
Capítulo XX
El día que conocí a Camila, mi vida dio un giro de ciento ochenta grados. La recuerdo como un pequeño bodoque, sonrojado y pecoso, que llegó para llenar de alegría al Junco.
Tenía cuatro años cuando ella nació y en ese momento, no entendía lo que era el amor, pero definitivamente sabía que lo que sentía por ella era importante; me juré a mí mismo ese día que la protegería de todo mal, de toda amenaza.
Con los años ambos fuimos creciendo, madurando, al igual que mis sentimientos por ella. A mis once años, comprendí que lo que sentía no era simple amor fraternal, era algo más. No sabía cómo expresarlo, así que me conformaba con fastidiarla; la tierna manera en que su ceño se fruncía y su pequeña naricita se arrugaba toda colorada por la rabia, lograban hacer saltar mi corazón.
Amaba que me correteara por la hacienda y que intentara hacerme bromas que jamás podría concretar, ya que yo era demasiado listo como para caer en ellas. Me encantaba su risa, sus gritos, sus charlas incoherentes, Camila era mi mundo.
Cuando sus padres me la arrebataron, se llevaron consigo un pedazo de mi corazón. Recuerdo como las lágrimas corrían por sus mejillas ese día, como pataleaba y forcejeaba en los brazos de sus padres. Gritaba que quería quedarse con su abuelito, con mi madre y conmigo. Intenté ayudarla, traté de rescatarla de los brazos de sus autoritarios padres, pero ¿qué podía hacer un niño flacucho de once años?
No volví a ver a Camilla hasta que cumplí veinte, con el auge de la tecnología no me fue difícil encontrarla en redes sociales. Su belleza había florecido con el tiempo y, sorprendentemente, mi amor por ella no se había marchitado. Por supuesto, no tuve el valor para mandarle ni siquiera un mensaje de texto; la madurez me había hecho dar cuenta de todo lo que no podía ofrecerle a una chica como ella.
Era un muchacho de campo, sin estudios ni un trabajo adecuado; ella se merecía el mundo y yo jamás podría dárselo. Fue allí cuando comprendí que mi amor era tan grande que con tal de que ella fuera feliz no me entrometería en su vida.
Gracias al internet estuve presente en sus momentos más felices: su graduación, la inauguración de sus emprendimientos, sus viajes, su matrimonio; y también, estuve en los más tristes.
—¡Ay! ¡No me diga eso, doña Valeria!
Recuerdo ese día en la tarde, justo un mes antes del matrimonio de Camila, cuando encontré a mi vieja hablando por teléfono.
—¿Pero la niña está bien? —Mi madre hizo una pausa mientras escuchaba la respuesta—. ¡Gracias al cielo! Comprendo por lo que está pasando, vivir con doña Pepita no fue fácil tampoco, ¡dios la tenga en la gloria!
Durante toda la conversación no conseguí entender ni un atisbo de lo que hablaban, pero estaba seguro de que tenía que ver con mi Camila. Esperé con impaciencia que mi madre terminara, para abordarla con miles de preguntas; la necesidad por saber que estaba bien sobrepasaba cualquier razón o lógica.
—Mira, Simón Antonio, escúchame bien —masculló mi vieja, sosteniéndome por los hombros con fuerza—. No sé qué vaina te traigas con Camilita, pero no terminará en nada bueno.
—No traigo nada con ella, ¡ni nos hablamos! Solo, quiero saber que está bien, es todo.
Mi madre lo sopesó por un momento y luego de dejar escapar un suspiro respondió:
—Camila estará bien.
Arrugué el ceño.
—¿Estará? ¿Qué tiene? Vieja, por favor dígame.
Resopló antes de responder.
—Camilita... —susurró, viendo sobre su hombro con cautela—. Tiene el mismo demonio que doña Pepita.
—¿Demonio?
Mi madre asintió y me tomó de un brazo, me llevó hasta el patio y un poco más lejos. No se detuvo hasta que llegamos casi a campo abierto y se cercioró de que nadie estaba cerca.
—Sí, ¿no te acuerdas de doña Pepita?
Negué.
—Había días en que era un pan de dios, mientras que otros era el mismísimo diablo.
—Vieja, pero ¿qué dices?
—Ahora los doctores con sus cosas y sus tecnologías dicen que no es un demonio, según es una enfermedad mental...
—¿Camila tiene una enfermedad mental? —pregunté, mucho más confundido que al principio.
Mi vieja asintió y dijo:
—Eso dice doña Alejandra, trastorno de personalidad múltiple, creo que se llama.
La noticia fue un golpe en el hígado, sentí mi mundo derrumbarse a mi alrededor, no por el diagnóstico, sino por pensar lo que Camila estaría padeciendo. Desde ese día, algo muy intenso despertó en mi interior, necesitaba ayudarla, cumplir con la promesa que ese niño de cuatro años se había hecho.
Pero no sabía por dónde empezar, ya me sentía inferior a ella, incapaz de serle de utilidad; ¡ni siquiera tenía el valor para contactarla! Por primera vez me arrepentí de dejar los estudios y conformarme con lo que la vida me había dado. Trabajar en el campo no me avergonzó jamás, pero cuando la situación del país decayó y la hacienda generó más gastos que ganancias, definitivamente entendí que había tomado una muy mala decisión.
Mis deseos de cumplir con mi juramento poco a poco fueron sofocándose, apagándose como la llama de una vela moribunda, sobre todo, cuando Camila se mudó a España. Si la sentía lejos mientras vivíamos en el mismo país, al marchase a otro continente me la imaginé en otro planeta, una fantasía infantil, una estrella inalcanzable.
Lo único que me quedó fue trabajar, esforzarme con al menos ganar dinero para tener algo propio y seguir mi vida, olvidarme de esas tonterías de la infancia y esforzarme por dejar en el pasado a mi primer amor, no obstante, nunca fui capaz.
Durante diez años tuve muchísimas novias y mujeres, pero no importaba cuantas fueran o quienes eran, ninguna lograba hacerme olvidar a Camila, eventualmente siempre volvía a ella, a ver sus redes sociales y esperar impacientemente que publicara alguna foto o estado.
Era un estúpido por estar enamorado de una mujer a la que no conocía, porque así era, no la conocía, solo tenía una imagen de ella que el internet y mi percepción infantil habían creado; pero aun así amaba esa maldita y perfecta imagen.
Inconscientemente mi obsesión me llevó a querer saber más sobre su diagnóstico y aunque nunca fui un buen lector, hasta unos cuantos libros de psicología me compré; cuando la demencia de Evaristo empeoró, compartí unas cuantas charlas con el doctor Miguel, quien me aclaró mucho más sobre el tema. No sé porque, pero saber sobre eso, me hacía sentir de alguna forma más cerca de ella.
Justo en el momento en el que pensaba que había conseguido una rutina que se adaptara a mi fijación, a mis treinta y un años me enteré por mi vieja que Camila se había divorciado.
La mujer de mi vida volvió a Venezuela y no podía ser coincidencia, otra vez estábamos en mí mismo planeta. Ya que para ese entonces había reunido el dinero suficiente como para empezar una nueva vida en cualquier otro lado, tuve intenciones de viajar a Anzoátegui, tomar al toro por los cuernos y atreverme a conquistarla de una vez por todas, pero otra tragedia intervino: sus padres murieron.
No mentiré, el acontecimiento me alegró y me puso las cosas mucho más fáciles ya que gracias a eso, Camilla tomó la decisión de volver a la hacienda; definitivamente debía ser el destino, ella y yo, teníamos que estar juntos. Esperé su regreso por diecinueve años, seis meses y veinte días; pero al llegar el día de su llegada no fui capaz de ir a recibirla. Los nervios me paralizaban.
«¿Y si no me recuerda? ¿Y si me considera un pueblerino? ¿Qué tal si no es la chica que había imaginado? Es una mujer de mundo que ha viajado por otro continente y conocido otras culturas. ¿Qué tal si sigo sin ser suficiente para ella?» Esas y muchas preguntas más revoloteaban por mi cabeza.
Mis miedos fueron capaces de doblegarme e, inevitablemente, me escondí en el granero.
Su llegada fue como la salida del sol en un día nublado; a pesar de que su sonrisa, sus expresiones y sus movimientos no resultaron ser los mismos que recordaba, me parecieron más hermosos, perfectos; era mi Camila. No pude enfrentarla por el resto de la tarde, lo que menos quería era alertarla sobre mis miedos e inseguridades, ella necesitaba fortaleza, no debilidad.
Esa misma noche, esperé a que las luces de la casa se apagaran antes de ir a tomar una ducha. En el momento en el que iba a medio camino entre la hierba alta, la puerta principal se abrió y Camila salió de la casa como una aparición fantasmal. Había cambiado su blazer beige y blusa negra por una camisa blanca, unas cuantas tallas más grandes de lo que debería; y su falda, por unos jeans maltratados y anchos. Subió a la camioneta y tomó la carretera a toda velocidad.
Mi padre al escuchar el ruido del vehículo, salió echo una fiera de la casa con el machete en mano.
—¡Viejo, tranquilo! —exclamé, acercándome a él con las manos en alto—. ¡Fue Camila!
—Pero bueno, ¡¿y esa muchacha a donde va a estas horas?! —masculló—. ¡La carretera es peligrosa!
Cualquiera que viviera por la zona lo sabría, por ello evitábamos salir de noche.
—Iré por ella.
—Simón Antonio, ¡cuidao' con una vaina!
—No se preocupe, viejo, usted sabe que conozco la vía como la palma de mi mano.
No lo pensé dos veces, ni esperé a que mi padre respondiera, monté en la moto y la seguí; mi preocupación era mayor que la prudencia. La carretera estaba llena de baches, huecos y curvas sin apropiada iluminación, no podía dejarla sola.
La alcancé llegando al Junquito, en la plaza Bolívar dónde pocos restaurantes seguían abiertos a esas horas. Camila ingresó al más horroroso que encontró, ese que gritaba por todos lados «lugar de mala muerte»
Cargado de curiosidad, seguí sus pasos y la encontré sentada en la barra, con las piernas entreabiertas, encorvada con sus rizos chocolate cayendo sobre su rostro y una cerveza negra en su mano; bebía directo de la botella.
Me acerqué lentamente, la confusión erradicó cualquier atisbo de nervios o miedo, la Camila que creía conocer era una mujer educada, coqueta y muy femenina; ¿esa era su verdadera personalidad? Sabía que no podía confiar en las redes sociales, pero lo que tenía frente a mí era cien por ciento diferente a la mujer que vi llegar a la hacienda.
—¿Puedo sentarme? —pregunté con timidez.
Camila irguió el rostro y me miró con una ceja arqueada.
—Es un mundo libre, chaval.
Su acento era el más puro español que había oído, y su voz, un poco más gruesa, aunque se notaba que era forzada. Me senté a su lado con más preguntas que respuestas en mi cabeza.
—¿Me llamo Simón y tú?
Camila rodó los ojos y dio un largo sorbo a la cerveza.
—Mira, tío, no estoy interesado en hacer amigos.
—Disculpa, es solo, es solo que me recordaste a alguien, y quería confirmar que no eras ella, es todo.
—¿Ella? Ostia, tío, si tu amiga se parece a mí, debe ser realmente fea. ¡Ja!
Forcé una sonrisa y le invité una cerveza, a partir de allí, hablamos por horas. Seguí su juego durante todo el rato; ella no era Camila Castillo, era Julián Salas un carnicero de Cataluña en un viaje de placer por Venezuela.
Me aseguré de que Julián, llegara a salvo a casa a pesar de que él no se percató de ello. Esa noche no pude dormir, sentía que, si tan solo cabeceaba un poco, Camila o Julián, volvería a salir.
No me sorprendió que a la mañana siguiente Camila no recordara nada de lo que ocurrió esa noche; según su madre, desde que la diagnosticaron mostró una increíble renuencia a aceptar la realidad. Para ella, sus otras personalidades de verdad existían y eran individuos completamente ajenos a sí misma.
Esperaba que la aparición de Julián fuera un hecho aislado, solo una respuesta ante el estrés y las preocupaciones que Camila tenía encima, sin embargo, su segunda noche en el Junco mis temores se hicieron realidad.
Decidí encarar a Julián y ponerle las cartas sobre la mesa, pero cuando Camila salió de la casa enseguida supe que esa persona no era mi nuevo amigo español. Esta personalidad vestía ropa muy ceñida que dejaban entrever los bordes de su ropa interior y en vez de coger la camioneta, la chica robó mi moto con una impresionante destreza.
—¡Simón Antonio, bájate de esa verga! —gritó mi vieja poco antes de salir de la casa—. ¡Francisco! ¡Simón salió en la moto!
Camila ya se había alejado por el camino de tierra y no escuchó sus alaridos.
—¡Tranquila! ¡Aquí estoy! —exclamé, corriendo hacia la casa—. ¡Pásame las llaves de la camioneta! ¡Rápido, vieja, rápido!
—¡Pero bueno, mijo! —Mamá se santiguó y dejó escapar un suspiro—. ¿Quién se llevó la moto entonces? ¿Qué está pasando?
Mi viejo salió de la casa y me arrojó la llave de la camioneta.
—¡Fue la niña, Toña! ¡La Camila! —masculló mi viejo—. ¡Maldita sea con esa carajita ! ¡Vino pa'ca solo a darnos trabajo, nojoda!
—Yo lo soluciono, viejo, no se preocupe, yo me encargo.
Mi vieja corrió a la camioneta y se interpuso en mi camino.
—Mire, Simón Antonio —amenazó, apuntándome con el dedo índice—. Esa carajita no es su responsabilidad. Es una mujer hecha y derecha que no se ha querido hacer cargo de sus problemas. Así que me haces el favor y ¡dejas de buscar lo que no se te ha perdido!
—Pero, vieja, se fue en la moto...
—¡Me vale una verga! ¡No pienso perder a mi único hijo por esa carajita!
Inhalé profundo y con paciencia, tomé las manos de mi madre.
—Solo voy a buscarla —expliqué—. No haré nada estúpido, se lo juro, vieja.
—¡Ay, mijo, pero es que usted no se da cuenta! —Deshizo mi agarre y tomó mi rostro entre sus manos—. Esa niña podrá ser un ángel de día, pero si es como doña Pepita, no le conviene estar cerca de ella por las noches...
—Mamá, el caso de doña Josefina era diferente. Ella era bipolar o algo así, no es lo mismo...
La expresión en el rostro de mi madre me dio a entender que le estaba hablando en otro idioma.
—Escucha —continué—. Camila necesita ayuda, pero no creo que sea peligrosa, ¿sí? Déjame buscarla, te prometo que seré prudente.
—¿Prudente? —inquirió con ironía—. ¿Desde cuándo tú eres prudente, Simón Antonio?
—Vieja, por favor...
—¡Déjalo, Toña! —masculló papá—. Simón ya es un hombre bien grande como para saber lo que hace. Déjalo ir por la muchacha esa antes de que se lastime.
Mis padres entraron en una intensa discusión y aproveché el momento para agarrar la camioneta y seguir los pasos de Camila. De nuevo, la encontré en el Junquito, solo que esa vez estaba en el restaurante más alegre y llamativo del pueblo.
Coqueteaba con cada uno de los meseros, sentada sobre la barra con las piernas cruzadas mientras bebía una cerveza. Era completamente opuesta a Julián, alegre, simpática, extrovertida y por completo espontanea, tanto, que me sentí un poco inseguro de acercarme ya que representaba a la perfección a aquella mujer inalcanzable que Camila era para mí.
Sin embargo, cuando el famoso italianucho que merodeaba algunas noches por los restaurantes del Junquito se acercó a ella y comenzó a engatusarla, los celos me envalentonaron.
Apenas me acerqué y notó mi presencia, Camila o quien quiera que fuera dirigió toda su atención hacía mí e ignoró por completo al italiano.
—¿Nos hemos visto antes, muñeco? —preguntó, aleteando sus pestañas.
—No lo creo, estoy seguro de que recordaría a alguien como tú —mencioné, con su coquetería infundiéndome confianza—. Soy Simón.
—Simón, Simón... ¿cómo la canción? —insinuó—. O, ¿tu si eres un gran varón? [*]
—Para nada como la canción —aclaré—. Y en cuanto a lo otro, supongo que tendrás que averiguarlo.
La mujer mordió seductoramente su labio inferior, mientras me observaba de pies a cabeza con picardía.
—Soy Fátima.
Sabía que estaba mal, era consciente de que seguirle el juego a esta identidad significaba traicionar de alguna manera lo que sentía por Camila, pero no me importó en ese momento. Fátima era una diosa de la seducción; con una mirada, un suspiro o un inocuo toque era capaz de hacerme olvidar por completo todas mis promesas y objetivos.
Me dejé llevar por sus palabras bonitas esa noche, y la siguiente, cuando también me robó la motocicleta; fui incapaz de encararla y tratar de guiarla para el bienestar de Camila. Supongo que me era más sencillo caer en su hechizo y fingir que tenía un amorío con la mujer de mis sueños, que enfrentar la cruda realidad.
Camila no me quería, no me deseaba, Fátima sí.
No fue hasta la noche del día en que vino el comisionado, cuando finalmente fui capaz de romper esa burbuja. Como de costumbré, Fátima se llevó mi motocicleta, pero esa vez no pude seguirla porque la camioneta decidió tener una de sus miles fallas mecánicas.
Incapaz de poder conciliar el sueño, esperé a Camila sentado en el porche de la casa. No volvió temprano, si mal no recuerdo eran casi las cuatro de la mañana cuando la moto apareció en el camino de tierra.
—¿Simón? —preguntó extrañada al bajar de la moto—. ¿Qué haces aquí, bombón?
—Aquí vivo y lo sabes, Fátima.
Su vestimenta no era la misma que regularmente usaba, aunque si estaba ceñida al cuerpo llevaba encima una larga chaqueta de cuero que le llegaba hasta los tobillos. Eso me pareció un poco extraño, Fátima amaba exhibir sus atributos.
—Fue divertido jugar estas noches, pero ya es hora de terminar con esto —agregué.
—No tengo idea de lo que estás hablando, cariño —dijo con una sonrisa nerviosa, dando pequeños pasos en mi dirección.
—Eres muy buena actriz, mi vida, lo reconozco, pero ya es suficiente. Sabías quien era cuando nos conocimos. ¿Por qué lo haces? ¿En que beneficiaría esto a Camila?
Su mascara agradable cayó al escuchar ese nombre.
—N-no estoy para tener esta conversación ahora, Simón —balbuceó, encogiéndose en la enorme chaqueta de cuero—. No tuve una buena noche.
Intentó entrar a la casa pasándome por un lado, pero la detuve tomándola por un brazo con más fuerza de la que me hubiera gustado. No fue hasta ese momento en que me di cuenta de que su cuello y parte de su ropa tenía salpicaduras de sangre.
—¡¿Qué es esto, Fátima?!
Se liberó de mi agarré con un zarandeo y observó su ropa mientras sus ojos se humedecían, su mentón tembló unos momentos al igual que sus labios justo antes de balbucear:
—N-No es nada, estoy bien.
Volvió a tratar de irse, pero esta vez me interpuse en su camino.
—¿No es nada? Fátima, hay sangre en tu ropa, ¿cómo que no es nada?
El miedo, la duda, los nervios, todo lo que su rostro manifestaba se escurrió como maquillaje recién mojado. Su mirada se tornó vacía, un agujero negro que ni siquiera su alma iluminaba.
Con su dedo índice me punzó en el pecho, con su uña clavándose como un puñal en él. Manteniendo esos ojos muertos sobre los míos, me empujó hasta la puerta a mis espaldas y acercó su rostro seductoramente a mi rostro.
—¿Quién te preocupa? —susurró—. ¿Camila o yo?
—Fátima...
—Responde —amenazó—. Si tuvieras que escoger, ¿a cuál de las dos sería?
Contuve la respiración, apretando fuertemente la mandíbula, no había manera de responder correctamente esa pregunta: no conocía lo suficiente a Fátima como para saber si su objetivo era proteger o no a Camila, así que lo único que se me ocurrió fue:
—En este momento, me preocupas tú.
Su mano se aferró a mi cuello, con sus uñas enterrándose en mi piel; con su agarré disminuyó la distancia entre nosotros y sus labios embistieron violentamente contra los míos. Fátima era una experta en desviar las conversaciones incómodas y esa fue su manera de hacerme olvidar la sangre.
El fuego que emanaba, inevitablemente empezó a consumirme. Sus manos se aventuraron bajo mi camisa con sus uñas rasgando mi piel, la sensación tan dolorosa, pero al mismo tiempo placentera me recorrió como una corriente eléctrica directo hasta mi entrepierna.
Sus besos, cargados de deseo, jadeos y gemidos, me hechizaban como nunca antes nada lo había hecho. Cuando sus manos comenzaron a desabotonarme el pantalón, no fui capaz de detenerla.
—Fátima...
Su mano se hizo con mi miembro y al oír su nombre, apretó con fuerza hasta sacarme un gemido.
—¿Te gusta, Simoncito? —jadeó, antes de morder mi labio inferior.
—Vamos a mi habitación...
Fátima se carcajeó y apretó de nuevo
—Aquí y ahora —masculló.
Volvió a tomarme por la camiseta y esta vez, me empujó contra la valla del porche. Se quitó de un solo golpe la chaqueta y bajó su ropa interior para luego alzar su corta falda. Por primera vez en mi vida, una mujer era capaz de dejarme tan impactado como para no saber cómo reaccionar. Al verme como una estatua, Fátima se mordió el labio inferior y llevó mi mano a su húmeda entrepierna.
—Todo esto es para ti ¿no piensas tomarlo, Simoncito?
Solo eso necesité para salir de aquel trance. Me aferré a su cintura y tan desesperado como ella, la acorralé contra la valla; no hubo más juego previo, ninguno de los dos lo necesitaba.
Embestí en su interior como un animal salvaje, desesperado por conseguir alivio después de tantos años de desear lo prohibido e imposible. Fátima gritaba de placer y yo sofocaba sus gritos con mi boca, o ella los acallaba mordiéndome el hombro. Éramos dos bestias carnales, dos volcanes a punto de erupcionar.
No pensé en mis padres, en la valla a punto de quebrarse, ni mucho menos en los pocos rayos de sol que comenzaban a iluminarnos como si el mismo cielo aprobara aquel acto primitivo.
—¡Dios, Camila! —jadeé, justo en el momento en que sus propios espasmos estrujaban mi miembro y me llevaban a caer al abismo junto a ella.
—Mala elección de palabras, querido.
En medio del frenesí del orgasmo, mientras intentaba calmar mi respiración y volver a la tierra, sentí un pinchazo en el cuello y todo se volvió negro...
Glosario:
* Hace referencia a la canción de Willie Colon - El gran varón.
N/A: En la versión anterior de la historia, Simón contaba con un solo capítulo para contar su versión. Esto necesitaba cambiar y también, un poco su perspectiva.
¿Cómo terminará esta historia?
¡Cuentame tus teorías!
¡Recuerda, tus comentarios y votos, son mi gasolina!
Publicado 26/07/2024
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