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Capítulo 36

Entre la aldea al final de las cabañas estaba la churuata, una modesta choza circular de techumbre tejido con hojas de platanillo que era destinada para los partos. La madre de Felisea, la hizo construir para ese fin. Durante años, cientos de historias florecieron en su regazo vegetal. El día de la cita con el nuevo ser, la partera Felisea, le administró un bebedizo especial destilado de las hojas de varias plantas medicinales, que la ayudaría una vez iniciada la labor de parto. Ya estaba en proceso...

Con la ventisca que se coló a través del boquete ovalado en la pared de la churuata simulando la ventana, una llovizna de polillas y mariposas, aletearon y se posaron de las mil y una formas en el techo de paja al interior de la choza, para ocultarse de la acidez del calor en la selva. La mirada de Vitalina las siguió hasta desparramarse al interior, creyendo que se trataba de una señal de la naturaleza en homenaje al próximo nacimiento.

Lucía estaba en la posición indicada tendida sobre una estera, dispuesta para el parto vía vaginal. La única ecografía ultrasonido fue el resplandor de un rayo a lo lejos, amenizado por el chillido de un chimpancé salvaje. En la humilde vivienda de tres compartimientos, esperaban el esposo de Felisea y sus dos hijos. Afuera, rondaban dos de los tres guerrilleros vigilantes; Vitalina era la tercera, y los acompañaba presta para presenciar la escena del parto a la entrada de la churuata. Llegó el momento en que los pensamientos fueron tantos, yendo y viniendo apretujados por un camino imprevisible cuando las contracciones se hicieron más fuertes, que Lucía se vio obligada a dejar una conversación consigo misma a medio empezar. «Oh Dios, No puedo creerlo». Expresó conmovida por una corriente de agua que amenazó con arrastrarla por fuera del bohío; la ofuscación espiritual la hizo ver una abundancia de peces en el río desplegado entre sus piernas, que se levantaban fértiles como dos colinas de músculos verdes humectadas de musgo en su origen, cuando la voz auxiliadora de la partera, anunciaba la ruptura de la fuente en su dialecto, auspiciada de rezos fantasiosos para la sanación del cuerpo y del alma ante la enfermedad de nacer, y ella misma extendía la red de sus manos para pescar en el río revuelto.

La anestesia epidural fue el recuerdo de su padre, que apareció repentino masajeando el cerebro con besos persignados para espolvorear de amor los pensamientos, desprendiéndose sabio de uno de ellos nadando río abajo a través de la médula espinal hasta encontrarse con Leonor, que durante la dilatación del útero ya había hecho el recorrido. Luego, la repentina recuperación de la fe hizo su parte, cuando Lucía, entre la frontera de la incertidumbre y el pánico, después que la infusión aminorara el efecto, se acordó de Dios para elevar su súplica mental: «Sé que te he fallado, pero no te comportes como yo. Tú no eres mortal ni rencoroso. ¡Ayúdame!» Era el momento perfecto para los consejos de Leonor. El procedimiento se dio entre pujes, voces de aliento, pensamientos discapacitados, quejumbres, y un grito que le desgarró la piel desde la elongación de la pelvis hasta la parte superior del cráneo que amenazó con descocer la sutura sagital. Las manos de Felisea, planas y curiosamente alargadas para el oficio, eran las perfectas espátulas que lo recibían.

El nacimiento llegó como una bienaventuranza al sacrificio, un obsequio de la naturaleza, una ofrenda divina, una caricia del mal. Una tragedia convertida en milagro con escasos dos mil quinientos gramos de peso que imaginó la partera; provisto de mirada turbia en dos ojos alargados como hojas que simbolizaban la selva; triste y angelical, que reclamaba otros dos mil quinientos gramos de compasión. De cabeza alargada, tupida de cabello lacio, piel frágil sonrojada y trigueña. Esparció su llanto con tal sutileza, que su efecto psicológico propagó la onda sobre todo ser viviente de la selva y de la jungla humana del planeta. Abofeteó la dignidad del malo y enalteció la grandeza de su madre por encima de toda infelicidad y estado pecaminoso. La extraña sensación creó una corazonada en la intuición de Carmen, que un sorpresivo pensamiento vago y sin forma sobre Lucía, debió llegarle como un espejismo confuso y suficiente para crear zozobra sin ahondar en su suerte:

—!Dios mío! ¿Dónde estás Lucía? —se preguntó de momento sin saber el porqué.

La misma pregunta que en instantes semejantes se la hicieron su madre Leonor y su hermana Karen, y se la hicieron el padre Élfar, Nairobi, Rufino, Clímaco y muchos otros en el Congreso y el país, incluyendo a los medios periodísticos. Hasta el eco de un susurro que murió incinerado en el infierno, le llegó al que se hizo conocer como Caracortada (el comandante Blenson), para descocerle de una vez por todas la alforza de su cara y dejar escapar el demonio que siempre fue.

A los compañeros de Vitalina los venció la curiosidad, que fue imposible no fisgonear a través de la ventana, pero la mirada selvática de Felisea actuó como un repulsivo recriminando el atrevimiento.

El ritual del cordón umbilical no se hizo esperar, siendo cortado con el filo de un cuchillo hecho de obsidiana, luego de haber sido esterilizado rudimentariamente con el hervor en hierbas medicinales, y que la partera Felisea, heredó de su madre y ésta de la suya y aquella de la de ella, por lo que gozaba de amplia experiencia en la comunidad indígena. Pronto lo tuvo en sus brazos. Era un varón que ya había merecido el nombre. Lucía no pudo evitar en repararlo para comprobar que estaba sano, al menos, físicamente, y entre otros detalles, para buscarle el parecido a la imagen que le reveló la horrenda pesadilla en un momento de vigilia.

Para desconcierto de la madre, Santiago no venía solo. La partera Felisea, advirtió un nuevo ser en la desembocadura del placer o del tormento, donde el río se había debilitado y perdido la abundancia de peces, cuando súbitamente, las nalgas del segundo bebé bajaban hacia la pelvis, que la partera antes sonriente, se preocupó maliciosamente aclarando los rasgos indígenas en la inmensidad de un rostro demacrado, harto de fumar. Prontamente envolvió a Santiago en una manta y se lo entregó a Vitalina, la guerrillera que hacía la vigilancia al interior de la churuata.

—Puja con fuerza que viene el segundo —dijo entusiasmada la partera.

—¿¡¡Qué dices!!? ¡¡No puede ser!! —sentenció Lucía, quebrando la voz cristalina entre la excitación y el dolor de la agonía que se hacía eterno.

Pero antes, la partera le había pedido que se sentara y acomodó nuevas mantas en el piso mientras trataba de empujar sus piernas hacia su pecho. Debió pujar una y otra vez para vencer cada dolor que iniciaba como una nueva contracción. Tras la prolongación del parto, fue necesario irrigar con cocimiento de hojas frescas de tabaco. La partera estaba prevenida. Seguía al pie de la letra el adiestramiento aprendido de su madre en circunstancias poco probables, como la que estaba a un escalofrío de ocurrir. El bebé nacería en un parto podálico, viendo nacer primero sus nalgas, sus piernas, y su espalda colgar como una lagartija antes de que la cabeza, en un último pujo de bizarría, se desprendiera para dormir entre sus manos. En medio de la conmoción, Lucía sintió que la vida se le escapaba lentamente sin agitar las alas, moviéndose como un perezoso de tres dedos en un árbol de nervios. El hecho de saber que eran dos vidas a cambio de una, la impulsó a hurgar rápidamente entre sus miedos para buscar otro nombre para el hijo no esperado. Pero sólo le llegó a su mente el recuerdo de su padre, por lo que optó por llamarlo Lorenzo.

«Así será, te llamarás como papá», dijo para sus adentros.

—Puja con fuerza que falta poco —animaba la partera.

—!Dios! ¡No me abandones! Proseguía Lucía con gritos furtivos y azarosos, que luego reventaban quebrando la voz entre la misma excitación y el mismo dolor de la agonía que se hacía eterno.

El físico de cada grito aumentaba en decibelios superando el anterior. Y el nuevo alumbramiento enceguecía con su rayo. El extenuado cuerpo de la senadora Lucía, se había convertido de forma inesperada en un campo de batalla como una réplica perfecta de un debate en el Congreso: la partera en un extremo a la puerta de la vida; Lorenzo en la mitad de dos mundos rehusando salir; Santiago, afuera, reclamando con su agudo llanto la parte que le faltaba: su hermano; su madre, agotada y primeriza, pujando fuertemente adentro y afuera con sus pensamientos y temores, y lo peor de todo, era que la muerte acechaba entre las piernas.

—¡Qué bien pequeño! ¡Ya te tengo! —exclamó la partera Felisea, cuando por fin asomó la cabeza y su delicado cuerpo que colgaba indefenso, estaba a punto de desgajarse. Llegó con los brazos laxos y un anormal encogimiento de hombros.

Lorenzo no venía en una posición aconsejada, pero afortunadamente no requirió de cesárea, porque habría sido más factible una fosa común acolchonada para que la muerte no sintiera ningún espasmo. La expresión de Felisea al verlo, no fue el mejor indicio de una felicidad segura. El peso de Lorenzo era mediano en comparación al de su hermano Santiago, descubriendo un cuerpo demasiado dócil y extremadamente frágil que lo hacía suponer totalmente de cartílagos, casi transparente. Estaba a medio cocer en la vasija de porcelana de dónde provenía, que hacía sospechar las entrañas a medio terminar. Traía la mudez de un silencio profundo y la palidez de una esperanza sombría. La partera medio lo limpió después de cortar el cordón umbilical que pareció deshacerse y separarse él mismo, al sentir la caricia cortante y filosa del cuchillo de obsidiana

Se lo entregó a su madre para que lo sintiera oliendo demasiado cerca un hervor nostálgico con aroma de muerte. Entre labios, Felisea entonaba las notas taciturnas de un ritual. De pronto, surgió el primer llanto que, a cambio de ser música, fue un silbido de adiós irritante y doloroso. Luego, fue un ligero desvanecimiento, que Lucía lo interpretó como una necesidad de alimento; en medio del letargo por el esfuerzo padecido, instintivamente lo pegó a su seno izquierdo que se desbordaba en calostro. Los diminutos labios tan delgados como la imaginación de verlos, se humedecieron de vida para quedar satisfechos. Luego, no hubo más insinuaciones del cuerpo desahuciado. Solamente el silencio amordazó su boca sin forma, y de la última nota del ritual, un hilo de aliento voló hasta congelar el débil latido de su corazón imaginario. La mudez de aquel silencio profundo con el que llegó, retornó para hacerse perpetua, insinuándole a la primeriza mujer, que sólo había tenido un instante para amarlo.

Lucía debió pensar que los dos cuerpos representaban la felicidad y la desdicha. La partera se levantó y tomó otra manta dispuesta sobre un anaquel para envolver el cuerpo completamente, pero antes, debió esperar a que su madre lo meciera en el regazo de la ingratitud. Ahora sentía lo que significaba rechazar un hijo sin culpas. Después de un rato se lo entregó a la partera. No quiso conocer sobre el destino final del cuerpo para no ahondar su pena.

Felisea continuó con el ritual y la senadora Lucía, malhadada, padeciendo lo que superficialmente vivió, debió conformarse con lo que ya había moldeado en su cerebro, la existencia de un solo hijo. Optó por guardar la imagen de Lorenzo, su segundo hijo, en el recuerdo tejido con la filigrana de las sombras y enmarcado en la tristeza, conviviendo al lado de su abuelo en el mausoleo del corazón donde pulsan los recuerdos. Sería aquel penoso secreto que a nadie más le interesaría. Tan sólo imaginó... que uno de los senos quedaría huérfano.

A la entrada de la churuata, el humilde albergue de los nacimientos, la guerrillera Vitalina bautizaba con sus lágrimas a Santiago. Lo había presenciado todo. El supuesto secreto ya era de varios, incluyendo a Felmor que, atraído por los gritos sempiternos, pero de corta vida como alarmas voraces de dolor, se hizo presente sin sus hijos para ofrecer su apoyo. Santiago no paraba de gemir presintiendo en su corta existencia que le faltaba una parte.

Culminada la faena del alumbramiento, las polillas y mariposas antes dispersadas al interior de la choza, volaron misteriosamente retornando a la selva. No quedó ni una sola de espectadora.

La última tarea de Felisea, estuvo relacionada con la expulsión de la placenta, para lo que arrimó un tazón de madera cerca de la vagina, y procedió a frotar la parte inferior del vientre materno de Lucía hasta la altura del ombligo, para ayudar a que disminuyera el sangrado con la contracción del útero. Estaba ansiosa por recibir la placenta para que su esposo la sembrara en los alrededores de la aldea y le plantara un árbol encima; una costumbre que igual había heredado de su madre, y ésta de la suya, y aquella de la de ella. Los árboles que rodeaban la aldea en los alrededores y se extendían kilómetros al interior de la selva, radiaban de frescura con la huella de la vida humana en su corteza, creando un lazo maternal entre la comunidad indígena y la madre naturaleza, que se fortalecía con el intercambio de oxígeno y el consumo de alimentos vegetales, en una relación vivencial placenteramente feliz.

Para recuperar algo de fuerza y eliminar los líquidos retenidos, Lucía debió beber una infusión de culantrillo durante el resto del día por cada espacio de tiempo estimado que Felisea creyó conveniente. Contó con la suerte de no sufrir ningún tipo de hemorragia; apenas experimentó una leve infección que fue controlada con hierbas medicinales.

En su hijo Santiago, el rasgo del dolor se hizo presente como un invitado congénito, cual, si los antecedentes de un mundo hostil y extraño le hubieran sido revelados al momento de nacer, y comprendidos súbitamente para adaptarse. Ensayó un dolor para cada sensación extraña de susto, incluyendo la ausencia de su hermano. Los síntomas sutiles como evidencia de la vida no se hicieron esperar: algo de irritabilidad, llanto agudo y decaimiento, color moteado, algo de fiebre, algo de diarrea, algo de vómito, y para la noche, algo de somnolencia. Los ingredientes estaban dados para una enfermedad perfecta en un ambiente anormal; era la respuesta que encajaba de forma exacta y compasiva a los acontecimientos vividos. Las consecuencias pudieron ser más devastadoras.

El comandante guerrillero, quien discreto y autoritario fuera el forjador intelectual de la nueva suerte de la senadora Lucía, conocía perfectamente los pormenores de cada hora, de cada día, de cada suspiro y de cada dificultad. Fue informado con detalles por Vitalina, tanto del célebre acontecimiento como del triste suceso. La noticia quedaría en reserva por decisión radical de su parte.

Un secreto que se coció a voces y miradas colectivas, ¿qué futuro tendría?

El llamado tiempo de dieta, fue para Lucía, tiempo de gloria y tiempo de duelo. El arrepentimiento por algún pensamiento oscuro en el pasado donde Santiago habitaba entre sombras, era venerado con su presencia. Y la pesadumbre por la muerte de su segundo hijo, era recordada por las evocaciones de su padre Lorenzo.

«Al parecer, ese nombre no es terrenal». Debió pensarlo entre pesares.

La magia de Dios atravesó su corazón de madre con un milagro, para hacerle entender que la fuerza del perdón es única, y con una daga, para que no olvidara que, ante la poca fe, hay que hacer sacrificios.

El nacimiento de Santiago casi que coincidió con la ofrenda a la comida, una festividad que se celebraba cada año, en donde la comunidad florecía entre la danza, el tambor, los sonajeros, los movimientos, la pintura, los accesorios en el cuerpo, el baile y con gran esplendor, la comida, que variaba entre carnes, frutas, insectos y verduras, porque era la causa de la gran celebración. Se trataba de un ofrecimiento para que las cosechas venideras de flora y fauna, fueran inagotables. Lucía y Santiago disfrutaron por primera vez de un respirar tranquilo.

Durante los seis primeros meses, tuvo la satisfacción de amamantarlo en medio del peligro y la soledad, de escurrir hasta la última gota de sus senos, de reparar su mente y de crear un pensamiento sano y feliz por cada lágrima derramada. Pero no era difícil de imaginar que su nuevo estilo de vida, entre traumas, enfermedades y desnutrición, albergados en su mente y cuerpo bajo la abominable figura de la violencia, afectó considerablemente la producción de la leche materna. Su hijo Santiago debió sentir el sabor amargo y el hervor maligno correr por las mamas de su madre. Un milagro santiguado por el diablo, es una sensación extraña que no cesa de doler. Allí en el alimento, a través de la leche de las mamas, pensamientos de todas las formas como sustancias mórbidas, nocivas, de lástima y de alegría, debieron fluir para saciarlo y confundirlo. Era un efecto inevitable. Hubo espacio para leer en la mirada de su hijo y penetrar hacia su abismo, sin descubrir el veneno de la guerra que misteriosamente debía de estar oculto. Hubo igual, tiempo para reflexionar sobre su futuro inseguro y desconocido, pero pensamientos necios que de repente aparecían, le hicieron desconfiar de su suerte, cuando el monstruo de la violencia que latía cerca y cesante, que todo lo olfateaba y seducía con su lengua repugnante, continuaba haciendo daño.

Entre la comunidad indígena se habían cocido rumores de enfrentamientos entre los mismos bandos del ERAL. El árbol peligraba con desgajarse él mismo; sus ramas se agitaban en sentidos contrarios, y algunos nombres flotaban en el aire como frutos pestíferos, que amenazaban con podrir un gajo del tamaño de un campamento; entre ellos, el segundo frente bajo el mando del comandante Feliseo Bocanegra Moralis, el cuarto frente capitaneado por el caudillo Elías Serafín, y el séptimo frente bajo las órdenes del comandante Melizao Zábata. Era indiscutible que se trataba de una guerra de poder, que enormemente preocupaba al máximo dirigente del ERAL.

El comandante general, Sadúl Vargas, se hallaba inmerso en el conflicto con la batuta del poder debilitada, cuando sus notas autoritarias, eran el reflejo de una partitura escrita hacía cerca de medio siglo en el dialecto de la incomprensión, humedecida por la nostalgia y deteriorada por el moho de la historia. El ejército colombiano recibió la noticia rodante con euforia ansiosa, y el deseo impetuoso de que se podara así mismo totalmente, siempre que su rebelión, no afectara a la población civil. Una infortunada pretensión que tristemente no se dio, como la flor inoportuna que por cosas del destino nace en el cemento.

Las muertes de civiles inocentes fueron dadas a conocer, siendo revelado el lado más oscuro de los insurgentes y su filosofía del pueblo, al esforzarse por encubrir los cuerpos en fosas comunes con vergeles encima, no sobre las placentas de los alumbramientos, sino sobre los desperdicios de la violencia luego de los hostigamientos y muertes, y a cambio de flores sublimando la triste partida, gajos de buitres se posaban sobre la tierra suelta para escarbar con sus garras y picos con la única intención de saciar su estómago de cementerio. Los desconsolados muertos no se librarían de una muerte más cuando una nueva guerra de alimañas diera inicio. Habría que ver si con el tiempo, cuando los sembradíos dieran cosecha, el prejuicio espiritual no hiciera ver fantasmas con sus patas pendiendo de los árboles como murciélagos.

Casos similares de muertes serían descubiertas varios años después, en los que serían involucrados miembros del ejército colombiano, hostigados por los reclamos de la población civil, por el Estado, y por los medios periodísticos que le darían vida a la masacre bajo el escándalo de falsos positivos, acusándolos de maquillar las culpas con mentiras como sombras de ignorancia, para hacerlos pasar como guerrilleros muertos en combate dentro del marco del conflicto armado. La noticia nublaría los corazones, crearía especulaciones y atizaría un infarto más a la esperanza ante el desconcierto de toda una nación.

Los enfrentamientos entre los distintos frentes del ERAL, ocurrieron al sur del departamento del Vaupés, en pleno corazón de la selva amazónica. Las bajas fueron considerables engalanadas con la fatídica muerte del comandante Melizao Zábata, que contaba con infiltrados del comandante Feliseo Bocanegra en sus filas. El trágico suceso, era la evidencia de que la filosofía del movimiento revolucionario andaba a ciegas, y que el comandante general Sadúl Vargas, quien se había convertido en un viejo manuscrito de su propia historia entre ranciedades, errores y respingos, estaba perdiendo la confianza ganada en muchos años, desde la siembra del primer cogollo con la fundación del movimiento.

La partisana Vitalina, fue quien puso a la senadora Lucía al tanto de los hechos. Se habían compenetrado en una rara amistad después de lo vivido, y con la frecuencia de la vigilancia, no era para menos cuando coincidían en el género con un cerebro y un corazón igual de maternales. Fueron frecuentes las veces en que Vitalina se despojó de su arma para reemplazarla por un cálido momento casi materno, al arrullar a Santiago entre sus brazos. Cuando lograba que se quedara dormido que no era para nada difícil, aprovechaba el espacio para narrar la historia o parte de ella, de la que se había enterado a través de sus compañeros de causa. Lucía le hizo saber a su nueva amiga Vitalina cuando la cuestionaba sobre su opinión, en que era preferible evitar pensar para no lastimarse. Como ella misma lo decía: «La boca muda y el cerebro manso». ¿Hasta cuándo?

Estas nuevas situaciones ya eran las que no la dejaban tener vida. Se lamentaba a solas recordando a sus compañeros de cautiverio y en especial a su amiga Carmen, que los ofrecía con disimulo a Dios para que los protegiera al evitar su participación indirecta en el conflicto. No era un secreto que algunos comandantes ponían a los prisioneros como escudos durante un enfrentamiento. En sus oraciones se negaba a nombrar al padre Élfar, quizá, porque suponía que él, contaba con sus propias peripecias para salvar el pellejo.

El martirio sentido antes de la llegada de su hijo Santiago, era una daga que perdía su filo con el amor. Un amor que hechizaba. Una sensación tan fuerte que seducía como la muerte. Un poder que perdería su trono cuando fuera nuevamente profanado por la violencia. Lucía empezaba a comprender su fuerza, aquella transmitida por su hijo porque la traía consigo. Era él, quien le estaba enseñando a sentirla. ¿Hasta cuándo duraría el hervor de esa magia? Los días estaban contados. La vida de la senadora se estaba forjando como una huella horrífica de dolor perpetuo disecado en la mente, estampado en el recuerdo, escrito en el pasado y dispuesto en el futuro.

La sangre hija de su sangre, que imaginó como un río maldito y virtuoso hecho de amor y de odio, portaría en su cauce, el abominable veneno de un histórico pasado fluyendo en otros cuerpos generación tras generación. Y no bastaría el olvido para pretender entender que nada había pasado. «Contigo, ahora todo será distinto». Lo repitió tantas veces que quería estar segura de memorizarlo. Y así sería. Incluso, el amor para desearlo que, siendo un misterio de la vida inexplicable por los hombres, sería debatido y confrontado continuamente en la mente de Lucía, cuando un beso inconsciente lleno de lástima, repudio y rabia, quedara indefenso ante la inocencia plasmada en el rostro de su hijo; el hijastro del secuestro, que conoció el amor por la violencia, respirando odio para oxigenar el corazón y mantenerlo con vida.

¿Realmente todo sería distinto?, ¿Acaso, valía la pena hablar de paz en la vida futura de Lucía, a sabiendas que el beso de la guerra en forma mansa y diabólica depositó su vergüenza en un vientre virginal, sin preguntar siquiera si estaba dispuesta para ser la esclava y mártir de una nueva era? ¿Su inocente hijo producto de la violencia, tendría la capacidad para ayudarla a vencer el miedo, cuando él mismo estaba hecho de miedo? ¿Cuál sería el actuar de la nueva madre ante los nuevos conflictos sociales de la nación que amaba, luego de que Santiago, siendo el testimonio hecho vida del país del sagrado corazón, liberara las culpas que trajera consigo? 

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