz de trepar allí —dijo el señor Bennett.

—Es muy posible. Desde luego, sería una hazaña peligrosa para un hombre normal.

—Hay otra cosa que quería decirle, señor Holmes. Tengo la dirección del hombre de Londres con el que se cartea el profesor. Parece que le ha escrito esta mañana y la he encontrado marcada en el papel secante. Es un acto indigno de un secretario de confianza, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Holmes miró el papel y se lo guardó en el bolsillo.

—Dorak... qué nombre más curioso. Supongo que será eslavo. Bien, este es un eslabón importante en la cadena. Regresamos a Londres esta tarde, señor Bennett. No creo que sirva de nada que nos quedemos aquí. No podemos hacer detener al profesor, porque no ha cometido ningún delito, ni tampoco podemos ponerlo bajo vigilancia, porque no se puede demostrar que esté loco. Por el momento, no podemos tomar ninguna medida.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—Un poco de paciencia, señor Bennett. Las cosas seguirán su curso. Si no me equivoco, el próximo martes tendrá una crisis. Y desde luego, ese día estaremos en Camford. Mientras tanto, no se puede negar que la situación general es poco agradable, y si la señorita Pressbury pudiera prolongar su estancia en Londres...

—Eso es fácil.

—Entonces, que se quede hasta que podamos garantizarle que ha pasado el peligro. Mientras tanto, a él déjelo a su aire y no le lleve la contraria. Mientras esté de buen humor, todo irá bien.

—¡Está allí! —susurró Bennett, sobresaltado.

Mirando a través del ramaje, vimos la alta y erguida figura que salía por la puerta del vestíbulo y miraba a su alrededor. Estaba inclinado hacia delante, balanceando las manos y girando la cabeza hacia uno y otro lado. Con un último gesto de saludo, el secretario se escurrió entre los árboles y le vimos acudir al encuentro de su jefe. Los dos entraron juntos en la casa, enfrascados en lo que nos pareció una conversación animada, e incluso exaltada.

—Supongo que el anciano caballero ha estado atando cabos —dijo Holmes mientras caminábamos hacia el hotel—. Ya me llamó la atención lo ágil y despejado que tiene el cerebro, para lo poco que hemos visto de él. Es explosivo, desde luego, pero desde su punto de vista tenía motivos para explotar si descubre que hay detectives siguiendo sus pasos y sospecha que el responsable es alguien de su propia casa. Me imagino que el amigo Bennett está pasando un mal rato.

Por el camino, Holmes se detuvo en una oficina de correos para enviar un telegrama. La respuesta nos llegó a última hora de la tarde, y Holmes me la dio a leer:

He visitado Commercial Road y visto a Dorak. Un tipo amable, anciano, de Bohemia. Tiene una tienda grande, donde vende de todo.

Mercer

—Mercer es una adquisición posterior a sus tiempos —dijo Holmes—. Es mi hombre para todo, que se encarga de los asuntos de rutina. Era importante que supiéramos algo del hombre con el que nuestro profesor mantiene una correspondencia tan secreta. Su nacionalidad parece encajar con el viaje a Praga.

—Gracias a Dios que algo encaja con algo —dije yo—. Hasta ahora, parece que nos enfrentamos con una larga serie de incidentes inexplicables, que no tienen nada que ver unos con otros. Por ejemplo, ¿qué posible relación puede existir entre un perro agresivo y un viaje a Bohemia, o entre cualquiera de las dos cosas y un hombre que se arrastra de noche por los pasillos? En cuanto a eso de las fechas, es lo más desconcertante de todo.

Holmes sonrió y se frotó las manos. Debo decir que nos encontrábamos sentados en el vetusto salón del antiguo hotel, con una botella del famoso vino de reserva del que Holmes había hablado encima de la mesa, entre nosotros dos.

—De acuerdo, veamos primero lo de las fechas —dijo, juntando las puntas de los dedos y comportándose como si se estuviera dirigiendo a una clase—. El excelente diario de este joven nos indica que hubo problemas el 2 de julio, y a partir de entonces parecen haberse repetido a intervalos de nueve días, con una sola excepción, si no recuerdo mal. Así pues, la última crisis se produjo el viernes 3 de septiembre, ajustándose a la periodicidad, lo mismo que la penúltima, que fue el 26 de agosto. Esto no puede ser una coincidencia.

No tuve más remedio que darle la razón.

—Así pues, vamos a suponer como hipótesis provisional que cada nueve días el profesor toma alguna potente droga, que tiene efectos pasajeros pero muy tóxicos. Dicha droga intensifica la faceta violenta de su carácter, que ya era violento por naturaleza. Se aficionó a tomar la droga mientras estuvo en Praga, y ahora se la suministra un intermediario bohemio desde Londres. Todo eso concuerda, Watson.

—¿Y lo del perro, lo de la cara en la ventana, lo del hombre que se arrastraba por el pasillo?

—Bueno, bueno, esto es solo un principio. No espero que suceda nada nuevo hasta el próximo martes. Mientras tanto, lo único que podemos hacer es mantenernos en contacto con el amigo Bennett y disfrutar de los encantos de esta deliciosa ciudad.

A la mañana siguiente, el señor Bennett se las arregló para traernos las últimas noticias. Tal como Holmes había imaginado, no lo había pasado nada bien. Sin acusarlo exactamente de ser el responsable de nuestra presencia, el profesor le había hablado en términos muy duros y ásperos, y era evidente que estaba muy resentido. Sin embargo, aquella mañana volvía a ser el mismo de siempre, y había impartido su brillante lección de costumbre a una clase abarrotada.

—Aparte de esos extraños ataques —dijo Bennett—, lo cierto es que tiene más energía y vitalidad que en cualquier otra época que yo recuerde, y su cerebro está más ágil que nunca. Pero no es el mismo... no es en absoluto el hombre que conocíamos.

—No creo que tenga usted nada que temer, por lo menos en una semana —respondió Holmes—. Soy un hombre ocupado, y el doctor Watson tiene que atender a sus pacientes. Vamos a quedar en encontrarnos aquí el próximo martes a esta misma hora, y mucho me sorprendería que antes de separarnos de nuevo no haya podido explicar su problema, aunque tal vez no hayamos podido ponerle fin. Mientras tanto, comuniquenos por correo lo que pueda ocurrir.

Durante los días siguientes no supe nada de mi amigo, pero el lunes por la tarde recibí una breve nota pidiéndome que me reuniera con él al día siguiente en el tren. Por lo que me contó durante el viaje a Camford, todo había ido bien, la paz no se había turbado en la casa del profesor, y la conducta de este había sido perfectamente normal. Similar fue el informe que nos dio el propio señor Bennett cuando acudió a visitarnos aquella tarde a nuestros aposentos del Chequers.

—Hoy ha tenido noticias de su corresponsal en Londres. Recibió una carta y un paquetito, los dos con la cruz debajo del sello, que indica que no debo tocarlos. No ha habido nada más.

—Eso puede ser suficiente —dijo Holmes muy serio—. Señor Bennett, creo que esta noche llegaremos a alguna conclusión. Si mis deducciones son correctas, tendremos la oportunidad de solucionar el asunto. Pero para ello, debemos mantener al profesor bajo observación. Así pues, le sugiero que permanezca alerta y vigilante. Si le oye pasar ante su puerta, no lo interrumpa, pero sígale tan discretamente como le sea posible. El doctor Watson y yo no andaremos muy lejos. Por cierto, ¿dónde tiene la llave de esa cajita de la que nos habló?

—En la cadena de su reloj.

—Me temo que nuestras pesquisas deben orientarse en esa dirección. En el peor de los casos, no creo que la cerradura sea tan formidable. ¿Hay algún otro hombre útil en la casa?

—Está Macphail, el cochero.

—¿Dónde duerme?

—Encima de los establos.

—Es posible que necesitemos su ayuda. En fin, no podemos hacer nada más hasta ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Hasta luego; espero que nos veamos antes de mañana.

Era casi medianoche cuando ocupamos nuestras posiciones entre los arbustos, justo enfrente de la puerta principal de la casa del profesor. Era una noche bonita, pero bastante fría, y nos alegramos de haber llevado buenos abrigos. Soplaba algo de brisa, y las nubes se deslizaban por el cielo, ocultando de vez en cuando la media luna. Habría sido una guardia espantosa de no ser por la ansiedad y la excitación que nos hacían aguantar y por la confianza de mi compañero en poder llegar al final de la extraña serie de acontecimientos que había absorbido nuestra atención.

—Si lo del ciclo de nueve días es cierto, esta noche tendremos al profesor en su peor momento —dijo Holmes—. Todo apunta en la misma dirección: el hecho de que estos extraños síntomas comenzaran después de su viaje a Praga, el que mantenga correspondencia secreta con un comerciante bohemio establecido en Londres, que seguramente representa a alguien de Praga, y el que hoy mismo haya recibido un paquete enviado por él. Todavía no tenemos ni idea de lo que toma ni por qué lo toma, pero está bastante claro que, de un modo u otro, todo tiene su origen en Praga. Toma la droga siguiendo instrucciones concretas, ajustándose a un periodo de nueve días, que fue lo primero que me llamó la atención. Pero los síntomas son de lo más extraño. ¿Se fijó usted en sus nudillos?

Tuve que confesar que no me había fijado.

—Están encallecidos de un modo que yo jamás había visto. Lo primero que hay que mirar siempre, Watson, son las manos. A continuación, los puños de las camisas, las rodilleras de los pantalones y los zapatos. Esos nudillos eran muy curiosos, y solo pueden explicarse por el sistema de locomoción observado por... —Holmes hizo una pausa y de pronto se dió una palmada en la frente—. ¡Oh, Watson, Watson, qué idiota he sido! Parece increíble y, sin embargo, tiene que ser verdad. Todo señala en esa dirección. ¿Cómo se me pudo escapar esa conexión de ideas? Esos nudillos..., ¿cómo pude pasar por alto los nudillos? ¡Y el perro! ¡Y la enredadera! Desde luego, ya va siendo hora de que me retire a la pequeña granja de mis sueños. ¡Atento, Watson! ¡Ahí está! Vamos a tener la oportunidad de verlo con nuestros propios ojos.

La puerta del vestíbulo se había abierto poco a poco y vimos la figura del profesor Pressbury recortada contra el fondo iluminado por la luz de una lámpara. Iba vestido con una bata. Mientras permaneció en el umbral estuvo erguido pero inclinado hacia delante y con los brazos colgando, como la última vez que le habíamos visto.

Pero entonces avanzó hacia la avenida y se produjo en él un cambio extraordinario. Se agachó y comenzó a moverse sobre las manos y los pies, dando saltos de vez en cuando, como si rebosara de energía y vitalidad. Fue avanzando a lo largo de la fachada de la casa y luego dobló la esquina. En cuanto desapareció, surgió Bennett por la puerta, siguiéndole en silencio.

—¡Vamos, Watson, vamos! —exclamó Holmes.

Avanzamos a través de los arbustos con todo el sigilo que pudimos, hasta llegar a un punto desde donde podíamos ver el costado de la casa, bañado por la luz de la media luna. Se distinguía perfectamente al profesor, agachado al pie de la pared cubierta de enredadera. De pronto, mientras lo estábamos mirando, empezó a trepar por la pared con una agilidad increíble. Saltaba de rama en rama, con pie firme y agarre perfecto, como si estuviera trepando con la única finalidad de disfrutar de sus poderes, sin objetivo aparente. La bata ondeaba a los lados de su cuerpo y le hacía parecer un enorme murciélago pegado a la pared de su casa, una gran mancha cuadrada y oscura sobre la pared iluminada por la luna. Por fin pareció cansarse de su diversión, se dejó caer de rama en rama hasta el suelo, se agachó de nuevo, adoptando la postura anterior, y se dirigió hacia los establos, arrastrándose de la misma extraña manera que antes. El perro lobo había salido de su caseta ladrando furiosamente y se excitó aún más al ver a su amo. Tiraba con fuerza de su cadena y temblaba de ansiedad y rabia. Deliberadamente, el profesor permaneció agachado fuera del alcance del perro y se dedicó a provocarlo de todas las maneras imaginables. Cogió puñados de grava de la avenida y se los lanzó al rostro, le hostigó con un palo que había recogido del suelo, agitó las manos a pocos centímetros de sus abiertas fauces y procuró, de todas las maneras posibles, aumentar la furia del animal, que estaba ya completamente fuera de control. En todas nuestras aventuras, no recuerdo haber presenciado un espectáculo tan extraño como el de aquel personaje impasible y todavía respetable, agazapado en el suelo como una rana y azuzando al enloquecido perro que rugía y saltaba delante de él, llevándolo a paroxismos de furor cada vez mayores mediante toda clase de ingeniosas y calculadas crueldades.

Y de pronto, en un instante, sucedió todo. No se rompió la cadena, sino que se le salió el collar, que estaba hecho para un perro de Terranova de cuello más grueso. Oímos el tintineo metálico de la cadena al caer, y un instante después el perro y el hombre rodaban juntos por el suelo, uno rugiendo de rabia y el otro aullando de terror en un extraño y chirriante falsete. La vida del profesor pendía de un hilo. El enfurecido animal le tenía sujeto por el cuello, con los colmillos bien hundidos, y el hombre había perdido ya el conocimiento cuando llegamos hasta ellos y conseguimos separarlos. Para nosotros solos, la tarea habría resultado peligrosa, pero la voz y la presencia de Bennett lograron calmar al instante al gran perro lobo. El estruendo había hecho salir al cochero, medio dormido y atónito, de su alojamiento sobre los establos.

—No me sorprende —dijo, meneando la cabeza—. Ya le había visto otras veces haciendo lo mismo. Estaba seguro de que, tarde o temprano, el perro le hincaría el diente.

Volvieron a atar al perro y entre todos llevamos al profesor a su habitación, donde Bennett, que estaba graduado en Medicina, me ayudó a vendar su desgarrada garganta. Los afilados dientes habían pasado peligrosamente cerca de la arteria carótida, y la hemorragia era grave. Pero al cabo de media hora el peligro había pasado y le habíamos aplicado al paciente una inyección de morfina que le sumió en un profundo sueño. Entonces, y solo entonces, pudimos mirarnos unos a otros y analizar la situación.

—Creo que debería verlo un médico de categoría —dije yo.

—¡No, por Dios! —exclamó Bennett—. Por ahora, el escándalo está limitado a nuestra propia casa. Con nosotros está seguro. Pero si sale de entre estas paredes, no habrá manera de detenerlo. Consideren su posición en la universidad, su prestigio en toda Europa, los sentimientos de su hija...

—Es cierto —dijo Holmes—. Creo que será posible que el asunto quede entre nosotros, y también impedir que vuelva a ocurrir, ahora que tenemos las manos libres. Coja la llave de la cadena del reloj, señor Bennett. Macphail vigilará al paciente y nos informará si se produce algún cambio. Vamos a ver lo que encontramos en la misteriosa caja del profesor.

No había mucho, pero resultó suficiente: un frasquito vacío, otro casi lleno, una jeringa hipodérmica y varias cartas escritas con letra enrevesada por una mano extranjera. Las marcas de los sobres indicaban que se trataba de las mismas que habían perturbado la rutina del secretario, y todas ellas estaban remitidas desde Commercial Road y firmadas por «A. Dorak». Eran meros avisos, anunciando el envío de un nuevo frasco al profesor Pressbury, o recibos por el dinero pagado. Sin embargo, había otro sobre, escrito con mejor letra y con sello de Austria y matasellos de Praga.

—¡Esto es lo que buscábamos! —exclamó Holmes, abriendo el sobre. La carta decía lo siguiente:

Respetado colega:

Desde su apreciada visita, he estado pensando mucho en su caso y, aunque en sus circunstancias existen razones especiales para el tratamiento, debo recomendarle que proceda con suma precaución, ya que mis resultados indican que no está exento de peligros.

Es posible que el suero de antropoide hubiera ido mejor. Pero, como ya le expliqué, he utilizado un langur de cara negra, porque tenía un ejemplar disponible. Como sabe, los langures caminan a cuatro patas y son trepadores, mientras que los antropoides caminan erguidos y son mucho más parecidos a nosotros en todos los aspectos.

Le ruego que adopte todas las precauciones posibles para que el proceso no se divulgue antes de tiempo. Tengo otro cliente en Inglaterra, y Dorak es mi agente para ambos.

Le agradecería que enviara informes semanales.

Con todos los respetos,

H. Lowenstein

¡Lowenstein! El apellido me trajo a la memoria un recorte de periódico que hablaba de un oscuro científico que se esforzaba, por métodos desconocidos, en descubrir el secreto del rejuvenecimiento y el elixir de la vida. ¡Lowenstein de Praga! Lowenstein, el del maravilloso suero revitalizador, vetado por la profesión médica porque él se negaba a revelar su origen. Conté en pocas palabras lo que recordaba. Bennett había sacado de un estante un manual de zoología.

—«Langur —leyó—. Mono grande, de rostro negro, que vive en las laderas del Himalaya. El más grande y más humanoíde de los monos trepadores». Vienen muchos más detalles. Bueno, señor Holmes, está clarísimo que gracias a usted hemos podido localizar el origen del mal.

—El verdadero origen —dijo Holmes— está, por supuesto, en ese enamoramiento extemporáneo, que hizo creer a nuestro impetuoso profesor que podría hacer realidad sus deseos convirtiéndose en un hombre más joven. Cuando uno pretende elevarse por encima de su naturaleza, corre el peligro de caer muy por debajo. Hasta los hombres más excelsos pueden retroceder a la animalidad si se desvían del recto camino de su destino.

Durante un buen rato, permaneció pensativo, con el frasquito en la mano, contemplando el líquido transparente de su interior.

—Cuando haya escrito a este hombre, diciéndole que lo considero criminalmente responsable por los venenos que pone en circulación, se habrá acabado el problema. Pero podría volver a ocurrir. Tal vez otros encuentren un método mejor. Aquí hay peligro, un verdadero peligro para la humanidad. Piense, Watson, que los materialistas, los sensuales, los mundanos, todos querrían prolongar sus inútiles vidas. En cambio, los más espirituales no desoirán la llamada del plano superior. Sería la supervivencia de los menos aptos. ¿En qué clase de ciénaga se convertiría nuestro pobre mundo?

De pronto, el soñador desapareció y Holmes, el hombre de acción, saltó de su asiento.

—Creo que no hay nada más que decir, señor Bennett. Ahora los diversos incidentes encajan a la perfección en el esquema general. Como es natural, el perro se dio cuenta del cambio mucho antes que ustedes. Su olfato se lo advirtió. Fue al mono, no al profesor, al que atacó Roy, del mismo modo que fue el mono el que hostigaba a Roy. Trepar era un placer para él, y supongo que fue pura casualidad que su juego le llevara hasta la habitación de la señorita. Watson, hay un tren a Londres por la mañana, pero creo que tendremos tiempo para tomar una taza de té en el Chequers antes de ir a cogerlo.

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