Capítulo 24
Tropas de políticos divididos, comprometidos con una causa que consideraban propia por respeto a quienes representaban en sus cargos, apelaban la misericordia de Dios motivando eucaristías al lado de los familiares de las víctimas. Los guerrilleros, igual participaban de las ceremonias religiosas en el campamento donde Lucía era prisionera. Pero no todos se persignaban en el nombre de Dios. Había quienes disfrutaban lo que hacían con la misma pasión satánica del mal. Sin embargo, tenían la suerte de contar con un representante de la iglesia en esta batalla de nadie y de todos, sin final y con principio en alguna parte. Un alivio necesario, al saber que el alma de los prisioneros y guerrilleros contaba con un verdadero guía eclesiástico, certificado por la fe y la iglesia, que ayudaba al tránsito y cuidado del alma cuando llegara el momento, que podía ser cualquiera, mientras se compartiera en los dominios del infierno, durmiendo con el enemigo y alimentándose de su crueldad y sus designios. Una felicidad a medias cuando el cuerpo es un albergue de lamentaciones y la carnada de todas las desgracias, donde los guías de la ciencia médica, aquellos enfermeros titulados por la guerrilla, solamente se esforzaban por suavizar el sufrimiento o acelerar el final, el resto era responsabilidad de Dios.
El padre Élfar, era comprometido con esta tarea como un acto voluntario, cuando años atrás en plena eucaristía, el ofrecimiento al altísimo debió esperar, al ser retirado violentamente del templo donde profesaba sin excusa de sus opresores. Ahora su vida trascurría entre las posibilidades de ser prisionero y la necesidad espiritual de brindar apoyo en las eucaristías que le eran permitidas, así la liturgia fuera el mismo sermón de todos los días; el acompañamiento musical fuera el silbido descarado de una ráfaga, y las hostias, fueran un trozo minúsculo de pan cuando se acababan.
Durante cada celebración eucarística, en la traumada alegría del encuentro con Cristo como uno de los frutos del espíritu santo, participaban víctimas y pecadores, rehenes e insurgentes; Dios y el diablo. Los unos suplicando misericordia, y los otros, aquellos despiadados, crueles, duros, e inhumanos esperando que la lengua del pecado fuera santiguada con el trozo minúsculo de pan que hacía las veces de hostia.
La leal eucaristía en un verdadero acto de fe, era aquella que se celebraba en todos los rincones del país, donde participaban las gentes y familias sublevadas por la infamia del conflicto que les arrebataba su vida mutilando el amor, secuestrando a sus seres queridos y quitando sus pertenencias.
Con la idea de aflojarle un milagro a Dios, ríos de manifestantes se agolpaban en las principales ciudades del país: Bogotá, Medellín, Cali, Cartagena, Barranquilla, Pereira, Huila y Bucaramanga. Bravíos y decididos, con el alma altanera de la pacificación, vociferaban el final de un conflicto señalando a los guerrilleros como verdaderos enemigos de la paz. Los insurgentes del amor de Dios. Todo un pueblo acribillando el odio, al punto de desbordarse en sus peticiones para suplicar el final de la violencia, si fuera necesario, por la senda de la justicia y la fuerza, donde las consecuencias no serían distintas a las actuales, y probablemente, se tendría la certeza de hacer algo.
Ese algo que la Colombia nuestra, agotada por la guerra, ha estado cansada de reclamar. La dignidad de la vida extraviada en los prejuicios del conflicto a merced de la incompetencia de los seres inhumanos; una necesidad que no permitía más aplazos ni especulaciones. Pero los acuerdos humanitarios, aquellos tipos de negociaciones a que se refirió Clímaco en la sesión del Congreso cuando atacó a Lucía, iban y venían, y a veces desaparecían por largas épocas del ranking de la violencia. Mientras tanto, el país lucía su aspecto demacrado.
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