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U N O

Siete meses antes.

—¡Te estás quedando atrás, Avangeline!

Fruncí el ceño ante el comentario de Rafaela; mi mejor amiga, la ignoré concluyentemente y volví a impulsarme del suelo de asfalto para que mi patineta fuera más rápido. Intenté alcanzarla a ella y a Marcelo; mi novio, pero no podía porque mi patineta no quería salir de una curva odiosa que estaba entre la acera y la carretera.

Había caído ahí por accidente y tuve que esperar llegar al final para poder salir, porque si me bajaba y empezaba desde la carretera, iba a ser bastante difícil volver a tomar la velocidad con la que iba.

Finalmente, pude salir de esa zanja odiosa y situar las ruedas de la patineta nuevamente en la carretera. Era una experta en andar en patineta, así que tomé el camino de la siguiente acera porque esa parte del suelo era más lisa. Alcancé fácilmente a Marcelo y le lancé un beso fugaz, robándole una sonrisa emotiva, y seguí mi camino para también alcanzar a Rafaela.

—¡Te dije que iba a alcanzarte! —le grité, estando en sincronía con ella.

Ambas nos tomamos por la mano para tratar de detenernos entre nosotras, pero nada salía bien. Era difícil. Su cabello rubio volaba por los aires debido a que la velocidad a la que íbamos era tremenda. Pero yo no me quedaba atrás, mi cabellera negra estaba más alborotada que la suya.

—¡Marcelo nos va a alcanzar por tu culpa, Avangeline, suéltame!

—¡¡No!!

Mi sonrisa se borró al notar que la suya igual. Jamás imaginé que realmente se fuese a molestar porque estaba tratando de detenerla. No tenía sentido en lo absoluto, por lo que disminuí la velocidad posando un pie fuera de la patineta.

¿Estaba molesta?

Sí que lo estaba, y eso de alguna manera me hizo sentir una decepción extraña. Me confundió.

Por mi culpa, Rafaela también disminuyó su velocidad, porque no la solté. Ella misma se zafó un momento luego, pero no de buena manera.

Me empujó.

Sí, la desgraciada me empujó no en juego como siempre solía hacerlo, lo hizo molesta, con fuerza, y visiblemente irritada.

Mantuve el equilibrio como pude, inclinando mi cuerpo hacia adelante. Pero eso no me resultó de nada, ya no tenía tiempo para detenerme. Apenas ella me empujó e incliné el cuerpo hacia adelante para buscar equilibrar mi patineta, sentí el fuerte impacto en mis piernas.

Mis pensamientos y mis nervios se volvieron locos cuando mis pies soltaron la tabla y mi cuerpo empezó a dar vueltas por el suelo. La caída fue ruda y dolorosa, y el golpe en mi espalda aún peor que doloroso. Estaba asustada porque creía que me iba a morir, pero agradecía que llevaba mis rodilleras, coderas, y mi casco. Pero igual, me sentía totalmente desorbitada y mi alrededor era muy borroso a pesar de que yo no era miope.

Tenía dieciocho años y no me quería morir. No todavía sin haber sido una baterista popular.

Había sentido una palpitación dolorosa y chillona en mi cabeza que me hizo creer que iba a perder el conocimiento. Sí, estaba cerca de eso, porque cada segundo mi vista era peor que la anterior.

Como pude, un poco desubicada, me coloqué de pie para buscar a Rafaela y a Marcelo. A ellos no los vi, pero sí el círculo de personas a mi alrededor que estaban murmurando cosas que yo escuchaba de fondo, como si estuviese encerrada dentro de varios cristales.

Unos segundos después, todos empezaron a alejarse, mostrando cierto horror. Sus expresiones ya no eran de sorpresa sino de miedo, y no tardaron nada en desaparecer de mi vista. O quizás ya no veía.

Sí, sí veía y sentía. Me llevé la mano a la sien, ese lugar que sentía empapado por un líquido que se desplazaba y me causaba cosquillas. Era sangre cuando me miré los dedos, y eso no era bueno, mi padre me iba a regañar feo por estar lastimándome.

—¿Estás bien?

Levanté la mirada con lentitud, tratando de enfocar lo mejor que podía. No tenía fuerzas ni siquiera para hablar o simplemente mirar. Pero a él lo vi perfectamente, su cabello castaño oscuro casi negro, sus ojos pequeños de color café oscuro, también llegando a negro, sus gruesas cejas y finalmente eso aretes diminutos, eran dos aritos negros y de ambos colgaba una cinta delgada de color negro y con la largura de un dedo del medio. 

Qué raro.

Era un hombre horrible.

No, esperen, ese era… Por eso la gente se había ido rápido y mostraron miedo.

Era Dawnes Magson, el bicho ese que le desgraciaba la vida a aquellos que lo molestaban. Me había preguntado si estaba bien, y lo hizo de buena manera. ¿Esa era su forma de embaucar para después asesinar?

No, no, no, que no se acercara a mí porque yo tenía mi futuro escrito en un diario.

—Lo estaré si te alejas de mí, eso es evidente —balbuceé.

—¿Qué?

—Que… si… te alejas…

Nada. Mis ojos se cerraron sin mi permiso y no sentí nada más.

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—¡¡Avangeline, querida!!

Mi madre me sujeto por las mejillas y observó desde muy cerca cada milímetro de mi rostro. Su mirada verde detrás de esas dos lupas que usaba como anteojos, me miraban no solo con preocupación sino también con molestia.

—Madre…

—Cariño, por fin despiertas. ¡¿Estás bien?! ¡¡Dime algo más!!

—Nsh… fritsh…

—¡¿Qué?!

—No grites.

—Ah, ya te escuché. ¿Puedes sentarte?

No me dejó responderle, me ayudó a hacerlo con bastante rapidez que sentía que iba a desprenderme los brazos. Al analizar mi alrededor, noté que estaba en una habitación de hospital. Y no solo mis padres y mi hermano estaban presentes sino también aquel hombre en compañía de otro que era casi de su mismo tamaño.

Ay, no, ¿Qué hacía Dawnes Magson en ese lugar? No quería saberlo. Tenía los nervios comiéndome los dientes y el corazón disparado por el miedo, porque mi padre y mi hermano mostraban bastante nerviosos ante ese ser y yo odiaba que fuera así porque él parecía mirar su alrededor como si fuese superior a todos.

Era detestable. Pero ese no era un pensamiento que diría en voz alta. Había que aprender a reservarse muchas cosas. Sí, todos menos yo, yo podía decirle lo que me viniera en ganas.

Con muchas dudas, mi padre se acercó a mí y también me analizó de pies a cabeza, buscando algún rasguño. Todavía algunas partes de mi cuerpo palpitaban de dolor y se sentían frías, y esas partes estaban cubiertas por parches blancos que estaban llenos de sangre: uno en mi sien derecha, mi antebrazo derecho, mi muñeca derecha, mi dedo meñique derecho, mi muslo derecho, y mi tobillo derecho. Parecía que se me había dislocado más de un dedo, y agradecía que antes de desmayarme, estuviera fría hasta el punto de no sentir nada.

—Estás castigada durante un año —me reprochó mi padre, pero él siempre me dejaba salir porque al día siguiente se ponía contento.

—¿Dónde está Rafaela y Marcelo? —pregunté.

—¿Andaban contigo? —Rinch, mi hermano mayor (y el único que tenía), frunció el ceño y me miró desde la distancia.

—Yo… —murmuré, sin entender nada.

—¡Lo sabía! —gritó—. Negaron que andaba contigo pero solo se fueron huyendo. Ese maldito de Marcelo me va a oír.

—¡No, Rinch, Marcelo no tiene nada que ver!

—¡Ese bicho no es novio tuyo, Avangeline, te dejó ahí tirada!

—¡Él no tuvo nada que ver, fue Rafaela! ¡Ella me empujó!

—¡Me da igual, él tenía que haberse quedado contigo!

En realidad, Rinch siempre buscaba alguna excusa mínima para pelearse con Marcelo porque lo odiaba, porque estaba celoso y porque sin mentir, Marcelo a veces era malo conmigo. Pero yo también tenía la culpa, era bastante controladora, celosa, posesiva, arpía, y una pizca de mentirosa. Y como Marcelo era igual que yo, vivíamos y moríamos matándonos verbalmente. Pero nosotros nos entendíamos, éramos simplemente dos personas de dieciocho años. Era normal que una pareja se peleara de vez en cuando.

Al final, Rinch no dijo nada y yo tampoco pude, porque abandonó el hospital para ir a buscar a Marcelo, ignorando las órdenes de mi padre. Solo esperé que no hiciera algo que lo llevara a la cárcel, porque Marcelo era una pluma delante de él. Mientras Rinch era alto, esbelto, todo un chico de gimnasio y entrenador de boxeo a sus veinticinco años, Marcelo era de baja estatura, delgado, y bastante distraído. La respuesta era obvia: Rinch lo iba a dejar desfigurado si llegaba a darle un solo golpe.

—¿Ya se acabó el estúpido berrinche familiar? —inquirió Magson, con su voz gélida e intimidante. Sentí que mis vellos se levantaron, pero no le mostré miedo.

—Si no quieres escuchar, entonces lárgate de aquí —le escupí.

Él curvó las puntas de sus carnosos labios rosáceos en una sonrisa cordial. En primer lugar, no sabía qué carajos hacía ahí.

—Avangeline, respeta un poco, por favor —murmuró mi madre.

—No puedo largarme hasta que me pagues el rasguño que le hiciste a mi auto, mocosa.

—¿Qué? ¿Acaso no tienes suficiente dinero para pagar tú un daño estúpido?

—¡Avangeline! —me gritó mi padre, eso me obligó inmediatamente a apretar los labios para quedarme callada.

—¿Cuánto es el pago de los daños? —le preguntó mi padre, en un tono asustadizo.

—¿Daños? —le pregunté yo a él—. Aquí la única dañada fui yo.

—Eso no habría pasado si no hubieses salido —me recriminó mi madre—. Tu padre te dijo que dejaras de andar en patineta en calles públicas, Avangeline, ¿Ahora ves las consecuencias?

—Treinta mil dólares en el taller donde arreglan mis autos.

Magson se ganó inmediatamente la mirada de mis padres y mía en un santiamén. Definitivamente tenía que estar enfermo si creía que yo iba a pagar esa cantidad por un inútil auto. Eso ni siquiera si trabajaba durante un año podría conseguirlo. Era demasiado, además, él era millonario, ¿Cuál era el problema de que se olvidara de nosotros y se fuera de una vez a vivir y gozar de sus tantos millones?

—Es demasiado dinero. No —repliqué—. Eso fue un accidente, tú mismo puedes pagar lo que hiciste. Ya está. Vete de aquí. Sal ya.

—¿Estás escuchando eso, Avangeline? —mi padre me miró. Eso no era bueno—. Es algo delicado.

—Yo… —tartamudeé, sin saber qué hacer o qué decir. Era obvio que ese hombre estaba ahí porque buscaba que yo pegara los daños de su auto, y no hacerlo parecía no ser una buena opción.

—Vas a trabajar —terminó él por mí—. Ya no podemos seguirte manteniendo, Avangeline, tienes dieciocho años, y encima, te metes no en graves problemas sino en gravísimos problemas.

—Cariño, cálmate —le pidió mi madre y yo me cubrí el rostro para tratar de contener mi vergüenza. No era fácil para mí que ellos dijeran delante de la gente que era una mantenida.

—Puede hacerlo para mí —sugirió el Magson.

Me quité las manos del rostro y giré el mismo hacia él de firma violenta. Definitivamente no.

—No.

—Lo harás —me obligó mi padre.

—¡No! —me coloqué de pie y terminé cayéndome de rodillas, adolorida.

—¡Nena! —mi madre me ayudó a levantarme y a sentarme de nuevo en la camilla—. ¿Estás mejor así?

—Sí, madre. Ya.

—Déjala, solo hace berrinche —replicó mi padre, mirándome de mala gana—. ¿De qué trabajaría para ti? —le preguntó a Magson.

—Puede hacer cualquier cosa en mi casa hasta un tiempo limitado. Claro, hasta que junte todo el dinero.

—No —repliqué—, prefiero tra…

—Cállate —me ordenó mi padre y volvió a mirar a Magson.

—Vivirá conmigo, así como mis demás trabajadores. Pero no puede recibir visitas —le siguió hablando Magson—. Mi casa no es un lugar para visitar, así que tienen que ser conscientes de que no podrán ir cuando quieran a hacerle regalos estúpidos y a decirle tonterías.

Su forma de hablar era pulcra, gélida y ronca, y aunque respondiera bastante mal, mi padre no era capaz de criticarle eso. Era un imbécil, lo odié desde que Rafaela me contó el secreto de que a él le tenían miedo porque había matado a un hombre de Berlín solo porque le levantó la voz. Yo no sabía si era verdad, pero estaba totalmente segura de las palabras de Rafaela porque muchas personas le temían a ese hombre. Ni siquiera entendía por qué no estaba en la cárcel.

No había otra opción para poder pagarle a ese hombre. Debía trabajar para él porque la culpa de que mis padres gastaran sus ahorros iba a pesarme toda la vida en los hombros. Era la primera vez que algo parecido me ocurría, es decir, meterme en problemas, el accidente, y ahora ese hombre ahí, diciéndome que tenía que pagarle los daños de su Ferrari.

Me daba asco, de verdad, quería levantarme de la camilla y darle un golpe para que dejara de hablarle a mis padres como si ellos no fueran nada para él. Pero ya no había nada que hacer, mis padres estuvieron de acuerdo con él para que fuera a trabajar, y no solo para pagarle su auto sino también para independizarme porque era solo una mantenida. Ese tema ya me daba igual, el problema era que el hombre había aceptado igual que siguiera trabajando para él cuando terminara de pagar los daños de su auto.

No me gustaba mucho que hablaran del futuro.

—Me imagino que puedo salir, ¿Verdad? —fue lo único que pude preguntar mientras hablaban odiosamente entre ellos.

—Tampoco —replicó Magson, con los brazos cruzados y el rostro en alto, mostrando que era no solo más superior que todos en físico sino también en estilo, dinero, y todo lo demás menos en carácter. En carácter yo le ganaba más.

Magson era un hombre extraño para mi vista. No sabía exactamente qué pensar de él. Aparte de ese oscuro cabello y esos oscuros ojos, estaba ese color de piel cremoso. Era blanco, sí, pero no tan blanco, casi que llegaba a medio moreno. Portaba una estatura bastante pronunciada. Muy alto y poderoso. Esbelto también era, tenía los hombros gordos, los brazos anchos, las manos grandes, las piernas bien marcadas y largas por debajo de ese pantalón de traje color negro. Y por último, esos accesorios: sus aretes pequeños con esas cintas negras tendidas; que algo tenía que significar, sus innumerables anillos y ese carísimo reloj.

Pero no era guapo, no, en lo absoluto. Sus rasgos eran finos pero masculinos. Y no tenía barba para tener sus bastantes años. Y aunque fuera lo que fuera, malo, asesino, temido y todo los demás, no mostraba seriedad, sus expresiones eran suaves pero eso no quitaba que su aura fuera anodina, arisca, hostil y monótona. Y que su voz fuera gélida.

—Maeve, mi escolta principal, va a crear unos contratos para que puedan firmarlos y que este trabajo sea algo serio.

—No se preocupe —le dijo mi padre—. Avangeline va a trabajar hasta pagarle lo que le debe.

—Yo no le debo nada, ese imbécil no sabe por dónde se metió.

—¡Avangeline! —volvió a regañarme mi padre—. ¡Respeta!

—¡No! Él fue quien no vio por dónde iba a pasar. Pudo haberse ido y ya, ni siquiera sé que hace aquí en una habitación de hospital cuando debería ir a gozar de sus millones con los cuales puede comprar otro maldito auto. Solo quiere molestar y asustarnos. ¡Lárgate!

—¡Hija! —chilló mi madre, nerviosa.

Tomé la almohada de la camilla y se la aventé a Magson, robándole una sonrisa graciosa. Tuve mala puntería, porque la estúpida almohada aterrizó en el torso del hombre que tenía al lado.

—¡Ya basta! —me exigió mi padre en un susurro colérico, apretándome por el brazo con delicadeza.

—No la maltrate —le pidió Magson, mirándonos con aburrimiento. Sonó más a que fue una orden, por lo que mi padre lo hizo.

¿Qué mierda fue eso?

—Va a ser bastante problemática —le susurró a su escolta principal y luego volvió a mirarme, pasándose por el labio inferior sus largos dedos adornados por anillos plateados y brillantes.

Mis padres terminaron de hablar unas últimas cosas con Magson y el escolta que estaba a su lado, después me ayudaron a levantarme y terminamos por abandonar el hospital. Antes de subirme al auto de mi padre para regresar a mi casa, el casi moreno me dedicó una sonrisa odiosa antes de subirse al suyo. Algo me decía que no me quería para algo bueno, pero si era lo que pensaba, no iba a salirse con la suya.

—Maldito —hice el movimiento con los labios para que él lo notara. Y sí que lo hizo, porque me dedicó otra de sus sonrisas horribles.

—Nos vemos —también hizo el movimiento con sus labios y me dio la espalda para entrar a su costosísimo auto.

Lo último que vi de él antes de subirme al taxi para irme, fue la parte trasera de su cuerpo. No solo tenía la espalda musculosa, sino también las piernas y el trasero.

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