Capítulo XXIII
Desde que tenía memoria, la oscuridad siempre ha sido mi más grande e inexplicable temor, sin embargo, al hallarme en la negrura del vacío, miedo no era algo que sintiera en mi corazón.
¿Angustia? Si, eso era lo que me sofocaba. Por más que me esforzaba por entender que demonios me ocurría, no lo lograba.
El pesar por haber perdido definitivamente a Eduardo, echaba raíces en lo más profundo de mi corazón y se expandía hasta la más ínfima parte de mi ser. Mis recuerdos eran lo único que iluminaba un poco mi entorno; solo el brillo de las luces blancas, en lo más recóndito de mi mente me mantenían un poco cuerda.
Doctor tras doctor se paseaban en mis recuerdos, todos con el mismo discurso, tratamiento y recomendaciones. Como un coro infernal repetían mi segundo grande temor: «tus amigos, no existen en realidad. Solo son identidades creadas para ayudarte a superar un evento traumático»
—¿Eso es lo que tengo que aceptar, Eduardo? —pregunté a las tinieblas.
Cerré con fuerza mis ojos, esperando despertar en cuanto los abriera; no me fue una sorpresa que eso no ocurriera. Al abrirlos, había vuelto a mi habitación en Lechería, solo que esta vez, la decoración si estaba actualizada.
Estaba en otra reminiscencia de la cual no recordaba nada, me di cuenta porque en mi cama, dos cuerpos sudorosos y desenfrenados se entregaban a la pasión. Se trataba de otra versión de mí, mi yo de dieciocho años aparentemente.
—E-Esto es imposible —jadeé, al reconocer al joven con el cual estaba teniendo relaciones.
Recordaba que Román, el chico entre mis piernas era el novio de mi mejor amiga y que ni en mis sueños más remotos él y yo habríamos tenido algo. Debía estar confundida, esa chica en la cama no podía ser yo.
Traté de detenerlos, horrorizada de presenciar tal escena en primera fila. Mis gemidos y los del muchacho se entremezclaban en un coro caótico, que me desesperaba más que cualquier otra cosa que hubiera experimentado durante toda la pesadilla. Un mal presentimiento me carcomía el alma, lo que estaba ocurriendo definitivamente era augurio de problemas.
Justo como lo imaginaba, de pronto la puerta de la habitación se abrió con un fuerte estruendo y mi madre, entró como un huracán.
—¡Camila Valentina Castillo Montenegro! —bramó—. ¡¿Qué demonios crees que haces?!
Tomó a Román por el cabello y lo separó de mí, luego le arrojó su ropa a la cara y lo corrió de la habitación en medio de gritos histéricos, amenazándolo con graves consecuencias si lo veía de nuevo por la casa.
—¡Mamá, por favor! —lloriqueó la joven Camila, cubriéndose con una sábana.
La respuesta a sus suplicas fue una fuerte bofetada.
—¡Te hemos dado todo lo mejor, Camila Valentina! ¡Todo! —Mi madre la tomó por un brazo, clavándole las uñas en la piel e incorporándola a la fuerza de la cama—. ¡¿Y así es como nos pagas?! ¿Siendo una grandísima puta?!
Volvió a abofetearla y la chica cayó en el suelo, justo frente a mis pies. Me abracé a mí misma, incapaz de creer lo que estaba viendo. No intenté ni siquiera entrometerme esta vez, sabía que por más que me opusiera, nada podría cambiar mis recuerdos.
—P-Pero, mamá —sollozó la joven—. N-Nos amamos...
Esta vez, mamá la agarró por el cabello y casi pude sentir sus uñas rasgando mi cráneo.
—¡¿Amor?! —masculló—. Creí que había criado a una mujer inteligente, no a una idiota que se deja engatusar con palabras bonitas. —La dejó ir con un fuerte empujón que por poco hace que pegara su rostro del suelo—. ¡Se suponía que fueras mejor, Camila! ¡No una cualquiera! ¡Una asquerosa puta!
Me acuclillé junto a mi versión joven, sintiéndome tan pequeña como ella en ese momento. Podía no recordar la situación, pero era claro que el sentimiento seguía clavado en mi piel y corazón.
—Tu padre tiene razón, soy muy indulgente contigo. —Se giró y tomó las luces de navidad que decoraban mi cajonera, las arrancó de un solo golpe, tumbando todo lo que tenían alrededor—. Pero eso se acaba hoy, Camila Valentina. ¿Quieres ser una prostituta barata? Abstente a las consecuencias.
Con la misma furia con la que cogió las luces, mi madre le arrebató la sabana a la joven Camila y una vez desnuda, comenzó a azotar sus piernas. Caí de nalgas al suelo al procesar aquella imagen tan surreal para mí.
Cada azoté y cada grito, abrían una herida de la cual desconocía su existencia. Camila lloraba, suplicaba, se retorcía e intentaba huir, pero el látigo improvisado siempre la alcanzaba.
No sé cuántas veces la golpeó, solo sé que para cuando terminó, Camila era un bulto exhausto con la mirada vacía y las piernas hinchadas, con varias marcas y algunos rastros de sangre.
—Te quedarás aquí hasta que yo lo considere necesario, ¡¿entendido?! No quiero que ensucies mi casa con tu impureza. —Arrojó las luces de navidad al suelo, le dio una última mirada despectiva a su hija y se fue.
Gateé hasta Camila y acaricié su cabello, sabía que no podía sentir mi compañía, pero necesitaba poder hacer algo más que solo observar. No supe cuánto tiempo pasamos en la misma posición, segundos, minutos, o, quizás horas; ambas sollozando débilmente, engullidas por el silencio.
—Lo siento, Camila —murmuré, sin dejar de acariciar su cabello.
Una risa melodiosa cargada de ironía interrumpió nuestros lamentos. Sobre la cama, sentada en una esquina y con las piernas cruzadas, una joven de cabello rubio, lacio y muy largo nos observaba con una sonrisa sarcástica; la reconocí enseguida, era Fátima, mi mejor amiga de la universidad.
—De verdad que eres patética —mencionó con fastidio—. ¿En serió dejarás que te traten de esa forma?
La joven Camila no se inmutó, pero un pequeño temblor en sus cejas indicaba que si la estaba escuchando.
—Tuviste sexo, ¿y? —continuó Fátima—. Eso no te hace una puta, solo quesua' [*].
Camila mantuvo silenció, haciéndose un ovillo más pequeño en el suelo.
—¿Tú mamá quiere una puta? Deberías enseñarle una de verdad.
—¡Eso solo empeorará las cosas! —gritó Camila, saliendo se su ensimismamiento.
Fátima rio con malicia.
—¡Así es! ¡Pero al menos si te pega, tendrá motivos reales! —replicó, incorporándose de la cama—. ¡¿Cómo pudiste permitir que te tratara de esa manera, Camila? ¡Explícame! ¡Eres mayor de edad, dios mío!
—N-No lo sé. —Camila se sentó, abrazando sus rodillas—. Es mi mamá...
—¿Y tú una carajita culi'caga' [*]? No jodas, Camila, ¡nadie tiene derecho a joderte de esa manera!
—P-pero...
—Pero nada, a partir de ahora harás las cosas diferentes, haremos las cosas diferentes. ¿Entendido?
Y tuvo mucha razón, durante los años en que fuimos amigas, Fátima se encargó de manejar mi vida social y romántica. Con ella viví muchas fiestas a las que ni en mis sueños más remotos iría y que solo hice por rebeldía, a pesar de que me trajo muchísimos más problemas con mi madre, también se las ingeniaba para salvarme de ellos.
—Sí que eran buenos tiempos, ¿no?
A mis espaldas, una versión un poco más madura de Fátima también observaba la escena con los brazos cruzados desde una esquina de la habitación.
—Por más que me gusten los recuerdos, no deberías estar aquí, Camila.
—Ni siquiera sé dónde estoy...
—Ay, por favor. Sigues siendo la misma pusilánime de siempre, ¿Qué más necesitas para saberlo? ¿Qué te lleve de la manito?
—Fátima...
—Todo lo que está pasando es tu culpa, Camila. ¡Todo! ¡Eres débil! ¡Siempre lo has sido! ¡Y por tu culpa estamos metidas en este peo!
—¡¿Pero qué hice?!
Fátima me tomó por el brazo, si estaba en una pesadilla era una muy real, ya que sentí sus uñas en mi piel.
—¡¿Sigues sin entender por las buenas?! ¡Pues tendrás que verlo por las malas!
Me arrastró a la puerta de la habitación y al pasar por el umbral, estábamos en un largo pasillo que tenía una que otra puerta en los costados.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—Te gustan los recuerdos, ¿no? Te voy a mostrar uno bonito.
Siguió arrastrándome hasta que divisamos a una persona con capucha negra, esperando frente a una puerta.
—¿La reconoces? —inquirió Fátima.
Me acerqué un poco más y cuando la persona irguió el rostro, me vi a mí misma como si fuera mi reflejo en un espejo.
—Antes de volver a Venezuela viniste aquí, ¿lo recuerdas?
Entre la misma niebla que cubría algunas de mis reminiscencias, vagó el atisbo de ese pasillo y ese momento.
—V-Vine, vine a despedirme de Luciano —balbuceé.
—Bingo, ¿y que más pasó?
La puerta se abrió sin darme tiempo de pensar, una rubia de hermosos ojos claros apareció en el portal, viéndome desde arriba con una ceja alzada.
—Lu, ¡llegó tu ex! —gritó la mujer.
Traté de recrear el recuerdo, de anticiparme a lo que ocurriría después, pero estaba completamente en blanco.
Alessia le dio la espalda y dejó la puerta abierta para que pasara, llevaba puesta una toalla de baño amarrada en su pecho y nada más. La misma repulsión y odio por imaginar a mi exmarido y su amante revolcándose, me invadió como si hubiera ocurrido el día anterior.
Seguí a la mujer a la cocina, quien al girarse y verla tras el mesón de mármol se hizo la sorprendida.
—¿Dónde está, Luciano? —preguntó esa Camila, mirándola fijamente con expresión muerta.
—Debe estar en su oficina, estaba en una conferencia cuando salí de la ducha.
El incómodo silencio que engulló a las dos mujeres, lo usé para esforzarme por recordar, pero era imposible, sentía que esa visita jamás había ocurrido.
—¿Acaso no te cansas? —inquirió Alessia.
—¿Disculpa?
—Todas las semanas os buscáis excusas para venir acá. Siempre es algo nuevo, que sí los papeles del divorcio, que si firmar algún documento de los bienes, que sí alguna otra tontería. ¿Hoy porque viniste? ¿No puedes superarlo y ya? Luciano te ha dejao' tía, déjanos vivir nuestra vida en paz.
Camila rodeó lentamente el mesón de mármol, con una de sus manos acariciando la superficie. No veía a Alessia, sus ojos estaban concentrados en la mesa.
—Hoy será la última vez que me veas, no te preocupes —susurró, cuando estaba a unos pocos pasos de ella con sus dedos rozando un sartén de hierro forjado.
Alessia puso los ojos en blanco y le dio la espalda para hacer café, ese fue un grave error; Camila se apoderó del sartén y le propinó un fuerte golpe en la cabeza que la hizo caer casi al instante.
La amante de mi exmarido no estaba inconsciente, pero sí muy confundida por el golpe. Horrorizada, me vi a mí misma girar su cuerpo y no conforme con haberla lastimado, comenzó a asfixiarla con sus propias manos, sentándose a horcajadas sobre su pecho.
—¡Detente! —le grité a esa Camila, pero por supuesto, no podía cambiar el pasado.
Alessia forcejeaba y rasguñaba sus brazos cubiertos por el suéter, pero estaba muy débil por el golpe y la sorpresa, así que más pronto que tarde, sus ojos perdieron su brillo.
—No, no, no, no —jadeé—. No pude haberla matado, no pude.
La culpa y el remordimiento que me carcomía no se veía reflejado en el rostro de la Camila de mis recuerdos. Ella tenía una expresión inescrutable, soberbia a decir verdad y, sobre todo, satisfecha; su mirada era vacía, fría y completamente calculada, ajena a mí por completo.
Esa Camila se incorporó y se hizo con un cuchillo que había quedado en el mesón de mármol. Como un ánima, caminó lentamente por la cocina y luego el corredor del apartamento, siguiendo alguna canción insonora que la llamaba para culminar su trabajo.
Fátima y yo la seguimos, por un momento la máscara de valentía que mi amiga siempre tenía, se había caído totalmente.
—¿Hay más? —pregunté.
—Claro que sí, apenas comienza.
—Pero, ¡yo no hice esto!
—No lo hiciste, pero dejaste que pasara.
La Camila usurpadora abrió la puerta de la oficina de Luciano, encontrándolo tras el escritorio con una video llamada en curso.
—Camila, este no es el momento, estoy ocupado —masculló mi ex.
Haciendo caso omiso a sus palabras, Camila cerró con llave la puerta a sus espaldas y se quitó el suéter, debajo no llevaba nada más. Luciano pasó saliva y excusándose con quien fuera que estaba hablando, cerró la laptop de un golpe.
—¿Qué demonios crees que haces? —inquirió, incorporándose—. ¡Mi mujer está allí afuera!
—Salió un rato —replicó—. Como sabes me regreso hoy mismo para Venezuela, no podía irme sin darnos un último adiós, ¿no te parece?
Luciano aflojó el nudo de su corbata, inclinándose sobre su escritorio.
—Lo nuestro terminó hace rato, Camila...
—Oh, vamos. Alessia te ha vuelto aburrido, ¿desde cuándo rechazas un buen polvo?
Camila se bajó los pantalones, quedando como dios la trajo al mundo frente a él.
—Esto no significará nada, ¿cierto?
—Nada, de nada. En unas horas me subiré a ese avión y no nos volveremos a ver.
Luciano accedió a su petición, completamente cegado por sus deseos carnales. Era inevitable, a él solo lo movía el sexo y el dinero; y cuando yo dejé de darle lo primero y se me acabó lo segundo, buscó a otra que pudiera cumplir con sus necesidades.
Sin embargo, la fantasía de Luciano se convirtió en una pesadilla cuando Camila sacó el cuchillo y se lo enterró en un ojo.
—¡Oh, por dios! —grité, al ver la sangre salpicar por todos lados y a Luciano luchando por sacarse el utensilio.
Camila no le dio tregua, con una patada en la ingle doblegó al hombre y una vez arrodillado lo cogió por el cabello.
—¿De verdad creíste que Camila querría acostarse contigo, imbécil? —preguntó, como si no estuviera hablando de ella misma.
Sus ojos muertos, mostraron un brillo particular en ese momento, justo cuando sacó el cuchillo y se lo enterró en el otro ojo.
—Te gustaba ver a cualquier mujer que pasara frente a ti, ¿no? Lástima —se mofó.
Aun sujetándolo por el cabello, lo empujó de frente contra el suelo y el cuchillo se enterró en lo más profundo; Luciano dejó de gritar.
Caí en el suelo de rodillas, con la boca entre abierta y las lágrimas corriendo por mi rostro como un río sin cauce; tenía frío, demasiado frío y temblaba por montones.
—Lo siento, es horrible, pero tenías que verlo —dijo Fátima, acuclillándose a mi lado y abrazándome con un brazo—. ¿Ya lo entiendes?
—¿Cómo es posible? —susurré—. Yo no hice esto...
—No, ni yo. Pero él sí. —Fátima señaló a esa versión macabra de mí misma.
Esa Camila continuaba con su trabajo y estaba concentrada en desvestir al cuerpo sin vida de Luciano. Algo me decía a donde se dirigía, pero no quería creerlo, no había manera de que algo así hubiera sucedido.
—Esa no soy yo...
—A mí también me costó entenderlo —explicó Fátima—. Al principio, él era muy silencioso, tanto que ni Julián ni yo sabíamos que existía. Sentíamos que había algo mal, pero no teníamos ni idea de lo que era, hasta que volvimos al Junquito.
Cuando la Camila macabra empezó a mutilar el miembro de Luciano, Fátima se colocó frente a mí, evitando que no viera el resto.
—Ven, hay más.
—¿Más?
Ella asintió y me ofreció su mano. Al salir de la habitación, ya no estábamos en el apartamento de Luciano, habíamos vuelto al ático, solo que este era mucho más limpio, iluminado por muchas velas y estaba decorado con cortinas pastel y muebles minimalistas. En el centro del lugar no había un escritorio mohoso, sino una pizarra con fotografías y cintas que las enlazaban.
—Cuando volvimos a Venezuela, Julián y yo sabíamos que había algo fuera de lo normal, sin embargo, no sabíamos qué. Todo estaba muy confuso y la ansiedad nos tenía los pelos de punta.
Mientras Fátima hablaba, me acerqué a la pizarra.
—Sabíamos que tenías deudas que pagar, pero no tantas como para sufrir tanto estrés. Pensamos que era por ver de nuevo a tus padres y lo dejamos pasar —continuó Fátima—. Tanto Juli como yo, estuvimos muy cansados y fuera de la luz, encerrados aquí, en el desván. Creímos que tu estabas al mando y nos dejamos dominar, pero no eras tú.
Las fotos en el centro de la pizarra, eran mis padres... o lo que quedó de ellos. Ninguno de los dos tenía ojos, estaban ensangrentados y mi padre desnudo, habían desmembrado su masculinidad, al igual que todas las víctimas del ánima.
—Estás mal, esto no ocurrió, papá y mamá murieron en un accidente de tránsito.
—¡Eso es lo que les hice creer a todos!
—¡¿De qué estás hablando?!
—Todo sucedió muy rápido, el día que murieron yo estaba al mando y tu madre me hizo enojar. No recuerdo nada después de eso, solo que cuando volví estaban así —explicó muy rápidamente, cargada de nervios—. Entré en pánico y limpié todo, los monté en el coche, conduje hasta el cerro del Morro y lo hice parecer un accidente. Sabía que nadie se molestaría en investigar nada cuando supieran que tu padre fue alcohólico.
Llevé mis manos a la cabeza y caminé de un lado a otro, intentando respirar profundo y procesar lo que estaba escuchando.
—Estoy perdiendo la razón, eso es, estoy demente.
Fátima me agarró por los hombros y me zarandeó.
—¡No es momento para ser débil, Camila! —exigió—. Ni Juli, ni yo podemos controlarlo, ¡solo tú puedes!
—¡¿A quién?!
—Al llegar al Junquito era demasiado tarde para solucionarlo nosotros. Él se había fortalecido y no vino a hacer amigos, Camila. —Fátima me tomó el rostro con ambas manos—. Tú sabes quién es Cami, tú lo creaste.
—No sé de qué hablas —sollocé.
—Del Ánima de Junquito, Camila. ¡No te hagas la idiota, ya lo sabes!
—¡Yo no lo cree! —bramé, separándome de ella—. ¡El Ánima fue un asesino de los sesenta! ¡Mi abuelo guardaba sus cosas en el desván!
Fátima resopló.
—¿Este desván? —Señaló a su alrededor—. ¿O el de Juli? O, ¿quizás en el de Eduardo?
—Fátima, ¡por favor!
—Es hora de que soluciones este problema, o todos estaremos perdidos, Camila.
Vela por vela, comenzaron a extinguirse. Las sombras poco a poco engulleron cada uno de los muebles, rodeándonos y acechándonos. El ambiente se tornaba más frío con cada gota de cera que resbalaba por la última vela.
—El Ánima está cerca, Cami —agregó—. Debes detenerlo.
Pánico burbujeó en mi pecho, cortando mi respiración y acelerando mi corazón. Cerré los ojos con fuerza, suplicando que aquella pesadilla terminara; y cuando los abrí....
—Camila, por favor, baja el cuchillo —suplicó Simón.
Desperté en el granero, Simón estaba frente a mí con las manos en alto y a una distancia prudente.
—¡No disparen, se los ruego! Ya volvió, es ella, ¡no disparen! —gritó, alzando más las manos.
Fue allí cuando me di cuenta de que Simón se interponía entre el detective González, el detective Rosales y yo. Los oficiales me apuntaban con sus armas directamente a la cabeza y él intentaba protegerme; mi mano temblorosa se aferraba con fuerza a un cuchillo, mientras que la otra mantenía bien sujeta a Yulimar con dicho cuchillo presionado contra su cuello.
Dejé caer de inmediato el arma blanca, ahogando un grito en mi garganta. Yulimar aprovechó el momento para salir corriendo directo a los brazos de Simón.
—¡Arrestenla oficiales! ¡Está loca! ¡Casi me mata! —gritó Yulimar.
—Y-yo... —jadeé, sin saber muy bien que decir para salir de aquella confusión.
—Camila Castillo, queda detenida bajo cargos de asesinato e intento de homicidio —exclamó el detective González.
El hombre de la mirada de halcón guardó su arma y sacó unas esposas. Cuando intentó acercarse a mí, pensé que Simón saldría en mi rescate, pero no hizo nada; solo consoló a Yulimar, sollozó viéndome directamente a los ojos y dio un paso atrás con la histérica mujer.
—¡No! ¡Yo no lo hice! —grité, alejándome del detective.
—Señorita, le recomiendo que colabore no queremos que las cosas se pongan peor.
—¡Pero yo no lo hice! ¡Simón diles! ¡Diles que yo soy inocente! —lloriqueé, mientras me colocaban las esposas.
—Eres inocente, mi vida, pero el Ánima no.
—¿El Ánima? ¡¿De qué demonios hablas?!
Estaba reacia a aceptar la verdad, todo tuvo que ser un invento de mi subconsciente, no podía ser real esa pesadilla. González me arrastró hacia la salida, forcejeé en sus brazos como un gato desesperado y grité lo más que pude.
—¡Tengo pruebas de que no soy una asesina! ¡Tengo pruebas!
—Ah, ¿sí? ¿Dónde?
Les rogué que me llevaran al desván, esa era mi única oportunidad para demostrar que yo no era culpable; en las identificaciones, jamás encontrarían mis huellas. Con renuencia, González me llevó sujetándome del brazo; la puerta estaba cerrada, pero el detective la abrió con unas cuantas patadas.
Adentro, nada estaba igual a lo que yo recordaba.
No era el amplio salón que recordaba con un escritorio en el medio, de hecho estaba abarrotado de cachivaches, muebles enmohecidos, espejos, cajas con carpetas y un pequeño alhajero en el medio de todo. La pequeña caja parecía brillar entre las sombras, ¿cómo no lo haría? Estaba sin una pizca de polvo, pero sí, con muchas manchas de sangre.
El detective Rosales se adelantó y abrió el joyero, mientras González me sostenía. Para ese momento, ya no sabía qué era real y que no, seguía perdida en aquella pesadilla, eso debía ser, nada tenía sentido y mucho menos, lo que Rosales encontró.
Todas las identificaciones de las recientes víctimas estaban allí, todas, excepto las de los años sesenta.
Ya no había duda, no estaba en un sueño. Fátima podía ser una manipuladora, pero jamás me mentía, siempre hablaba con la verdad: lo había imaginado todo, creé un asesino que nunca existió, mi cabeza liberó a un monstruo. Las visitas al desván no ocurrieron y quizás mis conversaciones por la madrugada con mi abuelo tampoco, ya no sabía que creer, no podía diferenciar la realidad de la fantasía.
Todos los doctores tenían razón: Julián, Fátima, Eduardo, ellos existían solo en mi imaginación y ahora, a mi colección de identidades había agregado al Ánima del Junquito.
Glosario:
Culi'caga' o Culi cagado: niño o niña, alguien joven.
Quesua': Lujuriosa, con ganas de tener relaciones sexuales o alguien con mucho tiempo de celibato.
N/A: ¿Se esperaban este final? ¡Quiero leerlos!
Aún nos queda un pequeño epílogo, con más respuestas para llenar algunos vacíos y no dejarlos con la duda.
¡Gracias por acompañarme en este viaje! Ha sido toda una experiencia escribir este género, espero poder retomarlo pronto una vez acabe con proyectos pendientes.
A los que ya me hayan leído, espero haber llenado todos los vacíos que tenía pendientes, quiero agradecer a todos por sus críticas, reseñas y observaciones. Sin ustedes, no hubiera podido mejorar la historia <3
¡Nos leemos!
Publicado 26/07/2024
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