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Capítulo 15

Un día después de su llegada, Carmen Arigona, había sido enterada sobre quien era la nueva secuestrada. Se las ingenió para ir a visitarla. Llegó a la enfermería con la premura de un dolor insaciable y amenazante que, para ella, sintiendo lástima por la tragedia de su amiga, no podía negar que su presencia era un alivio a su martirio, una felicidad extraviada en el pasado y un bienestar para su condena. Al ingresar, Lucía la advirtió desde la cama y de inmediato extendió la mano derecha buscando consuelo; la maniobra hizo que el suministro del suero se detuviera por un momento. Carmen se abalanzó para abrazarla.

—¡Dios! No puedo creerlo, Lucía —expresó emocionada.

Ella no pudo evitar sollozar y sentir igual un repentino alivio al verla, que las palabras se le quedaron atravesadas en la garganta sin tono ni eco. Se abrazaron con el tesón de unir la ruptura de un pasado con cada pensamiento que surgió durante el apretón. Aquel abrazo era inevitablemente ajeno, le pertenecía a su madre, pero con el inesperado encuentro, la tragedia emocional y física de los primeros días y la ausencia maternal, se lo obsequió a su amiga imaginándola a ella sumida en el abrazo. La enfermera las observó con agrado.

Su amiga Carmen contaba con una nueva apariencia, la maquillada por el sufrimiento. El color trigueño de la piel había perdido su brillo y se había acentuado la tonalidad en el nuevo entorno. Ya no era la mujer atractiva y seductora que la estética bordeaba con el ungüento de un clima primaveral; una mujer efusiva, cálida y a la orilla de un acontecimiento. Ahora, lucía fría, apagada y desbordada por un suceso que se hacía permanente. Hasta el entusiasmo de la política, la fortaleza concebida en la corporación de la mujer y la entereza humana, estaban sumidas en el olvido. El reflejo físico luego de dos años de haber sido secuestrada, era un espejo desalentador para el orgullo, donde la vanidad tenía otra apariencia. Tanto como el cuerpo, las sensaciones, habilidades y emotividades personales, igual sufrieron serios trastornos. Carmen Arigona ya había comenzado a perderle interés a ciertas emociones con el desencanto suscitado por el tiempo y el silencio. Solamente ansiaba, como todos, el retorno a su hogar, sin perder la esperanza extraviada en la selva, y combatiendo a diario contra ese patrón mental negativo de que el paso del tiempo convierte la «espera» en una simple utopía, y luego... nada.

Después del festejo emocional Carmen le hizo algunos comentarios sobre el campamento, los líderes del ERAL y los rehenes, entre ellos, la grata compañía del padre Élfar, a lo que Lucía no le hizo buena cara; su amiga comprendió en el acto que existía algún tipo de rebeldía espiritual.

Por algunos días permanecería aislada en la enfermería hasta su pronta recuperación. Ya habría tiempo para que una celda o un calabozo oliendo a humedad e infectado de bichos, le diera la bienvenida. Los primeros días de estadía en el campamento pasaron ante sus ojos sin darse cuenta. Miles de pensamientos, situaciones adversas, ideas absurdas y hasta interrogantes sin forma surcaban por su cabeza. Los únicos tres recuerdos frescos que no perdían su humedad, eran precisamente aquellos que más le dolían, su madre, su hermana y don Eladio. El tercer recuerdo iría ganando resequedad con el tiempo hasta quedar el cascarón de la lástima; pero para el primero y el segundo, no habría resequedad, ni olvido, ni indiferencia, ni tiempo, ni enfermedad, ni nada que los deteriorara en su conciencia mientras tuviera vida; serían recuerdos frescos por todo el tiempo que estuviera privada de la libertad. Poco a poco iría encajando con los demás rehenes.

Calabozos atrincherados cercados de alambre de púa estaban hacinados de secuestrados, dispuestos como cerdos en una porqueriza, con la diferencia que algunos de los cerdos humanos, aquellos desfavorecidos por su condición de servidores públicos al cumplimiento de la ley, eran favorecidos con amarres de cabuya, y otros menos afortunados, de grilletes y cadenas como parte de su vestuario. Eran animales enjaulados y amaestrados a la fuerza que yacían en medio del olvido, el descuido personal y todas las nobles tragedias de la salud y el cautiverio. Bastaba mirarlos para apreciar una deprimente colección de estados de ánimo, que resaltaba en sus cuerpos maltratados cubiertos de prendas militares eternas como sus penas, y usados como fichas de distracción en el juego de la guerra. Rehenes desolados entre la ignominia de la esclavitud, el hambre y la desesperanza, tratados como delincuentes, indignados por la suerte que les tocó, y que para colmo de males entre meditaciones deliradas, llegarían a la triste conclusión de que están solos y sus familias secuestradas.

Ante la impotencia humana la necesidad libertaria se convertía en una obsesión que intimidaba. Y cuando por momentos el deseo de morir era superado, el deseo de subsistir hacía que el hambre fuera la buena, no la comida, que era sazonada con el condimento de la incertidumbre. La triste percepción de una realidad vista con distintos ojos, donde la infamia, suele ser una mansa paloma o una perversa ave de rapiña.

Aquel puñado de rehenes medidos en una mano de muchos dedos, era el fruto de varios años de delincuencia y terrorismo, que garantizaban la permanencia empresarial del ERAL, cuando muchos de ellos tenían paga la cuota carcelaria por sus patrocinadores, ya fueran empresarios, políticos o el narcotráfico en la mayoría de los casos. Era el hotel sin estrellas y muchas agonías de viajes vacacionales duraderos, no planeados.

Políticos, militares y policías de altos rangos, comerciantes, turistas extranjeros, maestros y algún curioso al que el destino le hizo una mala jugada estaban comprometidos con la causa del ERAL, como una garantía a sus pretensiones en la calidad despreciable de rehenes.

Se vuelve humo el escrúpulo entre tanto plagio, al imaginar que la presunta mano del narcotráfico haya hecho sus honores.

Lucía era la moneda de más alto valor dentro de la colección celosamente mantenida en cautiverio; una pieza invaluable y una solución inmediata a su crisis de poder, que el secretariado del ERAL, satisfecho por la hazaña, celebró su plagio en todo el país como si fuera un día festivo reconocido por el grupo subversivo. La transacción había sido como la de algunos otros. Se pagó para que fuera secuestrada el tiempo que fuera necesario. Un alto precio que saldría de los bolsillos del Gobierno, cuando sus patrocinadores tendrían la plena libertad de administrar la caja registradora de los cuantiosos contratos entre otros negocios turbios, como el venerado proyecto de la paz. Un modesto sentimiento laureado en billones como un atentado a la democracia, al respeto, a la libertad, y a una confusión sin límites encaminada a un desenlace fatal.

Quién dijo que la paz física es cosa de dinero, es porque ha convertido este sentimiento en la gallina de los huevos de oro. Si no hay oro. No hay paz física. No hay duda que la sabiduría se nutre de vergüenza y entra en duelo cuando la paz interior se desmorona.

Y pensar que parte de aquellos secuestros estaban provistos de conocimiento, cuando fueron debatidos con ingenio filosófico y planeados con criterios financistas. La otra parte de ellos, simplemente, fueron el resultado de actos sádicos. El secuestro de Lucía fue una mezcla de ambos. Ahora pagaba las consecuencias de una sana beligerancia en el poder con el reclutamiento en contra de su voluntad. La nobleza, la inteligencia y carisma de la líder, hacían ver una fulgurante carrera que intuía respeto e intimidaba, condenada al fracaso ante la envidia y la desidia de políticos que viendo lastimados sus intereses, la ofrecieron como carnada a las fauces de una violencia mal encarada. Más que un acto de crueldad, parecía un cruel acto de venganza. Como ella, muchos otros inocentes ya habían sido agredidos en las mil y una formas por la guerra, siendo tan sólo una vaga insinuación de vida en un proceso de paz desacreditado ante un universo de controversias.

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