Capítulo 3. El Anillo.
Phil nunca había hecho tanto en su vida como cuando se dedicó a luchar contra los demonios alados.
Y era irónico, porque se suponía que estaba a nada de figurar como un Caballero. Inhaló y exhaló y limpió el sudor que bajaba por su frente, habiendo empapado ya parte de su camisa. Sus manos temblaron cuando enarbolaron la espada por ocasión número indefinida, y se lanzó contra otro de los demonios.
Esquivó un golpe que podría haber sido mortal e hizo un salto para evitar ser descabezado por sus grandes y horribles garras. Aterrizó unos centímetros a su izquierda, se balanceó y luego hincó la espada contra el estómago de la criatura, que chilló y empezó a aletear hasta que Phil se vio obligado a quitarle la espada y verlo marcharse volando con la sangre dejando un rastro en la madera del barco.
Los demonios poco a poco fueron perdiendo terreno, o quizá se cansaron de luchar contra un grupo de inútiles humanos que no llamaban por completo su atención. Cualquier opción sería comprensible. El punto fue que se marcharon y ellos ganaron, o ganaron lo suficiente como para que quedaran algunos vivos y, entre ellos, la gente que sabía controlar el barco.
Phil ni siquiera se enteró de que la batalla había acabado hasta que miró por encima de su hombro y se quedó en blanco al ver que ya no había demonios. En cambio, había pequeñas sombras sobre el cielo que se movían lentamente hacia el norte; pronto, serían problema de alguien más. Se quedó estático y luego bajó la cabeza.
Los cadáveres que había ahí le dejaron mareado.
Los demonios no perdían el tiempo hiriendo solo a sus víctimas, sino que, al asestarte un golpe y probar tu sangre, te perseguían hasta matarte, porque no admitían errores, así que eran pocos los humanos que sobrevivían a la herida de un demonio. Quizá era orgullo o una extraña ley de vida. Lo cierto era que nadie lo sabía.
Y a nadie le interesaba saberlo.
Se mordió con fuerza el labio inferior y ayudó a la gente que estaba viva aún a contar las bajas. Dieciséis hombres. Todos ellos con latido ausente y miradas perdidas en el cielo.
—¡Malditos bastardos! —se quejó el capitán Arturo, escupiendo al suelo y alzando su dedo medio hacia el cielo en señal de disgusto—. ¿Por qué querrían atacar hoy? Desgraciados... En serio no me creo esta mala suerte.
Phil se quedó callado, de pie en una esquina y observando a un par de hombres limitarse a arrojar los cuerpos al mar. No podían darse el lujo de quedarse con los cadáveres en descomposición... Y tampoco tenían las herramientas para mantenerlos sin arriesgarse a que fuera más perjudicial que benéfico.
Y sintió una punzada de entre culpa y rabia.
"¿Por qué no me avisaste?", pensó, con la intención de que aquella pregunta llegara hacia los entes que le habían hablado antes.
No obtuvo una respuesta y eso le hizo enfurecer
"¡Si me necesitas para salvar al mundo, necesito estar vivo! ¡No sé quiénes sean, pero estoy seguro de que podrían haberme dicho algo!".
Phil supo que aquellos entes le habían oído y habían acabado ofendidos, pues una punzada que se sintió como una quemadura tomó espacio en su pecho, y maldijo entre dientes.
De todos modos, no le importaba.
.
Pasó los siguientes días en la habitación del barco que le correspondía, muy apenas si atreviéndose a salir.
Se sentía culpable por las muertes y por no haber salido antes a cubierta para ayudar a terminar con los demonios... ¿Habrían podido salvarse más hombres si hubiera llegado antes? ¿O quizá habría muerto él? No había manera de saberlo, y tampoco la había de averiguar si aquello podría haberse evitado de saberlo en un comienzo.
Soltó un ruidoso suspiro y pasó una mano por su cuello.
Ya, demasiado con odiarse a sí mismo. Había pasado años haciéndolo en su adolescencia, por lo que sabía que nunca conducía a los mejores pensamientos o acciones.
El día en que llegaron al puerto, Phil estaba en la superficie del barco, observando con cierto gesto vago y cansado la costa a la que lentamente se acercaba. No podía evitar pensar que había pasado por tanto en un solo día para llegar ahí... Apretó los puños y luego mordió con fuerza su labio inferior.
¿La familia de la gente que había muerto durante el ataque de los demonios lo entendería? ¿Se molestaría con el capitán Arturo por haber tomado la decisión de lanzar los cuerpos al agua? No sabía por qué, pero de pronto un montón de pensamientos al respecto le sobrevinieron a la mente.
Phil también se preguntó si se enojarían con él por no haber protegido a la gente como quizá lo habría hecho otro caballero.
Sí, era un desastre.
Tal vez por eso había acabado fuera de Heldoria para empezar.
Bajó con pereza del barco una vez que este se detuvo junto al muelle y desplegó sus escaleras. Todos los que habían sobrevivido al ataque bajaron también, aunque al poco rato cada quien se dispersó hacia su camino.
Phil, por otro lado, no avanzó demasiado ni fue muy lejos.
—Maldición —se dijo a sí mismo, mirando hacia el cielo—, ahora que estoy aquí... ¿A dónde se supone que debo dirigirme?
No hubo una respuesta a cambio. A esas alturas rara vez obtenía una.
Rodó los ojos con exasperación y bajó la cabeza, avanzando con lentitud hacia el mercado ambulante que se había colocado metros más allá sobre la costa. Las botas de Phil se hundieron bajo la arena al momento de avanzar hacia el mercado, asumiendo que era el mejor sitio para preguntar sobre posadas, puesto que, como cualquier persona en su sano juicio, jamás se le ocurriría pasar la noche sin el refugio de cuatro paredes y un techo a su alrededor. El mercado era grande y se extendía hacia las calles más allá de él; había todo tipo de puestos y personas ahí. Se vendía comida, animales y hasta artesanías. Sin duda, todo era un sitio genial para pasarla en grande cuando uno venía de visita.
Sin embargo, ni siquiera logró internarse en el mercado antes de escuchar el chillido de alguien rasgar el aire.
—¡Ladrón, hay un ladrón! —gritó la voz aguda y femenina, perteneciente a una mujer en uno de los puestos. Ella estaba sobre el suelo, señalando con terror hacia uno de los callejones que se abrían a espaldas de los puestos.
Phil, inevitablemente, se acercó. Había sido entrenado para sentirse incapaz de ignorar gritos de ayuda como aquel, así que caminó en aquella dirección.
—¿Está bien? —le preguntó a la mujer con consternación. Cabello marrón y sostenido por una pañoleta roja. Ojos azules bonitos y empañados en terror.
—¡Claro que no estoy bien, me acaban de robar! —gritó ella a cambio, echándose a llorar y cubriéndose el rostro. Sus hombros se sacudieron a la par que lloraba y tembló con fuerza—. ¡Exportamos ese anillo desde las Tierras Salvajes...! ¡Y ahora ya no está, se lo han robado, era el trabajo de la vida de mi esposo!
Phil se quedó estático, con una sonrisa entre forzada y confundida.
Miró hacia el callejón al que la mujer había señalado, y entonces vio algo; una sombra que se escurría entre la distancia, muy apenas siendo visible y la cual no habría notado de no ser por la manera en que se movía y era imposible de no percibir.
—Encontraré al ladrón y le devolveré su anillo —prometió entonces Phil, incorporándose.
La mujer le miró con ojos suplicantes.
—No es un anillo cualquiera —le advirtió—, ¡es muy peligroso y puede controlar a criaturas! ¡Tenga cuidado!
Phil no respondió, porque ya se había puesto en movimiento y en marcha para pisarle los talones al ladrón. No era una persona que odiara con su alma el acto de hurtar, pues sería una mentira decir que durante su infancia alguna vez no se le ocurrió robar una hogaza de pan o una pieza de manzana. Sabía que vivía en un mundo donde, de vez en cuando, la gente solo podía valerse a través de una acción tan deshonrosa como aquella.
Sin embargo, lo que no perdonaba Phil era a la gente que no robaba por necesidad, sino por codicia y, por instinto, supo que el ladrón que perseguía se trataba de este caso. No había un motivo lógico por el que sospechara esto, sino que era este rasgo suyo que había desarrollado durante su entrenamiento como caballero.
El viento azotaba contra su rostro y le sacudía el corto cabello hacia atrás. Su corazón le latía con fuerza contra el pecho y por sus venas corría una fuerte dosis de adrenalina. Hacía tiempo que no corría así... Y no podía negar que a veces le gustaba hacer eso. Solo correr y olvidarse de forma fugaz de los problemas que le acechaban.
Aunque, en este caso, no corría por despecho, sino para atrapar a un ladrón y, también, para ayudar a alguien.
Soltó un suspiro e imprimió velocidad a sus pasos. Girando en esquinas, subiendo calles inclinadas y atravesando callejones angostos. Brincó por encima de un par de muros y esquivó a una gran cantidad de transeúntes que se le cruzaban en el camino. Su respiración se agitó y maldijo cuando vio a la sombra trepar por un par de escaleras en forma de caracol que rodeaban un edificio; apretó los dientes y le imitó, subiendo de dos en dos los escalones y esforzándose al máximo para no perderlo de vista.
—¡Alto ahí! —gritó Phil con la voz desgarrada. No le gustaba hablar cuando corría, porque su voz siempre se tambaleaba y le hacía parecer aterrado.
Observó al ladrón llegar hasta lo más alto de las escaleras y luego subió hacia el tejado del edificio. Phil lo perdió de vista por unos momentos.
Cuando lo emuló y estuvo de pie en el techo del edificio, respiró con dificultad y se limpió el sudor que le corría por la barbilla, viendo a su alrededor con confusión.
¿En dónde se había metido el ladrón? Giró sobre sus talones hacia todos lados con el corazón latiéndole en los oídos; pero nada, no había señales de la persona a la que había estado siguiendo.
Y de pronto, algo lo atacó.
Phil muy apenas si parpadeó antes de ver una sombra justo frente a él, que le golpeó duramente en la nariz y lo forzó a caer al suelo de un barrido. Phil maldijo y jadeó, sintiendo un dolor que se repartía entre la parte posterior de su cabeza, sus pantorrillas, su nariz y su orgullo.
—Si sabes lo que te conviene, te mantendrás alejado de mí —siseó una voz que le resultó lejana y algo hipnotizante.
Como las esquinas de su visión estaban oscurecidas, Phil no pudo ver el rostro a quien acababa de hablarle, pero lo vio de pie frente a él.
Y también vio el anillo que la mujer le había pedido buscar en su dedo anular.
Esto encendió una llama de furia en Phil.
Había entrenado en peores condiciones y contra peores personas. Así que Phil, en medio de la locura y la ira, se lanzó a los pies del ladrón, forzándolo a perder el equilibrio y caer al suelo en un doloroso estruendo.
Sin perder tiempo, Phil se subió a horcajadas y le tomó del cuello de la camisa a modo de amenaza. No tenía su espada, así que había ido a buscarlo prácticamente indefenso.
—¡Bajo el nombre de la ley y lo que confiere, estás arrestado por el crimen de hurto! —dijo Phil, omitiendo la parte de "ley de Heldoria", pues sabía que él no tenía jurisdicción como caballero en ese país... aunque eso no evitaría que pudiera ir a dejar a ese ladrón en manos de las autoridades correspondientes.
La capucha del ladrón, que hasta ese momento había cubierto su rostro, se cayó hacia atrás.
Phil se quedó paralizado cuando vio el rostro del ladrón y lo miró, estático e incrédulo.
Piel blanca cual nieve. Cabello oscuro como el ónix.
Y unos ojos rojos que parecían pertenecer a un mismísimo demonio.
Era, pues, un Poseído.
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