Capítulo 45
El inesperado y ansiado momento de reencontrarse con su hijo, se hizo presente en la sede principal del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar de Bogotá. Era la hora señalada para Santiago que, con pasos cortos, y guiado de la mano de Serafina Alvarado, tímidamente se encaminaba hacia la libertad oculta detrás de las puertas de la duda, cuando no requirió del acuerdo humanitario ni de la representación de los organismos de paz; bastó con la gestión de los funcionarios de la entidad para cumplir con los requisitos formales que posibilitaran la entrega oficial a su familia.
El epicentro de un nuevo acontecimiento estaba ubicado directamente en el corazón de Lucía, ocurrió, cuando fue atormentada por una felicidad extraña e indescriptible. Santiago era el milagro que, al verlo, sintió la sangre hervir como si lo estuviera pariendo una vez más, y un diluvio de sensaciones acumuladas desbordaron el dolor oculto, ahora convertido en amor. El tiempo se había astillado en su mollera, y el cuerpo de Santiago permanecía congelado en el instante en que le fue arrancado, con sólo seis meses de haber nacido. Sin embargo, un sentimiento de culpa sin pensar en los responsables, debió marginar la alegría de la lástima al ver su delicado y atemorizado cuerpo en dirección suya, para luego, quedar devorado entre sus brazos recordando a Lorenzo, el hijo perdido que se convirtió en flor naciendo y muriendo al mismo tiempo.
Lo olfateó en su pequeñez recordando un pasado doloroso en cada centímetro de piel, mientras sus labios sin cauce sellaban con besos todas sus partes, a la espera que un amor extraviado entre la ansiedad y la angustia, hiciera cicatrices. La víctima de tanto amor no alcanzaba a comprender ese extraño comportamiento, pero su llanto que no era de miedo, parecía advertirle el final de las desgracias. Era una íntima resurrección hecha de amor en un instante robado del destino. El éxtasis de un milagro.
La perplejidad de Lucía viajó al pasado estacionándose nuevamente en aquel breve diálogo con su madre, cuando ante una inocente pregunta, y luego que le diera fin a la cuarta relación sentimental formal, igual de efímera que las anteriores, irónicamente le respondió: «No hay tiempo para tener hijos, madre, sólo para el trabajo». Y ahora tenía un hijo y sentía pavor regresar al trabajo. Aquello lo había dicho por varias situaciones: adoraba a su madre, amaba su trabajo, nunca tuvo una relación de pareja estable y duradera, y le causaba miedo y dolor los hijos mal concebidos, lo que la intimidaba a tener los propios.
«Suele ocurrir, que la vida es descaradamente sarcástica, cuando parece estar molesta con nuestras acciones».
Los medios se apoderaron cada segundo de la escena queriendo inmortalizarla ante el tiempo. Hasta las sensaciones ocultas debieron quedar grabadas. Lucía se sintió la mujer más feliz y orgullosa del mundo con su hijo Santiago. Parecía querer descifrar en su mirada, en su llanto y de sus ojos, todo el pasado extraviado que alguien le negó. Manifestó emocionada y con lealtad, estar agradecida infinitamente con todos los que tuvieron que ver con su liberación. Era de suponerse que el agradecimiento también era para su padre Lorenzo. Y hasta Dios debió de interpretar algo de agradecimiento en sus gestos. Una nueva era de recuperación iniciaba, y sabía que no era nada fácil. En ese instante recordó las palabras de su amiga Carmen sobre inventarse una nueva vida.
—Agradezco a todos, muy especialmente a aquellos que no cesaron en sus esfuerzos ni mediante la oración para suplicar por nuestras vidas. Hoy me uniré a ese esfuerzo porque aún son muchos los compañeros secuestrados. Pido a los medios no cesar en esta tarea pero que lo hagan con responsabilidad, porque yo que lo he vivido, la vida del secuestrado está constantemente pendiendo de un hilo y el más mínimo y estúpido error, propiciará que lo corten sin titubear, sea porque es una orden impartida como regla sagrada ante cualquier riesgo, o sea por consecuencias del pánico. Los secuestradores son seres humanos por inhumanos que sean y sienten lo mismo que nosotros. Solicito igual a los medios su comprensión, conociendo de antemano que vengo de un proceso fuerte de agotamiento, por lo que es indispensable un discreto y largo tiempo de descanso, más ahora que he recuperado a mi hijo y necesita de mi ayuda para recuperar su confianza a la vida, aquella que sólo lo ha castigado sin necesidad de culpas. Gracias, infinitas gracias de mi parte y de parte de mi familia.
Lucía culminó entusiasmada ante la comprensión de todos que terminaron aplaudiendo su intercesión. Serafina Alvarado aprovechó el instante para cruzar algunas palabras con ella, sin dudar Lucía en abrazarla para reconocerla como el tercer ángel terrenal que le devolvió parte de la vida. La nativa Janael debió pensar que ese abrazo le pertenecía. De Lucía haberla conocido igual se lo habría dado y con mayor esmero. Santiago continuaba sin comprender, más asustado que una liebre silvestre en la ciudad. La ayuda profesional era inevitable para el núcleo familiar que involucraba a Leonor.
Nairobi que la acompañaba se dejó tentar por las ganas de sentirlo entre sus brazos para comprender y compartir la emoción de su amiga. Mientras lo cargaba, el séptimo sentido, como ella lo llamaba, le proporcionó la intuición para juzgar sobre los efectos invisibles y reales de lo que significó para Lucía haberlo concebido en medio del conflicto. Un dolor hecho verdad y luego vida que, entre aquellos que lo experimentan, demasiados pocos lo comprenden y aceptan. «Es demasiado complejo para entenderlo». Se dijo, y en el acto, lo regresó a los brazos de su madre.
La familia estaba reunida en la casa que las vio nacer. Luego de un historial de tribulaciones, al fin departían la primera comida unidos; donde, Leonor, Karen, Luis Ángel, Marcus, Lucía y Santiago disfrutaban de todas las celebraciones perdidas en una sola festividad. Una cena especial que Leonor no vaciló en preparar con la ayuda de Karen para congratular el recibimiento de dos nuevos seres, uno de los cuales, estuvieron esperando por años, y el otro, simplemente fue un obsequio ante el sacrificio ofrecido, así este sacrificio no hubiera sido de carácter voluntario.
En cuanto a su segundo hijo, el mellizo, el que representó la parte fría del suceso como un advenimiento frustrado, el que siendo un secreto se convirtió en rumor, Leonor no dijo una sola palabra que la lastimara. Y jamás se atrevió. Lucía, por su parte, tampoco se interesó en mencionarlo a su familia, y menos, que ostentó el nombre de su padre al momento de partir, rociado con fatiga en vez de agua en la pila bautismal de la conciencia.
La costumbre familiar de acción de gracias antes de cada alimento, que antes fuera congraciada por Lorenzo en vida, aquel majestuoso día, la entonó orgullosamente Leonor con sus labios temblorosos, pero ungidos de sabiduría. Unieron sus manos en un único sentimiento y un silencio extraño e inmarcesible los invadió, como si Lorenzo se hubiera hecho presente en una situación única que no quería perderse, que hizo perfecto el momento.
—Dios, padre celestial —inició compasiva—. Hoy, te ofrecemos este momento único e irrepetible del que dudamos muchas veces y el que jamás habríamos imaginado con todas las bondades que nos presentas. Reconozco, como madre que soy, que dar a luz siendo maravilloso, es nada ante los milagros que nos ofreces a diario. Tú das a luz a cada instante para complacernos y es tal nuestro orgullo, que no comprendemos tus inmaculadas bendiciones. Solamente sé que hoy, que volvemos a la vida, todo lo marchito que había en mi corazón, es un manantial de amor que nos hará renacer como familia para agradarte siempre. Bendice este alimento y a todos los que lo comparten por tu infinita misericordia. Amen.
Un leve aullido de Política los recuperó del entumecimiento emocional que les produjo la oración. Estaba dando su asentimiento perruno. Todos rieron dirigiendo ocasionalmente la mirada hacia la mascota.
Lucía sintió que aquel mensaje era una proeza que sólo pudo ser posible gracias a la valentía edificada en el amor y la entereza en la fe, de una mujer sabia amada por Dios, a la que no le daría más la espalda. Karen y Lucía cruzaron sus miradas y entonaron una sonrisa gemela para hablar con sus gestos el lenguaje del afecto sincero. Sus cálidos alientos, continuaban aferrados por hilos invisibles que particularmente ellas dos podían tocar.
La luz de la esperanza para reverdecer los campos de la desolación estaba en proceso de cambio con más ímpetu que antes, como si hubiera estado planeado por alguien. Era la oportunidad para que Lucía, hiciera las paces con Dios.
—Creo que ya terminé de dar las gracias. Pueden comenzar a comer —dijo Leonor, ante el silencio inmarcesible que gobernó por un instante; todos estaban a la espera que el laureado sermón de acción de gracias, continuara.
—Claro, mamá. —Qué rico, abuela. —Si, doña Leonor...
Entonaron cada uno en señal de agradecimiento. Faltó la voz muda de Santiago, que se escuchó en los gestos tímidos y placenteros de su delicado rostro, para que todos advirtieran que estaba complacido y ansioso. El tiempo lo iría rescatando de sus temores.
—Se ve delicioso, mamá, muy delicioso, pero tengo miedo de que no sea verdad, o que no pueda disfrutarlo como debiera —expresó Lucía al experimentar una leve contrariedad con el pasado.
—Lo es, mi pequeña; desde hoy, todo lo que hagamos en familia es de nuevo una verdad. Disfrútalo como creas que debes hacerlo.
Respondió su madre con gesto comprensible y complaciente tomando la mano de su hija y llevándola hacia su pecho para transmitirle seguridad y amor. Quedaron aferradas por un momento, pero sin la menor intención de separarse.
—¿Mamá, puedo probar primero el postre como Santiago? —preguntó Marcus.
—No creo que haya problema —respondió Leonor adelantándose a la opinión de su hija—. Pero que sea sólo una prueba para que te abra el apetito y no se moleste tu madre, que ya nos mira con ojos de regaño. Luego que comas un poco, ya podrás embadurnarte de postre hasta las orejas. Mira, Santiago ya comenzó con la ensalada.
—Ya escuchaste a la abuela —dijo Karen—. Así que, no hay nada más que decir. Come.
El susurro de una tranquilidad soñada fue testigo del momento. Saborearon, comieron, rieron, calmaron el apetito, apaciguaron la ansiedad, y algunos pensamientos como relámpagos surcaron el instante. Pero el silencio momentáneo para dejar que el corazón hablara y el espíritu de la felicidad reinara, fue el mejor aderezo.
Desde el comedor hacia el jardín, se podía apreciar el anturio negro con la mitad del espádice de color amarillo claro, y la otra mitad negro; un raro ejemplar que Leonor jamás había visto. Lucía llegó con él como lo prometió en su carta. Al parecer, este nació en penitencia como solía decir su padre, pero no estaba dispuesto a vivir con esa penitencia. Parecía simbolizar el final de una era y el inicio de otra, como si estuviera representando su propia vida.
Tras la celebración, Lucía fue sola a su habitación y buscó el libro aquel, que extrañamente retornaba a su memoria. Había un motivo poderoso para que saliera del polvo del olvido. Hurgó en el nochero y lo halló guardado en el primer cajón. Lo tomó y observó la imagen en la pasta; una mujer que parecía atormentada y que repentinamente le causó estupor. Era efectivamente el mismo libro que hojeó aquel día antes del afamado debate en el congreso, pero que, recordando lo vivido, ya no parecía interesada. Susurró el título y la autora: «De amor y de sombra, Isabel Allende». Escurrió el grosor del libro acariciando las hojas entre los dedos de la mano derecha hasta abrirse en aquella parte... mostrando la hoja de papel. Ahora se tornaba algo amarillosa por la humedad del tiempo soplando entre las incógnitas de las palabras que igual pagaron una condena, prisioneras entre las hojas cerradas del libro, hibernando inquietas entre la prematura y congelada soledad de varios años. Depositó el libro sobre el nochero. Desdobló la hoja de papel, y allí estaba esperando el numeral tres, vacío. Tomó un lapicero y sin dar cabida a la incertidumbre, escribió lo que de forma espontánea le llegó: «Sólo Dios sabe cómo hace sus cosas y la forma en que nos premia, estemos dispuestos o no, a hacer sacrificios para alabarlo».
Haya sido o no una premonición, Lucía se encontraba en otra dimensión de la vida, solo que ahora... escéptica para muchas cosas, confiada para muy pocas. Antes de continuar disfrutando la pasividad del momento, escuchó el zumbido del celular, que lo tomó, observando un mensaje de texto enviado por su amiga Nairobi que decía: «Hola, no quise importunarte con una llamada... Quería decirte que Vaticino está viviendo en Medellín y está interesado en ir a verte. ¿Qué le digo?».
«Con que otra vez tu séptimo sentido en acción». Rumoreó Lucía armonizando el susurro con una grata sonrisa. Ya era otro incentivo más.
—Creo que lo pensaré un buen rato; así, que deberás esperar con paciencia una respuesta —depositó el celular sobre la mesa de noche.
No tardó en escuchar los ladridos de Política a la par con la risa de su hijo y la de Marcus, recorrer la casa y colarse entre sus huesos; una nueva melodía para disfrutar con tres instrumentos perfectos que la alentó para reanudar la lectura dormida años atrás. Tal vez con ella, encontraría la razón que la motivó a escribir las dos primeras frases y dejar una tercera al azar.
Recostó su cabeza sobre la almohada a la cabecera de la cama. Tomó el libro abierto sin recordar la página y el párrafo donde quedó pendiente la lectura, pero una brisa delgada y fina que se coló por la ventana de la habitación, meció las hojas suavemente hasta quedar el libro en la primera página. Sonriendo, decidió iniciar la lectura desde el principio. Era hora de comenzar de nuevo.
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