Capítulo 28
La crueldad de su enemigo daba frutos, en especial, los padecimientos que deterioraban la salud con toda clase de tortura. El cuerpo comenzaba a ser un desastre, era el sepulcro de tantas calamidades juntas. La mente igual perdía su vitalidad. Los dolores no cesaban y la anemia con una variedad de síntomas, también hacía de las suyas. Por alguna razón, Lucía estaba más preocupada que de costumbre, a sabiendas de los roles de su nueva vida a la que ningún ser humano se acostumbraría bajo el yugo de la prisión, la impuesta por los efectos de la violencia y los hechos circunstanciales que el destino le deparó. Esta preocupación la alejaba ociosamente de sus compañeros. No había duda que un nuevo miedo se sumaba a la interminable lista.
Era inverosímil pensar que no todo el daño estaba hecho. El cambio en el comportamiento se hizo notorio; su amiga Carmen ya lo había percatado.
Induciendo que Lucía no quería compartir su nueva pena, la afrontó a la primera oportunidad de salida del cautiverio de ronda por el campamento; esa limosna que la guerrilla ofrecía compasivamente para estirar los músculos, y que estaba condicionada al estado anímico de sus opresores. En ocasiones, podría tardar semanas para que este auxilio fuera merecido.
En su defensa, Lucía respondió a las insinuaciones de su amiga:
—¿No crees que sea suficiente con lo que hemos hablado durante meses? Ya no me quedan palabras ni lágrimas.
—Nunca es suficiente —aseveró—, y mientras más tiempo estemos acá en esta pocilga, más necesitamos estar unidos y conversar para distraer las penas. —Lucía sonrió tímidamente.
—No es nada en verdad... No me siento bien.
—No es la primera vez, ni la única que no se siente bien en este ¡maldito lugar!, pero, aunque existan diferencias, siempre estamos unidos para soportarlo, y siempre lo estaremos con la llegada de cada desgraciado rehén. —la miró fijo por un leve momento y suspiró—. Si pasa algo... no lo guardes, amiga. No quiero que termines enloqueciendo como Paco Corrales. Y todo por atragantar su cerebro de basura. Debemos confiar siempre la una en la otra; eso nos mantendrá vivas.
—Lo siento, Carmen, me sobrepondré como tantas otras veces. Mañana será diferente.
Era una perfecta mentira. Cuando no se tiene la libertad, nunca es diferente. La intención del comentario estaba encaminada a disuadir a Carmen de su intuición femenina. También funciona entre mujeres.
La noche en su apariencia, fue testigo de náuseas, vómitos y acidez estomacal con más ímpetu que en ocasiones anteriores. Se tejía el augurio con cautela, y al día siguiente, el panorama no podía ser más claro: somnolencia, repugnancia a la hora de comer, sensación de agotamiento y pensamientos intranquilos habitando desde días atrás que tenían relación con su condición de mujer. La regla le daba vueltas en su cabeza, sin hallarla.
Los síntomas hablaban por sí solos... sin embargo, la débil humanidad de Lucía contrariaba toda suposición de una nueva vida en su organismo. Imaginarla desnuda con la flaqueza ruborizando sobre su cuerpo desabrido, aquella que desmejoró en poco tiempo la sensualidad de su anatomía, no permitía tal aseveración. Simplemente, era un insulto. El solo verla indicaba que el aliento se asfixiaba en su forma... Apenas le quedaba un corazón agonizante y terco, así la violencia y la muerte amenazaran con arrancarlo.
Por ley natural un cuerpo extraño dentro de otro cuerpo, induce a la reacción de manera adversa, pero en su maltratada humanidad no se trataba solo de un cuerpo extraño, era un cuerpo extraño y hostil alimentado de crueldad que la hacía sentir miserable. No era precisamente lo que hubiera deseado para su vida, ni lo que cualquier mujer habría deseado en esas circunstancias; ni siquiera las voluntariosas adictas a la guerra, si es que existen. Lucía no estaba dispuesta a practicarse prueba alguna que certificara su duda, no se trataba de una autopsia para ponerse en manos de teguas guerrilleros; hasta los cadáveres lo dudarían. Pero el sentirse imposibilitada para hacer algo se había convertido en otro karma inmediato.
El drama llegó como un desalentador anuncio; el espectáculo no podía ser distinto. Lucía era una especie de figura humana en almíbar, cubierta de maicena; la expresión de la muerte estaba en su rostro blancuzco. Resplandecía deshidratado por el vómito excesivo y la poca y mala alimentación de los últimos días. El desmayo fue inevitable. Ante el encierro, se hizo necesario armar alboroto para enterar al campamento sobre la delicada salud de la congresista. Por desdicha la euforia no hizo sus efectos. El carcelero se había ausentado...
Era hora de aplicar una vez más la auto curación, porque como dice un sabio proverbio: «Lo malo es estar enfermo una sola vez, el que lo está con frecuencia, se convierte en médico de sí mismo». Los rehenes ya estaban acostumbrados a enfermarse, y el error contaba con el tiempo suficiente para rezar padrenuestros. Además, de Alias Salvador, hacía semanas que no se tenía noticia; la sugestión indicaba que estaba haciendo de las suyas en otro campamento.
Las miradas se cruzaron en todas las direcciones y los presentimientos coincidían. La prueba empírica mediante la observación era un presagio fulminante y certero. Los supuestos no tenían cabida. Le dieron de beber un poco de agua, que apenas la reconfortó sin que fuera suficiente para burlar al cerebro. Entre tantas posibilidades de infecciones, el embarazo era una de ellas; se trataba de un virus peligroso y devastador si se consideraba el agente transmisor: el virus de la subversión.
El peligro acechaba advertido por la mayoría de los rehenes. A Lucía la acosaba la ansiedad y el silencio súbito de sus compañeros. El padre Élfar, por su lado, pronosticaba la reencarnación del mal. Una voz insultante en su interior predecía el resultado positivo de su peor preocupación. La revuelta hizo su efecto tardío. El carcelero apareció de repente, que Carmen y los demás, aprovecharon en voces unidas para que Lucía fuera conducida a la enfermería. Ante la supuesta gravedad, Carmen imploró para que le permitieran acompañarla aludiendo tener idea de lo que le ocurría.
Tras contarle los sucesos repetitivos de los últimos días, la enfermera guerrillera estuvo de acuerdo con Carmen en practicarle una prueba de embarazo de farmacia, que igual que los preservativos, abundaban más en el campamento que algunos medicamentos esenciales.
El vaticinado resultado por poco le desprende el corazón. Lucía gimoteaba en el baño, con luto de vergüenza y la baja autoestima descendiendo al sótano de su personalidad. ¿Cuál?
La mujer enérgica de pensamiento atrevido y de nobles ideales deletreaba su espanto entre dientes; no parecía tener prisa. Sumida en su desgracia, se sintió acosada por su propia lástima. Carmen y la enfermera esperaban impacientes el resultado de la prueba doméstica... Hasta Jacinto se enteraría cuando llegó cojeando con una cefalea atormentadora y perpetua que obligaba la medicación. la misma que apareció desde el amparo a su compañera que le costó una herida de fusil y un órgano en problemas. El aullido de dolor en la perfecta expresión de su rostro, fue la evidencia para suponer un estado positivo de la prueba.
Entre pensamientos confusos que recorrían desde la primera vez hasta la última, el padre Élfar estaba dentro de las posibilidades con cerca de tres meses de haber ocurrido el incidente sexual. Por su parte, Lucía desconocía el tiempo de su embarazo, y la menstruación no era un referente confiable cuando el ciclo se había convertido en una ruleta con apariciones furtivas y fugaces en épocas inesperadas. Un miedo repentino con dosis de sedante la incitaba para perder la razón. Quería correr, aislarse de todo y de todos; la imagen de Paco Corrales llegó de improviso a su cabeza. Había sido fusilado, y ella... traía en el vientre una granada de fragmentación humana con el detonante afuera.
¿Cómo detener el tiempo y regresarlo con la ilusión de estar viviendo una horrenda pesadilla? ¿Qué pudo haber estado mal aquel día, si Dios mismo la favoreció con un tiempo difícil y tormentoso que era una excusa perfecta para cancelar el vuelo? En su nuevo estado, no era complejo imaginar que aceptaría la redención por cualquier mano amiga o enemiga, siempre que la rescatara de todas las tragedias presentes y futuras.
No estaba lejos de suponer que todo tipo de humillaciones y de atropellos sufridos hasta el momento, eran pocos a lo que su sexto sentido presentía; una verdad oculta tras la máscara del terrorismo y la delincuencia. Un nuevo atropello, quizá el más degradante se olía a la distancia, aquel que llevaría la marca de su enemigo, y a la vez, una extraña sensación de amor y de odio.
Había perdido la cuenta de las violaciones, y así recordara el rostro enfermo de cada criminal, el nombre de Élfar Cazallas estaba escrito con sangre santiguada de pecados. La ciencia tenía la última palabra y acertaría en señalar al bellaco que contó con la suerte de depositar la esperma en el instante señalado, para atribuirse el título de padre biológico. Pero la zozobra apabullante de que fuera el presbítero, insinuaba practicarle un exorcismo al alma hasta perder el juicio, no sin antes, arrancarle el alma al comandante Blenson así no supiera como. Alguien sí lo sabía, y estaba en sus planes...
Por el bien de Leonor, la herida en el corazón y la mente ardería menos si se desconociera al criminal. Porque de seguro, se mortificaría viendo el semblante asesino y depravado de uno de sus raptores, impuesto en el semblante de su nieto. Pero de enterarse que ese rostro angelical fue tejido con la filigrana carnal de un anticristo, por más que se le explicara que fue sometido y que tan sólo estaba evitando que la asesinaran, no tendría paz espiritual y discreparía con Dios gratuitamente.
—!¿Qué hago?! ¡¿Qué hago?! ¡¿Qué hago?! ¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos! —retumbaba el eco dentro y fuera de ella.
Voceó gritos mudos nacidos de la desesperación que parecían interminables, para evitar que otros se enteraran. Carmen se acercó para consolarla, y se encontró con un muro de contención hecho de resentimiento y de rechazo. Lo intentó de nuevo y logró cruzar la barrera de la ira recibiendo golpes que apenas pudo controlar tras rodearla fuertemente con sus brazos; luego de un instante, su cabeza encontraría un alivio instintivo en el hombro izquierdo. Sus brazos se distendieron desalentados y de la empuñadura de su mano derecha, se soltó la evidencia revelando el dato que confirmaba la presencia de la hormona del embarazo, para que los pocos presentes se enteraran. Lucía lloraba desconsolada.
Ningún pensamiento que llegara a su cabeza ofrecía tranquilidad para su alma. Todas las posibilidades de pensamientos claros se habían esfumado. Hasta el recuerdo de su madre corría el riesgo de desvanecerse de su memoria.
Con el correr de los días las situaciones de crisis iban en aumento. El evento del embarazo bajo las circunstancias acaecidas, fue una razón poderosa para desencadenar todo tipo de embotamientos psíquicos y emocionales amontonados en su cerebro. Era de esperarse una locura momentánea que llevara a la muerte súbita de la conciencia. El aspecto de su cuerpo fortalecía el cuadro. Debía estar en los tres primeros meses de embarazo; el trauma del milagro avanzaba lentamente.
Y como una cosecha de tragedias planeadas, una a una se fueron fortaleciendo... depresión, ansiedad, insomnio y pesadillas que, como injertos de demonios, cada vez se hacían más frecuentes e incurables; su salud mental estaba al borde de transformarse en una sinfonía de traumas que la martirizaban aun despierta, y que recorrían toda su cartografía física como un río acaudalado de sensaciones prohibidas. La mezquina y peligrosa receta psíquica de cada día tendiente a conducirla de manera inesperada, a sentir el desapego a la vida. La manera más viable de suponer un final para todas las adversidades. Los síntomas atrevidos de un trastorno afectivo bipolar estaban aflorando crudamente en su cerebro, y el desorden espiritual ya lo tenía hacía rato.
Era obsceno pensar que la violencia pudiera engendrar algo de amor; pero ésta, era una realidad que solo ella debía de encarar y batallar. La indiferencia de la vida había gestado en los suburbios de la guerra. El dolor tenía un milagro y pronto un nombre, y su huella quedaría perpetua entre el deseo de morir y la necesidad de sobrevivir. Su vientre agonizante y miserable alimentado por el trauma mental de tantos días, se rehusaba a continuar el proceso de gestación. El riesgo era inminente, pero los azares de la vida especulaban otros planes para Lucía, y nada en lo absoluto, desde el hambre hasta la enfermedad, ni todas las formas e insurgencias de la violencia que la rodeaba, afectaría lo que ya estaba escrito.
Pese a lo que el futuro inmediato le deparara, en su cerebro atormentado se tejía una macabra intención: matar aquello que no la dejaba tener vida, «la violencia», y que mejor oportunidad para hacerlo, que arrancarle las entrañas al ser que su corazón no había bendecido con el amor. Este sería el principio de su venganza. Un pensamiento despreciable que era inevitable concebir, tanto, como la necesidad de amar que le recordara el amor extraviado de su madre Leonor y el de su entrañable hermana Karen, quien luego de su matrimonio, la independencia osó sanamente por lastimar una relación sincera, limitando sus efectos a la felicidad de compartir las palabras sin la gratitud de un sincero abrazo ni la majestuosidad de un diálogo, de esos que se hacían eternos encogiendo los minutos, y todo, suplantado por la gracia de una llamada telefónica. Pero después del triste evento... ni siquiera eso.
La actitud de sus compañeros de cautiverio, horrorizados por la situación de Lucía al ser enterados de boca de Jacinto experimentó cambios inmediatos de fe y de confusión, a la espera de una próxima época desconocida y temida, que, para aquel instante, simbolizaba el fin de algunos miedos y el inicio de otros. En el aire aleteaba cierto malestar con alas prestadas, sin distinguir que fuera pájaro cantor o ave de rapiña. La esperanza de que pronto concluyera aquella nueva penitencia también se hacía incomprensible. Sus rostros lucían acobardados, como si un espantajo guerrillero, armado y atribulado de penurias les hubiera paralizado sus estados de ánimo en un paredón de fusilamiento. El espacio coartado revelaba a un grupo de hombres y mujeres abatidos por la violencia, que con el alma a cuestas y tiempo de sobra para evaluar sus vidas, se veían más preocupados que de costumbre; pensativos, descompuestos, ofendidos y humillados ante la impotencia para resolver esa deprimente situación.
El padre Élfar recibió la noticia como un baldado de agua fría, de la más fría que pudiera darse entre las frías... Las miradas de sus compañeros de cautiverio parecían reclamarle; de inmediato bajó la cabeza dirigiendo el chorro de su mirada turbia a la tierra. Se alejó los escasos metros que pudo para huir de los comentarios. No estaba dispuesto a opinar.
La conclusión que surgió de los debates a media voz, les aconsejaba actuar con prudencia para mantener el embarazo en secreto. Pero una inquietud que parecía sin respuesta, tenía que ver con la forma en la que evitarían que Lucía siguiera siendo violentada sexualmente. Jacinto, ya había dado el primer paso desconociendo el estado de embarazo de su compañera, que le propició un resultado desfavorable para su estado de salud. Sin embargo, los alentaba el hecho de que el responsable pagó un precio muy alto, y que este suceso se había convertido en un escarmiento para los demás. Era lo que se intuía sin dejar de desconocer que el diablo es necio. Un alivio a medias que había que respirar hasta tanto sus reflexiones dieran frutos.
Esa misma semana correspondía la celebración de la eucaristía, a la que no asistieron los rehenes... Esta conducta generó inquietud en los insurgentes, cuando era una celebración esperada a la que escasamente faltaba uno o dos de los secuestrados. Esa vez, la celebración fue de dominio absoluto del bando contrario. Hasta el monaguillo se vistió de insurgente.
Era de suponerse que esto ocurriría; fue lo más prudente para evitar que se hubieran presentado enfrentamientos en pleno sermón que delataran el acontecimiento. El padre Élfar, resignado con la ausencia, le agradeció de nuevo a Dios con lo sucedido, porque en esa ocasión, no tenía palabras para la homilía.
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