Capítulo 2. Un viaje sin retorno.
—¡Izen las velas y aflojen las amarras!
—Disculpe, ¿puedo hablar con usted?
—¡Suelten esos costales, idiotas! ¡A donde vamos habrá más!
—Disculpe... Eh...
—¡Y por la piedad de Zamish, no suban a bordo a ese jabalí!
—¡Disculpe!
El capitán del barco finalmente miró a Phil. Tenía un parche en el ojo izquierdo, que era lo primero que Phil había notado en cuanto alguien le indicó que era el único que podía llevarle a su destino. También tenía una barba espesa, el ceño fruncido y su ojo descubierto mostraba un intenso azul. Su cabello era anaranjado con franjas rojas, y su ropa era sucia y descuidada.
—¿Qué quieres? —espetó el capitán.
Phil se puso nervioso de pronto. Desdobló el mapa que llevaba entre manos y le mostró el punto que estaba al otro lado del puerto donde se hallaban.
—¿Su barco se dirije hacia la Isla de Vanix? —inquirió, frunciendo las cejas.
El capitán escupió algo al suelo.
—¿Quién pregunta?
—Bueno, esperaba que pudieran llevarme allá... Soy un caballero de la Corte de Luz, por si se pregunta. No soy ningún vago y tengo el dinero suficiente para pagar lo que usted solicite...
Por unos momentos, el guardia permaneció en silencio. Examinó a Phil en silencio con la nariz arrugada y los ojos (el ojo) entrecerrados.
—Buah, ¿por qué motivo un caballero de esa tal Corte querría ir a la Isla de Vanix? —inquirió con las cejas alzadas.
Una sonrisa tensa asomó a los labios de Phil.
—Tengo entendido que, mientras le pague lo suficiente, no tengo por qué responder sus preguntas —contestó, esperando no oírse muy descortés.
El capitán se rio y le tendió la mano. Era más bajito que Phil, así que, cuando se la estrechó, Phil se sacudió un poco hacia abajo.
—¡Tienes razón! —exclamó, repentinamente de buen humor—. En ese caso, bienvenido a bordo de la Estela Fugaz, mi buen camarada. Soy el capitán de este barco, Arturo Blonce. Recuerda que no garantizamos que regreses a casa en una pieza.
Phil supuso que sería el mejor trato que obtendría.
El interior del barco era, naturalmente, inmenso.
Había venido hasta esa costa con la certeza de que hallaría al famoso comerciante Arturo, de quien había oído hablar por los pueblos más cercanos gracias a su habilidad para negociar y el talento que tenía para la navegación.
¿Y qué hacía Phil ahí? Las razones, a decir verdad, eran un tanto diversas. Había tratado de decirse que las visiones que le atacaban en sueños eran simples alucinaciones... Incluso después de esa aterradora noche en donde la voz le habló con gran claridad, Phil se rehusó a aceptarlo. Fingió por unos días más que no había escuchado nada.
En la quinta noche, ya no pudo seguir fingiendo.
Había viajado hacia otra posada luego de que su estadía en la primera llegara a su fin tras haber brindado los servicios que debía ofrecer como Caballero de la Corte de Luz (que, en sí, consistían en simples tareas como reparar tejados, montar guardias durante las tardes y ayudar a los niños en sus más simples peticiones), y acabó en un sitio algo alejado de la civilización. Era un pueblo rodeado de oscuridad, con cabezas de animales clavadas en estacas en la entrada y un camino de tierra que dirigía hacia el resto del pueblo.
Era pequeño, cosa inusitada dentro de las murallas de Heldoria, y también algo aterrador.
Phil había tomado una de las habitaciones en el piso inferior en la posada y, tras recostarse en la cama, se quedó mirando al techo.
—No puedo dormirme... —había murmurando para sí mismo, llevándose una mano al pecho.
Desde aquella noche de la voz, una marca se había formado sobre la superficie de su piel. Era oscura y delgada. Atravesaba desde su clavícula hasta su abdomen de manera irregular. No se veía como una cicatriz, porque era más oscura y, además, Phil tenía la sospecha de que no había arma que hiciera un corte tan extraño como ese; era un zigzag uniforme y continuo. No dolía al tocarlo, pero definitivamente era raro.
Phil cerró sus ojos, tragando saliva.
Había evitado quedarse dormido la noche anterior.
Esta vez, no pudo evitarlo, y se sumió en un profundo sueño.
—¡Aquel que desobedezca las órdenes del mismo Destino será castigado!
Era una voz diferente a la que oía en los otros sueños; más grave y densa y, sobre todo, enojada.
Phil despertó con la marca en su pecho doliendo como si fuera una quemadura esa noche. Gritó y gritó, pero nadie vino a ver qué sucedía.
—Así como ahora mismo tu dolor y miseria pasa desapercibido, así pasará con el futuro del mundo si te empeñas en hacer caso omiso de la misión que se te confiere.
Las lágrimas se habían arremolinado en torno a los ojos de Phil.
Esa fue la noche en que finalmente se dispuso a escuchar la voz. Se levantó. Era de madrugada y afuera llovía a cántaros. Incluso si se revisó el pecho, no halló nada fuera de lugar. No había señales de quemaduras ni rastro del intenso dolor que había sentido momentos atrás y que ahora latía en su memoria.
Maldijo con fuerza y golpeó el suelo.
—Dime a dónde se supone que debo ir —gimoteó, enterrando su rostro entre sus manos y sollozando.
No entendía por qué debía ser él. No tenía claro qué razón tendría una criatura superior de elegir a un caballero que todavía no concluía su servicio para hallar a quien fuera que estuviera destinado de salvar el mundo...
Salvarlo.
Eso era cosa seria.
Y, si era el destino de esa tal persona, ¿por qué debía hallarla? ¿En qué afectaría el rumbo del mundo si la encontraba o no? ¿No debía la profecía, más bien, hacer entrar a razón a ese supuesto salvador?
Había tantas preguntas y ninguna respuesta. Tan exasperante y horrible que dolía.
Phil encendió la luz débil y amarillenta del candil, parpadeando varias veces al verse en el espejo que yacía junto a la habitación. Se quedó sin aliento al ver que aquella marca en su pecho sí tenía algo de raro, incluso si al inicio en medio de la oscuridad no lo distinguió.
Era un mapa.
Los labios de Phil se entreabrieron y retrocedió un paso, perplejo. Pero ahí estaba. Pequeñas formas que se interpretaban como países en su pecho. Había estudiado la geografía de Heldoria en el colegio, por lo que era capaz de distinguir la costa que la separaba de una de las islas a su alrededor.
—¿En serio...? ¿No había otra forma de decirme a donde debo ir? —cuestionó en un hilo de voz, tragando saliva.
Se preguntó si aquello era un castigo por haberse empeñado en ignorar la voz. Asumió que era así a falta de una respuesta o un motivo para creer lo contrario.
Cerró los ojos y se lamentó en silencio. Pero esa noche se decidió a dirigirse hacia aquella isla que marcaba en su pecho.
La marca en forma de mapa desapareció al día siguiente, mas la fina línea permaneció ahí.
Y, ahora y de vuelta al presente, Phil se dejó caer sobre el catre que yacía en la planta baja del barco. Compartía aquella habitación con otras tres personas, pero todas ellas estaban dormidas en este momento.
Phil se recostó al final sobre el catre inferior de la litera, oyendo como el hombre en la cama superior se movía y hacía chillar con fuerza la madera.
Apagó la vela que estaba en la mesita al lado y suspiró. Miró la pared a su lado izquierdo y cerró sus ojos al poco rato.
Se despertó por el intenso ruido de una batalla.
Frunció el ceño y sus ojos se abrieron de par en par, incorporándose sobre la cama y restregando sus párpados con visible cansancio.
—¿Qué sucede...? —preguntó a nadie en particular. Se sobresaltó al descubrir que la gente que estaba en su cuarto estaba de pie frente a la puerta, que habían bloqueado con una silla, con armas en sus manos y expresiones sombrías.
—¡Nos están atacando! —explicó un hombre delgado y de barba incipiente, que llevaba una espada en su mano y un escudo en la otra—, ¡no se te ocurra abrir la puerta!
Phil parpadeó varias veces.
—Pero... —Meneó la cabeza, levantándose y mirando a su alrededor con notable desorientación. Despertarse en una situación así no era lo más saludable para nadie—. ¿Quiénes nos atacan?
—¡Por Zamish, es obvio que los demonios! —contestó otro hombre, que estaba apoyado contra la puerta y lucía entre cansado y ofuscado—. Es increíble nuestra suerte... ¡Raras veces hay ataques como estos durante un viaje en barco!
Phil pensó en esto. Era consciente de que a los demonios no les gustaba mucho el agua; preferían la oscuridad y la tierra, por lo que solían estar apiñados en los bosques y solo se arrastraban lejos de ahí durante las noches para hallar una víctima que no estuviera escondida entre paredes de hierro y claveles.
Así que, si había demonios atacando el barco, solo podía deberse a que tenían alas.
Y si un demonio normal ya era aterrador, uno con alas era el doble de horrible. Podía arrastrar a sus presas por el aire y luego soltarlas en el mar. Rara vez mataban por comer. Ellos solo vivían de la crueldad que había en el acto de matar, aunque solían dejar tranquilos a los animales; en sí, estaban ensañados contra los seres humanos.
Eran contados las embarcaciones que sobrevivían a los ataques de los demonios alados.
Phil temió que ellos no estuvieran dentro de esas cuentas.
Pasó una mano por su cabello y retrocedió un paso. Tensó la mandíbula y parpadeó varias veces.
¿Qué se suponía que significaba ese ataque? ¿No que debía llegar a la Isla de Vanix para encontrar a quien iba a salvar el mundo? ¡No tenía sentido! La frustración se esparció por su pecho y sus nervios se crisparon.
—¿No deberíamos salir a ayudar? —preguntó Phil, inseguro. No tenía una espada, porque se suponía que le concederían una cuando concluyera su servicio, así que ahora solo tenía una daga atada al cinto y una determinación que no tenía idea de dónde había salido.
—¿Bromeas? —se quejó el hombre que le había hablado primero, chasqueando la lengua—, ¡salir es un suicidio!
—¡Y si la gente que está afuera muere, también será un suicidio! Moriremos todos con el barco si las únicas personas que pueden dirigirlo son asesinadas —contestó Phil, procurando no alterarse demasiado por la situación, pues no reaccionaba del todo bien cuando lo hacía. Inhaló y exhaló varias veces. Frotó su cuello y, con un tono más tranquilo, agregó—: Hagan lo que quieran. Yo saldré a ayudar.
Ninguno de los hombres ahí se planteó detenerlo y le dejaron abrir la puerta para abandonar el camarote. Phil miró el pasillo. Sintió un nudo formarse en su garganta y sostuvo de forma temblorosa la espada que el hombre junto a la puerta le había ofrecido. Pesaba más que las espadas que le habían prestado durante sus entrenamientos.
Se mordió el interior de la mejilla y luego avanzó.
En la parte de arriba todo era un caos.
Las pupilas de Phil se dilataron en horror y mortificación cuando vio los cuerpos en el suelo. Con arañazos en la piel al rojo vivo. Sangrando como un canal de agua. La sangre se disolvía con la lluvia que caía desde el cielo. Las nubes estaban oscuras a más no poder y todo su alrededor era una mezcla de confusión y duda.
Entonces los vio.
A los demonios alados.
Eran grandes y muy feos, aunque ciertamente todos los demonios eran feos. Su piel estaba hecha de escamas rojas brillantes y sus alas eran parecidas a las de un insecto, por lo que, del mismo modo, nadie entendía cómo era que sostenían su tamaño a pesar de su delgada apariencia. Sus cuerpos tenían el tamaño de un león y de sus fauces asomaban colmillos como los de una serpiente. Eran tan aterradores y rápidos como cualquier otro animal, e incluso eran más inteligentes.
Las pocas personas que todavía estaban de pie seguían luchando contra los demonios.
Phil abrió los ojos de par en par y no se permitió quedarse ahí inmóvil.
Así que se lanzó al ataque contra los demonios alados, incluso si no tenía idea de si aquello le costaría la vida.
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