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Capítulo 31

Meses después del suceso con Lucía, sintiendo todavía lastimado el coraje, humillado el cuerpo y burlado el alma, el padre Élfar, no hallaba ningún tipo de calma que lo sonsacara de su repentino antagonismo con la fe. Aunque, sabía perfectamente, que había sido obra de un humano y no obra divina. Y sintiéndose humano como verdaderamente lo era, con o sin vestidura talar eclesiástica, en su cerebro, ya se cuajaba un plan para detener los desvaríos del comandante Blenson. No permitiría que la situación carnal se repitiera y mucho menos en el estado de Lucía. Durante días se dio a la tarea de conocer cada movimiento y cada detalle de sus acciones turbias a través de la ayuda de su discípulo.

—Recuerda que debes ser cauteloso, Thomás, aprovecha que tienes su confianza, para asecharlo; no confío para nada en ese maniático. Es importante saber de cualquier llamada repentina —insistió el padre Élfar— sobre todo en horas inoportunas. No importa las tonterías que diga, cualquier cosa que escuches... me lo haces saber de inmediato.

—Así será padre —ratificó el partisano.

Por aquellos días, fueron reiteradas las veces en que Thomás se introdujo en la casa de Caracortada o estuvo en los alrededores, demasiado cerca de él, con el propósito de escuchar cualquier conversación que insinuara peligro hacia los rehenes. La disculpa perfecta para disimular la proximidad, era Coronel. Un hermoso y juguetón perro dóberman de color azabache, que cambió de la noche a la mañana la actividad de vigilancia por la haraganería con demasiados traumas y años encima, como para continuar ejerciendo su labor con la misma disciplina. Era la compañía de Thomás en el campamento, y éste a la vez, era su protector. La seguridad del campamento no había sido vulnerada en más de 20 años de existencia, lo que generó desinterés en Coronel, que sumado a la edad y la pérdida del olfato a los peligros, su vida transcurría entre masajes y cosquilleos como para no querer hacer nada en lo absoluto. Lo tenía acostumbrado al ocio, con rutinas diarias que implicaban la presencia en la casa del comandante. Una buena estrategia para ganarse su confianza.

Con la llegada de Caracortada al campamento, Thomás se aprovechó de su generosidad canina al haberse interesado en el animal, quizá por su presencia o quizá por el título que ostentaba de autoridad; lo cierto fue que, en menos de una semana, se había convertido en su benefactor, brindándole albergue y alimentándolo con las sobras del día. Lo desafortunado de este asunto, radicó en que Thomás, sin imaginarlo, se estaba convirtiendo en uno de sus hombres de confianza. Algo para maldecir, porque fue esa misma situación la que lo implicó en la tragedia de Saína y el desafortunado desenlace de la senadora Lucía y el padre Élfar. Sin embargo, después de lo ocurrido, optó por frecuentar menos la casa del comandante.

Pero entre tantos desaciertos, el destino le jugó limpio permitiendo que estuviera en el momento preciso de una conversación aventurada. Poco antes de que esto ocurriera, había ingresado a la casa del comandante acompañado de su amigo canino, y sin que fuera advertido, recorrió la amplia casa hasta ocultarse en la habitación donde había permanecido encerrada la senadora Lucía el día del trágico incidente. Requirió de una buena dosis de paciencia y riesgo para mantener al dóberman en silencio, pero valió la pena. Con la puerta entreabierta, logró escuchar la parte de la conversación que le correspondió al comandante Blenson.

Conversación con Vargas.

«El acuerdo es claro, no deben quedar vacíos que nos comprometan, así que, es su obligación hacerla desaparecer. No creo que sea tan difícil para usted comandante Vargas. Lo menos que puede ocurrir, es que sea liberada y convertida en una heroína. El acuerdo humanitario está en camino y debemos madrugarle. No me importa cuál sea su estado. La muerte es como el fuego, lo acaba todo. Así que, basta hacerlo sólo una vez pero bien hecho, para que no haya retoños que pelechen».

El político dio la última puntada de una conversación determinante. Luego, procedió a cambiarle la simcard al celular. Sadúl Vargas hizo lo propio con el comandante Blenson replicando la orden recibida.

Conversación con Blenson.

—No se preocupe Vargas —certificó Blenson, acatando la orden—. Esta misma noche la doctorcita hará otro viaje distinto. Será un final feliz sin responsables. Delo por hecho.

El comandante Blenson, siendo el apéndice de la voluntad del comandante Sadúl Vargas, recibió los pormenores de su nueva tarea. Desconocía que Thomás estaba al asedio. Entreabrió la ventana de la sala y se dirigió a uno de los subalternos que merodeaba por la casa.

—Vladimir. Busca a Thomás, dile que lo necesito ahora.

»Estoy más cerca de lo que imagina comandante. Pero otra vez de mensajero, no mi comandante. Esta vez no.

Musitó suave y profundo al escuchar la autoritaria voz de Blenson que, como un leve murmullo, llegó hasta la habitación con la puerta entrecerrada y lo escuchó tintinear en su cabeza. Esperó el momento propicio para escabullirse y hablar con el padre Élfar, antes que su homólogo Vladimir lo descubriera y le entregara el mensaje del comandante.

Thomás ingresó con Coronel a la mazmorra sin que sus compañeros de vigilancia se opusieran; solía hacerlo al igual que Yanida, para conocer someramente el estado de los reclusos. Estaba entre sus actividades. Luego de que ambos saludaran, y que Coronel fuera el centro de atracción de los rehenes, el padre Élfar se acercó con diplomacia a la reja agachándose para saludar al sabueso. «Hola Thomás. ¿Tienes algo que deba saber?» —preguntó maliciosamente al leer la intención de su amigo en el rostro.

—No creo que sea prudente hablar acá. Le va a tocar inventarse un dolor de cabeza, de estómago o lo que sea, padre, intentaré llevarlo a la enfermería y lo enteraré en el camino —asintió con la cabeza.

Impensadamente, fue Thomás quien llamó la atención del centinela para hacerle creer que el sacerdote tenía un severo malestar, y que requería la atención médica; argumento que fue en el acto debatido por su compañero, al justificarlo con una ronda de vigilancia a los secuestrados que apenas sumaba algunos minutos. Sostenido en su argumento, no dudó en replicar:

—No sea necio, hombre. Las enfermedades son como las emboscadas, jamás avisan. Y son iguales de efectivas.

Con la desaprobación, su compañero se abstuvo de refutar una segunda vez. El mismo se ofreció para llevarlo a la enfermería antes de continuar con la ronda, insinuando socarronamente, que su muerte no sería un buen augurio para los católicos rehenes e insurgentes, y por el contrario, sería una advertencia de que las huestes celestiales irrumpirían en el campamento. El guardia sin entender una sola palabra, se dirigió a la celda para darle salida bajo el amparo de su compañero. Para el padre Élfar, no fue difícil dramatizar el malestar. Sus compañeros de cautiverio no se tragaron el cuento e intuyeron hipotéticamente que algo ocurría. La senadora Lucía lanzó su mirada intuitiva como un arma arrojadiza en la mirada tímida de Thomás, que la desvió sin sentido antes de que le perforara la pupila con su hoja afilada de tragedias reciclables. Rumbo a la enfermería, Thomás lo enteró con sus palabras, sobre el viaje que la doctorcita emprendería esa misma noche, y el que sería un final feliz sin responsables.

—Un final feliz sin responsables no puede ser otra cosa que la muerte —interpretó el padre Élfar—. O piensan perjudicar el acuerdo humanitario, o habrá acuerdo sin incluir a la doctora Lucía. Es claro que no la quieren de regreso —suspiró con denuedo—. Debemos actuar rápido. No sabemos a dónde te ordenará que lleves a la doctora Lucía, por lo tanto... no debes hacerlo, Thomás. Algo está tramando Caracortada que no me gusta. No es conveniente seguirle el juego. Aunque... —bastó una milésima de segundo para que su cerebro tumescente por las atrocidades, ideara un plan contradictorio a su vocación—. Sí. Haremos lo que el comandante piensa hacer, pero al contrario. ¿Entiendes, Thomás? —el gesto reveló que no del todo.

—¿Y si no es lo que usted piensa, padre? —insinuó.

De todas formas —concluyó—, será un final feliz sin responsables. Necesito que lo distraigas... usa a Coronel.

—¿Y si no es lo que usted piensa, padre? —insistió.

—¿Y si lo es? —rebatió Élfar—. Siempre existe una notable diferencia entre hacer y no hacer nada, Thomás. En este caso, si al final de cuentas habrá una muerte, la diferencia radica en quien es el que va a morir.

Vladimir divisó a Thomás, y luego de llamarlo con un alentado grito, le hizo una señal de espera.

—Es Vladimir padre, trae el recado de Blenson. Es bueno que dramatice el dolor, por si acaso. Sabe que ésta no es hora de salir a caminar.

Debió simular que lo ayudaba cuando Élfar se apoyaba en su hombro derecho al extender la mano izquierda por detrás de su cuello, y llevar la mano derecha a su barriga afectada.

Al acercarse observó con suspicacia al sacerdote. No era hora para estar por fuera de la celda.

—El comandante te necesita urgente.

—Dile a mi comandante que ya voy. Acercaré al padre Élfar a la enfermería que tiene un severo dolor de estómago. No demoro.

Vladimir no dejó de observarlo con hostilidad y lo asesinó en sus pensamientos. La fe, no era precisamente uno de sus asuntos favoritos. Se retiró encendiendo un cigarrillo. A Thomás se le ocurrió que antes de toda imprudencia, necesitaba la voluntariosa ayuda de Yanida para purgar cualquier estorbo. Seguidamente, siguiendo la recomendación del padre Élfar, no tenía la menor intención de conducir a la senadora Lucía ante la presencia de Blenson.

Luego de simular tomarse un analgésico, el sacerdote tomó un bisturí de la sala de enfermería y lo ocultó entre sus ropas. Thomás por su parte, se dirigió al restaurante y sacó un trozo de carne cruda que le sirvió de cebo para motivar a Coronel, después, lo lanzó en dirección a otros dos perros que, por el olor de la carne, bastó para crear una trifulca animal donde la comida en época de escasez, marca la diferencia entre ser inofensivo o perverso. La algarabía llamó la atención de los revolucionarios leales al comandante Blenson, un sabio momento que aprovechó el padre Élfar para escurrirse de la enfermería en dirección a la casa del comandante, sin que fuera descubierto. Permaneció por algunos segundos agazapado entre las plantas a un lado del corredor, cerca del recibidor, y oculto entre la noche y la modesta sotana negra que casualmente vestía; esperaba alguna señal de su discípulo. Un disparo llamó la atención de todos... Blenson salió de la casa retirándose algunos metros del recibidor para enterarse del incidente. Otro sabio momento que aprovechó el sacerdote en medio del semblante de una noche turbia y sin luna, para ingresar a la casa y ocultarse.

—¿Qué pasa? —preguntó acariciando un fusil con ambas manos.

—Nada extraño, comandante —respondió Thomás que estaba a la expectativa de cada detalle—. Al parecer, se trató de un disparo accidental.

—Que confirmen, no me gustan las sorpresas, y menos cuando son accidentales.

—Ya me encargo —respondió obediente.

—Tu no, Thomás, encarga a otro —ordenó—. Ven. Te tengo una encomienda especial.

Conocía la causa del disparo y la coartada que elaboró con su compañero y amigo que lo generó. Fingiendo obedecer la orden, simuló darle indicaciones a otro de los insurgentes y se dirigió a la casa del comandante que lo esperaba en el recibidor. Blenson le dio algunas instrucciones claras a Thomás, que se retiró de la casa con la intención de no llevarlas a cabo. Era la orden del padre Élfar. Entre tanto, el comandante, con la psiquis reseca y la ignorancia húmeda, ávido como un alacrán por dirigir su aguijón hacia donde más duele, se dirigió al bar para la celebración anticipada. Era tan solo un mostrador de madera sin mayores lujos ubicado en el salón principal donde posaban algunas botellas de ron y whisky. Destapó el Bukanas y se sirvió un trago cálido; abrió el refrigerador y le echó un par de hielos. Lo agitó suavemente mientras se dirigía a la sala, directamente a la ventana que entreabrió para divisar la llegada de Lucía. Entre diminutos sorbos y bajo el estímulo de una canción popular, saboreó el picante del licor al que ya estaba acostumbrada su garganta.

El padre Élfar llegó por la espalda, y sin titubeos, por obra y gracia de su mano derecha, le clavó el escalpelo en el cuello uniendo cicatriz y herida con una precisión inverosímil, que imantó la sangre en aquel punto exacto donde la voz nace para ahogar el grito entre gemidos; de inmediato, en una segunda opción, su mano izquierda lo sujetó a la altura del degolladero con la intención de estrangularlo; las dos manos enemigas reaccionaron para intentar soltarse. La copa se desprendió hacia el cuerpo anestesiando la cerviz con el licor sobrante, continuando su camino al piso, donde detonó en una mezcla de fragmentos y residuos de vidrio mientras la sangre bullía; pero la terquedad brutal de Caracortada lo impulsó hacia atrás sin control, logrando que los cuerpos chocaran con el escritorio de madera que arrastraron hasta estrellarse contra la pared, quedando en la posición exacta para que el pequeño cajón del lado izquierdo, se abriera y cayera al piso, liberando: una pistola Jericho semiautomática, una caja con munición calibre nueve milímetros y documentos de viaje; quedando la espalda del sacerdote apoyada con rudeza sobre la superficie del escritorio que comenzaba a mancharse de rojo satánico.

Despilfarrando el último hálito de vida, el comandante Blenson se dio a sí mismo la orden final, cuando la cicatriz del rostro amenazaba con descocerse al agrandarse con la herida del cuello, y la asfixia le invadía todos los sentidos; con furia criminal en un acto insólito, sacudió los dos cuerpos hasta resbalar golpeando secamente el piso de cemento. La espalda del padre Élfar sintió el violento impacto que, entre dientes, trituró el gemido antes que pudiera delatarlo, al desplazarse veloz con la apariencia de un ciempiés recorriendo cada vértebra de la columna. De fondo musical, las trompetas de una ranchera sincronizadas con la danza de la muerte armonizaron con ironía los movimientos de combate, donde el comandante Blenson y el padre Élfar, comulgando con sus demonios, ahogaban toda intención de ruido. Los ladridos de los perros por fuera de la casa fueron oportunos para ocultar cualquier error de cálculo.

La voluntad agonizante de Blenson, liberó una de sus manos, intentando tomar la pistola que su mirada moribunda advertía sumamente cerca, en la frontera con la muerte; la otra, se esforzaba por separar la mano que lo aprisionaba motivada por la justicia cualquiera que fuera, pero no fue suficiente para intentar detener a la hambrienta hoja de metal, empujada por la voluntad poseída de su amo, que se amañó escarbando entre músculos, nervios y articulaciones del cuello, expulsando la sangre a borbollones intermitentes, que a mayor profundidad, le restaron el aliento hasta debilitarlo y expulsar el alma. Fue hasta ese entonces que el cuerpo del comandante sucumbió desprendiendo la mano rebelde en señal de derrota.

Poco antes de que eso ocurriera realmente, el deslumbramiento espiritual que ya antes hubiera padecido el padre Élfar, hizo de nuevo su aparición, y en este trance, le hizo ver al fantasma del sacerdote Asdrúbal, que vestido de sotana negra y con actitud vengativa, fue quien escarbó con la hoja de metal en su cuello para liberar los gritos de las víctimas que quedaron congelados en su garganta sepulcral. La otra mano moribunda del comandante, escasamente alcanzó a rozar la empuñadura del arma con los dedos, cuando el fantasma rutilante de Saína la apartó de un soplo, quedando la marca del fatal adiós hirviendo en rojo intenso. El espíritu leproso de Blenson debió escuchar los pensamientos mudos del padre Élfar cuando se esforzaba por no pensar en Dios, vitoreando cada centímetro de la escena.

—!Maldito! —sermoneó con jactancia—. Acá te cobro tu insolencia y tu perfidia con una cicatriz tan profunda al espíritu, que no habrá remedio en ninguna vida para aliviarla. Qué no se te olvide que el padre Élfar Cazallas, te desmembró la maldad del cuerpo y te desterró a la tierra de los demonios. Ya no le harás daño a nadie más, y una parte de Lucía respirará tranquila con tu muerte. Igual que yo. ¡Perdóname Dios, padre celestial!, pero éste, es un pecado que acometo con gusto.

Fue en el instante de la última frase, cuando el cuerpo del comandante Blenson desertó obligado de la vida aceptando la derrota, mientras el alma se exhalaba en gotas avenadas de vergüenza. El final pronosticado se había dado, sólo restaba ocultar a los responsables.

—¿Le gustó la ranchera, padre? —preguntó Thomás, que apareció de improviso armado con la ocurrencia de un buen susto.

—No seas chistoso, Thomás —respondió sobresaltado con la ansiedad y la fatiga bosquejadas en el rostro que parecían físicas—. Ayúdame a limpiar la escena del crimen. ¿Y Lucía?

—No sabe nada, padre. Embolaté a los perros con algo más de comida para evitar que lo descubrieran y regresé para ayudarlo. Al parecer... no hacía falta.

Lo dijo con sarcasmo, al observar el triste cadáver amputado de vida del comandante Blenson, quien ya no ostentaría su título, ni asustaría con descocer la alforza de su cara, como ocurría cuando le sangraban las puntadas por la barbarie. El padre Élfar lo miró con picardía y no pudo evitar resbalar la mirada, sobre la mirada asfixiada en el cuerpo inerte de su enemigo, que le quedó congelada con la ausencia del alma, revelando una suprema exaltación de impotencia y miedo. Se inclinó y le cerró los ojos con asco que no pudo evitar toser, pero tuvo que hacerlo dos veces porque los párpados se abrieron derramando lágrimas mortecinas que los limpiaron del arenal de angustias que le quedaron, para que lubricados, vieran hacia adentro la muerte con claridad.

Élfar había ganado la guerra personal de varios años con una sola batalla.

—¿Y el chamán? —preguntó inquietado.

—Bien dormido, padre.

El plan surgió de la mente de Thomás. Fue buena idea que Yanida, con sus encantos físicos y los malabares de la sensualidad femenina en las palabras, lo invitaran a un buen tinto. Lo que no sabía el brujo, era que tomaría de sus propias medicinas y algo más... El efectivo somnífero con la dosis adecuada para dopar una pantera hizo bien su tarea, impidiendo que el brujo con sus poderes sobrenaturales evitara que le lloviera la muerte a su amo. La subversiva lo entendió cuando su compañero de causa la pusiera al tanto de otra posible tragedia. Siendo mujer, no aceptó el acto ponzoñoso que el infame Caracortada le obligó cumplir al sacerdote, y mucho menos, que la carnada fuera la distinguida senadora Lucía, cuando ya bastantes iniquidades corrían por las venas invisibles y dilatadas de su espíritu sacrificado.

—Confieso que... —el padre Élfar resopló para recuperar algo de aliento—, que estuve a punto de arrepentirme al imaginar que el brujo estuviera presente, pero luego... al tenerlo sometido a mi fuerza —empuñó con furia sus manos que se sintió en las facciones del rostro—, no pude evitar pensar que fallaría en el intento; algo que habría sido fatal no sólo para Lucía. Pero tuve el placer de sentir su alma endemoniada aullando entre la sangre, y preferí desahogar mi ira con lo que se me ocurriera decir, que entonar vergonzosamente un padrenuestro. Me veía a mí mismo convertido en demonio y comulgando... Ahora me doy cuenta que aprender a pecar es tan fácil, como no hacer nada.

Todavía contaba con algo de resentimiento que le duraría toda la noche. Sabía de perdonar, de profesar el amor al prójimo, de salvar vidas con la palabra de Dios, de avivar la esperanza, de enseñar a alimentar la fe y reavivar la piedad cristiana; sabía sobre la tarea profética de poner al hombre en contacto con la verdad, la de santificar a la humanidad a través de los sacramentos y sabía de profesar los diez mandamientos de la ley de Dios. Y fue precisamente en este edicto, donde fue obligado a violar el sexto mandamiento cometiendo actos impuros por la voluntad de otro; y ahora, el quinto mandamiento punzaba creando herida en su conciencia al desencarnar por su propia mano, la voluntad de aquél que lo descarrió en el sexto mandamiento. «Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo», no fue posible en tierra de alacranes.

—El ¡maldito! lo merecía, padre —vociferó Thomás—, y dentro de mi ignorancia, cuando se extirpa un cáncer difícil de sanar, la ocasión amerita un festejo.

Se dirigió al mostrador de madera que hacía las veces de bar y tomó la botella de Bukanas; apenas alcanzaba para un par de tragos reservados; dirigió la mirada al otro extremo del mostrador, ubicando un par de vasos pequeños con capacidad para un chorro grueso de licor, los sirvió fantaseando el hielo picado y le ofreció uno al padre Élfar, que lo recibió sin vacilación y lo engulló sin saborear de un solo sorbo, procurando anestesiar la hostilidad en su interior.

Durante la noche, Thomás se dio a la tarea de reconstruir una nueva escena de crimen ayudado por dos compañeros hastiados de la revolución, cómplices de la necesidad de cambio y seguidores del padre Élfar, quien luego de lavar sus manos y despojarse de la sotana, mas no de la culpa, regresó a la enfermería para pasar la noche víctima de una devastadora dolencia estomacal imaginada. La vestimenta del sacerdote fue envuelta en una bolsa y enterrada en los alrededores. El cuerpo de Caracortada fue estratégicamente puesto sobre una silla, sentado sobre una mina antipersonal con el trasero haciendo las veces de tierra para ocultarla; con las manos reposando sobre el escritorio que lo sabía todo y con la vitalidad del rigor mortis en los dedos, aprisionando igual otra bomba explosiva; en los bolsillos del uniforme guardaba cuatro granadas, distribuidas entre la camisa y el pantalón. La intención, era una muerte lograda con cada arma, con la sentencia de que cada muerte sufriera una nueva muerte hasta lograr una muerte absoluta, sin posibilidad de libertad condicional para el alma. Lo querían fuera de éste y de otros mundos. Una quinta granada fue lanzada a una distancia prudencial para lograr el cometido. Cada detonación unió la cola con la cabeza de una nueva detonación, que al oído humano, pareció una sola, robustecida con los demonios encerrados en el alma de Caracortada que deambulaba por la casa ahora con dos horríficas cicatrices: la del rostro y la del cuello. No había duda que convertido en fantasma debió huir aterrorizado. Ni siquiera las detonaciones lograron despertar al chamán, que al parecer, otro enemigo anónimo le suministró una dosis intravenosa mortífera, para dejarlo eternamente dormido. Era preferible, antes que arriesgarse al mal de ojo de una proterva vigilia.

La muerte de Blenson llegó a oídos de Sadúl Vargas esa misma noche, que de inmediato se atragantó con la noticia entendiendo frustrada su orden. El mismo dolor en la garganta con un delirio adicional y una fuerte sacudida abdominal, le llegó amenazante a Clímaco. Debió imaginar que la Cenicienta se estaba saliendo con la suya: «Aún viva y a las puertas de un posible acuerdo humanitario», masculló entre los dientes del cerebro.

La misión del escalpelo quedó borrada al no existir cuello para la evidencia. Las entrañas quedaron esparcidas entre los escombros de la edificación, que armar el cuerpo, sería una misión imposible, una apoteósica tarea de locos; siendo más fácil y menos comprometedor, hacer desaparecer cualquier indicio de vida del comandante Blenson. Comprometidos con la causa, algunos voluntarios hicieron un mortero con los pedazos de cuerpo, siendo estúpido pensar que lo acordaron con la esperanza de que los pedazos de alma enterrados en la mezcla dolorosa, detuvieran las balas desde su forma espectral. Había quedado mutilada hasta el aura ennegrecida, y sus maléficos pensamientos fueron descuartizados. Ya tendría tiempo en su mundo de demonios para reclamarle al fantasma del chamán y encarnizarse de nuevo sobre los músculos espectrales de su hermano Asdrúbal.

«Sabandija despreciable, vete al infierno a seguir tus fechorías». Se dijo Lucía al enterarse de lo ocurrido. Saboreó la tragedia como un manjar para el espíritu, sin dejar de inquietarse al relacionar el asesinato con el padre Élfar. No tenía la más mínima prueba para asegurarlo, pero sabía perfectamente que nunca existió un dolor de estómago. Dedujo, que el guerrillero Thomás, debía ser la clave del siniestro. Lo que nunca sabría, es que ella, era la causa pasiva que desató el violento acto. Y la causa misma por la que el padre Élfar, gustosamente, se estaba convirtiendo en un pecador y un justiciero. Pero lo que verdaderamente importaba sin imaginar las consecuencias, es que ya habían eliminado un problema de sus vidas. Un profundo respiro le bastó para comprender que la muerte de Blenson la alentaba, pero que no sería suficiente. Para Lucía sobreponerse al miedo y el resentimiento exterminando el odio hacia su enemigo, habría que borrarle la memoria. La muerte de Caracortada, era solamente una oportunidad para salvar su vida y aquella, la que cabeceaba apesadumbrada en su vientre que, sin nacer, estaba pagando culpas ajenas.

¿Cómo evitar que no hubiera culpas en su condición de rehén, y cómo evitar que sufriera daños la vida que engendró por la fuerza? ¿Cómo hacerle entender al cerebro, que ésta, no era la verdadera responsable de su desgracia? ¿Cómo hacer para matar el odio y creer en su enemigo como un aliado de una guerra que nunca quiso? Cambiar de actitud, es así mismo un problema mayor que exige ser humilde, hipócrita y cínico al mismo tiempo, sin importar las verdades sobre la dignidad y la moral.

Lucía debió pensar que salvar una vida aparte de la propia, era demasiado para ella en su condición. El interrogante era, ¿qué tanto lo deseaba? De un lado, estaba la perversidad que en pocos años aprendió a sentir, que despertó sus miedos para obrar con semejanza repudiando el embarazo, y del otro, la necesidad del amor para vencer los miedos. Aquel que desde siempre le inculcaron en la casa como una verdad absoluta, de la cual, jamás negaron su existencia. El motor de la vida, la razón por la que morir es un capricho que no debe complacerse. Y que, en las actuales circunstancias, alimentaba la posibilidad de sentir de nuevo la voz de su madre acariciando el mundo a su alrededor para protegerla. Una noción de amor que así entendía.

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