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Capítulo 55

Astrid no había logrado dormir casi nada durante la noche. Se sentía exhausta, prácticamente enferma, y estaba muy decepcionada. Por un momento había pensado que Hiroshi cambiaría, que dejaría de ser un cabrón de mierda. Pero sí que había estado equivocada.

Y lo peor era que cada día su realidad se complicaba mucho más.

Sus ojos escocieron un poco amenazando con derramar algunas lágrimas. Suspiró profundo y volvió a intentar concentrarse en su libro de estudio. Eso era lo único que la distraía por momentos.

La habitación se abrió despacio, pero no levantó la mirada. Sabía que era Hiroshi y no tenía la más mínima intención de lidiar con él.

—Quiero que hablemos —le dijo el chico, pero ella lo ignoró por completo—. Venga, Astrid, lo de ayer fue un malentendido.

—Vete a la mierda, ya me harté de ti —respondió sin inmutarse, y sintió que él suspiró profundamente y caminó hasta llegar a ella, que estaba sentada en el suelo. Pensó que volvería a hablarle pero, en lugar de eso, solo colocó un par de botas negras a su lado—. ¿Para qué es eso?

—Son de Hikari. —Ella finalmente lo miró. Él permanecía serio, sin su expresión de burla habitual—. Necesitarás usar zapatos en el lugar a donde iremos.

—¿Y qué lugar es ese?

—Solo sígueme, ya verás cuando lleguemos.

—Ese es exactamente el problema —dijo la chica con algo de hastío—: ya estoy cansada de seguirte y de escucharte, Hiroshi, ni siquiera quiero verte. Deberías irte...

Astrid devolvió la mirada al libro, pero él movió las botas y se sentó también en el suelo.

—Yo... —comenzó a decir Hiroshi—. Siento la forma en la que te traté, Astrid, la forma en la que te he tratado todo el tiempo...

Ella lo miró, algo incrédula, esperando que rompiera en una carcajada en cualquier momento. Pero no lo hizo.

—¿Te estás disculpando verdaderamente? —preguntó ella—. ¿O es solo para que te permita volver a meterte entre mis bragas? Porque en ese caso estás perdiendo tu tiempo —sentenció, decidida.

—Solo ven conmigo... —La miró a los ojos de una manera suplicante—. Por favor...

Astrid suspiró, agotada, pero colocó el libro sobre la cama y extendió su mano para tomar las botas. Una parte de ella quería que él simplemente saliera de la habitación y nunca más se le acercara. Sin embargo, la otra parte seguía esperando ese milagro que sabía que nunca iba a llegar.

«Eres una imbécil, Astrid...», se reprochó mientras se colocaba las botas. Le quedaban bastante ajustadas. Aun así, no dijo nada, solo se levantó del suelo y se acomodó la ropa. Hiroshi le extendió una mano, pero ella no la aceptó y avanzó sola hasta la salida.

Le resultó increíblemente extraño caminar a su lado hasta el auto y cruzar la verja, pasando todos los guardias de seguridad. Solo la había cruzado en dirección contraria, la noche que él la había entrado por la fuerza. No podía dejar de sentir que aquella chica que había llegado llorando y dando traspiés casi un mes atrás, no tenía casi nada en común con la que estaba en el auto de Hiroshi por voluntad propia, pero profundamente decepcionada de su actitud.

Ambos se mantuvieron en silencio durante todo el trayecto, que se extendió por casi media hora. En lugar de ver edificios y autos, cada vez se alejaban más en dirección contraria al centro de la ciudad por una carretera totalmente desolada. No obstante, respirar un aire diferente y salir de aquella casa hacía que un ligero sentimiento de desahogo la invadiera.

Finalmente, el chico detuvo el auto. Ella lo miró, esperando su confirmación para bajarse. Al ver que él abrió su puerta y salió fuera, decidió hacer lo mismo.

Estaban en medio de la nada, un lugar por el cual solo pasaban las vías de un tren. No había ninguna construcción cercana que alcanzara a ver en ninguna dirección, solo algunos árboles y un inmenso terreno vacío. Sin embargo, se sintió libre por primera vez en semanas y, si algo deseaba en ese momento, eso era correr y correr sobre las rocas hasta llegar a algún lugar conocido.

Pero sabía que eso era imposible en su estado, así que solo se limitó a observarlo y a esperar alguna explicación de por qué la había llevado ahí.

—Cuando era pequeño sentía una especie de fascinación por los trenes —dijo Hiroshi luego de unos minutos de silencio—, pero nunca tuve la oportunidad de subirme a uno. Mi familia viajaba muy poco dentro del país, y siempre lo hacíamos en auto...

El chico se sentó sobre las rocas y comenzó a jugar con una en su mano, pero sin dejar de mirar hacia las vías.

—Cuando mi madre murió me sentí tan impotente y tan desconsolado que traté de correr hasta aquí —continuó. Astrid se sentó a su lado, escuchándolo con atención—. Llegué casi sin fuerzas y me senté en este mismo sitio a esperar que pasara alguno, para al menos fantasear con que podría irme muy lejos, a algún lugar donde no doliera tanto...

» Estuve horas aquí, y mi desesperación aumentaba con cada jodido minuto que pasaba, pero el tren nunca llegó. Finalmente, grité. Grité con todas mis fuerzas hasta casi perder la voz, y luego lloré desconsoladamente. Me sentía culpable porque soy un «Dragón», y los «Dragones» son fuertes, nunca deben mostrar debilidad. Pero nadie me vería, de cualquier modo, así que no me importó... Esa fue la última vez en mi vida que lloré...

—Eso es una tontería —susurró Astrid—, todos pasamos por malos momentos y debemos desahogarnos.

—Quizás, pero el dolor solo nos hace vulnerables, Astrid, en ocasiones es mejor suprimirlo...

—No siempre es posible evitar sufrir. Hay cosas que nos lastiman que van más allá de nuestro alcance.

—Lo sé. —Hiroshi miró al cielo, que estaba totalmente despejado salvo por algunas nubes blancas—. Me tomó un poco comprenderlo... El día que regresé de realizar el trabajo que me encomendó mi padre me sentí justo como aquella tarde, Astrid, pero no vine aquí... En lugar de eso fui a tu habitación. Tú me abrazaste sin pedirme explicaciones y me hiciste sentir tranquilo como nunca antes lo había estado...

Astrid quedó sorprendida por su confesión, y él la miró con sus vibrantes ojos azules de un modo que nunca la había mirado antes, haciendo que un enorme nudo se le formara en la garganta.

—Tú eres ese tren que tanto esperé que pasara por mi vida... —volvió a hablar Hiroshi—. Eres lo único capaz de devolverme verdaderamente la paz, Astrid, y yo no he dejado de herirte una y otra vez...

Un pequeño sollozo se le escapó al escucharlo y algunas lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Sí que la había lastimado, pero ella no conseguía odiarlo por eso.

—Ven aquí... —le dijo Hiroshi poniéndose de pie y ayudándola a levantarse también. Él eliminó la distancia entre los dos y sostuvo delicadamente su rostro con ambas manos sin dejar de mirarla a los ojos—. Yo no soy una buena persona, Astrid, y nunca lo seré, pero sí puedo ser alguien que te quiera y te proteja.

—Hiroshi... —dijo ella casi sin poder hablar—. ¿Cómo piensas quererme si tú no sabes nada sobre el amor? Eres demasiado egoísta como para lograr querer a alguien que no seas tú mismo...

—Al menos déjame intentarlo... —suplicó él—. Vámonos a Japón y comencemos una nueva vida allá, donde nadie nos conozca y donde tú dejes de ser una prisionera... Déjame intentar amarte, princesa rebelde, déjame intentar hacerte feliz...

Todo el cuerpo de Astrid flaqueó al escucharlo, y el llanto le dificultaba respirar. ¿Acaso existía una pequeña posibilidad de que ellos pudieran ser felices juntos?

—¿Y qué pasa con tu destino de ser el líder de los Sakura? —preguntó ella—. ¿Y qué pasa con mi familia, nunca más sabré de ellos o ellos de mí?

—Yo puedo ser el líder de los «Dragones Rojos» desde allá también, mi tío nunca ha abandonado su país. Y, con respecto a tu familia, te permitiré hablar con ellos, te permitiré decirles que estás bien, que estás viva, solo no podrás decirles dónde... Solo dime que sí, princesa rebelde, dime que aceptas irte conmigo...

—Yo... —Astrid hizo un intento de hablar, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta, así que se limitó a asentir de una manera casi imperceptible.

Y eso fue suficiente para que Hiroshi uniera los labios de ambos y los fundiera en un apasionado beso. Los pensamientos de la chica se detuvieron ante el contacto de sus bocas y de sus cuerpos, y solo lo abrazó con fuerza. Él no tenía idea del poder que ejercía sobre ella, sobre todo en ese momento en que un pequeño rastro de esperanza se abría paso entre ellos luego de tanto sufrimiento.

Astrid no sabía si verdaderamente lograría ser feliz con Hiroshi, pero en ese instante, mientras él la besaba, tenía la profunda certeza de que quería intentarlo con todas sus fuerzas.

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