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Capítulo IV

El celular sonó a las tres con treinta y tres minutos de la mañana, la maldita hora del diablo; definitivamente, no era una buena señal. ¿A quién engaño? una llamada a cualquier hora de la madrugada nunca traía buenas noticias.

—¿De verdad irás? ¿No hay nadie más? —preguntó Alejandra, mi esposa. Estaba adormilada y mantenía los ojos entre abiertos, tratando que esquivar la luz de la lámpara en mi mesa de noche.

—De seguro si hay alguien más, pero fui el único que contestó —mascullé, poniéndome el uniforme—. Es en el Junquito.

Alejandra se apoyó sobre sus codos, ya tenía los ojos bien abiertos, de hecho, un poco malhumorados.

—No es tu zona, no te corresponde ir —murmuró—. ¿Ira alguien más contigo?

—Andrés Rosales ya va en camino.

—¿Y no basta con él y Martínez? ¿Tan grave es?

Resoplé, sentándome a su lado en la cama para atarme las botas. Ella, quien me conocía como la palma de su mano, interpretó mi silencio a la perfección y agregó:

—Martínez no irá, ¿cierto?

—Ya sabes como es.

Alejandra se recostó de nuevo en la cama, dejando escapar uno de sus típicos suspiros de frustración. Pasó las manos por su frente, hasta llegar a su cabello.

—No merece ser jefe —susurró.

—Tú lo sabes, yo lo sé, medio departamento lo sabe, pero, ¿cómo se hace? A los superiores les importa más que el cargo lo ocupe alguien que pueda aceptar sobornos, que alguien que de verdad haga su trabajo.

Alejandra acarició mi espalda y resopló.

—Prométeme que te cuidaras.

Me giré, tomé la mano que me acariciaba y deposité un cálido beso en ella.

—Es un asesinato, aparentemente pasional; nada peligroso. Volveré antes de que despiertes.

Ella sonrió levemente satisfecha con mi respuesta. Le di un beso de despedida en los labios y deposité otro en su vientre; el bebé pateó casi como si supiera que su padre se iba.

—Cuídala, campeón —dije, acariciando la abultada barriga.

—¿Recuerdas lo que te dije? —inquirió Alejandra—. No importa cuán problemático sea el caso...

—No compraré cigarrillos —completé ese juramento que tanto ella se afanaba que hiciera.

—¿O de lo contrario...?

—Mi vida...

—¿O de lo contrario...? —reiteró con más intensidad.

—O de lo contrario dormiré en el sofá por una semana.

—Muy bien, ya puedes irte —anunció con una despampanante sonrisa.

La besé de nuevo con más fuerza. Maldita sea, la amaba lo suficiente como para dejarme dominar de esa forma. Si mis compañeros de trabajo se enteraran de esto, estaba seguro de que mi nombre sería «Gabriel "el sometido [*]" González».

Para las cuatro de la mañana, ya estaba en el coche. Con mi arma cargada y un humor de perros me dirigí a la avenida Francisco Fajardo. La autopista estaba sorprendentemente desértica a esa hora. Ver una Caracas dormida, era como volver a la época de la pandemia o entrar en un mundo distópico.

Tardé casi una hora en llegar al Junquito, un pueblo en las afueras de la ciudad, dónde los peores crímenes registrados han sido los robos. Sin embargo, esta ocasión era diferente, alguien había muerto y no debía ser nada común si necesitaban el apoyo del CICPC [*].

Como supuse, el recinto acordonado estaba rodeado de miradas curiosas. Al ser un pueblo pequeño, en su mayoría turístico y agricultor, eso no era una sorpresa. No importaba la hora, si los vecinos escuchaban a una patrulla policiaca o ambulancia, inevitablemente aparecerían los chismosos. No obstante, cuando los pueblerinos reconocían a las patrullas del CICPC solían dispersarse con poca discreción. Nos temían o en el mejor de los casos, nos tenían desconfianza; eso no era un secreto.

Tal cual esperaba, apenas se percataron de la llegada de otra patrulla del CICPC, los ciudadanos comenzaron a dispersarse; dejando solo a unos cuantos curiosos más intrépidos y a uno que otro periodista.

—¡Eh! ¡González! —gritó una mujer, corriendo en mi dirección.

—Vaya, vaya. Si es mi reportera favorita —exclamé con ironía—. ¿Cómo haces para llegar tan rápido, Patricia?

La aludida se colocó un mechón de cabello rebelde tras su oreja, mientras intentaba igualar mi andar rápido.

—Tengo mis medios. Cuéntame, ¿quién es el muerto? —preguntó con la respiración acelerada.

Forcé una sonrisa falsa.

—Ya hemos bailado esta pieza antes, sabes cual será mi respuesta —mascullé.

—Y tú sabes que nunca pierdo la esperanza —replicó—. Vamos, dame algo. Te invito el desayuno, ¿sí?

—Sin comentarios.

Patricia siguió haciéndome preguntas, incluso cuando más periodistas se abalanzaron sobre mí e intentaron sacarme información. Había prometido mil veces no volver a llevarme un cigarrillo a los labios, pero los malditos reporteros amenazaban con hacerme perder la paciencia y la necesidad, comenzó a revolotear en mi garganta.

Perdí la cuenta de cuantas veces dije: «Sin comentarios», antes de pasar el cordón policiaco; y solo pude respirar tranquilo cuando entré finalmente en el recinto: un motel de mala muerte que aparentaba estar listo para derrumbarse en cualquier momento. Fui recibido de inmediato por el perito encargado, me entregó un informe detallado de lo que habían conseguido hasta el momento y me llevó directo a la escena del crimen en una de las habitaciones; allí me encontré con Rosales y una imagen dantesca que, en definitiva, no me esperaba en un lugar como el Junquito.

—A la mierda... —murmuré, deseando haber leído el informe antes de entrar.

Rosales miraba ensimismado el cadáver, con una mano acariciando su mentón y la otra en la cadera; aunque sus ojos no parecían concentrarse en algún punto en específico, su entrecejo fruncido indicaba que algo debía estar maquinando o intentando procesar.

El cuerpo estaba desnudo, acostado en la cama con la cabeza, cayendo a un costado de ésta. En el cuello, tenía una sábana enroscada, claro indicativo de que lo habían asfixiado, pero eso no era lo peor; lo que me había tomado por sorpresa fue el resto. En vez de ojos, la víctima tenía dos agujeros tan profundos similares a cráteres sangrientos, uno de ellos con un cuchillo todavía reposando en él, y, para colmo, sus genitales habían sido mutilados. Los miembros, se encontraban esparcidos a un lado del cuerpo, arrojados con premura.

—Vaya mierda... —susurró finalmente Rosales, saliendo de sus pensamientos.

—¿Hay testigos?

Rosales alzó los hombros, pasándose una mano por los labios, misma que restregó después el resto de su rostro.

—La recepcionista dice que lo vio entrar solo, a las nueve de la noche. El hombre pidió la habitación por seis horas y cuando se acabó su tiempo no salió —declaró Rosales—. Como no hay teléfonos en las habitaciones, la chica lo vino a buscar. La víctima no abrió la puerta y la joven buscó al encargado de seguridad para entrar juntos al cuarto. Aseguran no haber tocado nada, ni ver a nadie entrar antes que ellos.

—¿Cámaras?

Rosales puso los ojos en blanco, una de sus manos gesticuló a su alrededor con obviedad.

—Ni una sola. Es un cuchitril de porquería este motel.

Me acerqué con pasos firmes a la escena, cuidando no tocar ni una sola gota de sangre en el camino. Por la poca cantidad del vital líquido en las heridas en su ingle, deduje que las habían hecho post mortem, aunque las heridas en sus ojos aparentaban lo contrario, probablemente lo había matado después de apuñalar sus orbes.

—¿Sabemos quién es? —pregunté.

—No encontramos ninguna identificación. Según la recepcionista el hombre se llamaba Giacomo Zanolli, no vivía en la zona y era cliente frecuente de este agujero.

—Pero esta vez, vino solo.

—Así es, al menos es lo que la recepcionista dice.

—Quiero interrogar a esa chica y al encargado de seguridad, ¿dónde los tienen?

—Los confiné en habitaciones separadas, mientras tanto, ¿le informaremos a Martínez?

Resoplé, peinándome el cabello con una mano sin despegar la vista del cuerpo en busca de algún detalle que pudiera haber sido pasado por alto.

—No, todavía no. Por la forma en que está puesta la sábana, podría haber sido un encuentro sexual que salió mal, pero al mismo tiempo, la furia con la que fue apuñalado parece ser algo más pasional, quizás alguna amante o pareja traicionada. Necesitamos una imagen más clara —medité—. Esta no es mi zona, ¿ha sido el único asesinato de esta magnitud?

—Llevo menos de un año asignado al Junquito, pero es la primera vez que me llaman para algo así. Averiguaré en los registros.

Entonces, junto a la cabeza del occiso justo en el piso; divisé algo que llamó mi atención.

—Pásame unos guantes y una bolsa de evidencias, por favor.

Rosales obedeció con rapidez, su rostro cada vez estaba más pálido y noté que, de vez en vez, pasaba una de sus manos por la entrepierna de su pantalón, ajustándolo con incomodidad. No lo culpaba, era nuevo en el trabajo y dudaba que alguna vez hubiera visto un crimen similar.

Tomé con suma delicadeza mi hallazgo: una hebra de cabello café que no pertenecía a la víctima. Lo guardé en la pequeña bolsa y lo admiré contra la luz.

—Nada se te pasa por algo, Halcón —murmuró Rosales, observando la pista.

—Por algo me dicen así, ¿no? —susurré—. Lo que me sorprende es que se les haya pasado a los peritos.

Entrecerré los ojos, como si pudiera ser capaz de analizar con solo una mirada aquella evidencia.

—Llévame con la chica.

Mi compañero me guió sin chistar por el largo y oscuro pasillo que daba a las habitaciones. Era como estar en una ratonera siniestra, aunque el amanecer intentaba entrar por alguna que otra ventana de vidrios polarizados, la penumbra sofocaba cualquier atisbo de claridad.

Tres habitaciones más allá de la escena del crimen, una chica menuda era resguardada por dos oficiales; temblaba como si hiciera un frío atroz y su rostro, estaba tan pálido como las cutres cortinas que cubrían la única ventana de la habitación.

—Por favor, ya les dije todo lo que sabía, déjenme ir, ¡se los suplico! —gimió la joven apenas nos vio entrar, con los ojos vidriosos y las manos crispadas.

—Ciudadana, mantenga la compostura —masculló Rosales—. Estamos realizando el procedimiento de rutina, mientras más rápido se calme y colabore, más rápido terminaremos, ¿entendido?

La chica apretó con fuerza la mandíbula y asintió repetidas veces.

—Mi compañero acá es el Detective Gabriel González, le hará unas preguntas más.

Conforme Rosales me presentaba con la testigo, tomé una silla del humilde comedor en la habitación y la ubiqué justo frente de ella.

—Identificación, ciudadana —solicité sin sentarme.

La niña tembló un poco más, su boca se entre abrió y cerró varias veces, mientras intercambiaba miradas nerviosas con mi compañero.

—¿Te la dio a ti? —inquirí.

Rosales se encogió de hombros.

—No la tiene consigo, dice que la dejó en su casa.

Asentí, aunque no estuve conforme con la respuesta.

—¿Su nombre y edad, ciudadana? —pregunté.

—Rosmari Andrade, tengo diecinueve años —balbuceó.

No pude evitar sonreír, me sentía como gato, merodeando a un inocente ratoncito. Sabía que el miedo que emanaba la chiquilla me haría las cosas más fáciles, así que tomé la silla y la giré para sentarme con el respaldo entre las piernas. Con informalidad apoyé mis brazos sobre la silla y escruté a la joven con la mirada.

—Entonces, señorita Andrade, le dijo a mi compañero que el occiso era cliente habitual, ¿es cierto?

—Así es, venia al menos cuatro o cinco veces al mes, n-normalmente los fines de semana.

—¿Pagaba con efectivo, tarjeta?

Rosmari arrugó el ceño y sus ojos divagaron entre sus manos.

—Efectivo, siempre efectivo.

—¿Piden identificaciones para hacer la reserva?

—N-No, nadie se queda más de seis horas así que no es requisito...

—Y, ¿cómo sabe el nombre y apellido de la víctima? —interrumpí sus palabras con firmeza—. ¿Eran amigos? ¿Tenía confianza con él?

La chiquilla apretó con fuerza la mandíbula y tembló un poco más.

—Y-Yo, y-yo no lo maté —jadeó.

Intercambié miradas con Rosales y sonreí con ironía.

—Nadie está diciendo eso, señorita. A menos que quiera confesar algo, limítese a responder las preguntas.

Rosmari tragó en seco y asintió, apretaba con tanta fuerza sus manos, que temí que se lastimara.

—Todos lo conocían, todos lo que vivimos por aquí, al menos —dijo, con menos temor—. Era un hombre muy escandaloso, alegre y le encantaba llamar la atención. Venía casi todos los fines de semana y pasaba un rato en los restaurantes, jodiendo [*] con otros turistas y gente local. Siempre se levantaba [*] a una que otra muchacha que encontrara y acababa aquí. No éramos amigos, ni siquiera hablamos nunca solo, solo lo conocía por los chismes.

Rosales anotó todo mientras la joven hablaba.

—Muy bien, y hoy llegó solo, ¿no? ¿No vio a nadie más entrar?

—A nadie más, llegó solo.

—Lo único que me hace ruido en todo esto, señorita, es: ¿cómo no vio a nadie más entrar?

Rosmari se abrazó a sí misma y alzó los hombros.

—El acceso a las habitaciones esta resguardado por la recepción, nadie pasa sin que usted no lo vea, entonces, ¿cómo entró el asesino? —inquirí—. ¿había más huéspedes? ¿hay alguna otra entrada que desconozcamos?

—N-No, el señor Giacomo era el único y todas las ventanas tienen rejas...

—Entonces, ¡¿cómo entró?! —bramé, propinándole un golpe a mi silla.

La joven saltó en su asiento en respuesta.

—¡N-No lo sé! —lloriqueó.

—Señorita, le aconsejo que sea honesta conmigo —siseé—. ¿Qué le parece si empezamos por su edad? ¿Está segura de que tiene diecinueve años?

Rosmari palideció, pero asintió sin dudar.

—Supongo que vive cerca, si vamos por su identificación y lo confirmamos no encontraremos ninguna irregularidad, ¿cierto?

La chiquilla explotó en un mar de lágrimas y en medio de lloriqueos, se arrodilló frente a mi silla.

—¡No, por favor! ¡Está bien! ¡Tengo dieciséis años! —gimió—. ¡No tengo permiso para trabajar! ¡Falsifiqué una identificación para conseguir este empleo! ¡Pero no he matado a nadie lo juro! ¡Solo me quedé dormida un momento! ¡Solo eso!

—¿Tus padres saben dónde trabajas?

—M-Mi madre me abandonó cuando era pequeña y mi padre trabaja como guardia de seguridad nocturno. No sabe nada, ¡por favor! ¡Necesito este trabajo para ayudarlo con mis gastos! ¡Se lo suplico, no le diga nada!

Resoplé y me incorporé.

—Rosales, lleva a la niña a su casa. Ya terminé con ella. —Me dirigí a Rosmari y la apunté con el dedo índice—. No le diremos nada ni al jefe del establecimiento, ni a tu padre porque tu misma lo harás. Una menor no debe estar trabajando en sitios como este, puedes hacer que clausuren el lugar si alguien lo reporta —advertí—. Consigue el permiso de trabajo y otro empleo, haz las cosas bien. Tienes una semana. Si no lo haces, lo sabremos y actuaremos, ¿entendido?

La niña asintió repetidamente, sin dejar de llorar.

Salí de la habitación sin decir más y fui a ver a mi segundo testigo: el guardia de seguridad que aparentaba más ser un borracho que un guardia. Era obvio que aquellos individuos no habían cometido el crimen, sus perfiles no encajaban en ningún sentido que se mirara.

Al principio mi instinto me dijo que la muchachita estaba involucrada, lo más probable era que el asesino fuera una mujer despechada, y por la forma en que asfixió al cuerpo, quizás fuera una delgada, de mediana estatura; además, la víctima no tenía signos de lucha, así que o estaba muy ebrio —o drogado—, como para defenderse, o conocía al asesino y las cosas se salieron de control.

Cuando me desperté esa mañana, creí que un caso más me esperaba, sin embargo, algo me decía que este trabajo sería todo lo contrario. Presentía que el juego del gato y el ratón estaba por empezar, y yo, siempre estuve listo para jugar. 

Glosario:

Sometido: Se le dice sometido a un hombre cuando se deja gobernar por su mujer, sinónimo de "mandilon".

CICPC: Siglas de Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas.

Jodiendo: Echar broma, pasar el rato.

Levantar: En venezuela lo utilizamos como sinónimo de enamorar o conquistar, ejemplo: "Se levantó a María" --> "conquistó a maría"

¿Me faltó alguna palabra? ¡Házmelo saber! --> 

N/A: Este es uno de los capítulos agregados en la nueva versión. Los que ya han leído la historia anterior podrán darse cuenta de que adelanté la aparición de nuestro detective favorito. 

El Halcón sigue siendo un reto para mí, espero haber cumplido las expectativas.

Cuéntame, ¿qué te pareció? 

Recuerda, ¡tus comentarios y votos son mi gasolina para continuar!

Publicado el 26/07/2024

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