Capítulo 17
Era un día más como todos los días. Había sido conducida al campo de reclutamiento en la prisión al aire libre; ¿aire libre? Estaba tan sometido como los rehenes; quedaba por fuera de la prisión principal ubicada al interior de una de las edificaciones de cemento y ladrillo. Los rotaban entre presidios para tratar de hacerles más placentera la estadía. Una curiosa ilusión óptica de la violencia.
Permaneció largo rato languidecida ante nadie, en un rincón del presidio que lindaba con la ilusión de la libertad. Por momentos, levantaba la mirada para observar la verja de alambre de más de tres metros de altura, y cerrando la puerta, un trozo de cadena de ancla para buques con fijación y candados de respaldo, simbolizando la eterna parada sobre un puerto de desidias y de olvidos, donde no quedaba más que persignarse todos los días hasta que la desesperanza les hiciera olvidar la génesis de la tragedia, comenzando a verla como parte vivencial de sus vidas.
La guerrillera Yanida, la observaba desde fuera con entrañable lástima. Quería convertirse en una especie de protectora. Había tan solo un metro de separación de la verja de alambre, pero el distanciamiento estaba medido en la desidia con que Lucía la observaba. Era claro. Formaba parte del bando que no debía.
Carmen estaba a su lado, compadecida de su dolor. Observaba con tristeza, cómo el futuro prometedor de una mujer con demasiadas capacidades intelectuales, se convertía en víctima de una desagradable enfermedad psíquica. Se veía así misma en los comienzos de su propia tragedia cuando fue secuestrada y padeció los mismos recodos de la inmoralidad y la humillación con actores bestiales. También en ese entonces el comandante Sadúl fue el iniciador. Debió suponer que ocurriría cuando se enteró de su casual presencia en el campamento. La mirada de Lucía estaba extraviada como la suya en aquel tiempo, y que recuperarla, fue cosa más de terquedad y locura que de sacrificio. Las manos de la nueva rehén albergaban un poco de esperanza y mucho de resentimiento; empuñaba parte del medallón que pendía del cuello, visualizando confusamente el brillo opaco de los ojos de Santa Lucía. Sus propios ojos desvirtuados y la mirada endeble y perdida, revelaban el efecto de algún alucinógeno, el del inevitable dolor. Su amiga Carmen seguía de cerca cada detalle, interesándose en el medallón que colgaba de su cuello y era aprisionado entre sus manos.
—¿Eres devota, Lucía? —preguntó—, ¿algún santo en especial?
Había extraviado el habla desde el día anterior; era una especie de tumba, pero accedió a la plática con su amiga.
—Mi madre... —dijo a medias.
—¿Cómo?, ¿tu madre es una santa? No puedo creerlo. Cuéntame —trató de bromear.
Con una somera insinuación de risa que sus labios no disfrutaban hacía ya tiempo, aprobó la artimaña de su amiga para distraerla.
—Mi madre me obsequió el medallón —explicó—. «Espero que Santa Lucía te proteja», decía con un tono sutil y tan real, que no puedo describir, era como..., como un acto de fe tan especial cada que me encomendaba a ella, que es difícil de olvidar. Aunque la muerte de mi padre casi lo logra.
Un destello de nostalgia apareció superficial en el rostro, que fue necesario liberar su mano derecha para limpiar algún residuo emocional debajo de sus ojos. Prosiguió:
»El nombre de Lucía significa: «luminosidad» La familia de mi madre es católica por devoción y por pasión, y siempre ha sido devota de algunos santos. Mamá me contó que la historia de Santa Lucía le fue narrada por mi abuela como muchas otras, pero que jamás olvidó ésta, tanto así, que se prometió bautizar a una de sus hijas con el nombre de la santa, y precisamente me tocó a mí... A mi hermana Karen, papá fue quien le escogió el nombre. A mamá, lo de mi nombre la hizo feliz; pronosticó que sería una luz de esperanza para mi vida. Y ya ves... No quiero pensar lo que diría ahora —la mano derecha repitió la tarea un par de veces más.
Concluyó la primera parte del relato quebrando la voz, lo que menos quería era criticar o ajusticiar a su madre por lo del nombre. De haber sabido que esto ocurriría, no encomendaría la suerte de su preciada hija a ningún mártir por santo que fuera. Luego de una brevísima pausa y un necesario suspiro, prosiguió su historia.
—Toda la documentación que se conoce de santa Lucía se basa en las tradiciones, la leyenda... y también en el acta del martirio.
—¿De qué acta hablas?
—El acta del martirio. Según la leyenda, en el acta estaba escrito, que cuando los soldados quisieron arrastrar a la santa para llevarla a un prostíbulo, y de esta manera deshonrar su castidad, no pudieron, ya que una fuerza superior la retuvo inmóvil. Ni siquiera el potente tiro de cuatro bueyes consiguió hacerla avanzar un paso hacia allí.
—¿Y qué pasó luego?
Replicó la guerrillera Yanida, que se había acercado prudentemente a la verja desde el momento del inicio de la historia. Congeniaba con Carmen desde hacía ya tiempo, y estaba interesada en hacerlo con su amiga apiadándose de su suerte. Igual contaba con una historia y una tragedia a su manera. Lucía, aún la miraba con repudio y desconfianza. No era para más. Al verla entrometida, pero igual interesada por el relato, le produjo algún tipo de tolerancia que no se abstuvo de darles a conocer más sobre la santa. La historia tenía algo de relación con los acontecimientos actuales que Lucía Cadenas estaba padeciendo. Probablemente, el interés de Carmen y Yanida, suponía tal análisis. La historia llamó la atención... Algunos otros compañeros de cautiverio se acercaron sigilosos interesados en escuchar el desenlace.
—Ante tal fracaso —continuó—, ensayaron un nuevo tormento y mandaron que allí mismo fuera cubierta de resina y que fuera rodeada de una gran hoguera. Un abominable acto bestial que tampoco fue suficiente para doblegarla, y aun le bastaron fuerzas a Lucía para decir: «He rogado a mi Señor a fin de que no me dominase este fuego, y he conseguido un aplazamiento a mi martirio». Algo asombroso ocurrió después que quisiera poner en práctica ahora. —Lucía complementó con un comentario personal haciendo alusión a su situación y la vivencia de la santa.
—Dice la leyenda que cuando las llamas desaparecieron, se pudo comprobar que Dios había realizado lo que Lucía predijo, el fuego no le había causado el menor daño.
Enmudeció por un breve instante, mientras observaba el medallón sutilmente depositado en la palma de su mano zurda, que pendía del collar alrededor de su cuello; representaba a Santa Lucía con la palma del martirio en su mano izquierda, y con una copa con dos ojos incrustados en su mano derecha. Lucía retiró el collar de su cuello y lo entregó a su amiga Carmen, que lo tomó para contemplarlo como si quisiera aportarle a la historia. Los demás curiosos también lo ojearon rotándolo de mano en mano, y hasta Yanida tuvo el placer de tomarlo entre sus palmas, creyéndolo un poderoso talismán y apretándolo como si quisiera contagiarse de algún hechizo mágico, antes de que retornara al cuello de su dueña. El gesto fue visto con buenos ojos por Lucía. Culminado el relato, conmocionada e inquieta, luego que el medallón retornara a descansar sobre su pecho, procedió a orar en voz baja postrada de rodillas para suplicar a la santa que se condoliera de su situación y la de todos, con la esperanza de hallar una respuesta sabia y milagrosa que los salvara del infortunio.
»Te imploro coraje para que pueda soportar cada flagelo en este demoníaco sitio, y para que me ayudes a apaciguar el enfado que me llegue con cada crisis. Observa mi dolor a través de tus ojos y apiádate de mí, dulce heroína; no permitas que mi madre pague las consecuencias de mis actos.
Era inevitable llorar y suplicar al mismo tiempo en tierra desconocida, tierra de conflictos, culpas, abandono y refugio, tierra que exhibía los más maravillosos encantos de la naturaleza que, por desgracia, había sido testigo y cómplice de malhadados secretos y misterios sin revelar. Ahora, era el refugio de Lucía que emotiva y suplicante, prosiguió en medio de la aflicción.
»Que tu compasión sea un alivio para todos acá así te desconozcan, basta que te lleve conmigo madrecita bondadosa —culminó la improvisada oración.
Sosteniendo el medallón sobre la palma de su mano izquierda, se reincorporó para girar suavemente hasta dar una vuelta, como si quisiera que los ojos de Santa Lucía observaran la barbarie repudiada por todos. Yanida la guerrillera y su amiga Carmen comprendieron el mensaje. Carmen la abrazó apretando fuertemente su cuerpo acongojado mientras acariciaba su cabello. La guerrillera habría hecho lo propio pero la verja de alambre lo impedía; como gesto de respeto, se alejó del sitio del drama conmovida y apretando mentirosamente el fusil. Lucía culminó el drama sentenciando:
»Ganas no me quedan de darle feliz término a esta tragedia.
Desconocía que apenas estaba iniciando. Era una sana y voluntaria insinuación en comparación con las insinuaciones enfermas y obligadas de sus opresores. Un pensamiento malsano concebido lógico, cuando en ocasiones, víctima de vejámenes y maltratos, no sabía de sí, ni antes ni después de volver en razón. Los oprobios se habían convertido en un alimento necesario en su cerebro; el sedante para otro día de infierno. A veces los deseaba neciamente como deseaba regresar a casa, ver a su madre o desear la muerte. Era un dolor inolvidable por los rincones inhóspitos de la violencia que la hacía partícipe de su poderío.
Lucía Cadenas, la doctorcita de la guerra como la apodaban sus raptores, jamás se imaginó que en su apellido llevaría el amuleto de su plagio, la discordia de la libertad, el tesoro despreciable de la conquista, la humillación a Dios, una nueva hipótesis para hacer amigos, un cáncer para la paz y una violación para el espíritu. Jamás imaginó la daga de la esclavitud comprimir su corazón entre los huesos, hasta que la sombra de su apellido desde aquel tortuoso día de mala suerte, bordado en amarras de cabuya gruesa que hacía las veces del forjado en acero, comprimió dolorosamente sus muñecas.
Era evidente. Los forjadores de su nuevo mundo estaban envestidos del mal y sentían el más mórbido interés por su vida. Su futuro desvirtuado se había horneado en los crisoles de la corrupción política. Un hecho que aún desconocía.
¿Existía alguna diferencia de actitud con la de sus raptores?, ¿acaso, son menos diabólicos los actos conscientes de algunos dirigentes políticos y militares que en su apasionada búsqueda de poder, atentan contra Dios al promulgar en su nombre las ignominias de sus acciones?
Desgraciadamente, la historia recopila sucesos y se asfixia de lo que la humanidad soporta. Los cruentos ataques terroristas han colmado tierras de fosas comunes, y obligado al campesinado a peregrinar sin rumbo como ánimas sin rostro penando por las tierras despojadas y la humillación de sus vidas al ser obligados por el azote de la violencia, a deambular sin nombre y sin esperanza en el anonimato de la pobreza. Difícilmente, el monólogo de la muerte, como una reflexión neurótica caminando sobre sus pisadas, les haría olvidar la desesperanza que los conduce en el caudal del tiempo.
Hoy en día, existe otra forma de remediar para el futuro, basta con que sea invocado el perdón social, que el gobierno colombiano atiende con generosidad a través del programa de reinsertados y acogimiento a la ley de justicia y paz. El bálsamo para las desgracias. Aquella ley que no sonaba para ese entonces del siglo XX, con el tiempo expirando en el último año de la década de los noventa cuando se suscitó el secuestro de Lucía. Pero ni siquiera la música sonora de la ley de justicia y paz como instrumento de reparación a las víctimas, resarciría el dolor de los inocentes, y menos, cuando los responsables festejan sobre los delitos cometidos. Porque igual que en el pasado, el daño está hecho.
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