Capítulo 9
El aeropuerto era un inmenso amplificador de ruidos. Los aviones iban y venían a pesar del mal tiempo. El sueño durante la noche se hizo pesado con interrupciones sin sentido y los fantasmas cabeceando, por temor a que el despertador se quedara adormilado. Optó por levantarse antes de la hora señalada. Llegó demasiado temprano al aeropuerto con la esperanza de poder adelantar el viaje, así fuera una hora, pero las posibilidades estaban dadas al contrario. El espacio sobre el aeropuerto se había convertido en un escenario tempestuoso de torturas simbólicas que azotaba el aire con rayos a diestra y siniestra con la intención de despedazarlo, y que le erizaron la piel y ciñeron su estómago... Lucía no congeniaba con la severidad del clima, y por más amor que hubiera en medio, rendía sagrado tributo de miedo y respeto al estado de ánimo de la sabia naturaleza. Su corazón estaba al borde de un colapso.
El pánico era algo que se le había quedado enredado en el subconsciente a sus escasos siete años de edad, cuando en un viaje con su padre, la emergencia por fallas mecánicas en un clima similar al del momento, amenazó con despedazar la aeronave que logró aterrizar en condiciones críticas. Las imágenes vividas de cada perturbador segundo casi conversando con la muerte, quedaron colgadas en su cerebro lastimado cuando sintió que aquella horrenda señora de mirada persuasiva y turbulenta, rastrillaba adentro de su pequeño mundo con sus filosos pensamientos de agonía. Desde entonces, la marca del dolor la mortificaba con cada repentina tormenta, fuera antes, o en pleno vuelo.
—Ridícula sabiduría —mencionó, recordando las estadísticas del noticiero de la noche anterior sobre el estado del tiempo.
El viaje debía ser cancelado y llamar a su madre para enterarla, como había ocurrido en alguna ocasión anterior. Leonor conocía los miedos de su hija menor y prefería escucharla, así fuera unos escasos minutos, que padecer una agonía innecesaria a verla víctima de una crisis de nervios que debilitarían más su corazón. Los monstruos del tiempo que la amenazaban desde niña estaban en su cabeza y no se irían ahora. Pero esta vez era diferente, los episodios del trabajo y las presiones de los medios por el proyecto de Ley que lideraba, la habían acorralado tanto en los últimos días por la magnitud de su proeza, que un abrazo caluroso de su madre era inminentemente necesario. Esta sensación le dio la fortaleza para negarse por primera vez en su vida a cancelar un viaje, más, si era un viaje directo hacia su madre. Una estación de reposo y amor absoluto a lo que no se le podía negar, al menos por esta vez.
—¡Dios mío!, ¡ayúdame!, si es que está dentro de tus planes, aunque no sé si deba confiar enteramente, pero debo ir a casa.
Aun con su sentido ideático para invocar la ayuda espiritual, Dios la había ayudado, pero su incomprensión estaba en el lenguaje. Del tiempo destinado al fortalecimiento del espíritu ya no quedaba algo, así fuera insignificante para dedicarle cada semana. La pasión ahora estaba en otra parte, y consideraba que cargar el medallón y la estampa de su santo más preciado, era más que un gesto de nobleza con su fe.
Las oraciones de alguna forma hicieron su efecto, y un paisaje repentino de luz en medio de la penumbra posibilitó la salida del vuelo. Pero al cabo de unos minutos, cuando la nave se entusiasmaba en el espacio, el paisaje dejó ver su lado oscuro. Cada porfiado segundo en adelante, taladraba su conciencia y gritos mudos desgarraban el interior del pecho acribillándolo de dolor. Las nubes oscuras contorsionaban sus problemas digestivos antes de hacer catarsis, y cruentos rayos rasgaban la serenidad de un amanecer plácido que, al correr de los minutos, cambió de aspecto y de intención. La intensa oscuridad estaba en el lugar equivocado del horario diurno.
La odisea en el avión fue superada, y tanto el medallón como la estampa, hicieron lo suyo. En la sala de espera del aeropuerto José María Córdoba de la ciudad de Medellín, don Eladio la esperaba paciente; era amigo de la familia, y quien desde la muerte de Lorenzo se convirtió en una voz de aliento y de compañía casual para Leonor. Fue el conductor por años de Lucía, que siempre la acompañó en los cargos públicos desempeñados en el departamento de Antioquia, y que ahora la recibía con el ansia de una hija ajena, a la que no se le podía negar el ferviente abrazo de cada semana. Era una relación esmaltada de esencia paternal que tanta falta le hacía. Don Eladio tenía una hija de la edad de Lucía, y era probable que esa situación, hubiera generado el deseo de parecerse a ella, imaginando ir a recibirlo en cada llegada, así ocurriera, al contrario. Él, simplemente lo permitió con respeto y afecto desde la primera vez que ocurrió. El grado de confianza depositado con el tiempo fue la causa del acercamiento. En medio de una amena conversación sobre temas de política y otros relacionados con su madre, se desplazaban por la vía Palmas, en dirección a Medellín. El atrevido frío se coló por algún lado al interior, que Lucía suplicó un poco de calefacción. Supuso que era suficiente con el aspirado por sus pulmones en Bogotá, que durante las últimas dos semanas, amenazó con convertirse en una pequeña Antártida. Hasta su cerebro pensó seriamente en la idea de mutar alguna parte del cuerpo a un par de branquias, para sobrevivir en el mar friolento de la capital donde naufragaba el frío por aquella época del año. Cada centímetro de la ciudad tenía la tonalidad del hielo, pero fue la grata sensación de un clima cálido en su tierra lo que le hizo olvidarla.
El vientre del firmamento se tornaba liso y brillante como la piel de un pingüino, donde los tímidos rayos del sol resbalaban hasta quedar esparcidos sobre el paisaje; lo que no ocurría con frecuencia cuando la repentina bruma le cambiaba la cara a la tarde confundiendo su aspecto, haciendo que declinara su vigor natural para mostrar prematuros los encantos nocturnos. Pero aquel día, la tonalidad del frío no pudo evitar que el sol llegara y lo sedujera repentino para calentar el ambiente. Una leve brisa amainó hasta hacerse débil y desaparecer en hilos de invisibilidad.
Lucía parecía acosada por los pensamientos y la ansiedad de ir a casa; la necesidad de ver a su madre la estaba halando con fuerza; don Eladio lo percibió con facilidad sin esforzarse en descifrar el extraño aspecto en su semblante: un aire de intranquilidad que delataba el afán al acosar las manecillas del reloj con miradas insistidas, aquellas que lo convertían en la pieza más importante del momento. En medio de la neblina a ras de piso, que había suficiente para convertirse en un túnel vehicular antes de desprenderse al vacío, el camino se hacía más complejo, lo que obligaba a reducir la velocidad. Este evento era cotidiano y bastante conocido por don Eladio.
Por desventura, el estado del tiempo no favorecía la ansiedad por llegar a casa y contagiarse del amor materno, pero no era el único factor desfavorable. La suerte privilegiaba al político que encarnaba a Judas. Parte del complot para la entrega de la mercancía en bandeja de plata, estaba relacionado con el desplazamiento de dos motorizados camuflados con pasamontañas y chaquetas, con acompañantes armados que portaban radios de comunicación; marchaban detrás del vehículo donde viajaba la prestigiosa política, y detenían el tránsito en cada carril de la vía agitando las armas.
El automóvil se alejó solitario sin que sus tripulantes se percataran de lo que estaba ocurriendo. A medio kilómetro más de descenso, la vía fue bloqueada a lo ancho por un camión que impedía el paso de cualquier vehículo. La sensación no era gratuita, Lucía comenzó a sentir miedo y su corazón bombeó con más ímpetu. El paisaje crítico del tiempo en la capital se había encarnado en sus entrañas. El verde natural daba la impresión de ser grisáceo, otra parte del paisaje parecía verde mezclado con negro, y otra parte más, un verde oscuro tan intenso, que parecía negro claro, luego negro grisáceo y después... solamente negro. Una oscuridad extraña y simbólica de un miedo complaciente.
—¡Detenga la marcha, Eladio! ¡Regrese atrás, por favor! —vociferó asustada.
Acosada por la intuición de ese intrigante sexto sentido, que a veces la atemorizaba oculto en alguna parte de su conciencia o inconsciencia como un ángel guardián, sólo quedaba manifestar su miedo.
El escenario no inspiraba confianza. La mujer, suplicante, entraba en pánico, y don Eladio apresurado antes que ella promulgara nuevas órdenes, daba marcha atrás dando gracias a la soledad del sitio con el riesgo de la bruma. El asfalto húmedo proporcionaba una especie de riesgo inevitable. De pronto, uno de los motorizados emergió de la neblina blandiendo el arma que le daba la autoridad de la situación, obligando a don Eladio a frenar el vehículo.
—¡Haga algo por amor a Dios! —imploró con la mirada apenas puesta al frente rosando la consola del carro, luego que se despojara del cinturón de seguridad para intentar ocultarse entre la silla y el piso del vehículo—. ¡No se detenga! ¡Haga algo! ¡Nos van a matar!
Ante la inmediata y severa reacción de pánico fantasmeando en el rostro de Lucía, don Eladio, confuso, protector y ligeramente asustado, descendió del vehículo en dirección al hombre que no vacilaba ir a su encuentro con el arma dispuesta para remediar el menor de los inconvenientes; simuló estar armado, sacudiendo sus manos embutidas en los bolsillos externos de la chaqueta de dril. Entre miedo y refunfuño, haciendo las veces de padre y héroe, pretendió levantar la voz en son de reclamo, pero su enemigo no estaba dispuesto a cometer errores, atinando un desmedido disparo en la frente que sacudió la nobleza de un hombre anciano, al aventar dramáticamente sus años vivos, ahora sin alma, sobre la frialdad del asfalto como un reguero de arrugas sin gracia. Destrozó sin misericordia su cerebro fraccionado en tantas partes al interior del cráneo, que esparció su miedo como un síntoma fantasmal en aquel sitio. Una respuesta sin indulgencia que enloqueció la inteligencia de Lucía para someterla.
Parecía una galaxia humana en un inclemente estado de alteración nerviosa. Millones de pensamientos, más rápidos que cualquier centelleo existente en todo el universo, debieron presentarse y repetirse infinidad de veces en su atropellado juicio como demonios fulminantes en tan sólo milésimas de segundos. Cualquier nefasto pensamiento era válido. Rápidamente, el asesino se dirigió al vehículo, la tomó del cabello con tal brusquedad que lastimó su cuello y ocasionó una pavorosa caída. Una mordaza fue suficiente para asfixiar los gritos. La voz de auxilio se quedó encerrada orbitando entre su miedo. El bandido paralizó su cuerpo con fuerza, que se dejó vencer sin oponer resistencia. Bastó una dosis controlada de propofol por vía intravenosa para adormecer la biopsia del secuestro. Nadie le consultó sobre las precauciones o advertencias para tener en consideración. Al final de cuentas no era una decisión voluntaria. El camino no tardó en ser despejado al retirar el camión para que una camioneta oscura de vidrios polarizados, se dispusiera a ocultar el secreto de un drama a punto de iniciar. La bruma se hizo espesa envolviendo la escena del crimen en una sábana de culpas invisibles.
Segundos más tarde, la senadora Lucía era conducida en dirección oriente, dando la espalda a la ciudad que añoraba desde días atrás, y que, por una rebeldía del destino, ahora le robaba el respiro de su madre. Parte de la estrategia del secuestro consistía en el intercambio de vehículo. Al cabo de una hora, el plan avanzaba desde una de las fincas ubicadas cerca al municipio de Ríonegro. Su aspecto descuidado con la maleza en apogeo, daba la ligera impresión de estar abandonada. Sucedió al interior de un camión de estacas doble cabina, al fondo, una caja de madera para guardar herramienta de campo hacía las veces de féretro. El cuerpo desvalido de Lucía con labios sellados con cinta y lentes oscuros adormecía en otra dimensión. Un potro de comportamiento salvaje cubría el resto del espacio del camión, como si intuyera que parte de la carga era delicada y confidencial. El desplazamiento por caminos de tierra hacia otra de las recónditas fincas ubicada en el sector del oriente antioqueño, procedió luego con el cambio de vehículo a un sofisticado helicóptero que conocía el camino hacia la nueva casa.
La aeronave emprendió la diplomática huida hacia el sureste de Colombia. El camino virtual trazado estaba en su memoria. La ruta aérea destinada no era un suceso aleatorio que obedeciera a análisis estadísticos. El plagio, con toda la estructura logística y operativa, igual estaba destinado.
Se trataba de un viaje histórico sin fecha de regreso, censurado por Lucía y sin tiempo para meditar sobre el dramático homicidio de su venerable amigo. La interacción del sedante con los demonios de su inconciencia, debió generar un estado caótico y mudo en el vacío lindante entre la realidad y el umbral de los miedos creados. Había que esperar el retorno de ese estado.
El helicóptero desapareció en el espacio hasta quedar oculto, meciéndose entre vientos, jugando a las escondidas en un cielo nublado que había sido agujereado por los rayos. La geografía en los linderos con la ciudad de la eterna primavera, quedaba atrás, suplicante sin súplicas aún. La noche se anticipó convirtiendo el espacio en una atemorizante playa negra, que impresionaba, acompasada por el sonar de fantasmas motorizados chocando contra las aspas. El sonido se asemejaba, a un ejército de ranas voladoras esparciendo notas para conducir la nave hacia la selva; allí, donde el croar es mágico. Habría suficientes días y demasiados miedos para sentirlo.
Nada de lo sucedido indicaba que fuera un simulacro. Era hora de respirar profundo y colocar la mente en cero. La realidad tomaba alas y la psicosis aparcaba en el cerebro inconsciente de Lucía. El miedo era la pócima perfecta para que el sedante hiciera su tarea a la perfección. Los mansos demonios con que llegó a la vida hacía tres décadas, ahora estaban combatiendo en su cerebro.
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