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Capítulo 20

Ante la perversidad del enemigo y la carencia de fe, el dolor parecía fosilizarse en algunos de los cautivos que empezaban a descomponerse, posibilitando en su inconsciencia, la transformación de sus creencias. El Dios que fortaleció en alguna época su lucha constante para edificar el amor en sus hogares, para obrar con rectitud en el trabajo, en la sociedad, para ser justos y piadosos, se veía y sentía como una causa perdida. Discusiones ocasionales sobre el tema se debatían al azar, acusando a quien no se hallaba dispuesto para defender su creencia desde la óptica de su sufrimiento. Como pandillas subversivas a cada lado de la fe, había quienes permanecían optimistas y no permitían que fueran profanadas sus creencias; quienes humillaban a Dios contagiados por la perversión y el odio; quienes excusaban la actitud esquiva del Gobierno; quienes callaban asqueados de todo, y quienes bendecían al diablo al aplaudir las proezas de sus enemigos.

Los rehenes habían soportado el flagelo del secuestro durante días, meses, años; castigado sus cuerpos y mentes con la falta de libertad; habían sobrellevado el dolor en todas sus pecaminosas formas por días, meses, años; y seguirían tolerando las heridas causadas en los límites de la locura, y batallarían contra la muerte antes de ver diezmadas sus esperanzas, y le dirían a sus cuerpos que las enfermedades no existen para soportar la verdad de sus estados, y le seguirían mintiendo a Dios si fuera necesario. Pero el encierro que simulaba la muerte para sus familias, les hacía pensar en un mundo irracional, dentro y fuera de sí mismos.

El indómito demonio reinando en su máxima expresión, se esforzaría por aislarlos de cualquier manifestación benévola, incluso de Dios. Lucía era el modelo perfecto así por momentos la traicionara el inconsciente. Los efectos del encierro creaban un fuerte impacto emocional que afectaba las relaciones entre ellos. En ocasiones se les olvidaba donde era la guerra. Las alianzas entre secuestradores y secuestrados igual se daba, pero no dejaba de ser una relación nociva y apestosa cualquiera que fuera la relación. Había quienes las preferían y se arriesgaban por tenerlas con la ilusión de una especie de esperanza.

En esa malsana situación de libertad y escasez de todo, el amor era un vasallo psicológico que no tenía fuerza, ni siquiera era amor. Escasamente insinuación. Y la perversa e inocente violencia como cualquier producto de primera necesidad, ya formaba parte de la canasta familiar en los campamentos del ERAL.

¿Cómo entenderla?

El cáncer de la democracia. La pasión de pocos. El cirirí de Dios. La mascota del diablo.

La violencia es inadmisible, lo que la hace incomprensible así muchos la conciban como un mal necesario y productivo provisto de todos los cuidados que con suma cautela requiere para evitar que enferme. ¿Cómo ovacionarla cuando compromete toda la columna vertebral de una nación?

Cada noche, cada maldita noche, alguno de los demonios de la violencia la acosaba y lastimaba como una perpetua agonía en el corazón. Y ella, queriendo detener cada latido y enlutando los pensamientos con la necesidad de morir a cada instante. Pero la fuerza del amor hacia su madre Leonor, era la verdad desnuda por la que la muerte, el miedo, el dolor, la violencia y la guerrilla no podrían doblegarla, por más actos inhumanos y agresiones de sus enemigos, o por más que la depresión la castigara con su furia psíquica. Aun así, no perdía la oportunidad de incitarlos en aquellos momentos donde el miedo se transformaba en fortaleza y se convertía en su mejor aliado.

—¿Quieren asesinarme? ¡Mátenme de una vez! ¡Porquerías! ¡Malditos depravados! ¡Malditos antisociales!...

Pero Carmen Arigona, como un extraño ángel guardián, casi siempre estaba a su lado para apaciguarla.

Los días avanzaban por la trajinada osamenta del tiempo. Las épocas se repetían. De nuevo, el hambre suculenta embestía las entrañas de cada víctima y quemaba esparciendo ácido gástrico que ocasionaba un dolor agudo, que para algunos, ya era igual de insoportable a la prisión. Los juegos de cartas los distraían. La desnutrición por épocas era severa, dejando entrever entre los trapos colgados de cada humanidad, una escasa o prudente masa muscular que variaba con cada cuerpo, donde el común denominador, era la extrema delgadez. Algunos de ellos se perfilaban como perfectos prototipos de la anorexia, con la notable diferencia de que allí, no se alimentaba el deseo de ser quien no se es y se luchaba por no perder la autoestima, aunque ésta fuera acribillada por el enemigo.

Pero la subsistencia no era sólo responsabilidad del alimento. En tiempos de invierno, las plagas proliferaban como voraces asesinos, mientras los cuerpos en cautiverio esperaban con regocijo el viacrucis de la salud. La malaria no podía concebirse como una intrusa en medio de la selva, estaba allí en su hábitat, como serpiente mezquina.

La gratificante selva proporcionaba un menú más complejo y variado adornado de desgracias. Los problemas de diabetes, los problemas gástricos, las dolencias lumbares y las afecciones cardíacas, eran cada vez más frecuentes abusando de sus víctimas. De postre, les ofrecía el asma y todo tipo de alergias. Y al igual que las costumbres citadinas para ocasiones especiales, el menú variaba las recetas con platos fuertes que incluían: el paludismo, la hepatitis y la leishmaniasis que dejaba el sello pestilente de su existencia sobre la piel cicatrizada.

La depresión era la que más hacía de las suyas; se fortalecía ante la falta de sueño, y se agraviaba ante la falta de apetito o la rudeza del hambre por la falta de alimentos; delicados episodios eran detonados por cualquier simple emoción... El trastorno afectivo bipolar ya había sido diagnosticado en algunos antes del plagio. Sin embargo, les tocó convivir con él, y soportarlo sin control ni medicamento como parte de sus emociones.

Ver a los secuestrados, era un cuadro de horror que daba pena; la lástima, era el fruto de la dignidad que no estaba en cosecha. Hasta las infecciones por contagio sexual tuvieron su espacio. Eran cuerpos deplorables e impactantes que parecían representar algún tipo de metamorfosis para una pintura de Dalí.

Al comienzo, los atendían «médicos de verdad», hombres profesionales con la ética galopando entre la adversidad y el miedo, que pudieron ser profesionales voluntariosos para una causa desconocida, o valiosos rehenes para la misma causa. Lo cierto es, que alguna mañana comenzaron a escasear como las buenas intenciones del ERAL hasta extinguirse; nadie supo de su suerte. Luego, sólo quedaron algunos enfermeros bajo las órdenes del guerrillero Manolo Medina, alias Salvador, quien contaba con escasos siete semestres de medicina cuando terminó en las filas del grupo terrorista, pero con una ardua y suficiente práctica en los campos de concentración de la guerrilla por el vasto territorio colombiano, donde los años rurales al servicio de la causa social del movimiento guerrillero, bien podrían significarle el «honoris causa», en alguna de las prestigiosas universidades del país.

Entre otras enfermedades, Manolo, conocía los efectos y la contaminación de la leishmaniasis, siendo el encargado de su cura tanto en los guerrilleros como en los rehenes. Aprendió a controlarla bajo la forma empírica, la administración de los medicamentos, el criterio de curación y las posibles fallas terapéuticas que debieron ser muchas al principio de su preparación médica; algo que los escollos de la guerra limpiaron sin dejar rastro visible.

El verdadero mérito fue haberse ganado el respeto de sus superiores. En su ausencia, los enfermeros sin bata blanca que los distinguiera, se valían de las notas consignadas en cuadernos ambarinos por la desazón del tiempo y el desuso, que durante años, habían sido testigos de innumerables tragedias, tratando de adivinar entre palabras indescifrables y borrosas, cada maldita enfermedad que corroía sus cerebros.

Hasta la auto curación para los rehenes, se había convertido en una guía necesaria de aprendizaje, con intercambio humanitario de conocimiento y experiencia sospechosa. En semejantes condiciones precarias de salud, sobrevivir, era un desafío para preocuparse, total, «el mayor de todos los remedios, es la muerte, y más allá de esta consigna, la salvación del alma». Así lo dio a entender un día el padre Élfar en una de sus informales eucaristías. De esta aseveración, ninguno de los rehenes dudaba.

Y allí estaban ellos, los rehenes, sin nada que les cayera del cielo y a expensas de motivos circunstanciales o intereses motivados, ajenos de su preciada voluntad que, por momentos, parecía desmoronarse; expuestos a la indulgencia de todos los peligros graves que pudiera sobrevenirles, si acaso tenían compasión de su suerte. Sobreviviendo a todo con sus dudas, miedos, depresiones, retórica y filosofía. Extrañando a los seres queridos de carne y hueso, con emociones y esperanzas; sin saber de sus familiares, de su vida actual y del mundo que los rodeaba y que les era ajeno. Criticando las ignominias del Estado y su evolución a través de los vagones del tiempo. Cuestionando la vida a su alrededor con la jurisprudencia de lo vivido en años. Observando un mismo firmamento o lo que la frondosa selva les permitía, con ojos distintos, con sueños frustrados, con miedos inverosímiles y con inmensurables deseos de morir. Las decepciones pululaban cada día como un manjar exquisito. La humillación era su puñal y era tan frecuente, que en ocasiones se alcanzaba a sentir devoción por ella luego de haber sido apuñalado infinidad de veces.

Como dijo el padre Elfar en otra de las homilías: «No es absurdo pensar en la humillación como la pasión de un masoquista, cuando la mente se adapta a las inclemencias y atrocidades de una vida perversa, pero si se ha de morir, que la pestilente muerte no nos quite el deseo de hacerlo con dignidad».

El masaje del amor también estaba presente con su álgido recuerdo, sanando todos los padecimientos del cuerpo y del alma, curando heridas tan profundas, que el olvido no era suficiente elixir para sanarlas. Sin su fuerza prodigiosa, no sería posible soportar tanto sufrimiento. Lucía lo sabía perfectamente. Es pues, el amor, el aliciente que te hace sentir que vales y por lo que importa la pena arriesgar, así sea más proterva la cura que la enfermedad; especialmente, cuando un apresurado o errado pensamiento te hace creer que la necesidad de sobrevivir, no es más importante que el riesgo por merecer la libertad. El precio siempre es alto, pero sentirse libre, no deja de ser una oferta tentadora que el incauto cerebro analiza por alguna circunstancia.

¿Acaso, sin amor, sería posible pensar en desertar de la ostentosa vida de la selva? ¿Huir de los enemigos humanos y caer en las infecciosas garras de cientos de enemigos salvajes? Sin amor, Dios no había logrado su imperio.

Luego de días, semanas, meses y años de condena perdidos por una culpa ajena aún no entendida, por un pecado desprovisto del mal y embestido de autoridad, de dinero, de poder y de nefastas ideas la sensación de huir los hacía babearse. La incertidumbre, era igual un arma letal que con el tiempo, se convertía en una amenaza que suscitaba los más oscuros pensamientos. La espera de lo que no se sabe, la ansiedad sobre lo desconocido y el desacierto eran dolorosas incógnitas que la alimentaban.

No era extraña, la aparición de una repentina crisis en cualquiera de los ochenta y seis mil cuatrocientos nervios de tiempo que conforman el día, que hiciera pensar con vehemencia, en un rescate bajo las órdenes militares sin medir las consecuencias; de alguna forma, en sus cerebros se recreaba la sensación de que estaban muertos. Habían aprendido que la desgracia se convierte en un demonio rencoroso que intimida, y que por más justificaciones que haya para merecerla, siempre es un desafiante aroma de dolor que no se desea.

Entre todos los males padecidos, los amigos del crimen atentaban contra el sistema humano y todos los subsistemas creando caos. Las necesidades fisiológicas entraban en crisis, al punto de verse innecesarias e insatisfechas; perdían su vitalidad cuando no había agentes que las motivaran. ¿Cómo satisfacerlas si estaban aprendiendo a ser inservibles? Días enteros parecían olvidados cuando las necesidades básicas cesaban, y era necesario ignorar hasta las letrinas por la falta de justificación corporal para aclamarlas. Irónicamente, para unos más que para otros, la vida comenzaba a perder importancia en el sistema fisiológico... Hasta la desazón del cuerpo empezaba a notarse cuando la pesadumbre del alma le llevaba la delantera.

Lucía y sus compañeros de cautiverio, se encontraban en los confines del desastre humano, en los linderos soportables de la injusticia, a sólo un padrenuestro de sentirse nada. ¿Tendrían la resistencia y el valor y el futuro para contarlo?

Los gestos para los militares y policías durante años conviviendo y sobreviviendo en las nefastas prisiones del ERAL, no podían ser otros, que la muerte rondando sus cuerpos, el dolor habitando en su humanidad lastimada y las cadenas pendiendo de sus cuellos. ¿Las cadenas?

Si. Las cadenas de la indignidad, la discordia, el cinismo, el despotismo y la humillación. Las trágicas cadenas de la infamia. El aderezo que hacía miserables sus vidas, aquellas vidas que ya no sabían a quién le pertenecían. La muerte y el dolor, era de esperarse que fueran sus compañeros más íntimos de cautiverio. Pero, las cadenas... debían soportar y sentir como parte de sus necesidades. Bañarse, comer, dormir y hasta defecar encadenados, como si la débil mierda, fuera tan déspota y poderosa que pudiera atentar contra su imperio. Cada noche era un drama aterrador que las malditas cadenas proporcionaban, quedando amarrados como bestias ancladas a los delirios y las pesadillas.

El policía Paco Corrales, firmó su testimonio de muerte en las mentes de sus compañeros de cautiverio, cuando la justicia que pregonó con su uniforme por varios años de servicio a la comunidad, era sentenciada con el fusilamiento, luego que su cerebro enervado se rehusó a mantener la cordura. ¿Hasta cuándo?

La sabia muerte complacía sus determinaciones, y los grilletes ahora disponibles, ofrecían un cupo para otro policía o militar favorecido con el secuestro. Lucía y Carmen, en ocasiones, igual saborearon el amargo frío del metal acariciando sádicamente la piel.

De la ignorancia, definitivamente, a los subversivos no les cabía más en el cerebro.

La suerte de Corrales, no fue la única que la misteriosa selva se engulló a las buenas o a las malas; otras suertes disímiles, ocurrieron por diferentes motivos; incluso, trágicos episodios de muertes sin excusa ni pasaporte, la selva debió engullir con amargura. Era como un juego diabólico donde el designio de los terroristas de Dios y de los hombres, motivaba algún interés para evitar saborear la debilidad y caer en el arrepentimiento. Muchos de los secuestrados fueron testigos de este mandamiento salvaje, que pretendió borrar la acción con la solemnidad de las fosas comunes o el apetito de los cocodrilos que criaban en algunos campamentos con la generosidad de la selva y los pantanos, aprovechando su poder devorador para limpiar las culpas. Fantasmas mutilados debieron sollozar en las pesadillas de los que todavía respiraban algo de vida. Y mientras tanto, los familiares lamentarían la ausencia sin conocer la verdad de sus tristes muertos.

Con la violencia de las armas, el ERAL, por décadas, quebrantó el espíritu de vidas inocentes desgarrando la felicidad, mimetizando su miedo y arrancando las emociones. No había duda que éstas habían sido castradas, y la sexualidad había quedado reducida a una simple y prematura necesidad fisiológica, con menos poder y duración que orinar sin ganas.

El sexo, definitivamente, se había convertido en un deseo anónimo e inconsciente entre los rehenes, un deseo negado que moría con el tiempo, como orgasmos invisibles y medrosos que incitaban a no sentir nada. Un deseo reprimido convertido en una especie de sufrimiento adverso. Eran sólo seres vivos discapacitados de la libertad y negados a la verdadera sexualidad.

¿Quién desmiente, que la inocencia de una masturbación no fuera el gozo de una oportunidad buscada? Al menos, allí, habría una especie de libertad que los haría soñar de nuevo, así fuera sólo un instante. ¿Quién desmiente que deseos carnales necios, no fueron propiciados por feromonas del bando contrario (secuestrados o secuestradores) en un intercambio humanitario de confraternidad, buscando igual oportunidades para saciar sus miedos y lograr beneficios? ¿Quién desmiente que abusos físicos y sexuales, no fueran aceptados y entendidos como una sana necesidad bajo una extraña muestra de voluntad sin objeciones, como una ofrenda sagrada emanada por el instinto de supervivencia? ¿Quién desmiente que la experiencia traumática del secuestro en su amplio delirio, haya lastimado el alma del cerebro de algunos de los secuestrados, propiciando una alteración en la conducta sexual? ¿Quién desmiente que la lujuria, como una perversa manifestación, no se insinuó voluntariamente ante el padre Élfar para mostrarle sus encantos?

Flamante necesidad humana convertida en tragedia, cuando las tentaciones proliferaban como una profecía del mal. Nada difícil de ocurrir cuando el comportamiento, el sentir y el hacer relacionados con los factores biológicos, psicológicos y sociales se alteraban de tal forma que los hacían miserables.

¿Acaso, en tales circunstancias de cautiverio, existía la posibilidad de expresar sentimientos y emociones profundas con la capacidad de enriquecer el espíritu? ¿Cuál espíritu? ¿Acaso existía anatomía para albergarlo? Allí, el placer, sin importar cual fuera la experiencia, no era en lo absoluto una dosis de bienestar para lo que quedaba del ser humano, porque, ante todo: ¿Quién desmiente que continuaban siendo seres humanos?

La selva era testigo de cada oprobio. El fenómeno de la guerrilla en toda su dimensión, ofrecía un mundo de posibilidades escasas, únicas en su especie. La supuesta felicidad era parte de este complot. Al interior del ERAL, se trataba de transmutar el amor en una necesidad sexual sanitaria. Cantidades de guerrilleras amotinadas, como parte de un festín de celebración de los acostumbrados en cada campamento, saciaban el deseo carnal sin Dios, sin normas y sin ley. Una felicidad sin control que traía dolorosas consecuencias... para algunas, la suerte no estaba de su lado; la selva se atragantaba hasta de sus conciencias mórbidas cuando los embarazos no estaban permitidos.

A falta de profesionales de la medicina osados en la práctica de los abortos, la guerrilla ofrecía teguas y la selva, curanderos; hombres de carne y hueso como los demás, elegidos por circunstancias sabias de la selva que, a fuerza de aprendizaje y experiencia, habían llegado a conocer las propiedades de las plantas. Eran quienes les administraban sondas y formulaban aguas medicinales para su recuperación. La necesidad era atendida, y aunque los procedimientos eran necesarios, igual eran precarios, antihigiénicos arriesgados y aborrecibles... Fetos hirviendo en una sutil muerte intrauterina, cuantas veces hicieron redoblar los tambores para el toque natural de la pálida desgracia. Dan su testimonio, las secuelas de los abortos mal practicados que cobraron vidas inocentes y sometidas de mujeres guerrilleras en los campos de batalla. Algo comparable está por ocurrir cuando ha sido forjado a puño y letra por el destino en la vida de Lucía.

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