Capítulo 11
Lunes festivo. Las horas se multiplicaban... El largo caminar se hizo constante y pesado; el camino no era ajeno al centenar de botas sedientas de barro, plácido entre la paciencia, la continuidad, un miedo extraño que anestesiaba de un dolor inexplicable cada trozo de entraña contraída por el cansancio, y el afán de llegar. Lucía deambulaba a ciegas sin un norte en la expedición del mal repasando las huellas de sus captores. Su sexto sentido no mentía cuando era más fácil imaginar seguir, que volver atrás sobre los pasos. No había respuesta de alguna parte que por lo menos justificara el miedo, aquel que amenazaba por convertirse en pánico. Cada paso al misterioso vientre de la selva hacía brotar por los poros de la víctima un placer de angustia que sudaba a muerte. Cada paso delante de sí misma, era un adiós a la vida encarnada en medio de sacrificios y propósitos, en medio de dolores y satisfacciones. Ahora, el pasado, el presente y el futuro se apareaban en su cerebro como una mezcla de culpas, escepticismos, odio y desesperanza.
La vida en su perplejidad enseña, que no hay futuro donde el pasado se olvida y el presente da miedo, así haya que vivirlo. Una realidad fingida que hay que destruir, y que, para hacerlo, se requiere de una verdadera fe instaurada en el amor.
«¿Hacia dónde me llevan? ¿Qué quieren de mí?... ¡Qué alguien conteste...! ¡Que alguien conteste...! ¡Que alguien conteste...!».
Gritaba mentalmente. Fue así durante todo el tiempo, excepto los dos momentos por cada día en que retiraban la mordaza para que se alimentara. Era tal el desgano, que las palabras salían mudas por más que las gritara. Lo que dejaba una única opción: comer sin importar lo que fuera así fuera poco y nada nutritivo antes de que la mordaza retornara a su boca, o comenzar a morir por partes sin despedirse de su madre y de su hermana.
Luego de recuperar el aliento tras la mordaza sentenciando el habla, no había respuesta alguna para sus peticiones y reclamos sollozantes que se convertían en gritos débiles y súplicas sin brío en su atontado discernimiento. Sólo camino y selva, y quien sabe cuántos días más. Las lágrimas acompasaban los labios temblorosos en medio de cada interrogante para sí misma. Ante la ausencia de una respuesta imaginada por estúpida que fuera, la mejor impresión era callar; los gritos mudos no tendrían vida. Lucía optó por hacerlo sometiendo su furia al miedo silencioso que rugía acobardado en todas las direcciones de su cuerpo.
La travesía tarde que temprano los haría sedentarios. ¿Cuándo? Lucía no soportaba dar un paso más; los huesos trajinados severamente, envueltos por músculos tensos y estresados sin la cotidianidad del ejercicio, ansiaban un masaje cordial; parecían explosivos de carne que amenazaban con detonarla en cientos de trozos. Su cuerpo tembloroso se resistía a recuperar la calma. Si Dios no acercaba el sitio de llegada hacia los caminantes, la intención de los guerrilleros terminaría en luto. Pero la suerte cambió, si es que irónicamente podía llamarse suerte. A la distancia, entre un cúmulo de muecas fantasmales brotados de la oscuridad y recreados por los miedos, las pocas luces como luciérnagas escasas en tiempo de cosecha, permanecían como vigías de innumerables casas clandestinas. El objetivo se hizo ver. Ya era hora de ahorrar los pasos.
Un imponente campo de concentración y entrenamiento que era campamento a la vez, con un ejército de más de trescientos rebeldes en pleno corazón de la selva, era engullido de un bocado por la vegetación y mimetizado por la hambrienta noche que madrugaba más de lo acostumbrado. Una ciudadela engalanada de penurias lucía como una portentosa empresa productora de conflictos. El nidal de los piratas en la inmensidad de un océano verde.
El campamento impactaba con su arquitectura selvática: madera, cemento, metal, cadáveres procesados, alambre y ramas secas formaban parte de los materiales de construcción. Estaba cercado a su alrededor con una barrera de estacas y de alambre, con sembrado de minas antipersona y con puerta principal forjada en hierro. Al interior, se avistaba una villa de kioscos en palma y madera, distribuidos en cientos de metros cuadrados. Contaba con sitios de seguridad y trincheras en los alrededores del campamento en sus cuatro direcciones, unos ubicados entre los árboles; otros, construidos con bultos de tierra compacta y el insumo de cuerpos dados de baja, otros más dispuestos entre barrancos, y no faltaban las especies de: cuencas, cunetas y zanjas profundas excavadas en la tierra. Había algunas pircas construidas con piedras de buen tamaño ubicadas como piezas de dominó. Contaba con letrinas tipo trincheras separadas para hombres y mujeres. Ostentaba calabozos subterráneos construidos entre la tierra con capacidad para albergar hasta cuatro rehenes en posición incómoda y martirizante. Gozaba de un edificio carcelario independiente, con varias celdas y mejores comodidades, que las prisiones primitivas al aire libre tronadas de hacinamiento; construidas en madera, separadas y cercadas con alambre de púa que se elevaba a una altura considerable de tres a cinco metros, para amontonar y abusar de los rehenes en su traumada esperanza de libertad. Contaba con tiendas de campaña y chinchorros distribuidos por toda el área para facilitar la ubicación del personal en los ratos de ocio y amanecidas. Campos de concentración y prácticas militares. Salón social, sala de armas y salón para enfermería con capacidad para acuartelar varios enfermos en tres habitaciones. Casas medianas que contaban con salón comedor y una, dos o tres habitaciones. Y la casa principal del comandante, que ostentaba de amplios espacios destinados para los dormitorios, la cocina, el salón comedor, la bodega secreta donde guardaba parte del arsenal para repuesto, y la oficina; la edificación estaba provista de ventanas a su alrededor para ser alertado fácilmente.
La algarabía y el festejo anticipado en el campo de concentración tenían un significado, el éxito de la operación, que durante meses se cuajó en las mentes retorcidas de los políticos involucrados y los intelectuales del ERAL, y que ahora los revoltosos, entre ovaciones y ráfagas de disparos al aire sin dirección alguna, ratificaban el resultado. La pólvora se esparcía sin ser vista entre las sombras. Rugidos de miedos fantasmagóricos parecían escucharse junto con las detonaciones. Quizá, de almas desorientadas cercenadas de su carne. Centenares de especies de insectos que fueran invadidos por los subversivos al conquistar su territorio sin permiso alguno, debieron imaginar en su vasta existencia, que se trataba de una celebración en grande; algunos de ellos, cucarachas, grillos, sancudos, polillas y otros bichos, sacrificaron el anhelado descanso que glorifica la noche, para hacerse a alguna miga de desperdicio. No todos contaron con la misma suerte, pereciendo algunos ante la intencionalidad humana, o de forma accidental, con las vísceras desparramadas por el peso de las botas al ritmo del festín.
Arribaron en pequeñas tropas enganchadas como eslabones que hacían parte de la estrategia de protección; fueron llegando tapizados de cansancio y de pantano. La senadora Lucía, a la que se le había desgarrado el apelativo político entre la selva, arrastraba sus pies hinchados por el esfuerzo de la travesía y las condiciones del terreno; llegaba con la voluntad desgarrada, el hambre predecible por las negaciones a ingerir la totalidad del bocado maldito las dos veces al día, el dolor en el alma que se desprendía en sudor, y el miedo incontrolable corriendo afanosamente por su maltrecho cuerpo hacia donde la gravedad lo ordenaba. Hasta el sedante todavía manifestaba algunos efectos colaterales. Asustada, miraba con los ojos desorbitados e inflamados por el desespero, hacia todos los rincones de su nuevo hogar, y se veía a sí misma, como oveja presa en madriguera de lobos asesinos, que igual que buitres salvajes, la cercaban para imaginar sus complacencias. Su cerebro anestesiado por lo que creyera una horrenda pesadilla deseaba infinitamente el mórbido y amoroso abrazo de la muerte, al menos en ese mundo de vigilia que imaginaba.
Uno de los guerrilleros que la acompañó en la travesía desde su llegada en el helicóptero, se le acercó y le arrancó brutalmente la cinta despegándola en el mismo número de vueltas en que fue enrollada, arrancando cabello, piel y lágrimas; y por fin, liberando un grito prisionero que explotó al perderse el gancho de seguridad para quedar convertido sólo en llanto.
La algarabía de los revoltosos llamó la atención de los rehenes, entre ellos, del padre Élfar Cazallas y de Carmen Celina Arigona: ex parlamentaria que llevaba un par de años secuestrada. Gran amiga de Lucía, a quien conoció como activista de la corporación: Mujer y Paz Entre Manos, donde ambas tejieron las primeras puntadas de una amistad que cogió renombre y que se vio frustrada con el secuestro de Carmen. Todos supusieron que un nuevo rehén, de características especiales, había hecho su arribo desafortunado al campamento. Una nueva golosina para la tragedia.
Aquella amarga noche, Lucía fue conducida al baño por dos de las guerrilleras para liberarla del barro y el cansancio. El agua estaba cálida por la temperatura de la selva. Luego fue llevada a la enfermería para soliviar algo de las penurias físicas y recibir medicación especial que le aportara para contrarrestar la ansiedad, el estrés, el insomnio, el dolor y Dios. Fue sedada, pero no se libró de la tortura porque en su primera noche de cautiverio, le llegó como un sacramento la primera pesadilla.
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