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El cliente ilustre

«Ahora ya no puede causar ningún daño», fue la respuesta de Sherlock Holmes cuando, por décima vez en otros tantos años, le pedí permiso para sacar a la luz el relato que sigue. Y así conseguí, por fin, su autorización para dar a conocer el que, en cierto sentido, constituyó el momento culminante de la carrera de mi amigo.

Tanto Holmes como yo sentíamos debilidad por los baños turcos. Fumando un cigarro en la placentera relajación de la sala de secado, me parecía menos reticente y más humano que en ningún otro lugar. En el piso alto de los baños de Northumberland Avenue hay un rincón apartado, con dos literas una al lado de otra, y en ellas estábamos tumbados el 3 de septiembre de 1902, el día en que da comienzo mi relato. Yo le había preguntado si tenía algún asunto entre manos, y él, a manera de respuesta, sacó su largo, delgado y nervioso brazo de entre las sábanas que lo envolvían y extrajo un sobre del bolsillo interior de la chaqueta que tenía colgada a su lado.

—Lo mismo puede tratarse de un idiota engreído que se da demasiada importancia que de un asunto de vida o muerte —dijo pasándome la carta—. No sé más que lo que me dice el mensaje.

Procedía del Carlton Club y estaba fechada la noche anterior. Decía lo siguiente:

Sir James Damery presenta sus respetos al señor Sherlock Holmes y pasará a visitarlo mañana a las 4,30. Sir James me ruega que diga que el asunto acerca del cual desea consultar al señor Holmes es muy delicado y también muy importante. Así pues, confía en que el señor Holmes hará todo lo posible por llevar a efecto la entrevista, y en que la confirmará llamando por teléfono al Carlton Club.

—Ni que decir tiene que la he confirmado, Watson —dijo Holmes mientras yo le devolvía el papel—. ¿Sabe usted algo de este Damery? —Solamente que su nombre es muy conocido en la alta sociedad.

—Pues yo puedo decirle algo más. Tiene fama de especializarse en arreglar asuntos delicados que deben mantenerse a espaldas de la prensa. Tal vez recuerde usted sus negociaciones con Sir George Lewis en el caso del testamento de Hammerford. Es un hombre de mundo con un talento natural para la diplomacia. Así pues, debo suponer que no se trata de una falsa alarma y que tiene verdadera necesidad de nuestra ayuda.

—¿Nuestra?

—Bueno, si fuera usted tan amable, Watson.

—Será un honor.

—En tal caso, ya sabe la hora: las cuatro y media. Hasta entonces, podemos dejar de pensar en el asunto.

Por entonces, yo vivía en un apartamento propio en Queen Anne Street, pero me presenté en Baker Street antes de la hora convenida. A las cuatro y media en punto, nos fue anunciado el coronel Sir James Damery. No creo que sea necesario describirlo, ya que muchos de ustedes recordarán a aquel personaje voluminoso, exuberante y honesto, aquel rostro ancho y bien afeitado y, sobre todo, aquella voz cálida y agradable. En sus ojos grises de irlandés brillaba la franqueza, y su buen humor se reflejaba en sus labios inquietos y sonrientes. Su lustroso sombrero de copa, su levita negra y, en general, todos los detalles, desde el alfiler de perla que sujetaba su corbata negra de raso hasta las polainas de color lavanda que cubrían sus zapatos de charol, pregonaban el meticuloso cuidado en el vestir que le había hecho famoso. El corpulento y arrollador aristócrata dominaba la pequeña habitación.

—Naturalmente, ya esperaba encontrar aquí al doctor Watson —comentó con una cortés reverencia—. Es muy posible que su ayuda resulte necesaria, ya que en esta ocasión, señor Holmes, tendremos que vérnoslas con un individuo familiarizado con la violencia y que, literalmente, no se detendrá ante nada ni ante nadie. Estoy por decir que se trata del hombre más peligroso de Europa.

—Ya he tenido varios adversarios a los que se ha aplicado ese halagador título —dijo Holmes con una sonrisa—. ¿Fuma usted? Entonces, tendrá que perdonarme que encienda mi pipa. Si ese hombre suyo es más peligroso que el difunto profesor Moriarty, o que el aún vivo coronel Sebastian Moran, creo que valdrá la pena conocerlo. ¿Puedo preguntar su nombre?

—¿Ha oído usted hablar del barón Gruner?

—¿Se refiere al asesino austríaco?

Sir James se echó a reír, levantando las manos enfundadas en guantes de cabritilla.

—¡No se le escapa nada, señor Holmes! ¡Es fantástico! ¿Así que ya le tenía usted catalogado como asesino?

—Mi trabajo me obliga a estar al corriente de los detalles del mundo del crimen en el Continente. ¿Quién que haya leído lo que ocurrió en Praga puede tener alguna duda acerca de su culpabilidad? Si se salvó, fue tan solo por un tecnicismo legal y por la sospechosa muerte de un testigo. Estoy tan convencido de que él mató a su esposa en aquel supuesto «accidente» en el paso de Splügen como si lo hubiera visto con mis propios ojos. También estaba enterado de que había venido a Inglaterra, y tenía el presentimiento de que, tarde o temprano, me daría algún trabajo. Veamos: ¿en qué anda metido el barón Gruner? Supongo que no habrá vuelto a removerse esta vieja tragedia.

—No, se trata de algo más grave. Castigar un crimen es importante, pero impedirlo lo es aún más. Es algo terrible, señor Holmes, ver cómo se prepara ante tus propios ojos un acto espantoso, una situación atroz, darse perfecta cuenta de adonde conducirá todo ello, y aun así ser completamente incapaz de evitarlo. ¿Puede un ser humano verse en una situación más angustiosa?

—Puede que no.

—En tal caso, sentirá usted simpatía por el cliente en cuyo nombre actúo.

—No sabía que era usted un simple intermediario. ¿Quién es el interesado?

—Señor Holmes, debo rogarle que no insista en esta pregunta. Es muy importante que yo pueda garantizarle al cliente que su ilustre apellido no ha salido a relucir en modo alguno en este asunto. Sus motivos son honorables y caballerosos en sumo grado, pero prefiere mantenerse en el anonimato. No hace falta que le diga que sus honorarios están garantizados y que podrá usted actuar con absoluta libertad. ¿No cree que el verdadero nombre del cliente carece de importancia?

—Lo siento —dijo Holmes—. Estoy acostumbrado a que un extremo de mis casos esté envuelto en el misterio, pero que lo estén los dos me resulta demasiado lioso. Me temo, Sir James, que tendré que rechazar su caso.

Nuestro visitante se mostró muy disgustado. La inquietud y la decepción ensombrecieron su rostro ancho y expresivo.

—Señor Holmes, no creo que se dé usted cuenta del alcance de su decisión —dijo—. Me coloca usted en un grave dilema, porque estoy completamente seguro de que se sentiría orgulloso de aceptar el caso si yo pudiera darle esos detalles; y sin embargo, una promesa me impide revelárselos. ¿Podría, por lo menos, exponerle todo lo que me está permitido decir?

—Desde luego, siempre que quede bien claro que no me comprometo a nada.

—Comprendido. En primer lugar, sin duda habrá usted oído hablar del general de Merville.

—¿De Merville, el del paso de Khyber? Sí, he oído hablar de él.

—El general tiene una hija, Violet de Merville: joven, rica, hermosa, educada, una mujer maravillosa en todos los aspectos. Y es a esta hija, a esta muchacha adorable e inocente, a la que estamos tratando de salvar de las garras de un monstruo.

—¿O sea, que el barón Gruner tiene algún poder sobre ella?

—El más fuerte de todos los poderes cuando se trata de una mujer: el poder del amor. Ese hombre, como quizá sepa usted, es extraordinariamente atractivo, con unos modales fascinantes, una voz acariciadora y ese aire romántico y misterioso que tanto gusta a las mujeres. Se dice que no hay ninguna que se le resista, y que ha sabido sacar abundante provecho de ello.

—¿Pero cómo un hombre así ha podido entablar trato con una dama de la categoría de la señorita Violet de Merville?

—Fue durante un viaje en yate por el Mediterráneo. Los participantes, aunque eran gente selecta, habían pagado su pasaje. Seguramente, los organizadores no se dieron cuenta de la verdadera personalidad del barón hasta que ya era demasiado tarde. El muy canalla se pegó a la señorita, con tal eficacia que se ganó su corazón de manera total y absoluta. Decir que ella le ama es decir poco. Está loca por él, obsesionada por él, para ella no existe nada en el mundo aparte de él. Se niega a escuchar una sola palabra en su contra. Se ha intentado todo para curarla de su locura, pero en vano. En pocas palabras, se propone casarse con él el mes que viene. Y puesto que es mayor de edad y tiene una voluntad de hierro, resulta difícil encontrar la manera de impedírselo.

—¿Está ella enterada del suceso de Austria?

—Ese demonio astuto le ha contado todos los repugnantes escándalos de su vida pasada, pero siempre de manera que él aparece como un mártir inocente. Y ella acepta su versión incondicionalmente, negándose a escuchar otra diferente.

—¡Vaya por Dios! Pero me parece que, sin querer, ha revelado usted el nombre de su cliente. ¿No es el general De Merville?

Nuestro visitante se agitó nervioso en su asiento.

—Podría intentar despistarle diciendo que sí, señor Holmes, pero faltaría a la verdad. De Merville está destrozado. Este incidente ha desmoralizado por completo al valeroso soldado. Ha perdido el temple que nunca le faltó en el campo de batalla, y se ha convertido en un anciano débil y tembloroso, completamente incapaz de enfrentarse a un granuja brillante y vigoroso como este austríaco. Mi cliente, sin embargo, es un viejo amigo, que conoce íntimamente al general desde hace muchos años y que viene sintiendo un interés paternal por la muchacha desde que esta llevaba vestiditos cortos. Se niega a ver cómo se consuma esta tragedia sin hacer algún intento para impedirla. No hay nada que Scotland Yard pueda hacer. Así que mi cliente sugirió recurrir a usted, pero, como ya le he dicho, con la expresa condición de que él no apareciese personalmente involucrado en el asunto. Estoy convencido, señor Holmes, de que, con sus grandes facultades, le sería fácil seguir mi pista y averiguar la identidad de mi cliente, pero debo pedirle como cuestión de honor que se abstenga de hacerlo y no quebrante su incógnito. Holmes exhibió una curiosa sonrisa.

—Creo que puedo prometerle eso —dijo—. Y puedo añadir que su problema me interesa y que estoy dispuesto a echarle un vistazo. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?

—Puede localizarme por medio del Carlton Club. Pero en caso de emergencia, hay un teléfono para llamadas privadas: «XX.31».

Holmes lo anotó y se sentó sin dejar de sonreír, con la agenda abierta sobre sus rodillas.

—¿La dirección actual del barón, por favor?

—Vernon Lodge, cerca de Kingston. Es una casa grande. Ha tenido suerte en unas especulaciones bastante dudosas y es hombre rico, lo cual, naturalmente, lo convierte en un adversario aún más peligroso.

—¿Está ahora en su casa?

—Sí.

—Aparte de lo que ya me ha contado, ¿qué más puede decirme acerca de este hombre?

—Tiene gustos caros. Es aficionado a los caballos. Durante una breve temporada, jugó al polo en Hurlingham, pero luego se empezó a hablar del asunto de Praga y tuvo que marcharse. Colecciona libros y cuadros. Es un hombre con grandes tendencias artísticas. Tengo entendido que es toda una autoridad en cerámica china y que ha escrito un libro sobre el tema.

—Una personalidad compleja —dijo Holmes—. Todos los grandes criminales la poseen. Mi viejo amigo Charlie Peace era un virtuoso del violín. Wainwright era un artista de categoría. Y podría citar muchos más. Bien, Sir James, puede usted informar a su cliente de que prestaré atención al barón Gruner. No puedo decirle más. Dispongo de mis propias fuentes de información y me atrevo a decir que encontraremos la manera de abordar el asunto.

Cuando nuestro visitante se hubo marchado, Holmes permaneció sentado y sumido en profundas reflexiones durante tanto tiempo que llegué a creer que se había olvidado de mi presencia. Pero por fin volvió de golpe a la tierra.

—Bien, Watson, ¿alguna opinión?

—Yo creo que lo mejor sería ver a la joven en persona.

—Querido Watson, si su anciano y afligido padre no ha podido influir en ella, ¿qué voy a conseguir yo, que soy un extraño? Aun así, si todo lo demás falla, podríamos probar por ese lado. Pero me parece que debemos empezar desde un ángulo diferente. Me da la impresión de que Shinwell Johnson podría sernos útil.

Aún no he tenido ocasión de mencionar a Shinwell Johnson en estas crónicas, porque muy pocos de los casos que he relatado corresponden a las últimas etapas de la carrera de mi amigo. Pero durante los primeros años del siglo se convirtió en un colaborador muy valioso. Johnson —lamento tener que decirlo— comenzó por adquirir fama como delincuente muy peligroso, y cumplió dos condenas en Parkhurst. Pero después se arrepintió y se alió con Holmes, actuando como agente suyo en los bajos fondos de Londres y obteniendo informaciones que muchas veces resultaron de vital importancia. Si Johnson hubiera sido un confidente de la policía, no habrían tardado en descubrirlo, pero como se ocupaba de casos que nunca desembocaban directamente en los tribunales, sus compañeros jamás se dieron cuenta de sus actividades. Con el prestigio que le daban sus dos condenas, tenía acceso libre a todos los clubes nocturnos, prostíbulos y garitos de juego de Londres, y sus dotes de observación y su agilidad mental lo convertían en un agente ideal para obtener información. Este era el hombre al que Sherlock Holmes se proponía recurrir.

No me resultó posible seguir de cerca los primeros pasos que dio mi amigo, pues me lo impidieron mis propios y urgentes asuntos profesionales, pero aquella misma noche quedamos citados y nos reunimos en Simpson's, donde, sentados ante una mesita junto al ventanal y mientras contemplábamos el bullicioso ajetreo del Strand, Holmes me contó parte de lo sucedido.

—Johnson está al acecho —dijo—. Puede que encuentre algo de basura en los más oscuros recovecos de los bajos fondos, pues allí, entre las negras raíces del crimen, debemos buscar los secretos de nuestro hombre.

—Pero, si la dama no acepta lo que ya se sabe, ¿por qué iba a desviarla de sus propósitos cualquier cosa nueva que usted pueda descubrir?

—¿Quién sabe, Watson? El corazón y la mente de la mujer son enigmas insolubles para el hombre. Puede perdonar o disculpar un asesinato y, sin embargo, indignarse por cualquier pequeña falta. El barón Gruner me ha dicho...

—¿Cómo que él le ha dicho?

—¡Ah, claro, es que no le he contado a usted mis planes! Bueno, verá, Watson, me gusta estudiar de cerca a mi adversario. Me gusta mirarle a los ojos y ver por mí mismo de qué pasta está hecho. Después de darle instrucciones a Johnson, tomé un coche hasta Kingston y encontré al barón de muy buen humor.

—¿Le reconoció él?

—No tuvo ninguna dificultad, ya que le presenté mi tarjeta. Es un excelente adversario, frío como el hielo, de voz sedosa y acariciadora como la de un médico de moda y venenoso como una cobra. Tiene clase, es un verdadero aristócrata del crimen, con una fachada que parece sugerir una invitación a tomar el té, y toda la crueldad de la tumba detrás. Sí, me alegra haberle prestado atención al barón Adelbert Gruner.

—¿Y dice usted que estuvo amable?

—Como un gato que cree haber visto ratones. La amabilidad de ciertas personas es más mortífera que la violencia de gentes más rudas. Su saludo ya fue característico: «Ya esperaba que nos encontraríamos tarde o temprano, señor Holmes —me dijo—. Sin duda, viene de parte del general de Merville, para intentar impedir mi boda con su hija Violet. ¿No es así?».

»Yo asentí, y él continuó: "Señor mío, lo único que va a conseguir es echar a perder su bien ganada reputación. No tiene ninguna posibilidad de salir triunfante en este caso. Será un trabajo estéril, por no hablar de sus posibles peligros. Permítame aconsejarle de todo corazón que abandone de inmediato".

»—Es curioso —respondí—, pero ese mismo consejo pretendía darle yo a usted. Respeto su inteligencia, barón, y lo poco que he visto de su personalidad no ha hecho disminuir mi respeto. Permita que le hable de hombre a hombre. Nadie quiere remover su pasado ni ocasionarle molestias innecesarias. Todo aquello acabó y ahora se encuentra usted en aguas tranquilas, pero, si insiste en este matrimonio, levantaré todo un enjambre de peligrosos enemigos que no le dejarán en paz hasta que Inglaterra se le haga insoportable. ¿Vale la pena? Créame, sería más prudente dejar en paz a la dama. No sería muy agradable para usted que ella llegara a enterarse de ciertos hechos de su pasado.

»El barón tiene bajo la nariz unos bigotillos engominados que parecen las antenas cortas de un insecto, y que tiemblan como divertidos al escucharme. Por fin, estalló en una risita suave.

»—Perdone que me ría, señor Holmes —dijo—, pero resulta muy gracioso ver cómo intenta jugar una baza sin tener cartas. Creo que nadie lo podría hacer mejor, pero aun así, resulta bastante patético. No tiene ni un triunfo, señor Holmes, solo cartas de las más bajas.

»—Eso cree usted.

»—Me consta. Permítame que le exponga las cosas claramente, ya que mis cartas son tan fuertes que puedo permitirme el lujo de enseñarlas. He tenido la suerte de ganarme por completo el amor de esta dama. Y lo he conseguido a pesar de haberle explicado con toda claridad los desdichados incidentes de mi vida pasada. También le dije que algunas personas malvadas e intrigantes —espero que se habrá dado por aludido— acudirían a ella para contarle estas cosas, y le indiqué cómo debía tratarlas. ¿Ha oído usted hablar de la sugestión posthipnótica, señor Holmes? Pues va a tener ocasión de comprobar cómo funciona, porque un hombre con personalidad puede emplear el hipnotismo sin necesidad de pases vulgares ni payasadas. Así que está preparada para recibirle y no me cabe duda de que le concederá una entrevista, porque le gusta satisfacer los deseos de su padre... con la única excepción de este pequeño asuntillo.

»Bueno, Watson, me pareció que no quedaba más por decir, así que me despedí con toda la fría dignidad que pude reunir, pero cuando ya tenía la mano en el picaporte de la puerta, él me detuvo.

»—Por cierto, señor Holmes —dijo—. ¿Conocía usted a Le Brun, el policía francés?

»—Sí —respondí.

»—¿Está enterado de lo que le ocurrió?

»—Oí que fue golpeado por unos apaches en el distrito de Montmartre y que quedó inválido para toda la vida.

»—Exacto, señor Holmes. Y se da la curiosa coincidencia de que, tan solo una semana antes, había estado investigando en mis asuntos. No lo haga usted, señor Holmes. Trae muy mala suerte, y más de uno lo ha comprobado ya. Esto es lo último que le digo: siga usted por su camino y déjeme a mí seguir el mío. Adiós.

»Y eso es todo, Watson. Ya está usted al corriente.

—Parece un tipo peligroso.

—Muy peligroso. No me impresionan los fanfarrones, pero este hombre es de los que dicen mucho menos de lo que hacen.

—¿Es preciso que usted intervenga? ¿Importa mucho si se casa con la chica?

—Considerando que, sin duda alguna, asesinó a su última esposa, yo diría que sí importa mucho. ¡Y además está el cliente! Bueno, bueno, dejemos de discutir eso. Cuando haya usted terminado su café, lo mejor será que venga conmigo a casa, porque el eficaz Shinwell estará allí con su informe.

Efectivamente, allí lo encontramos: un hombre corpulento, tosco, de rostro colorado y aspecto de escorbútico, con un par de vivos ojos negros que constituían la única señal externa de la astutísima mente oculta en su interior. Por lo visto, se había zambullido a fondo en sus extraños dominios, y el resultado estaba sentado junto a él en el sofá, bajo la forma de una mujer delgada y frágil, con el rostro pálido y la expresión intensa, aún joven, pero tan consumida por el pecado y el sufrimiento que en su cara podían leerse los años terribles que habían dejado en ella su siniestra y repugnante marca.

—Esta es la señorita Kitty Winter —dijo Shinwell Johnson, con un gesto de su gruesa mano, a modo de presentación—. Lo que ella no sepa..., bueno, mejor será que hable por sí misma. Le eché el guante en menos de una hora, después de recibir su mensaje, señor Holmes.

—Soy fácil de encontrar —dijo la joven—. ¡Qué demonios, estoy siempre al alcance de la mano en el infierno de Londres! Y lo mismo el Gordo Shinwell. Tú y yo somos viejos colegas, Gordo. Pero, qué rayos, si hubiera algo de justicia en este mundo, hay otro que debería estar en un infierno mucho peor que el nuestro. Y ese es el hombre que a usted le interesa, señor Holmes. Holmes sonrió.

—Me parece que podemos contar con usted, señorita Winter.

—Si puedo ayudarle a ponerlo donde se merece, soy suya hasta el último suspiro —dijo nuestra visitante con feroz energía. El odio que se advertía en su cara pálida y en sus ojos llameantes era de una intensidad que pocos hombres o mujeres han llegado a alcanzar—. No necesita usted escarbar en mi pasado, señor Holmes. No viene al caso. Soy lo que Adelbert Gruner hizo de mí. ¡Si yo pudiera hacerle caer! —gesticuló frenéticamente con las manos en el aire—. ¡Ay, si tan solo pudiera arrastrarlo al pozo donde él ha empujado a tantas!

—¿Está usted informada del asunto?

—El Gordo Shinwell me lo ha estado contando. Anda detrás de otra pobre tonta, y esta vez quiere casarse con ella. Usted quiere impedirlo. Muy bien, pero supongo que usted conoce lo suficiente a ese demonio como para advertir a cualquier chica decente y en su sano juicio que quiera vivir bajo el mismo techo que él.

—La chica no está en su sano juicio: está locamente enamorada. Lo sabe todo acerca de él, pero no le importa.

—¿Le han contado lo del asesinato?

—Sí.

—¡Dios, qué valor tiene la chica!

—Para ella no son más que calumnias.

—¿Y no puede usted meterle a la muy idiota las pruebas por los ojos?

—Tal vez pueda usted ayudarnos a hacerlo.

—¿No soy yo misma una prueba? Si me plantara ante ella y le contara cómo me utilizó...

—¿Haría usted eso?

—¿Que si lo haría? ¡Vaya que si lo haría!

—Bien, quizá valga la pena intentarlo. Pero él ya le ha contado la mayor parte de sus pecados y ella le ha perdonado, y tengo entendido que no quiere oír hablar más del asunto.

—Apuesto a que no se lo ha contado todo —dijo la señorita Winter—. Yo medio vi uno o dos asesinatos más, aparte de aquel que causó tanto alboroto. De vez en cuando hablaba de alguien con esa voz aterciopelada suya, y luego me miraba fijamente y decía: «Murió antes de que pasara un mes». Y no estaba fanfarroneando. Pero yo apenas le daba importancia, ¿sabe usted?, porque por aquel entonces yo le amaba. Hiciera lo que hiciera, a mí me parecía bien, como le pasa ahora a esa pobre idiota. Solo hubo una cosa que me impresionó. ¡Sí, qué demonios! Si no llega a ser por esa lengua suya, falsa y venenosa, que todo lo explica y lo arregla, le habría dejado aquella misma noche. Se trata de un libro que tiene... un libro con tapas de cuero marrón, con un cierre y su escudo de armas grabado en oro en la parte de fuera. Creo que estaba un poco borracho aquella noche, porque, de no ser así, no me lo habría enseñado.

—¿Qué había en ese libro?

—Verá usted, señor Holmes, este hombre colecciona mujeres y se enorgullece de su colección, lo mismo que otras personas coleccionan mariposas. En aquel libro lo tenía todo: fotografías, nombres, detalles, todo lo referente a ellas. Era un álbum asqueroso... un álbum que ningún hombre, aunque viniera de lo más bajo, se habría atrevido a reunir. Pero era el libro de la vida de Adelbert Gruner. «Almas que he destruido», podría haberlo titulado, si se le hubiera ocurrido la idea. Pero eso no nos lleva a ninguna parte, porque el libro no le serviría a usted de nada, y aunque le sirviera, no podría conseguirlo.

—¿Dónde está ese libro?

—¿Cómo voy a saberlo? Hace más de un año que le dejé. Sé dónde lo guardaba entonces. En muchos aspectos, es un tipo muy ordenado y cuidadoso, así que puede que todavía lo tenga en el cajón del viejo escritorio que tiene en su despacho interior. ¿Conoce usted su casa?

—He estado en el despacho —respondió Holmes.

—¿Conque ha estado, eh? Se mueve usted deprisa para haber empezado esta misma mañana. Puede que esta vez el querido Adelbert se haya encontrado con la horma de su zapato. El despacho exterior es el que tiene la cerámica china... el del aparador grande de cristal entre las dos ventanas. Y detrás del escritorio hay una puerta que da al despacho interior... un cuartito pequeño, donde guarda documentos y otras cosas.

—¿No tiene miedo de los ladrones?

—Adelbert no es ningún cobarde. Ni su peor enemigo podría decir eso de él. Y sabe cuidarse. Por las noches, hay una alarma contra los ladrones. Y además, ¿qué podría buscar allí un ladrón? Como no se lleve todos esos cacharros tan finos...

—Eso no sirve para nada —dijo Shinwell Johnson con la voz segura de un experto—. Ningún perista quiere género de esa clase, que ni se puede fundir ni se puede vender.

—Muy cierto —dijo Holmes—. Bien, veamos, señorita Winter: si pudiera usted venir aquí mañana a las cinco de la tarde, yo, mientras tanto, consideraría su idea de preparar una entrevista personal con la dama en cuestión. Le estoy sumamente agradecido por su cooperación. Ni que decir tiene que mis clientes sabrán corresponder generosamente...

—Nada de eso, señor Holmes —exclamó la joven—. No es dinero lo que busco. Si llego a ver a ese hombre arrastrándose en el fango, me consideraré bien pagada... en el fango y con mi pie en su maldita cara. Ese es mi precio. Estaré a su disposición mañana y cualquier otro día, mientras usted ande tras él. Aquí el Gordo podrá decirle siempre dónde encontrarme.

No volví a ver a Holmes hasta la noche siguiente, en la que cenamos de nuevo en nuestro restaurante del Strand. Cuando le pregunté cómo le había ido en su entrevista, se encogió de hombros, y a continuación me contó el siguiente relato, que yo repito a mi manera, porque sus expresiones secas y duras necesitan un poco de embellecimiento para suavizarlas y que adquieran vida real.

—No resultó nada difícil arreglar la cita —dijo Holmes—, porque la chica se esmera en mostrar una obediencia filial abyecta en todo lo secundario, en un intento de paliar su flagrante rebeldía en lo referente a su compromiso matrimonial. El general telefoneó para decir que todo estaba dispuesto, y la airada señorita Winter se presentó a la hora acordada. A las cinco y media, un coche nos dejaba frente a la puerta del 104 de Berkeley Square, residencia del viejo soldado: uno de esos espantosos castillos grises que hay en Londres que hacen que una iglesia parezca frívola. Un lacayo nos hizo pasar a un gran salón con cortinas amarillas, y allí estaba la dama esperándonos, muy digna, pálida, reservada, tan inflexible y lejana como una figura de nieve en lo alto de una montaña.

»No sé muy bien cómo describírsela, Watson. Es posible que llegue usted a conocerla antes de que esto termine, y entonces podrá lucir su talento para las palabras. Es hermosa, pero con esa belleza etérea y extraterrestre de los fanáticos que tienen puestos sus pensamientos en las altaras. He visto ese tipo de cara en las pinturas de los antiguos maestros de la Edad Media. Lo que no me cabe en la cabeza es que esa bestia humana haya podido poner sus repugnantes zarpas en una criatura tan del Más Allá. Tal vez se haya fijado usted en que los extremos se atraen: lo espiritual y lo animal, el hombre de las cavernas y el ángel. Pues jamás habrá visto un caso tan exagerado como este.

»Por supuesto, ella sabía a lo que habíamos ido, y ese canalla no había perdido tiempo para envenenar su mente y ponerla en contra nuestra. Creo que la aparición de la señorita Winter la sorprendió un poco, pero nos indicó nuestros respectivos asientos como si fuera una reverenda abadesa recibiendo a dos mendigos leprosos. Si quiere usted darse aires de grandeza, querido Watson, tome lecciones de miss Violet de Merville.

»—Bien, señor —dijo con una voz que parecía el viento procedente de un témpano de hielo—. Su nombre me resulta conocido. Tengo entendido que ha venido aquí a hablar mal de mi prometido, el barón Gruner. Si le recibo, es solo a petición de mi padre, y le advierto de antemano que, diga lo que diga, nada de ello tendrá el más mínimo efecto sobre mi opinión.

»Me dio lástima, Watson. En aquel momento pensé en ella como si pensara en mi propia hija. No suelo ser elocuente. Tiendo a utilizar la cabeza más que el corazón. Pero le aseguro que intenté razonar con ella con toda la vehemencia de que fui capaz. Le describí la espantosa situación de una mujer que no llega a darse cuenta del carácter de un hombre hasta después de casarse con él... una mujer que tiene que resignarse a que la acaricien manos ensangrentadas y la besen labios lascivos. No le ahorré nada: la vergüenza, el miedo, la angustia, la desesperación. Pero todas mis acaloradas palabras no consiguieron que asomara ni una sombra de color en aquellas mejillas de marfil ni una chispa de emoción en aquellos ojos ausentes. Me acordé de lo que había dicho aquel canalla acerca de la sugestión posthipnótica. Cualquiera habría creído que la muchacha vivía por encima de la tierra, en un sueño de éxtasis. Pero su respuesta no dejó lugar a dudas.

»—Le he escuchado con toda mi paciencia, señor Holmes —dijo—, y el efecto ha sido exactamente el que le anticipé. Soy consciente de que Adelbert, mi prometido, ha llevado una vida turbulenta, en el transcurso de la cual se ha granjeado odios enconados y ha sido víctima de las más injustas difamaciones. Usted no es más que el último de una serie de personas que ha venido a exponer sus calumnias ante mí. Es posible que tenga buenas intenciones, aunque me han dicho que es usted un agente a sueldo, que lo mismo actuaría a favor del barón que contra él. Pero, en cualquier caso, quiero que entienda de una vez por todas que le amo, que él me ama, y que la opinión del mundo entero no tiene para mí más importancia que los cantos de esos pájaros fuera de la ventana. Si su noble carácter ha sufrido alguna caída momentánea, bien pudiera ser que haya sido yo enviada especialmente para remontarlo a sus auténticos y elevados niveles. Lo que no entiendo muy bien —y al decir esto volvió su mirada hacia mi acompañante— es quién pueda ser esta joven.

»Yo estaba a punto de responder, cuando la muchacha estalló como un torbellino. Si alguna vez se han enfrentado el fuego y el hielo, fue cuando se encararon estas dos mujeres.

»—Le voy a decir quién soy —gritó, saltando de su asiento, con la boca torcida por la excitación—. Soy su última amante. Soy una de las cien que él ha seducido, utilizado, destruido y arrojado después al cubo de los desperdicios, como hará con usted, aunque el cubo al que usted irá a parar será más probablemente una tumba, y en eso quizás tenga suerte. Le aseguro, mujer insensata, que, si se casa con ese hombre, será su muerte. Puede que le rompa el corazón, o puede que le rompa el cuello, pero de un modo u otro acabará con usted. Y no lo digo por amor a usted. Me importa un maldito comino que viva o que muera. Lo hago por odio hacia él, para escupirle y hacerle pagar lo que me hizo. Pero da lo mismo, y no es preciso que me mire de esa manera, querida señorita, porque antes de que esto acabe es posible que haya caído usted más bajo que yo.

»—Preferiría no discutir estas cuestiones —dijo fríamente la señorita De Merville—. Permítame que le diga, de una vez por todas, que estoy enterada de tres episodios de la vida de mi prometido, en los que se vio enredado con mujeres insidiosas, y que estoy convencida de su sincero arrepentimiento de todo el daño que haya podido hacer.

»—¡Tres episodios! —chilló mi acompañante—. ¡Pero qué idiota! ¡Qué rematada imbécil!

»—Señor Holmes, le ruego que ponga fin a esta entrevista —dijo la voz de hielo—. He obedecido el deseo de mi padre al aceptar verle, pero no estoy obligada a escuchar los delirios de esta persona.

«Lanzando un juramento, la señorita Winter se abalanzó sobre ella, y si yo no la hubiera sujetado por la muñeca, habría agarrado por los pelos a aquella mujer tan irritante. La arrastré hacia la puerta y tuve suerte al conseguir meterla en el coche sin dar un escándalo público, porque la rabia la tenía fuera de sus casillas. Yo mismo, Watson, a pesar de mi carácter frío, me sentía bastante furioso, porque había algo indescriptiblemente exasperante en los aires de superioridad y la absoluta autocomplacencia de la mujer que estábamos intentando salvar. Así pues, ya sabe usted otra vez cómo están las cosas, y es evidente que tengo que planear alguna nueva jugada, porque este gambito no ha funcionado. Me mantendré en contacto con usted, Watson, porque es más que probable que tenga que desempeñar algún papel, aunque también es posible que el próximo movimiento lo hagan ellos, y no nosotros.

Y así fue. Fueron ellos los que atacaron; o, mejor dicho, fue él, ya que jamás he podido creer que la dama estuviera al corriente de aquello. Creo que todavía hoy podría indicar la baldosa exacta del pavimento sobre la que me encontraba cuando mis ojos se posaron en el anuncio de prensa y un estremecimiento de horror me atravesó el alma de parte a parte. Fue entre el Grand Hotel y la estación de Charing Cross, donde un vendedor con pata de palo tenía expuestos los periódicos de la tarde. Habían transcurrido dos días desde nuestra última conversación. Y allí, en letras negras sobre fondo amarillo, vi el terrible titular:

ATENTADO CRIMINAL CONTRA SHERLOCK HOLMES


Creo que me quedé atontado unos momentos. Y conservo vagos recuerdos de cómo me apoderé violentamente de un periódico, de las protestas del vendedor porque no le había pagado y, por último, de que me apoyé en la puerta de una farmacia mientras buscaba la funesta noticia. Decía lo siguiente:

Nos enteramos con pesar de que Mr. Sherlock Holmes, el famoso detective privado, ha sido víctima esta mañana de una criminal agresión, a consecuencia de la cual se encuentra en grave estado. No disponemos de detalles exactos, pero el suceso parece haber ocurrido hacia las doce en Regent Street, frente al Café Royal. Los autores del atentado fueron dos hombres armados con bastones, y el señor Holmes fue golpeado en la cabeza y en el cuerpo, recibiendo heridas que los doctores califican de muy graves. En principio se le trasladó al hospital de Charing Cross, y más tarde insistió en que le llevasen a su domicilio en Baker Street. Parece que los malhechores que le atacaron eran dos hombres bien vestidos, que consiguieron escapar de la vista de los testigos introduciéndose en el Café Royal y saliendo por la puerta de atrás, que da a Glasshouse Street. Sin duda, pertenecen a la comunidad de criminales que tan a menudo ha tenido ocasión de lamentar la actividad y el ingenio del agredido.

Ni que decir tiene que, casi sin acabar de leer el párrafo anterior, salté a una calesa y me hice conducir a Baker Street. En el vestíbulo encontré a Sir Leslie Oakshott, el famoso cirujano, cuyo carruaje aguardaba en el bordillo.

—No hay peligro inmediato —me informó—. Dos heridas con desgarro en el cuero cabelludo y varias magulladuras importantes. Ha habido que ponerle unos puntos. Le he inyectado morfina y es esencial que repose, pero no hay razón para prohibir terminantemente una visita de unos minutos.

Obtenido su permiso, me introduje a hurtadillas en la habitación a oscuras. El paciente estaba completamente despierto y le oí pronunciar mi nombre en un áspero susurro. La persiana estaba bajada en sus tres cuartas partes, pero dejaba penetrar un rayo de sol que caía sobre la cabeza vendada del herido. Una mancha rojiza había traspasado el vendaje de lino blanco. Me senté junto a él e incliné la cabeza.

—Ya está bien, Watson. No ponga esa cara de susto —murmuró con voz muy débil—. No es tan grave como parece.

—¡Gracias a Dios!

—Como sabe, no se me da mal la esgrima con bastón. Conseguí parar casi todos los golpes. Pero dos hombres resultaron demasiados para mí.

—¿Qué puedo hacer, Holmes? Naturalmente, ese maldito los envió. Diga una sola palabra e iré a arrancarle la piel a latigazos.

—¡El bueno de Watson! No, no tenemos nada que hacer a menos que la policía eche el guante a esos hombres; pero tenían bien preparada la retirada, de eso podemos estar seguros. Aguarde un momento. Tengo planes. Lo primero que hay que hacer es exagerar mis heridas. Acudirán a usted en busca de información. Cargue las tintas todo lo que pueda, Watson: tendré suerte si llego vivo al fin de semana, rotura de cráneo, delirios... ¡todo lo que se le ocurra! Cualquier exageración es poca.

—Pero ¿y Sir Leslie Oakshott?

—No hay cuidado. Siempre me verá en el peor estado posible. Yo me encargaré de ello.

—¿Algo más?

—Sí. Dígale a Shinwell Johnson que esconda a la chica. Esos guapos irán a por ella. Como es natural, saben que estaba conmigo en el caso. Si se han atrevido a atacarme a mí, no es probable que se olviden de ella. Es urgente. Hágalo esta misma noche.

—Iré ahora mismo. ¿Qué más?

—Ponga mi pipa en la mesilla... y la petaca también. Eso es. Venga cada mañana y planearemos nuestra campaña.

Aquella misma noche lo arreglé todo con Johnson para que llevara a la señorita Winter a un sitio seguro de las afueras y se asegurara de que no se dejaba ver hasta que hubiera pasado el peligro.

Durante seis días, el público tuvo la impresión de que Holmes se encontraba a las puertas de la muerte. Los partes médicos eran muy pesimistas y en los periódicos aparecieron notas siniestras. Sin embargo, mis continuas visitas me confirmaban que la situación no era tan grave. Su férrea constitución y su fuerza de voluntad estaban obrando maravillas. Se recuperaba con rapidez, y a veces llegué a sospechar que se estaba reponiendo más aprisa de lo que quería hacer creer, incluso a mí. Este hombre tenía una curiosa afición al secreto que solía producir efectos espectaculares, pero que dejaba incluso a su mejor amigo haciendo cabalas sobre cuáles serían sus verdaderos planes. Holmes llevaba al extremo el principio de que el único conspirador seguro es el que conspira solo. Yo estaba más cerca de él que ninguna otra persona, y aun así siempre era consciente del abismo que nos separaba.

El séptimo día le quitaron los puntos, a pesar de lo cual los periódicos vespertinos hablaban de erisipela. En los mismos periódicos aparecía una noticia que yo por fuerza tenía que comunicar a mi amigo, estuviera bien o mal. Decía, sencillamente, que entre los pasajeros del transatlántico Ruritania, de la línea Cunard, que zarparía de Liverpool el viernes, figuraba el barón Adelbert Gruner, que tenía que resolver importantes asuntos financieros en Estados Unidos antes de su inminente boda con la señorita Violet de Merville, única hija de, etcétera, etcétera. Holmes escuchó la noticia con una expresión fría y concentrada en su pálido rostro, lo cual me indicó que le había afectado profundamente.

—¡El viernes! —exclamó—. Solo nos quedan tres días. Me parece que ese granuja quiere alejarse del peligro. ¡Pero no lo conseguirá, Watson! ¡Por mil diablos que no lo conseguirá! Bien, Watson, quiero que haga usted algo por mí.

—Estoy a su disposición, Holmes.

—Muy bien, entonces va a dedicar las próximas veinticuatro horas a un estudio intensivo de la cerámica china.

No me dio explicaciones, ni yo se las pedí. Mi larga experiencia me había enseñado que lo más juicioso era obedecer. Pero cuando salí de su habitación, bajé por Baker Street cavilando cómo demonios llevar a cabo una orden tan extraña. Por fin me dirigí a la Biblioteca Municipal de St. James Square, le expuse el asunto a mi amigo Lomax, el vicebibliotecario, y volví a mi domicilio con un grueso volumen bajo el brazo.

Se suele decir que el abogado que prepara un caso con tanto esmero que el lunes es capaz de interrogar a un testigo experto en cualquier tema, el sábado ha olvidado todos los conocimientos adquiridos de forma tan forzada. Pueden estar seguros de que ahora mismo me sería imposible pasar por un experto en cerámica; y sin embargo, toda aquella tarde y toda aquella noche —con un breve intervalo para descansar—, así como toda la mañana siguiente, me las pasé absorbiendo conocimientos y aprendiendo nombres de memoria. Así llegué a conocer los rasgos distintivos de los grandes artistas de la decoración, el misterio de las fechas cíclicas, las características del Hung-wu y las bellezas del Yung-lo, los escritos de Tang-ying y los esplendores del periodo primitivo de los Sung y los Yuan. Cargado con toda aquella información, me presenté en casa de Holmes la tarde siguiente. Lo encontré levantado, aunque nadie lo habría imaginado a juzgar por los informes publicados, sentado en el fondo de su butaca favorita con su cabeza llena de vendajes apoyada en una mano.

—Caramba, Holmes —dije—. Si hemos de creer a los periódicos, está usted agonizando.

—Esa es la impresión que pretendo dar —dijo él—. Y ahora, Watson, ¿se ha aprendido usted sus lecciones?

—Por lo menos, lo he intentado.

—Entonces, páseme esa cajita que hay sobre la repisa.

Levantó la tapa y sacó de la caja un objeto pequeño, envuelto con el mayor cuidado en una fina seda oriental. Lo desenvolvió y quedó a la vista un delicado platito del más bello color azul oscuro.

—Hay que manejarlo con cuidado, Watson. Es una auténtica porcelana de cáscara de huevo de la dinastía Ming. Lo más fino que ha pasado jamás por Christie's. Un juego completo de piezas como esta valdría el rescate de un rey..., de hecho, dudo que exista un solo juego completo fuera del Palacio Imperial de Pekín. Solo con ver esto, un verdadero entendido se volvería loco.

—¿Qué tengo que hacer con él?

Holmes me entregó una tarjeta en la que estaba impreso lo siguiente: «Dr. Hill Barton, 369 Half Moon Street».

—Este será su nombre esta tarde, Watson. Va usted a visitar al barón Gruner. Conozco algo sus costumbres y lo más probable es que a las ocho y media no esté ocupado. Le enviará una nota previa anunciando su visita y diciéndole que va a llevarle un ejemplar absolutamente único de porcelana Ming. Lo mejor es decir que es usted médico, porque ese papel lo puede representar sin fingir. Le dirá que también es coleccionista, que este juego ha llegado a sus manos, que se ha enterado del interés del barón por el tema y que no tiene inconveniente en venderlo por un precio razonable.

—¿Qué precio?

—Buena pregunta, Watson. Desde luego, metería la pata a fondo si no conociera el valor de las piezas. Este platillo me lo consiguió Sir James, y tengo entendido que pertenece a la colección de su cliente. No es exagerado decir que, posiblemente, no tiene igual en el mundo.

—Tal vez podría sugerirle que lo tasara un experto.

—¡Excelente, Watson! Hoy está usted brillante. Puede proponer a Christíe's o a Sotheby's. Dígale que razones de tacto le impiden fijar usted mismo el precio.

—Pero ¿y si no quiere recibirme?

—Oh, sí que le recibirá. Padece la manía del coleccionismo en su forma más aguda, y de manera especial en este tema, en el que es una autoridad reconocida. Siéntese, Watson, y le dictaré la carta. No necesita respuesta. Le dirá simplemente que va a visitarlo y para qué.

Resultó un documento perfecto: breve, cortés y estimulante para la curiosidad del entendido. Un mensajero se encargó de llevarlo. Aquella misma tarde, con el precioso platillo en la mano y la tarjeta del doctor Hill en el bolsillo, emprendí mi propia aventura.

La magnífica casa con terreno demostraba que el barón Gruner era, como había dicho Sir James, un hombre de considerable fortuna. Un largo sendero sinuoso, con hileras de arbustos raros a ambos lados, desembocaba en una amplia plaza engravillada y adornada con estatuas. La mansión la había construido un hombre que se hizo rico en África del Sur durante los años de la fiebre del oro, y el edificio bajo y alargado, con torretas en las esquinas, aunque parecía una pesadilla arquitectónica, resultaba imponente por su tamaño y solidez. Un mayordomo que no habría desentonado en una reunión de obispos me franqueó la entrada y me puso en manos de un lacayo muy peripuesto que me condujo a presencia del barón.

Este se encontraba de pie, frente a una vitrina abierta, situada entre las ventanas y que contenía parte de su colección de porcelanas. Al entrar yo, se volvió, con un jarroncito marrón en la mano.

—Le ruego que se siente, doctor —dijo—. Estaba contemplando mis tesoros y preguntándome si puedo permitirme el lujo de aumentar la colección. Tal vez le interese este pequeño ejemplar de cerámica Tang del siglo XVII. Seguro que nunca ha visto un trabajo más fino y un barnizado más hermoso. ¿Ha traído el platillo Ming del que me hablaba?

Lo desempaqueté con mucho cuidado y se lo pasé. Él se sentó en su escritorio, acercó la lámpara porque ya empezaba a oscurecer y se puso a examinarlo. La luz amarillenta iluminaba sus facciones y yo pude estudiarlas a placer.

Era, verdaderamente, un hombre muy bien parecido. La fama que tenía en Europa por su atractivo era bien merecida. Su estatura no era más que mediana, pero tenía una figura elegante y airosa. El rostro era moreno, casi oriental, con ojos grandes negros y lánguidos, que debían ejercer una fascinación irresistible sobre las mujeres. El cabello y el bigote eran negros como ala de cuervo, y este último era corto, puntiagudo y cuidadosamente engominado. Sus facciones eran correctas y agradables, a excepción de la boca, de labios finos y rectos. Si alguna vez he visto una boca de asesino, fue aquella: un tajo duro y cruel en la cara; comprimido, inexorable y terrible. Hacía mal en peinarse el bigote de manera que no le tapara la boca, pues aquella era una señal de peligro que la Naturaleza había puesto para advertir a sus víctimas. Su voz era sugestiva y sus modales perfectos. Yo le habría calculado poco más de treinta años de edad, aunque más tarde su ficha demostró que tenía cuarenta y dos.

—¡Precioso, verdaderamente precioso! —dijo por fin—. ¿Y dice usted que tiene un juego completo de seis? Lo que me desconcierta es que yo no conociera la existencia de estos magníficos ejemplares. Que yo sepa, en toda Inglaterra solo existe un juego como este y, desde luego, no es nada probable que salga al mercado. ¿Sería muy indiscreto que le preguntara, doctor Hill Barton, cómo obtuvo estas piezas?

—¿Importa mucho eso? —pregunté a mi vez, con el aire más despreocupado que fui capaz de adoptar—. Ya ve usted que la pieza es auténtica y, en cuanto al precio, estoy dispuesto a aceptar la evaluación de un experto.

—Muy misterioso —dijo él, con una rápida chispa de sospecha en sus ojos negros—. Cuando uno trata con objetos tan valiosos, lo natural es querer conocer todos los detalles de la transacción. Desde luego que la pieza es auténtica. Sobre eso no tengo la menor duda. Pero supongamos... porque hay que tener en cuenta todas las posibilidades... Supongamos que luego resulta que usted no tenía derecho a venderla.

—Puedo darle una garantía contra cualquier reclamación de esa clase.

—Lo cual, naturalmente, nos lleva a plantear la cuestión de lo que vale su garantía.

—Mis banqueros darán fe de ello.

—Perfecto. Y sin embargo, toda esta operación me sigue pareciendo bastante rara.

—En fin, lo toma o lo deja —dije yo, en tono indiferente—. Le he concedido la primera oportunidad, porque me constaba que es usted un entendido, pero no tendré ninguna dificultad en encontrar otro comprador.

—¿Quién le dijo que yo era un entendido?

—Sabía que había escrito usted un libro sobre el tema.

—¿Ha leído usted el libro?

—No.

—Vaya por Dios, esto me va resultando cada vez más difícil de entender. Usted es un entendido y un coleccionista, tiene en su colección una pieza valiosísima y, sin embargo, no se ha molestado en consultar el único libro que le habría explicado el verdadero valor y la importancia de la pieza que posee. ¿Cómo se explica eso?

—Soy un hombre muy ocupado. Soy médico en ejercicio.

—Esa respuesta no me vale. Cuando uno tiene una afición, la sigue hasta el final, sean cuales sean sus otras actividades. Decía usted en su carta que es un entendido.

—Y lo soy.

—¿Podría ponerle a prueba con unas cuantas preguntas? Me veo obligado a decirle, doctor (si es que de verdad es doctor), que este asunto me está pareciendo cada vez más sospechoso. ¿Podría decirme qué sabe usted del emperador Shomu, y qué relación cree usted que tiene con el Shosoin de las proximidades de Nara? Vaya, ¿no sabe qué decir? Pues hábleme un poco acerca de la dinastía Wei del Norte, y del lugar que ocupa en la historia de la cerámica.

Yo salté de mi asiento, tratando de parecer indignado.

—Esto es intolerable, señor mío —dije—. He venido aquí a hacerle un favor, y no a que me examinen como si fuera un niño de escuela. Muy posiblemente, mis conocimientos sobre el tema estén casi a la altura de los suyos, pero, desde luego, me niego a responder preguntas planteadas en términos tan ofensivos.

Me miró fijamente, y de sus ojos había desaparecido toda la languidez. De pronto, se había puesto a echar llamas. El brillo de los dientes asomó entre sus labios crueles.

—¿Qué juego se trae usted? Ha venido aquí a espiar, es usted un emisario de Holmes. Quieren hacerme una jugarreta, ¿eh? Como él se está muriendo, envía a sus peones para que me vigilen. Pues sepa que ha entrado aquí sin autorización y, por Dios, que salir le va a resultar mucho más difícil que entrar.

Se había puesto en pie de un salto y yo retrocedí, preparándome para hacer frente al ataque, porque el individuo estaba fuera de sí de rabia. Yo creo que sospechó de mí desde el principio, y el interrogatorio le había confirmado sus sospechas; estaba claro que yo no habría podido engañarle de ningún modo. Metió la mano en una cajón y revolvió con furia en su interior. Pero, de pronto, sus oídos captaron algo, porque se enderezó escuchando con atención.

—¿Eh? —exclamó—. ¡Eh! —y se precipitó hacia la habitación de atrás.

Yo llegué en dos zancadas a la puerta abierta, y jamás se me borrará de la mente la escena que vi en el interior. La ventana que daba al jardín estaba abierta de par en par; y junto a ella, como un terrorífico fantasma, con la cabeza envuelta en vendajes ensangrentados y el rostro pálido y demacrado, estaba Sherlock Holmes. Al instante siguiente, había saltado por la abertura, y pude oír la caída de su cuerpo sobre las matas de laurel que se veían fuera. Con un aullido de rabia, el señor de la casa se lanzó en su persecución, corriendo hacia la ventana abierta.

Y en aquel momento... todo sucedió en un instante, pero yo lo vi perfectamente. De entre el follaje salió disparado un brazo, un brazo de mujer, y en el acto el barón soltó un alarido espantoso, un grito que resonará para siempre en mi memoria. Se llevó las dos manos a la cara y empezó a correr por la habitación, golpeándose la cabeza contra las paredes de un modo horrible. Luego cayó sobre la alfombra, rodando y retorciéndose, mientras sus incesantes gritos resonaban por toda la casa.

—¡Agua! ¡Agua, por amor de Dios! —gritaba.

Agarré un botellón que había sobre una mesita lateral y corrí en su ayuda. En aquel momento llegaron corriendo el mayordomo y varios criados. Recuerdo que uno de ellos se desmayó cuando yo me arrodillé junto al herido y volví su rostro destrozado hacia la luz de la lámpara. El vitriolo ya lo estaba corroyendo por todas partes, y goteaba por las orejas y la barbilla. Uno de los ojos estaba ya blanco y opaco. El otro, rojo e inflamado. Los rasgos que yo había admirado pocos minutos antes estaban ahora como un hermoso cuadro sobre el que el artista hubiera pasado una esponja mojada y sucia: borrosos, descoloridos, inhumanos, horribles.

En pocas palabras, expliqué exactamente lo que había ocurrido, pero solo en lo referente al ataque con vitriolo. Algunos de los criados habían saltado por la ventana, y otros habían salido corriendo al jardín, pero ya había oscurecido y estaba empezando a llover. La víctima, entre alarido y alarido, voceaba feroces maldiciones contra su agresora.

—¡Ha sido esa bruja de Kitty Winter! —gritaba—. ¡Maldita arpía! ¡Me pagará lo que ha hecho! ¡Me las pagará! ¡Oh, Dios mío, no soporto este dolor!

Le lavé la cara con aceite, apliqué algodón en rama a las superficies en carne viva y le administré una inyección de morfina. La terrible impresión había borrado de su mente toda sospecha hacia mí, y se agarraba a mis manos como si, a esas alturas, yo tuviera aún poder para limpiar aquellos ojos de pescado muerto que intentaban mirarme. Aquel destrozo podría haberme hecho llorar si no fuera porque recordaba perfectamente la vida disoluta que había conducido a tan espantoso desenlace. Resultaba repugnante sentir el restregar de sus manos abrasadas, y sentí alivio cuando llegó el médico de cabecera, seguido de cerca por un especialista, para relevarme de mis obligaciones. Había llegado también un inspector de policía, al que presenté mi auténtica tarjeta. Habría sido inútil además de estúpido obrar de otro modo, pues en Scotland Yard me conocían de vista casi tanto como al mismo Holmes. Por fin, salí de aquella casa de angustia y terror, y en menos de una hora había llegado a Baker Street.

Holmes estaba sentado en su butaca de siempre, y lo encontré muy pálido y agotado. Aparte de sus lesiones, los acontecimientos de la noche habían conseguido alterar incluso sus nervios de acero, y escuchó horrorizado mi relato de la transformación del barón.

—El precio del pecado, Watson, el precio del pecado —dijo—. Tarde o temprano, llega la hora de pagar. Y bien sabe Dios que aquí había pecados de sobra —añadió, tomando de la mesa un grueso volumen—. Aquí está el libro del que nos habló la mujer. Si esto no impide el matrimonio, nada podrá hacerlo. Pero funcionará, Watson. No puede fallar. Ninguna mujer que se respete podría aceptar esto.

—¿Es su diario de amor?

—Más bien su diario del vicio. Pero llámelo como quiera. En cuanto esa mujer nos habló del libro, comprendí que aquí teníamos un arma poderosísima, si conseguíamos hacernos con ella. En aquel momento no dije nada que pudiera indicar lo que pensaba, porque esa mujer podría haberlo echado todo a perder. Pero medité mucho sobre el asunto. Y después, este ataque contra mí me dio la oportunidad de hacer pensar al barón que ya no tenía que tomar precauciones por esta parte. Eso me venía muy bien. Habría esperado un poco más, pero su viaje a América me forzó a actuar, porque no cabía esperar que dejara aquí un documento tan comprometedor, así que había que ponerse en acción de inmediato. Entrar en la casa de noche resultaba imposible, porque nuestro hombre tomaba muchas precauciones, pero por la tarde existía una posibilidad, si se conseguía distraer su atención. Aquí entraban en escena usted y su platillo azul. Pero yo necesitaba saber con seguridad dónde estaba el libro, y solo disponía de unos pocos minutos para actuar, porque mi tiempo dependía de sus conocimientos sobre cerámica china, Watson. Por eso decidí a última hora que me acompañara la muchacha. ¿Cómo iba yo a imaginar lo que llevaba en el paquetito que tan cuidadosamente ocultaba bajo la capa? Yo creía que había venido para ayudarme en mi empresa, pero parece que tenía planes propios.

—Gruner adivinó que yo venía de su parte.

—Ya me lo temía. Pero consiguió mantenerle entretenido el tiempo suficiente para que yo encontrara el libro, aunque no lo bastante para escapar inadvertido. ¡Ah, Sir James! Me alegra que haya venido...

Nuestro aristocrático amigo había acudido en respuesta a una cita previa. Escuchó con la máxima atención el relato que Holmes le hizo de lo sucedido.

—¡Ha hecho usted maravillas! ¡Maravillas! —exclamó al final de la narración—. Pero si sus heridas son tan terribles como ha dicho el doctor Watson, supongo que nuestros planes de frustrar la boda podrán cumplirse sin necesidad de recurrir a este horrible libro.

Holmes negó con la cabeza.

—Las mujeres como la señorita De Merville no actúan de ese modo. Si lo ve como un mártir desfigurado, lo amará aún más. No, no; es su aspecto moral, no el físico, el que tenemos que destruir. Ese libro la hará bajar de nuevo a la tierra, y no se me ocurre ninguna otra cosa que pudiera conseguirlo. Está escrito de su puño y letra; esto no puede pasarlo por alto.

Sir James se marchó, llevándose el libro y el precioso platillo. Como yo también tenía cosas que hacer, bajé con él hasta la calle. Un carruaje le estaba esperando. Sir James subió al coche, dio una rápida orden al emperifollado cochero y se alejó a toda velocidad. Había echado su abrigo sobre la ventanilla para tapar el escudo de armas pintado en la puerta, pero a pesar de ello me dio tiempo a verlo a la luz del portal. La sorpresa me dejó boquiabierto. Di media vuelta y subí de nuevo la escalera hasta las habitaciones de Holmes.

—¡Acabo de descubrir quién era nuestro cliente! —exclamé, irrumpiendo con la gran noticia—. ¡Cielos, Holmes, es...!

—Es un amigo leal y un perfecto caballero —cortó Holmes, levantando la mano para contenerme—. Dejémoslo así, que con eso nos basta.

No sé de qué manera se utilizó el libro acusador. Es imposible que Sir James se encargara de ello, aunque lo más probable es que una tarea tan delicada corriera a cargo del padre de la joven. En cualquier caso, el efecto fue el deseado. Tres días después, apareció un párrafo en el Morning Post anunciando que la boda entre el barón Adelbert Gruner y la señorita Violet de Merville no tendría lugar. En el mismo periódico venía la noticia de la primera audiencia del proceso contra la señorita Kitty Winter, acusada del grave delito de arrojar vitriolo. Como se recordará, las circunstancias atenuantes tuvieron tal peso que la condena fue la mínima posible para un delito de este tipo. Se llegó a amenazar a Sherlock Holmes con procesarlo por robo con allanamiento, pero cuando se actúa por una buena causa, y para un cliente lo bastante ilustre, hasta la rígida justicia británica se humaniza y se vuelve elástica. Hasta ahora, mi amigo no ha tenido que sentarse nunca en el banquillo.

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