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Capítulo 30

Todos los debates sobre el aborto que en alguna ocasión se vivieran y fueran difundidos por los diversos medios de comunicación, específicamente en los casos de violación, máxime, cuando se encuentra en riesgo la salud de la madre, eran revividos entre los rehenes desde las perspectivas: militar, política, religiosa y civil; sin olvidar las contrariedades del escenario actual. Las supuestas causas del evento ya eran conocidas y el suceso en forma de noticia pavorosa, era concebido entre sus compañeros como una nueva tragedia con más ímpetu que el mismo secuestro. Sus atontadas mentes no daban crédito a un nuevo calvario y menos tratándose de la congresista y líder política: Lucía Cadenas Arrávalo, una mujer con pudor, humilde, osada y decidida, querida por un pueblo conformista en un país de contrastes.

La prisión se había convertido en un penal con demasiados jueces.

—Escúchenme, por favor —replicó el sacerdote a media voz, que ya había superado el estado letárgico que le produjo la noticia del embarazo—. No se trata solamente de nosotros ni de lo que opinemos. Se trata de Lucía y de lo que ella piense. Ahora, si la decisión tomada no es la más sabia, es nuestro deber manifestarlo y apoyarla.

El eclesiástico no compartía las opiniones de algunos que se inclinaban por destruir la obra maestra de Dios. Propuso mantener la cordura y exigir a los subversivos para que se diera el acuerdo humanitario que desde meses atrás, el gobierno estaba interesado en llevarlo a cabo con la liberación de algunos rehenes; algo que sin duda, la beneficiaría, porque, «los enemigos insaciables», decía el padre refiriéndose a los guerrilleros, «acabarían por matar a Dios en cualquier vida».

—Tú eres su mejor amiga y aliada, Carmen —opinaba con rencor Jacinto— debes convencerla; ni siquiera sabe cuál fue el ¡hijo de puta! que la embarazó, con perdón suyo, padre Élfar, pero tenía que decirlo. La iglesia no va a remediar sus males y si por gracia del demonio, usted fuera el padre biológico, con mayor razón debería aconsejar el procedimiento.

Por la reacción de Jacinto, no había duda que Carmen había cumplido la solicitud del padre Élfar. Jacinto fue el policía que más repudio sintió por las afrentas sufridas por su compañera Lucía, así las demás, hubieran vivido calvarios semejantes. Le dolía como si fueran parte propia; ya conocía sus efectos. En alguna ocasión murmuró a sus compañeros de corral, refiriéndose a ella: «Está pagando la peor de las deudas que un ser humano debiera, un pecado sin perdón o un desprecio al diablo; el precio de gratitud cuando la gente es buena; es preferible como dicen por ahí, quien peca y reza, empata». Fue el final de su discurso.

Ante el escarnio de Jacinto, Carmen expresó su indecisión conociendo la historia que Élfar le confió y que desconocían sus compañeros, excepto Lucía. Igual, debió pensar que pudo ser ella, a cambio de Lucía, quien estuviera padeciendo tales agravios.

El suceso puso al descubierto la posición intolerante de la iglesia católica respecto de la justicia, que en representación del párroco Élfar Cazallas, se oponía a la macabra decisión del aborto. Su desacato a la aplicación de la ley en estos casos, repudiaba el amparo de la doble moral. Sus ojos y oídos moralistas ya habían sido testigos de procedimientos abortivos, muchos de los cuales presentaron severas complicaciones: infecciones, hemorragias y trastornos psicológicos que, para algunas madres, fueron causas típicas de muerte. Guerrilleras al margen de la vida espiritual que pasaron por el mundo sin dejar huella, ni siquiera la huella maternal.

El padre Élfar observó a Jacinto con desconfianza, se le acercó, y mirándolos a todos, incluso a Lucía que intentaba permanecer ajena, les hizo saber el argumento que amparaba su opinión por encima de la moral de la iglesia.

—He sido testigo de pecados inhumanos pagando la cuota del crimen con la muerte; decenas de abortos para corregir un estúpido error de cálculo o un infortunado momento de apetito sexual. Y allí presente estaba yo, el padre Élfar, impuesto por enemigos despiadados para ayudar al tránsito de la pena si el desenlace era otro, cuando las oraciones no podían detener la hemorragia, el dolor o el sufrimiento de la víctima. Testigo de rostros inocentes padeciendo un viacrucis que no debían, tomando sus manos que me insinuaban cómplice de aquella barbarie. Sollozando con ellas sin evitar imaginar, como embriones y fetos que apenas habían presentido la existencia, eran condenados y masacrados en su hábitat, destrozando sus delicados órganos en formación, partes y hasta prototipos de gestos que jamás serían reconstruidos ni con el pensamiento, conociendo la bienvenida de la cruenta y prematura muerte, antes que el gesto pacífico de una sonrisa. ¿Es eso lo que quieren para Lucía? Ya suficiente hay con que desee la muerte, pero no creo que estén en la posición de decidir sobre su vida. Ni siquiera yo, así tenga velas en este entierro como opinan algunos de ustedes —culminó el discurso. Carmen lo aprobó con un movimiento de cabeza, ante el aplacamiento de todos que decidieron darle fin al tema por aquel día.

Las imágenes de lo relatado llegaban desde el pasado como un turbio y abominable recuerdo imposible de borrar, golpeando el semblante y la mirada perdida de Élfar que, estupefacto, parecía congelado contemplando la desgracia de Lucía en la que él, había hecho su aporte. Duros recuerdos que dolían y desgarraban el alma vividos en poco más de cinco años de cautiverio.

Temeroso ante lo que se estaba fraguando en las mentes de sus compañeros, en su condición de sacerdote como mensajero del amor y de la palabra de Dios, investido de apóstol y con la fe astillada que todavía conservaba sintió una momentánea fortaleza que lo impulsó a enfrentar a Lucía. Era a ella a quien debía hacer frente, no a sus adversarios de pensamiento así compartieran la misma prisión y el mismo castigo. Estaba dispuesto a desafiar la vergüenza impulsado por esa extraña fe que lo había mantenido enérgico en su condición de rehén, y evitado que su vida espiritual se desplomara, intencionada ante sus ojos por la desidia y la inacción del Dios que todos anhelaban. Un acto de negación como otros tantos ocurridos en momentos difíciles, padecidos como cualquier mortal.

El padre Élfar sabía que rescatar la moral y el deseo de vivir de los escombros visibles de la vida de Lucía, no era tarea fácil, pero un impulso realista, tanto como la culpa engendrada por la actitud despiadada de Caracortada, le recordaron que esa, era parte de su misión en aquel sitio olvidado y sin esperanza. Deliberadamente se retiró cauteloso del grupo en dirección a ella.

—La pesadilla está viva y regresa encarnada en un ser inocente, víctima de un crimen terrible —le dijo sin que obtuviera respuesta alguna.

Lucía apenas lo observó cautelosa y con pánico, procurando mantener la boca cerrada. Había decidido ignorarlo como si se tratara del mensajero de la muerte y ya no la quisiera. A pocos pasos, el resto de los rehenes reiniciaron el tema omitiendo los pensamientos de la iglesia y aprovechando la ausencia del párroco.

—Obsérvalos, Lucía, —insistió el eclesiástico— ahora se debaten tu pena. ¿Qué creen que eres? ¿un ser desalmado deseoso por el aborto?

—Soy lo que han hecho de mí, lo que queda... y haré lo que me plazca con base a lo aprendido. —La pregunta había sido acertada y estimulante para que la boca repudiara.

—No tiene que ser así. He visto a muchos desprovistos de Dios y de amor, y créeme, que no es nada gratificante su partida. El demonio está al acecho para reclamar lo que le pertenece. Te has preguntado, Lucía, ¿cuántos frutos jugosos tienen la carne podrida, pero la piel y la semilla intacta?

—¿Se está describiendo así mismo, padre Élfar? —lo miró de reojo.

Las tragedias la habían vuelto experta en el sarcasmo y aprovechó la oportunidad para el insulto. Era entendible, cuando su alma herida estaba allí, padeciendo en un cuerpo atormentado por las desgracias. El sacerdote prosiguió luego de tragarse la ofensa sin saborearla.

—No existen procedimientos buenos o malos cuando se trata de un aborto. La palabra misma es maldad y su intención es abominable. La blasfemia es nada comparable con su veneno. El mal llamado aborto legal es un designio del diablo y una traición a Dios. Ningún mal procedimiento es seguro y puede silenciar tu vida y la de tu hijo para siempre.

Lucía le dio la cara para que interpretara las mil expresiones de su rostro. Era justificable que el desprecio se leyera con tal facilidad.

—Observe, padre, las maravillas de Dios a mí alrededor y el suyo. ¿Cree que son sanas y lo que toda madre anhelaría para su hijo? Es un ¡maldito infierno! del que usted mismo y su estúpida fe, no han podido salir. ¿Cuantos años de rezos requiere para cambiar la suerte? ¿Cree que es justo entregar una vida por la suerte de otros que probablemente luego no te recuerden, y desperdiciar la poca que nos queda ansiando regresar al lado de los seres que amamos?

—No puedes permitir que tu fe se desmorone, Dios sabe cómo hace sus cosas y de seguro tendrás tu recompensa.

Sus miradas estaban firmes, y sus ojos flamearon de resentimiento. Los unos como brasas incandescentes, los otros como témpanos de miedo.

—¿De qué recompensa habla, padre? ¿Es acaso ésta la voluntad de Dios? Un hijo que probablemente venga ¡maldito! Es Él, quien designa los premios que merecemos por nuestros actos. ¿Y éste que estoy recibiendo —señaló su vientre—, que significa? ¿Qué es lo que merezco por una vida de compromiso con la comunidad y con mi país? ¿Qué clase de ser es usted que aún lo justifica?

Una rotunda pérdida de fe era la señal de que su vida espiritual iba en decadencia y ella lo permitía.

—No te puedes......

—Ya, padre, ya...

Interrumpió enérgica para cortar abruptamente las palabras del sacerdote, Por lo visto, había fracasado en su misión evangelizadora de esa tarde. Fueron, la voz dolida y las manos estáticas de Lucía, como batutas suspendidas en el aire, las que insinuaron bloquear cualquier acción venidera.

—Dejémoslo así —prosiguió—, dejémoslo así que hoy, ni Dios ni usted, están en mis planes..., así que..., no me mortifique, que la sanación de mi alma no será este día.

Pronunció con rencor y cólera cada palabra, que el padre Élfar se vio obligado a cerrar su boca enmudeciendo las propias; se habían transformado en espinas espirituales sin filo que querían atragantarlo.

Había sido arrebatada del amor de su madre, de su ciudad, de su trabajo, de la sociedad que la amaba, de su cama y de su mundo; violentada en su integridad sexual, sometida a la fuerza a contra de su voluntad, desterrando al Dios que por años vivió en su interior como el genio de la lámpara. Su dignidad había sido afectada y con ella, los más elementales derechos humanos. Un embarazo indeseado ya era una burla al amor, que amenazaba con prolongar la violencia y que sólo contribuía a un mayor deterioro de su salud mental. Por lo tanto, ningún discurso ético, moral ni religioso, ni siquiera las buenas intenciones del sacerdote que compartía y conocía su pena, podían justificar una gestación clandestina, fruto de una gentil y profana guerra que se equivocó de víctimas. El futuro del tema era cuestión divina, donde los mortales no llegaban.

Lucía dormía inquieta sobre una estera que hacía las veces de cama, quedando al descubierto su vientre que entre cada inhalar y exhalar de aire, se hinchaba o decrecía, como si el ser en gestación quisiera escapar presintiendo el peligro. Sus manos estaban indefensas, amarradas por cadenas a cada extremo de la cama que daba a su cabecera. Sus piernas, separadas, recogidas y temblorosas estaban dispuestas para el espectáculo. En frente de su temerosa matriz que con su sexto sentido había olido el malévolo pensamiento, se ubicaba el padre Élfar, de sotana negra, con pinzas fuertemente asidas de sus manos ansiosas; ostentaba una macabra sonrisa dispuesto a resarcir el pecado... Un agonizante grito la sacudió de tal forma que, de un sobresalto, desprendió su dolor para hacerle frente al miedo y a su angustioso sueño.

¿Cómo entender que el representante de Dios, ahora hombre promiscuo, que debiera promulgar con su vocación el valor a la vida, se viera convertido en demonio con la nefasta intención de desencarnar sus entrañas con el aborto?

Así estuviera enterada de la infertilidad del padre Élfar, no dejaba de ser un tormento el hecho de haber sido cómplice en el maltrato sexual, y por más que la negación a la imposición de Caracortada le hubiera significado a ella la muerte, consideraba, que debió ser la mejor opción. Por lo menos, no tendría que soportar cada día, quien sabe hasta cuándo, verlo convertido en un anticristo de sotana con el deseo de hacerle daño.

Un nuevo reto debía ser asumido con prudencia y sabiduría en la medida en que el vientre aumentara y demandara más cuidados. Como si fueran estrategas de guerra, se dieron a la tarea de idear cada jugada maestra que, obligadamente, requería de aliados del bando enemigo. Una misión que el presbítero se encomendó a sí mismo, así tuviera que evangelizarlos a la fuerza reclamando el apoyo divino. Una labor sana aunque riesgosa, pero posible, con el ánimo de ganar adeptos. No era otra cosa que la virtud conviviendo con la maldad, a la espera de que el malvado, tuviera algo de virtud en sus acciones.

Durante los siguientes días sin espera, el padre Élfar se propuso a correr el riesgo con Thomás, para enterarlo de la situación comprometedora de Lucía. La misión evangelizadora con él ya venía de tiempo atrás, luego de que fuera testigo presencial de la muerte de Saína y del drama carnal prohibido... Por aquellos días sus emociones se atrofiaron, para lo que fue necesario ingerir algunos sedantes que lo ayudaran en la pena. Jamás fue partidario de su consumo, ni siquiera cuando las circunstancias erradas lo condujeron a las filas del ERAL. Los había por demanda como los preservativos.

Fue el mismo Thomás, quien buscó la ocasión para confesarse y aprovechó el momento de la penitencia... Una actitud humilde y benévola que Élfar interpretó de valerosa, reconociendo el coraje personal de su nuevo amigo que estaba interesado en convertirse en su discípulo.

Lo ocurrido aquel día viernes... tres días luego del arribo de Caracortada al campamento, el mismo día en que actuó como su mensajero, nada tenía que ver con su espiritualidad, tan sólo cumplía órdenes precisas de las que desconocía el desenlace. El padre Élfar, aprendió a distinguirlo como un hombre temeroso de Dios y de las armas, apadrinado por el conflicto al servicio de la guerrilla, que un domingo cualquiera acechado por el demonio en las palabras de un amigo, lo embaucó con su sermón filosofal sobre una nueva esperanza de vida para el pueblo sin el yugo del poder político, motivándolo para que ingresara a las filas del ERAL. Pero en el sermón, no le fue revelado a Thomás como a muchos otros campesinos inocentes sometidos por la fuerza o la palabra, que: la arracacha, la yuca y el plátano; por nombrar algunos, no requerían pertrechos y silenciaban el hambre, mientras que las armas, silenciaban la vida y toda esperanza de paz.

Dispuesto al cambio, el trato en la relación con los rehenes, especialmente con el párroco, daba a conocer una extraña empatía entre enemigos que difícilmente lo fueran. Con el acercamiento, comenzó a tejerse un fuerte lazo emocional que inhibía las sensaciones negativas, como una recompensa al verdadero valor de la amistad. Los años perdidos al servicio de una causa con efectos más destructivos que gratificantes, insinuaban decepción y lástima, cuando la vida profesada en casa y concebida en su interior, ahora profanada con deslealtad absoluta, había despertado un desprecio a su labor revolucionaria, y en ese momento, los dedos de las manos no alcanzaban para contar las nobles intenciones por recuperar la vida anterior; deseos continuos y cada vez más apetecidos se albergaban en su cerebro. Una extraña sensación promovida por las enseñanzas del líder clerical, le despertó el aliento de una esperanza oculta que lo hacía fantasear con recuperar la libertad, repitiéndose a sí mismo en los momentos de incertidumbre: «de ser tentado nuevamente por el demonio, le haré tragar sus intenciones con el plomo».

—No se preocupe, padre, que nadie se enterará —dijo Thomás—, y dígale a la doctora Lucía, que si la violencia le dio este regalo, no lo tome como un castigo sino como una bendición. Y tenga presente, padre, que los voy a ayudar así tenga que sacrificarme para lograrlo.

La intención daba el primer fruto, y el padre Élfar, satisfecho, cerraba el tema con la recomendación de siempre.

—No olvides a Dios en tu corazón que él sabe quién eres y exonerará tus culpas.

Compartieron una sonrisa en señal de un acuerdo sagrado. Thomás se dispuso a regresar a sus tareas. Entre tanto, Carmen aprovechó la visita de Yanida para enterarla. No fue para nada discreta. Lo hizo en el momento propicio entrelazando entre las hebras de una conversación cualquiera el comentario sobre el estado de Lucía.

—Uno de tus compañeros sembró en terreno ajeno —dijo—, Lucía está embarazada».

—!Dios mío!, ya saben lo que eso significa —exclamó.

—Que en vez de ser un delito —respondió Carmen—, es otra desgraciada condena por pagar en este campamento que ya se ha convertido en nuestra casa. Por lo que sabemos de los abortos es que necesitamos de tu ayuda.

—Si. Necesita abortar —sentenció— cuanto antes habrá menos riesgos.

—No. No has entendido, Yanida. No habrá aborto —explicó Carmen—. Esta desalentadora situación ha costado trasnocho y discusiones tontas. Pero es su decisión, al menos por ahora, ya sabes cómo es de terca..., lo cierto es, que estamos dispuestos a apoyarla. Quisiéramos contar con tu ayuda, sabes perfectamente que si se entera el despiadado ese de Caracortada, no habrá clemencia, y quien sabe qué pueda ocurrir con sus malditos métodos.

Por el comentario, Yanida intuyó que ella tuvo algo que ver en la decisión.

Carmen la miraba fijamente; era igual de porfiada que Thomás. La experiencia de años al servicio de la guerrilla los tenía hastiados de los enfrentamientos, la deshonra, las inmortales mentiras, la depredación humana y la libertad sin puertas; condenada a una lucha sin resultados para el beneficio exclusivo de algunos.

—Trataré de conseguir algo de ropa holgada para disimular por un tiempo su estado.

—Gracias, Yanida, ¡ah! y algo más, Thomás también lo sabe; fue cosa del padre Élfar.

Yanida asintió con la cabeza la aprobación de Thomás, y Carmen, al fin pudo respirar algo de tranquilidad. La osada paz de los pulmones.

La ropa que Yanida le suministró facilitaba las cosas, Lucía pasaría encubierta entre sus compañeros todo el tiempo posible. ¿Pero, quién estaría dispuesto a entregar su vida o a sacrificar alguna parte de su cuerpo, cuando algún degenerado guerrillero la descubriera? y ¿quién estaría dispuesto a protegerla cuando alguien sintiera la necesidad de satisfacer sus ganas sexuales?

Quedaba también el hecho de lo que pudiera ocurrir cuando Blenson se enterara, cosa que sería un espectáculo para él, al ver finalmente materializada su obra, y convencido que el suceso furtivo con su enemigo clerical estaba íntimamente relacionado. Sus negras intenciones lo llevarían a querer ser el padrino del infante condenado, con el deseo de que el padre Élfar, oficiara la ceremonia con el sagrado sacramento del bautismo. Pero quedaba también la opción del aborto tras el recuerdo de su hermano Asdrúbal, saciando sexualmente a su mujer.

La sagrada amistad no era un mandamiento a regir y respetar como una norma de conducta editada por un Dios, que al mismo Élfar en situaciones apremiantes, le costaba sacrificio mantener vivo en su fe. El propio Jacinto saboreó el amargo de esta relación humana y afectiva, que las circunstancias la tornaron peligrosa. Y con un demonio suelto como Blenson, ¿quién se atrevería a sacrificarse?

Carmen era un caso especial cuya relación de años atrás con Lucía, en un pasado añorado, perpetuaba un afecto difícil de corromper, cuando sus intereses humanos y políticos, fueran el reflejo mismo de pensamientos gemelos. Ahora las unía un sentimiento de tal coraje, que solamente lo alcanzaba a comprender el corazón de una mujer. Carmen era el trance a la esperanza que propiciaba la lucha para vencer la angustia. La sagrada amistad se hacía necesaria. El desvelo ayudaba a la meditación entre voces casi imperceptibles y a veces mudas, pero se escuchaban. Eran largos diálogos, necesarios para reducir la eternidad de la noche. Como el de aquella vez:

—Santiago... —musitó Lucía suavemente.

—¿Qué dices? ¿Santiago? ¿Cuál Santiago? —preguntó Carmen intrigada.

—Mi hijo... lo llamaré Santiago.

—¿Alguna razón especial o algún recuerdo?

—¿Sabes Carmen quién fue Santiago?

—Uno de los doce apóstoles, supongo.

—Sí, él y su hermano Juan, fueron llamados por Jesús mientras estaban arreglando sus redes de pescar en el lago Genesaret. Se dice que fue el apóstol que preparó el camino para la llegada de la virgen María al nuevo mundo, con el propósito de que el mundo la reconociera como pilar de la iglesia católica. Por eso lo llaman el apóstol de la virgen María, pero también es conocido como el apóstol de la paz. Me pregunto: ¿De cuál?

—Me impresiona que conozcas relatos enteros de la biblia —expresó Carmen—, y que tú fe, resbale en un terreno encerado de dudas. La verdad... que eres única, Lucía. Cada que te escucho, te comprendo menos.

—¿Sabes algo, Carmen?

—¿Qué?

—En ocasiones se me ocurre creer... que el amor es un intruso que no tiene nada que hacer donde el desamor gobierna. Igual, hay ocasiones en que la desesperanza no debiera de existir, así nos veamos reflejados en el espejo de las incomprensiones atribulados hasta las sienes. Y sé que son muchas las que ahora me acosan, más que antes; tantas, que he perdido la cuenta. Yo misma soy una incomprensión para Dios y para la vida. Tal vez..., ese sea el motivo de tantos padecimientos.

Lucía, sin pensarlo, había entonado la segunda frase escrita en la hoja de papel oculta en el libro de la autora Isabel Allende y dispuesto sobre la mesa de noche en su dormitorio. ¿Acaso su nueva vida era parte de un plan ya redactado en alguna hoja abstracta del destino?

Se acercó hacia su amiga buscando consuelo, que no dudó en recibirla con los brazos y el corazón abiertos.

La fe, por momentos, parecía restablecerse en su mundo, y el nombre de Santiago inspiraba la seguridad de confiar en que aún existía la esperanza. La esperanza de una paz que no daba espera, porque igual que escaseaban el alimento, la dignidad y el amor, también escaseaba la fe y escaseaba Dios suplantado por el delirio de grandeza.

Si escasean los elementos que combaten el mal, procuran el bien y corren el riesgo de extinguirse por la mezquindad del hombre, la antítesis de la paz promulgará la victoria por siempre en el reino de los mortales. Será la supremacía del desequilibrio. Los seres humanos ya no jugarán a ser Dioses porque tendrán un diablo dentro para recordarles que es su alma.

Luchando contra la incomprensión, la visión de Lucía estaba encaminada al nacimiento de su hijo Santiago, procurando en su vida, el amargo final de una era de miedos que comenzó hacía menos de dos años, y el retorno de una era suspendida en el tiempo que debía ser restaurada. No podía igual, evitar pensar en su madre y se entregaba al recuerdo con una ferocidad de verla que inquietaba a la muerte. Salpicaba el recuerdo con el llanto y sin pensarlo, salpicaba la razón con el mismísimo miedo. La necesidad de Santiago era inevitable para enmendar tantas desgracias, así su llegada, fuera en medio de la controversia y la adversidad psicológica.

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