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El amor lleva aroma de azahar


Sevilla. Año del Señor de 1755

Inhaló con fuerza y el aire llenó sus pulmones con los olores a incienso y a castañas asadas, los aromas de su tierra sevillana. ¡Cuánto la había echado de menos! Se solazó en aquella sensación, dejando que el sol besara su piel con aquella benigna dulzura que poseía el clima a finales de octubre.

El tiempo pasado en ultramar le había parecido un infierno, no solo por el calor de aquellas tierras inhóspitas, los mosquitos y las extrañas fiebres que consumían el alma y el cuerpo, sino también por los peligros que suponían los nativos y el mismo viaje por mar con inesperadas tormentas y asaltos de los piratas que surcaban aquellas aguas. A pesar de todo, allende el océano había un nuevo mundo en el que, si tenías buena sesera y aguzado ingenio, podías ganar muchos reales. La fortuna que otros tardaban años en conseguir, él la había forjado en tres años, y, además, se había labrado un nombre.

Ya no era tan solo Martín Domingo, el niño que había sido abandonado, apenas recién nacido, en la puerta del hospital de la Misericordia y al que habían llevado después a la Casa de Niños Expósitos. Con el favor de Dios y de la Corona, y gracias a su trabajo y esfuerzo, ahora era Don Martín Domingo, hidalgo y caballero por sus méritos y servicio a su majestad Fernando VI en las Indias Occidentales. Además, no solo poseía un título, también había traído consigo abundantes riquezas: oro, plata y piedras preciosas, con las que podría cumplir lo que un día había jurado ante el Santísimo Cristo de la Vera Cruz.

Dejó atrás el puerto, con los barcos meciéndose en las espejeadas aguas del Guadalquivir, y se internó por las callejuelas del barrio del Arenal. Al pasar frente a la Patriarcal, con la torre de la Giralda y su fachada cuajada de arquivoltas y relieves, lo invadió la nostalgia. Se retiró el tricornio en un gesto de respeto y musitó una oración. Luego se lo caló de nuevo sobre la cabeza, ocultando su negro cabello que llevaba recogido en una coleta, y siguió hasta la plaza de San Francisco. De allí continuó por la calle de la Carpintería y se detuvo antes de girar por la de la Serradería. Clavó su mirada al frente donde unos metros más adelante, en la conocida como calle Cuna, se alzaba la Casa de los Niños Expósitos.

Viéndolo allí detenido, anclado al suelo, unas damas que pasaron a su lado comenzaron a murmurar mientras lo observaban como si hubiera perdido el oremus. ¿Qué sabían ellas de sus cuitas, de cuánto había penado en aquel lugar por saberse hijo de nadie? Bien podía haber sido él uno de los personajes de esas novelas de Cervantes, igual que Rinconete y Cortadillo. Si Dios tenía a bien darle hijos propios, caminarían con la frente en alto y no dejaría que pasaran hambre de pan ni del calor del afecto humano.

Continuó su camino hasta llegar a la Cuesta del Rosario. Las casas de fachadas encaladas se apiñaban unas junto a otras como una ristra de perlas. En las ventanas y los estrechos balcones de hierro forjado estallaba una profusión de colores en las macetas, las flores bañaban con una pátina alegre la callejuela. Aunque bien sabía Martín que no todo era música y castañuelas tras aquellas paredes donde arreciaba la hambruna, la pobreza y otras miserias mayores de las que había sido testigo durante los años que allá vivió.

A pesar de todo, sucumbió a la añoranza cuando se detuvo frente a la vieja puerta de madera que aún conservaba algunas de las muescas que había grabado en ella siendo un infante. Inspiró hondo y golpeó con los nudillos. Desde el interior se escuchó una voz y el corazón se le desbocó como un toro bravío, embistiendo contra su costillar.

—¡Ya va, ya va! Válgame el cielo, qué prisas tenemos —rezongó la mujer mientras abría. Sus ojos se estrecharon para protegerse del brillo que la luz arrancaba a las fachadas y contempló con desconfianza a aquel señoritingo.

Martín se quitó el sombrero y sus labios, sobre los que lucía un cuidado y fino bigote, se curvaron en una sonrisa.

—Bernarda.

Pronunció su nombre con tanta calidez como anidaba en su pecho al mirar aquellos cabellos grises recogidos en un moño, las ajadas mejillas y los ojos oscuros que se cuajaron de lágrimas apenas ella lo reconoció.

—¡Ay, mi buen Jesús! Has vuelto, mi niño, has vuelto. —Un sollozo mitad alegría, mitad incredulidad, escapó de su garganta.

La envolvió en sus brazos con ternura y ella se aferró a él como si no quisiera dejarlo ir nunca más. No la recordaba tan pequeña y frágil, pero su aroma y el cariño con que lo acunó eran los mismos.

Bernarda había sido una de tantas nodrizas externas que había acudido a la Casa Cuna para pedir que se le asignara un expósito y criarlo en su casa a cambio de un sueldo de unos veinte reales de vellón al mes. Quiso la Providencia que le fuese entregado él a esta buena mujer que lo crio con la dulzura de una madre y que, al cumplirse los dos años y medio, tiempo en que debía devolverlo a la Inclusa, decidiese quedarse con él por caridad cristiana, sin pago alguno, y porque decía que le había robado el corazón con su cara de pillo y los hoyuelos que aparecían en sus mejillas con cada sonrisa.

La buena mujer le pasó las palmas por el rostro, los hombros, los brazos y el pecho, en la necesidad de comprobar que se lo habían devuelto entero.

—Estoy bien —le aseguró con una sonrisa en los labios.

Bernarda asintió solemne. Sus ojos oscuros brillaron con alegría contenida.

—Bienvenido a casa.

«A casa», repitió él mientras recorría las pequeñas estancias repletas de recuerdos y el pasillo que conducía al patio. El único hogar que había conocido en su infancia y del que llegó a avergonzarse cuando conoció a Don Rodrigo Melgarejo y a su hija Carmen. Se tensaron los músculos de su mandíbula firme y rasurada con aquel recuerdo de su ingratitud, convertido en su alma en herida que aún no había podido cicatrizar.

—¿Vas a ir a buscarla? —le preguntó Bernarda cuando se acomodaron en el patio que olía a flores y a hierbabuena. Sacudió la cabeza cuando él la miró con el ceño fruncido—. Soy tu madre, aunque no te haya parido, y te conozco. Padeciste por culpa de Carmen y te marchaste por su causa. No me hace falta conocer lo que hiciste en aquellas tierras perdidas de la mano de Dios, me basta con saber que has vuelto sano.

—Y rico.

Ella sacudió la cabeza de nuevo.

—La riqueza no siempre trae cosas buenas, mi niño, ya lo sabes —lo amonestó con tono severo.

Sí, lo sabía bien. Carmen y él se habían enamorado apenas se conocieron un domingo a la salida de la iglesia. Él la había rondado después, cortejándola con palabras dulces, con flores y besos robados a través de las rejas. Iban a casarse. Don Rodrigo, hijo de un capitán de fragata, caballero de Calatrava y de la Real Maestranza local, se opuso con rotundidad, hasta que las lágrimas de Carmen lo conmovieron o eso quisieron creer los dos jóvenes. Entonces los llevó a conocer a Bernarda y el hogar que lo vio crecer. Aquel maldito se había burlado de ellos, de la vida honrada y pobre que llevaban. «Cuando seas lo bastante rico para darle a mi Carmen todo lo que se merece, vuelve. Mientras tanto, mantente alejado de ella o lo lamentarás», le había dicho con un tono cargado de desdén.

Solo una vez después de eso volvió a encontrarse con Carmen, cuando le juró ante el Santísimo Cristo de la Vera Cruz que la convertiría en su esposa. Su transgresión de la orden de Don Rodrigo le costó una buena somanta de palos que casi lo mandó al otro mundo.

—¿Entonces?

La voz de Bernarda lo sacó de tales sombríos recuerdos.

—Cumpliré mi juramento. Va en ello mi honra y mi honor —replicó con la voz tensa.

—Honra y honor se han llevado a muchos caballeros a la tumba —sentenció mientras clavaba en él sus ojos oscuros. Martín había cambiado. Dejó escapar un suspiro cansado—. ¿Todavía la amas? Porque la venganza no es buena compañera de cama, hijo.

—¿Carmen se ha casado? —inquirió él a su vez.

La mujer negó con la cabeza.

—Y no será porque su padre no lo haya intentado, pero la muchacha no ha querido saber nada de los caballeros que la pretendían.

Martín sintió un alivio inmediato. Aquel había sido su mayor temor durante los tres años que había pasado fuera: que Carmen se olvidara de él y se prometiese a otro.

—Se casará conmigo.

Bernarda resopló ante la testarudez del joven.

—Pues más te vale que empieces a entonar algunos Paternóster, porque vas a necesitar un milagro para convencer a Don Rodrigo.

—Los dineros bastarán para ello. —Una sonrisa desdeñosa curvó los labios masculinos. Cuando vio que los de ella se fruncían, antes de que pudiera reconvenirlo, añadió—: ¿Sabe que en la tierra de donde vengo había flores más grandes que mi puño? Y de todos los colores que pueda usted imaginar. Además, se crían solas.

—Ya será menos. —La mujer se rio con deleite—. Que nada crece en este bendito suelo sin el concurso del Creador.

—He traído algunas semillas para que las plante. Verá qué bonitas quedan.

—No hay flor más hermosa que el azahar cuando derrama su perfume desde el Patio de los Naranjos, por todas sus calles y callejuelas, hasta la Alameda con sus fuentes y arboledas —replicó, enfervorecida—. El aire de Sevilla huele a dulzura y a...

—...a boñiga de caballo —completó con una carcajada.

Bernarda le dio un manotazo. Él se levantó y la abrazó con fuerza.

—La he echado mucho de menos.

Las palabras cargadas de afecto, junto al hecho de tenerlo de nuevo en sus brazos, le hizo verter algunas lágrimas que enseguida se enjugó con la punta del mandil.

—Anda, calamidad, cuéntame más cosas sobre aquellas tierras.

Y Martín la complació.

***

«¿Todavía la amas?».

La pregunta de Bernarda golpeaba incesante sobre su corazón, igual que el martillo en la forja del herrero, mientras permanecía oculto tras la esquina de un edificio. Se arrebujó en la negra capa que colgaba de sus hombros cuando el aire frío arreció, sin apartar los ojos de la entrada a la iglesia de Santa María Magdalena. El oficio de misa debía estar por concluir y esperaba con nerviosismo la salida de los feligreses.

Había algunos carruajes aguardando en la plaza a sus señores, los niños jugaban en los alrededores mientras algunas parejas paseaban. Recordó con nostalgia el día en que conoció a Carmen.

Bernarda y él solían acudir a la Magdalena para el culto dominical porque en aquel templo, perteneciente al convento de los dominicos, se hallaba una imagen de la Santísima Virgen del Amparo realizada por el escultor Roque Balduque, en el siglo XVI, para que fuese patrona de la institución creada en aquel entonces por Don Fernando de Valdés, arzobispo de Sevilla, para acoger a los niños expósitos. Siendo Bernarda gran devota de aquella imagen, quiso que los dos entrasen a formar parte de la Hermandad de Nuestra Señora del Amparo, por lo que asistían a los actos de culto. Aquel domingo se cruzó con Carmen justo a la entrada del templo. Cuando sus ojos se encontraron, su corazón cayó rendido a sus pies.

El aire se llenó de pronto con el repiqueteo de las campanas al vuelo, sacándolo de sus recuerdos, y los feligreses comenzaron a salir por la puerta entre conversaciones y saludos. La pregunta que todavía martilleaba su corazón encontró respuesta cuando sus ojos divisaron la elegante figura de Carmen, con la mantilla de encaje negro que él le había regalado años atrás cubriendo su oscuro cabello. Sobre su piel marfileña destacaban, como dos luceros, unos ojos azabache y unos labios del color de las cerezas maduras. Una sonrisa se prendió de estos, y el mundo se iluminó para Martín con la misma magia con la que el sol encendía Sevilla con reflejos de oro.

«Todavía la amo», respondió para sí mientras salía de las sombras y comenzaba a atravesar la plaza de la Magdalena.

—Buenos días nos dé Dios —saludó, retirándose el tricornio, cuando se detuvo al lado de Carmen.

—Buen... —Se detuvo, llevándose la mano al pecho, cuando lo reconoció. Martín, su Martín, estaba allí frente a ella, en carne y hueso, y no como la presencia borrosa que aparecía en sus sueños—. Has vuelto.

El sonido tembloroso y dulce de su voz se le metió en la sangre igual que un buen vino añejo, calentándolo por dentro.

—Juré que volvería a por ti y soy hombre de palabra.

—¡Válgame el cielo!

Carmen se volvió hacia su carabina y dama de compañía, de la que se había olvidado por completo tras ver a Martín. El semblante arrugado de la mujer había palidecido y sus ojos parecían dos enormes esferas azules. Se santiguó como si acabase de encontrarse con el mismísimo diablo.

—Doña Aurora, por favor, no le diga nada a mi padre —le rogó.

—¡Ay, niña, no me pida eso! —Sacudió la cabeza con pesar—. ¿No recuerda ya lo que pasó hace tres años? Don Rodrigo se enfadará otra vez...

—Voy a pedirle la mano de su hija. Esta vez no me la negará —intervino Martín, confiado. Luego miró a Carmen—. Solo si tú quieres —añadió.

—¡Con toda mi alma!

El fervor con que pronunció las palabras y el amor que reflejaron sus ojos casi le hicieron hincarse de rodillas allí mismo. Tuvo que contener el sentimiento que lo desbordó y que lo impelía a saciarse de la miel de sus labios con esos besos que habían poblado sus sueños durante las noches tropicales. Se contentó, en cambio, con besar su mano.

Carmen se estremeció. No supo si fue debido al calor de los labios masculinos, que atravesó el delicado encaje de sus guantes, o al susurro que estos pronunciaron y que solo ella pudo oír.

—Espérame esta noche donde siempre.

Asintió de forma discreta y su corazón se aceleró al encontrarse con el ardor intenso que brillaba en los ojos de Martín.

***

La noche sevillana llenó las estrechas callejuelas de sombras y tachonó el firmamento de estrellas. La luna que se columpiaba sobre el negro manto que engalanaba el cielo era la única antorcha que alumbraba el camino de Martín.

Caminaba con pasos silenciosos, consciente de los peligros que encerraba la ciudad amurallada. Cuando los nobles abandonaban el calor de sus hogares, solían hacerse acompañar de antorchas y hombres de armas, ya que bastaban apenas unos segundos para perder la bolsa y la vida. Manuel de Torres, siendo asistente interino de Sevilla, había intentado que fuesen los mismos vecinos quienes alumbrasen los portales de sus casas, aunque no funcionó la idea, por lo que ladrones, borrachos y delincuentes campaban a sus anchas cuando caía la noche. También los enamorados.

Llegó sin contratiempos a la casa palaciega de los Melgarejo y rodeó el edificio hasta dar con la ventana que buscaba. A través de las cortinas se filtraba una tenue luz anaranjada. Metió el brazo entre las rejas y golpeó el cristal. La luz se hizo más intensa conforme se acercaba a él. Cuando la ventana se abrió, la llama de la vela iluminó la figura de Carmen.

—Buenas noches, chiquilla —la saludó con un murmullo ronco.

Ella parecía cohibida, igual que en aquellos primeros encuentros que habían tenido años atrás. Su sonrisa era tímida, pero sus ojos brillaban con la emoción.

—Buenas noches, Martín. —Se sentó en el alféizar interior y afianzó sus manos en la reja.

Martín tomó una de ellas y la besó con el fervor de un enamorado. Notó que la muchacha se estremecía ante el contacto de sus labios sobre la piel tibia de ella.

—¿Me has echado de menos durante estos años?

—Sabes que sí, aunque no estoy tan segura de que haya sido lo mismo para ti —declaró en tono bajo para no despertar a los de la casa—. ¿Había muchachas bonitas allí donde estabas?

—Tantas como flores en tu balcón —respondió él, esbozando una amplia sonrisa.

Carmen apretó los labios, molesta, y liberó de un tirón la mano que él aún sostenía.

—Pues, entonces, deberías haberte quedado allí —replicó con un mohín.

—Es que a mí solo me gustan las rosas españolas, especialmente las de Sevilla —repuso con un susurro ronco—. Hay una que me tiene enamorado y que me ha embriagado con su perfume.

—Sigues siendo un zalamero.

La sonrisa de Carmen provocó que su corazón se estremeciera.

—Dame un beso, chiquilla, que me muero de sed.

Ella se sonrojó ante su ruego, pero acercó su rostro a la reja. Cuando sus labios se encontraron, la chispa se transformó en un fuego ardiente y devorador.

—Mañana visitaré a tu padre —le dijo al separarse—, ya no podrá negarme tu mano. Nos casaremos ante el Santísimo Cristo de la Vera Cruz.

—Tengo miedo, Martín —le confió ella con tono angustiado—. ¿Y si no acepta?

—Lo hará.

***

La convicción de Martín flaqueó cuando tuvo frente a sí a Don Rodrigo. El caballero se reclinó contra el respaldo de su silla y lo miró con una sonrisa socarrona mientras él se mantenía de pie delante del gran escritorio de su despacho.

Se había vestido sus mejores galas: una chupa de color vino con bordados de oro, que dejaba ver la guirindola y, sobre esta, una casaca del mismo tono con botones dorados; lucía unos calzones negros hasta la rodilla y medias de seda. Completaban el conjunto los lustrosos zapatos, el espadín que pendía de su cadera y el sombrero de tres picos que sostenía en la mano.

A pesar de que no se parecía en nada al muchacho que tres años atrás le pidió la mano de Carmen, aún podía ver en los ojos de Don Rodrigo una pizca de desdén mientras aguardaba con impaciencia su respuesta.

—¿Crees que por venir ahora con riquezas y un título voy a entregarte a mi hija? —El desprecio que supuraban sus palabras atravesó a Martín como un cuchillo al rojo vivo—. Bien es sabido que el Rey puede hacer caballeros, mas no hidalgos. No ensuciaré nuestro linaje con sangre impura.

—¿Le importa más su orgullo que la felicidad de su hija? —espetó con furia—. El cielo tiene muy mal valedor en usted, Don Rodrigo, cuando desprecia de este modo sus santos mandamientos.

El hombre soltó una carcajada.

—Pues que sea Dios mismo quien me juzgue, que en el cielo manda Él, pero en mi casa mando yo. —Se puso de pie y, apoyándose sobre la superficie de madera, se inclinó amenazante hacia el joven—. Si vuelves a acercarte a Carmen, convertiré tu vida en un infierno. Y, ahora, fuera de mi casa.

Martín abandonó el lugar con pasos furiosos y comenzó a caminar sin rumbo por las calles de Sevilla. No estaba dispuesto a renunciar a Carmen porque sería como renunciar a una parte de sí mismo, pero ¿se atrevería ella a oponerse a los deseos de su padre para estar con él?

Se detuvo y miró alrededor. No se había percatado del momento en que había atravesado la Puerta de Triana. Se encontraba fuera de la muralla, junto al Puente de Barcas. La madera, maltratada por el tiempo y la humedad, crujió bajo sus pies cuando se detuvo a mitad de este y se apoyó en el barandal para contemplar los galeones que recorrían el trayecto del río conocido como «el compás de las naos» y daban la vuelta en las zonas cercanas al puente. Un sentimiento de añoranza por el mar le llenó el pecho. «Tal vez no debería haber vuelto», se dijo.

Al otro de la pasarela se hallaba el arrabal de Triana y el imponente castillo de San Jorge, usado como prisión por el Santo Oficio, por lo que los condenados por la Inquisición también solían cruzar aquel puente. Al pensar en ello, se burló de sí mismo. ¿Acaso no era él mismo un condenado? Atado por las cadenas del amor y obligado a mantenerse lejos de su amada. Una sonrisa amarga curvó sus labios. Tal y como le había dicho Bernarda, necesitaría un milagro del cielo.

Sacudió la cabeza y aspiró una bocanada de aire para calmar el dolor que se extendía por su pecho mientras tomaba una decisión. Al día siguiente se celebraba la festividad de Todos los Santos. Estaba seguro de que Carmen acudiría a la Patriarcal para oír la Santa Misa; hablaría con ella una última vez. Si quería permanecer a su lado, entonces tendrían que huir; si no, él volvería a embarcarse para olvidar.

***

La mañana era fresca a pesar de que los tibios rayos de sol bañaban las calles sevillanas, casi desiertas a esas horas. La gran mayoría de las personas se hallaban ya congregadas en la Catedral o en el interior de las innumerables iglesias y ermitas diseminadas por la ciudad. Los últimos rezagados apresuraron sus pasos para llegar antes del introito que daba comienzo al oficio religioso.

Martín atravesó la Plaza de los Cantos para entrar en la Patriarcal, donde Bernarda, que se había adelantado a él, estaría guardándole un lugar en el banco. Una bandada de palomas levantó el vuelo entre gorjeos, volando en círculos sobre la torre del campanario, justo cuando las campanas repicaban para la última llamada.

Entró en el interior poco antes de que dieran las diez y buscó a Bernarda, que se encontraba cerca de la puerta. La mujer le dirigió una mirada admonitoria cuando se colocó a su lado, pero él no la advirtió porque sus ojos se habían dirigido de inmediato hacia los primeros bancos, donde se sentaban los nobles e hidalgos. Enseguida vio a Carmen, junto a Don Rodrigo y Doña Aurora.

Comenzó el canto del introito y el cura inició la procesión desde la sacristía hasta el altar. En ese momento, una fuerte sacudida hizo temblar la tierra; un rugido sordo que parecía provenir desde sus entrañas provocó una inquietud general entre los presentes. El edificio se estremeció con violencia, arrojando al suelo estatuas y candelabros. El interior de la Patriarcal se convirtió en un pandemonio. Gritos de horror se mezclaron con plegarias mientras todos los ojos se elevaban hacia las bóvedas, observando cómo se cimbreaban en un movimiento pendular que amenazaba con derrumbar el techo sobre sus cabezas.

—¡Vamos a morir todos!

—Santa María, Madre de Dios, líbranos del peligro...

Martín cubrió con el brazo los hombros de Bernarda mientras se abría camino entre el torrente humano que pugnaba por salir al exterior. Cuando salieron a la Plaza de los Cantos, la tierra continuaba sus sacudidas como una mujer que intentaba librarse del polvo de su vieja alfombra. Una polvareda llenaba el aire, tornándolo irrespirable; varias casas vecinas se habían hundido con el temblor.

—Quédate aquí.

—Martín, ¿a dónde vas? —No pudo evitar que un deje de histeria se filtrase en su voz mientras se aferraba con fuerza a su brazo.

—Tengo que sacar a Carmen de ahí dentro.

Su voz calmada y la suavidad con la que retiró los dedos que se clavaban en su antebrazo tuvieron la virtud de serenarla. La preocupación y el miedo anidaban en sus ojos, tragó saliva y asintió.

—Haz lo que debas.

—Volveré —le aseguró. Depositó un beso sobre su frente tibia y se abrió paso a empujones hacia las puertas de la Patriarcal, de donde brotaba un río de feligreses—. ¡Carmen!

Un crujido espantoso le heló la sangre en las venas. Grietas enormes se abrían en las paredes y reptaban hacia el techo. De pronto, hubo una lluvia de cascotes de yeso cuando parte de la bóveda se desplomó cerca de la zona del altar. Una nube de polvo llenó el espacio. Comenzó a toser y continuó su avance saltando sobre bancos y piedras desprendidas de las tracerías.

—¡Carmen! —volvió a llamar con angustia. Casi no quedaba nadie en el interior. «¿Y si ha salido ya?», se preguntó.

En ese momento escuchó su nombre y el alivio lo inundó.

—¡Martín! ¡Ayúdanos, ayuda a mi padre!

Estuvo a su lado enseguida.

—Hay que salir de aquí. —Aunque el temblor había cesado, todavía podía haber riesgos de desprendimientos del crucero.

Miró a Don Rodrigo. El hombre, apoyado contra una de las columnas de mampostería, tenía la tez blanca, excepto por un reguero de sangre que brotaba de su frente, y un gesto contraído de dolor. Se sujetaba el brazo derecho, que había adoptado una posición antinatural.

El ominoso sonido de un crujido le hizo alzar la cabeza hasta la bóveda.

—¡Agáchate! —le gritó a Carmen, al tiempo que la empujaba hacia abajo con un movimiento brusco que le arrancó un jadeo a ella.

Apoyó las manos contra la columna y los cubrió con su propio cuerpo justo en el momento en que parte de la bóveda se desprendía, arrojando cascotes sobre ellos. Gruñó cuando notó el fuerte impacto de uno sobre su espalda, pero se mantuvo firme. Cuando pasó el peligro, se apresuró a sacar de allí a Carmen y a su padre.

En la Plaza de los Cantos, el sacerdote entonaba las oraciones de la misa, agradeciendo el patrocinio de la Madre de Dios que los había salvado, mientras Sevilla entera lloraba.

—Muchacho. —Martín se inclinó hacia Don Rodrigo, que se apoyaba pesadamente sobre él—. Gracias. El cielo me ha juzgado a causa de mi orgullo y Dios me ha perdonado la vida; espero que tú puedas perdonarme también. Estaba equivocado —reconoció apesadumbrado—. La hidalguía se lleva en el corazón, y tú has demostrado más nobleza que la que corre por mis venas. Te entrego mi tesoro más preciado. Sé... sé que cuidarás bien de mi Carmen.

***

Seis meses después, las campanas de la Patriarcal alzaron el vuelo, repiqueteando alegres, cuando los recién casados salieron de la Catedral con una sonrisa en los labios. Bajo la mirada indulgente de Bernarda y Don Rodrigo, subieron al carruaje descubierto, tirado por cuatro rucios blancos. Un coro de vivas y aplausos llenó la plaza cuando los novios se besaron. El aire olía a azahar. 

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