Capítulo XI
Desperté sobresaltada, como si hubiera tenido una horrible pesadilla; por más que pensaba e intentaba recordar mis sueños, nada venía a mi mente. El frío me calaba los huesos y por instinto, me cubrí hasta la cabeza con el grueso cobertor.
La comodidad de mi lecho me confundió un poco, la vieja colchoneta del estudio jamás podría ser tan suave. Fue entonces cuando recordé donde me hallaba; tanteé a mi alrededor con la mano, al principio con timidez y luego con algo de incredulidad: Simón no estaba a mi lado.
Retiré de golpe el cobertor de mi rostro y me apoyé sobre los codos. La tenue luz de una lámpara en la mesa de noche, no era suficiente para iluminar el entorno entero y mis ojos tardaron en adaptarse a la oscuridad.
—¿Simón? —llamé entre las penumbras.
El silencio fue la única respuesta que obtuve. Traté conciliar el sueño de nuevo, pensando que quizás Simón había ido al baño, pero al cabo de unos minutos mi ansiedad hizo acto de presencia.
Seguía sintiéndome una intrusa en el granero, así que me incorporé de un salto y busqué mi ropa; recordaba que Simón la había arrojado en algún lugar cerca de los cojines, pero lo único que encontré fue su camisa y unos pantalones deportivos, al menos mis zapatos si estaban a la vista.
Me vestí con lo que hallé decidida a no pasar otro minuto sola, luego bajé a la oscuridad absoluta, con cada paso que daba en medio de tropiezos con objetos inciertos, me convencía más de la absurda idea que era tener una habitación en ese lugar.
Era como vivir al aire libre, con la desventaja de que el techo de zinc te impedía ver las estrellas. Supongo que para Simón la privacidad valía muchísimo más que la comodidad de tener su propio baño, o al menos la calidez de cuatro paredes en buen estado y una puerta que lo protegiera de las amenazas del exterior.
Al cabo de unos segundos por fin logré salir de ese lugar, la luz de la luna iluminaba el camino a casa y Simón, seguía sin mostrar señales de vida. El frío me abrazaba con fiereza así que no me quedó de otra que volver a la hacienda.
El roce de la hierba alta en mis brazos creaba cosquilleos en toda mi anatomía, la luz de la luna no era suficiente para diferenciar entre la vegetación y los posibles grillos que saltaban a mi alrededor. Tuve que morderme la lengua para evitar gritar de los nervios, a medida que aceleraba el paso para alcanzar mi destino.
Llegué a la parte trasera de la casa y, como supuse, la puerta estaba abierta, Simón debía estar adentro. Protegida bajo la calidez del foco de la cocina, me sacudí los restos de hierba y uno que otro insecto que se había adherido a mi ropa.
La casa estaba en completa calma, engullida por el silencio; el reloj de la cocina empotrado en la pared tan viejo que era necesario darle cuerda, anunciaba las tres de la mañana.
Me senté en el mesón de la cocina, si Simón fue al baño ya debía estar por salir. Mientras esperaba, un sonido fuera de lo normal llamó mi atención; parecían una especie de golpes secos, provenientes de la habitación de mi abuelo.
Los ruidos me atrajeron como una mosca a la miel, me dejé llevar por el miedo de que mi abuelo pudiera estar en problemas, así que, en menos de un parpadeo, me hallaba entrando en su habitación.
Mi abuelo estaba bien despierto e intentaba incorporarse, había derribado en el proceso unas cuantas cosas de la mesa de noche.
—¿Abuelo?, pero ¿qué hace? —exclamé con preocupación—. Déjeme ayudarlo.
Podría ser viejo y tan delgado que la piel se pegaba a sus huesos, pero no por ello dejaba de ser pesado. Con esfuerzo, logré sentarlo en la cama y rápidamente, recogí las cosas que había tirado.
—¿C-Camila?
Por primera vez, desde que llegué a la hacienda logró reconocerme.
—¿C-Camila?... ¿Eres tú? —agregó.
—¡Sí! ¡Sí, abuelito, soy yo!
Le besé la frente con emoción, a medida que sus ojos se cristalizaban.
—¿Necesita algo? ¿Agua? ¿Una cobija? —pregunté.
M abuelo me colocó una mano en la mejilla, profundizando la mirada mientras escrutaba cada centímetro de mi rostro en la oscuridad.
—Eres igualita a ella, Camilita, igualita.
—¿A quién, abuelo?
—A mi adorada Pepita —aclaró con una sonrisa—. Si tan solo pudiera verte...
Besé la mano que mantenía en mi mejilla y compartí su sonrisa.
—¿Dónde está, Cheto? ¿Vino contigo, mi Chetico? —inquirió.
Me encogí de hombros al escuchar ese nombre, hace muchos años que nadie llamaba a mi padre de esa manera. Quizás fueran mis abuelos los únicos que lo hicieran. Dudé en decirle la cruda verdad. Era probable que Antonia le hubiera dado la noticia un montón de veces, ¿debería ser yo la que le causara tal dolor una vez más?
—N-No, mis padres se quedaron en Lechería —mentí—. Pero papá te extraña mucho...
—Bah, si me extrañara viniera más seguido —masculló, mientras arrojaba un manotazo al aire—. Todo es culpa de esa mujer, yo le dije que no se casara con una gringa.
Un brumoso recuerdo me llegó de repente: la gringa, así era como mi abuelo se refería a mi madre de vez en vez, sobre todo cuando discutía con mi padre y pensaban que yo no los estaba escuchando.
—Abue, mi mamá no es tan mala —mencioné.
—Es gringa, mija, todos los gringos son malos, yo que te lo digo.
—¿Por qué? ¿Qué te han hecho?
El anciano se encogió de hombros, a medida que mascullaba quién sabe qué entre sus rumiantes labios. Me senté a su lado y ahora su mirada huía de la mía; parecía un niño malhumorado, renuente a hablar del tema.
—Abue, ¿si sabes que yo me casé con un gringo? ¿No?
—Bah, ¡claro! ¡Y ve como terminó! —bramó, de repente furioso—. ¡Los gringos son unas mierdas, mija! ¡Son unos vampiros! ¡Lo único que les importa es chupar, chupar y chupar todo lo que tenemos para ofrecer!
Tragué en seco antes de responder, necesitaba valor para preguntarle lo que atormentaba mi cabeza últimamente.
—Es por eso, ¿es por eso qué guardas esas cosas en el desván?
Mi abuelo me atravesó con la mirada, su mandíbula temblaba al igual que sus labios entreabiertos. Estaba sin palabras ante mi pregunta, con su ceño vibrando al son de los nervios.
—¿Subiste al desván? —jadeó.
—Así es...
—Sabes que está prohibido hacerlo —masculló.
—Abuelo, eventualmente alguien subiría —susurré—. Recuerdas que me casé con un gringo, también que me divorcié de él. ¿Sabes lo que me hizo?
—¿Cómo no? La chismosa de tu madre le contó a Toña —dijo entre dientes—. El hijo de puta te robó, te dejó en la carraplana[*] y de paso, te engañó con su secretaria.
Mordí con fuerza mi labio, escucharlo en voz alta era revivir cada minuto de sufrimiento que viví con ese malnacido.
—Si recuerdas con tanta claridad eso, deberías recordar lo que pasó con mis padres.
Mi abuelo se encogió de hombros.
—Antonia tuvo que decirte sobre el accidente —agregué.
Mi abelo se removió en la cama, su rumiante boca temblaba más de lo normal.
—Accidente... —murmuraba—. Accidente...
—Mis padres tenían deudas, muchísimas —susurré—. Sus deudas y las mías son casi impagables, debes saberlo, abuelo.
—Chetico, Chetico murió. Ya recuerdo. —Una lágrima solitaria corrió por su mejilla y la culpa, me invadió de repente.
—No quería sacar el tema, lo siento mucho, pero...
—Vienes a vender la hacienda, lo recuerdo.
Tomé su mano entre las mías y sus vidriosos ojos me penetraron el alma.
—Eventualmente, alguien subirá al desván, abuelo.
—El desván, está prohibido subir al desván —balbuceó.
Sentí que lo perdería en la bruma que nublaba su mente.
—Por favor, abuelo, ¡por favor! —supliqué—. Solo dime, ¿eras el Ánima?
Su mano tembló más entre las mías, su mirada vagó por toda la habitación.
—Antonia, ¿dónde está, Antonia? —murmuró.
—¡Abuelo! ¡Por favor! ¡Respóndeme! —Tomé su rostro entre mis manos y lo obligué a mirarme—. Necesito saber si eras el Ánima, alguien está imitando sus pasos...
Él solo pasó saliva y sus ojos se perdieron en los míos.
—Josefina... —susurró.
—¡¿La abuela?! —pregunté con temor.
Mi abuela siempre fue una mujer tan menuda como yo, incluso, de estatura más baja por unos diez centímetros aproximadamente. Era tan delicada, cariñosa y frágil cuando yo la conocí; que pensar en que pudiera asesinar a hombres fornidos de más de un metro ochenta no tenía sentido alguno.
—Josefina —repitió—. ¿Eres tú, mi bella Pepita?
Resoplé. Lo había perdido.
—S-Sí, Evaristo, soy yo.
Le di un poco de agua y ayudé a recostarse de nuevo, al fin y al cabo, ya debían ser casi las cuatro de la mañana. Mi abuelo se trasladó al mundo de los sueños, tan pronto lo acosté y le tarareé la misma canción de cuna que él me cantaba cuando era pequeña.
Había entrado a su habitación, sintiéndome renovada y en completa calma; pero, salí derrotada y totalmente agotada. Lo único que deseaba era acurrucarme con Simón y que el calor de su abrazo se llevara toda la oscuridad que el encuentro con mi abuelo había despertado.
Dejé la casa a mis espaldas, sin temor a los bichos, animalejos y oscuridad; solo quería acostarme, solo eso. No obstante, cuando iba a medio camino del granero, otro ruido fuera de lo común me detuvo.
Caminé entre la hierba alta, intentando ser lo más sigilosa posible y seguí el sonido sin considerar cuán imprudente era: una mujer sola, en medio de un amplio campo a altas horas de la madrugada; cien por ciento vulnerable a quien sea —o lo que sea—, que estuviera arrastrando algo en el camino de tierra, porque así se oía, como si algo o alguien se hallara remolcando algún objeto en la oscuridad.
Me escondí detrás de uno de los pocos árboles que rodeaban la hacienda y, a lo lejos divisé a un hombre, empujando una motocicleta. El individuo pasó bajo el único farol que iluminaba el camino y de inmediato pude confirmar mis sospechas: era Simón.
«¿Qué hace con la moto a estas horas?», pregunté para mis adentros. El joven vestía un viejo overol desgastado, ese que usaba normalmente para cortar la maleza los fines de semana; sostenía la moto por el manubrio y la empujaba apagada a la vez que miraba en una que otra ocasión sobre su hombro, con total desconfianza en su andar.
Normalmente, la moto al igual que la camioneta de mi abuelo se estacionaba cerca del camino de tierra, un poco alejadas de la casa; pero, aunque estuvieran lejos encender cualquiera de los dos vehículos en la madrugada, definitivamente perturbaría el silencio de la noche. ¿Es por eso por lo que la traía de esa manera? ¿Había salido de la hacienda a esas horas?
—Cálmate, Camila. No todo es una conspiración —susurré para mí misma.
Ya veía fantasmas con mi abuelo y sospechaba que Francisco era un asesino, no podía empezar a dudar de la única persona que era mi lugar seguro, ¿o sí? Inhalé profundo y corrí en dirección al granero; Simón no me mentiría, estaba segura de que lo que había visto tenía una explicación razonable, debía tenerla.
Al llegar a su habitación, me quité la ropa y la dejé exactamente en el lugar donde la había encontrado. Me acosté en la cama justo en el momento en que la puerta del granero hizo un molesto chirrido; Simón había vuelto.
Fingí estar dormida, tal vez con demasiado ímpetu, ya que al subir las escaleras dijo:
—¿Camila? ¿Estás despierta?
Seguí fingiendo, me removí un poco en la cama y solté un falso gemido. Simón no mencionó nada más, se acostó a mi lado y sus brazos me envolvieron, tal cual había deseado hace un rato.
—Mmmm —gemí al sentir sus labios besar mi hombro—. ¿Dónde estabas?
Su respuesta tardó en llegar, pero su cuerpo se afianzó con más fuerza al mío.
—Fui al baño —susurró.
—Tardaste un poco...
Volvió a besarme en el hombro y esta vez, hundió su cabeza en mi cabello.
—Desventajas de tener un cuarto en un granero —replicó—. ¿Cómo te sientes?
Quería responder con sinceridad esa pregunta, quería ser capaz de decirle que me sentía de maravilla y que me había hecho una de las mujeres más felices esa noche. Quería sentirme a salvo entre sus brazos y olvidar todo, volver a mi lugar seguro e intentar alcanzar la paz una vez más, pero no podía. Simón me había mentido.
—Genial.
Y así como él mintió, yo también lo hice.
*Glosario:
Carraplana: Sin dinero, en la miseria.
¿Me faltó alguna palabra? ¡Házmelo saber! ->
N/A: Evaristo no se la está poniendo fácil a Camila ¿eh?
¿Crees que el Ánima en realidad haya sido él?
Además, ¿que habrá estado haciendo Simón a esas horas?🤔
¡Quiero leer sus teorías! Recuerden, sus votos y comentarios son mi gasolina 🧡
¡Nos leemos!
Editado 26/07/2024
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