...Y calor
—¿Qué vamos a hacer el resto de la noche, Oriana?
Se me ocurrían muchas ideas, cada una menos inocente que la anterior.
—Eh… —Tragué en seco—. ¿Puedes pasarme una copita de vino, por favor?
Él apretó los labios para disimular una sonrisa, pero no tardó en complacerme. El roce de sus dedos con los míos sobre el cristal de la copa me produjo un escalofrío.
—¿Quieres hablar sobre lo de anoche? —preguntó como si nada.
—¡¿No?! —contesté con la velocidad de un rayo.
Los lugares en los que sus labios habían estado todavía quemaban, como un nefasto recordatorio de lo que hubiese podido ser y no fue. No estaba preparada para su rechazo, para un “solo estaba jugando contigo” saliendo de su boca. Me sentía demasiado a gusto con la duda.
—¿Por qué mejor no hacemos una sesión de preguntas y respuestas? —sugerí, mojándome los labios con la dulce bebida para atenuar el regusto amargo del paladar—. Te hago una pregunta que también aplicará para mí, y tú haces lo mismo. ¿Te sirve?
Arqueó una ceja.
—¿Con qué objetivo?
—Para conocernos un poco más.
—Nosotros ya nos conocemos.
—No lo suficiente. En un año he descubierto muy poco de ti.
—A lo mejor es porque he querido que así sea.
Pese a la afilada respuesta, había algo en su tono que me alentaba a indagar más.
—Vamos… —traté de persuadirlo—. Podemos morir en esta misión. Dame el beneficio de saber un poco más sobre mi compañero de batalla.
Él no contestó y lo tomé como una señal en verde.
—Solo sé de ti que tienes 28 años; edad mental: 80. Que tienes una Licenciatura en Comunicación y creo que también un Máster en Ciencias de la Información o algo parecido que impulsan tu ego a niveles estratosféricos. Que trabajas en Radio Esmeralda desde hace 5 años. Que vives solo, aunque no me extrañaría que tuvieras la compañía de un perro intimidante y resabioso… Que tu familia supuestamente vive en ¿Seattle?, y que tienes una hermana adolescente que se llama Emily cuya foto llevabas en la billetera. Es todo.
—Excelente reporte, señorita Oriana. Sabes más de mí que el 80 por ciento de las personas. —Sonrió a medias.
—Pero no tanto como me gustaría saber. Y tú tampoco me conoces bien.
—Te conozco lo suficiente.
—A ver, ¿qué sabes de mí?... Y por favor, ahórrate lo de “inmadura”, “irresponsable” y toda esa mierda que me dices a diario.
—¿Qué sé de ti? —murmuró más para sí mismo que para mí. Guardó silencio antes de volver a hablar—: Sé que eres una mujer fuerte que no reconoce su propio valor; que eres una luchadora en un país que no es el tuyo; que piensas más en tu familia que en ti misma; que tu título de Licenciada en Periodismo te hace creerte superior a mucha gente de la emisora, aunque paradójicamente siempre estés buscando la aprobación de los demás; que eres adicta al glutamato monosódico de los cheetos; que te gusta un grupo musical llamado Buena Fe; que lees al menos una novela de romance al día, y ahora también sé que las escribes; que odias la política y prefieres hacer reportajes sobre historias de vida… ¿sigo?
Tuve que mirar hacia otro lado para no delatar el caos de emociones que me provocaba ese vívido retrato que había hecho de mí.
—¡Anda!… —Le ofrecí una sonrisa cargada de vergüenza—. Sabes… más que el 90 por ciento de las personas.
Un largo silencio marcó un punto y aparte en nuestra conversación. Tenía una emoción enquistada en la garganta y un sentimiento atorado en el pecho.
—Pregunta lo que quieras —dijo—. No te aseguro que te responda, pero lo intentaré.
—¿En serio?
Debió de haber visto la ilusión infantil en mi rostro porque sonrió.
—Sí. Te complaceré en tu sesión de preguntas y respuestas. Comienza tú.
—Ah, eh… —Era como si me llevaran a una gran librería y me dijeran “escoge el que quieras”—. ¿Cuántas relaciones sentimentales has tenido?
Esbozó una sonrisa ladeada y, para mi grata sorpresa, no demoró en responder:
—Solo una relación formal. El resto han sido informales.
—¿Por qué no me sorprende? —Puse los ojos en blanco con un aire divertido—. Tienes escrito en la frente “No soy hombre de flores y corazones”.
El sonido de su risa fue música para mis oídos. Sobre todo porque verlo reír era tan raro como avistar una aurora boreal.
—¿Y tú? —preguntó.
—¿Yo? He tenido dos formales.
—¿Y dónde están ahora? ¿En el manicomio?
—Qué chistoso. Pues a lo mejor sí. Estar conmigo es una experiencia única. No todos tienen la fortaleza mental para soportarlo.
—Te creo —asintió con un brillo juguetón en los ojos—. ¿Cuál es la parte de tu cuerpo que menos te gusta?
Su pregunta me tomó desprevenida. Me había preparado para responder algo serio y profesional. Era muy extraño y a la vez reconfortante admirar esta nueva faceta más dispuesta a debatir sobre cosas mundanas y triviales. De 80 años mentales descendió a 78.
—Mis muslos —declaré.
—¿Qué tienen de malo tus muslos? —Miró el agua como si pudiera ver lo que había debajo; y bastó ese simple gesto para provocarme un cosquilleo.
—Son un poco delgados, y separados. Incluso cuando estoy sentada no puedo juntarlos del todo. Es por eso que no soy de usar vestidos cortos.
Entreabrió los labios como si fuera a comentar algo pero yo fui más rápida:
—Te toca. ¿Qué no te gusta de tu cuerpo?
“Por favor, dios no podía haberse esmerado tanto con un simple mortal. Algo malo tenía que tener. "
—Mi espalda.
“¿Peeerrrdón?”
—¿Tu espalda? ¿Qué hay con tu espalda, Superman?
—Dije que respondería, no que argumentaría —repuso en un tono cortante.
—Ah no, Daniel, ahora no me puedes dejar así. Vírate un segundo, porfa —supliqué juntando las palmas.
—No, y vas a perder tu turno.
Dejé de insistir solo porque no quería que retrocediéramos en el camino de la cordialidad que habíamos recorrido esta noche, pero mi mente quisquillosa no dejó de evocar las veces en las que había tenido un fugaz vistazo de su cuerpo casi desnudo, buscando el motivo de su desagrado, pero es como si Superman dijera que no le gustara su...
—¡Deja de pensar en mi espalda!
—Sí, perdona, es que no puedo evitarlo. —“Pero qué demonios, si fue él quien propició el debate”—. Bueno, aquí voy con otra.
“¿Eres gay?” —Era la pregunta que tenía atascada en la garganta. Pero, ¿en verdad quería escuchar la respuesta?
—¿Eres…? —Apreté los labios y sacudí la cabeza—. ¿Cuál es tu posición sexual favorita?
Se llevó la copa a los labios para disimular una sonrisa. El gesto me permitió observar sus largas pestañas antes de que su enigmática mirada gris volviera a aniquilar todas mis defensas. ¿Cómo una mirada tan fría podía provocar tanto calor?
Fui incapaz de apartar la vista de sus labios cuando los humedeció con la lengua. Su preámbulo silencioso me hacía temblar de expectación. Pensé que idearía una salida inteligente para evadir la pregunta íntima, pero estaba claro que aún no conocía a Daniel Smith.
—Me gusta tomar a mi amante por detrás, contra la pared.
¡Jesús, María y José! Sentí la fuerza de un rayo arremeter contra mi cuerpo, pulverizándolo y reduciéndolo a la nada.
—¡Wao… qué… intenso! —balbuceé.
Contrólate, Oriana, y piensa con claridad. Había dicho “amante”. Dios, eso era la mar de ambiguo. Podía referirse tanto a un hombre como a una mujer.
—¿Cuál es la tuya?
—¿La mía? —Apenas podía hilvanar ideas coherentes. Las hormonas le estaban ganando la batalla a las neuronas. Opté por la “vieja confiable”—: El misionero…, sí, ese. Soy convencional.
—Tch, lo dudo.
—¿Por qué?
—Porque te imagino menos pasiva. No pareces de las que se deja dominar tan fácil.
Traté de ignorar la velada insinuación de que Daniel se había formado ideas sobre mí en la intimidad; de lo contrario perdería la poca cordura que me quedaba.
—Es que yo no me dejo dominar. Le hago creer a la otra persona que tiene el control cuando en verdad no lo tiene. —Hice un gesto de brindis en el aire con la copa y saboreé el dulzor de la bebida.
No me pasó desapercibida la tensión de su mandíbula. Dentro de la nube de misterio que rodeaba la personalidad de Daniel, había logrado dilucidar que esa contracción involuntaria correspondía a una emoción reprimida, a un deseo inhibido. Él mismo me había aconsejado que aprendiera a enmascarar mi debilidad tras una caída o error, pero ese sencillo gesto en las líneas que dibujaban su rostro, también era una clara señal de debilidad.
—Mañana partimos en el ferrocarril a Fairbanks —dijo de la nada.
—¿Sí, y? —No pude disimular el desconcierto y la decepción por el cambio abrupto de tema.
—Que tenemos que aparentar ser una pareja. Y tenemos que tomárnoslo en serio porque un error puede costarnos la vida.
—¿Anjá…? —Seguía sin ver a dónde quería llegar.
—Necesito saber dónde están tus límites. Y tú los míos. Quiero saber qué tan lejos puedo llegar contigo.
Mi espalda se irguió de manera instintiva.
—¿Y qué sugieres? —dije en un hilillo de voz—. ¿A lo Cincuenta Sombras de Gray? ¿Me vas a hacer dibujarte en el cuerpo con un pintalabios rojo los lugares que no puedo tocar?
—No. —Su voz se sentía como una caricia en toda mi piel—. No hará falta el pintalabios.
El corazón me dio un vuelco cuando extendió la mano en mi dirección.
—Ven —me ordenó.
No sé cuantos minutos pasaron desde su ofrecimiento hasta el momento en que salí del trance y uní mi mano a la suya. El tacto fue como un interruptor que volvió a encender el deseo insano de ser tocada por este hombre. Me atrajo hacia él y me sentó a su lado, sin que mediara ni un espacio entre nosotros.
El burbujeo del agua me provocaba un cosquilleo en el abdomen, y la extrema cercanía de nuestros cuerpos me estaba consumiendo. Sentía sus ojos clavados en mí, pero yo no me atrevía a corresponderle. Mantener la vista fija en el lugar en el que había estado sentada hace solo unos segundos, era lo que me impedía sucumbir a mis anhelos de hacer realidad todas mis fantasías con él. De pronto fui más consciente de mis pechos casi descubiertos e hice un triste intento de cubrirlos cruzando los brazos.
—¿Por qué estás tan tensa? —me susurró.
—No lo estoy. —Una mentira como un pino.
Si me relajaba y recostaba mi espalda al borde del jacuzzi, me encontraría con su brazo posesivo, así que, por mi propio bienestar emocional, decidí permanecer erguida.
—Bueno, ¿y me vas a decir de una vez qué puedo tocar y qué no? —Lo apremié, con la necesidad quemándome las venas.
Acercó sus labios a mi oído y su aliento me erizó la piel.
—Relájate primero…
—Mhm… ya estoy relajada. —Mi respiración acelerada demostraba todo lo contrario.
Descrucé los brazos para acomodarme mejor y mi mano derecha rozó accidentalmente su cadera. Al menos ahora sabía que no iba sin nada de ropa.
Sin previo aviso, se apoderó de mi otra mano y la llevó a su cuello firme. Mis ojos abiertos de par en par vagaron hasta ese punto donde mi piel se unía con la suya, y siguieron el sinuoso recorrido de mis dedos temblorosos.
—Puedes tocar aquí.
La vibración de su voz me provocó un hormigueo en las yemas sensibles. Casi podía contar los latidos acelerados de su corazón. La sensación era deliciosa e intimidante a la vez, como todo lo que tenía que ver que con él.
Guio mi mano hasta más abajo de sus hombros anchos y la retuvo sobre su fornido pecho. Se me hizo agua la boca y olvidé cómo respirar. Sentí sus músculos contraerse bajo la palma y tuve que hacer un esfuerzo quimérico para no apretarlos y arañarle la piel con las uñas. La deliciosa visión de unas finas gotitas resbalando por la curva de su pecho me afiebró las mejillas. Deseaba perseguir esas gotitas con la lengua, y arrancar un sonido placentero de su garganta mientras lamía y mordisqueaba su piel. Me incitaba a que le hiciera de todo, que probara su cuerpo de miles de formas distintas.
—Aquí también. —Su voz grave no hizo sino acentuar todavía más mi desenfreno.
Esto no se reducía a unos simples límites, y nada tenía que ver con el teatro de matrimonio feliz que habíamos montado ante todo el mundo; esto era un juego, nuestro juego. Él me estaba lanzando un desafío, y yo había aceptado el reto.
Enterró su nariz en mi cabello, como si estuviera inhalando mi aroma, al tiempo que seguía sometiendo mi mano al castigador descenso, frotándola contra los abdominales tensos y definidos. El agua me privaba de la plena visión de su torso desnudo, pero podía palpar su dureza y sus perfectas proporciones. Temblé a la espera del inminente desenlace. Dios mío. Estaba tan excitada que si me ordenaba que lo masturbara, no opondría resistencia. Con gusto me abriría paso a través de su bañador y rodearía su miembro para someterlo a un ritmo pausado y torturador.
Me mordí el labio y sustituí la loca idea por otra aún peor.
Abandonando el último ápice de raciocinio, me liberé de su agarre, pasé una pierna por encima de las suyas y me incorporé para quedar a horcajadas sobre sus muslos, con nuestros rostros enfrentados, aunque asegurándome de dejar un margen de distancia entre nuestras caderas.
—Mi turno —sentencié.
Sus ojos volvían a ser esos abismos oscuros que me atormentaban en sueños. Apenas quedaba rastro del gris gélido e indiferente. Otra muestra de debilidad.
—Adelante.
Me armé de valor y tomé sus manos para amoldarlas a mi cintura. Su toque firme hizo que mi espalda se arqueara para recibirlas mejor, haciendo que mis pechos se apretaran más contra el sostén del bikini.
—Tú podrás tocar… aquí —alcancé a decir, deleitándome con la sensación de sus dedos hundiéndose en mi cintura.
No estaba satisfecha. Quería más. Ansiaba que cada poro de mi piel ardiera por su tacto. Necesitaba convencerme de que todo era real; que no era una fantasía de la que despertaría frustrada y acalorada en una cama.
Contuve la respiración cuando encaucé una de sus manos hasta la curva de mi trasero, mientras retenía la otra sobre mi cintura. Estaba jugando con fuego, pero ya no me importaba convertirme en cenizas. Las piernas de Daniel se tensaron bajo las mías cuando su mano encontró la fina tela de mi bañador. Su respiración profunda fue una incitación a seguir bajando. Sonreí. Incluso en este momento seguíamos siendo enemigos, enfrentados en un juego de seducción en el que ninguno cedería ante el otro.
Sentí el reconocible hormigueo en mi zona íntima cuando sus dedos recorrieron con suavidad el borde de la tela sobre mi trasero, pasando peligrosamente cerca de mi hendidura. Mis piernas comenzaron a temblar por la tortura de sus caricias. Tuve que cerrar los ojos para no perder la cordura y reprimí un gemido cuando Daniel acaparó uno de mis glúteos y lo apretó sin contemplaciones.
—¿Esto también lo puedo tocar? —susurró con una voz ronca que me hizo temblar y se mordió el labio de una forma muy masculina.
—Sí…
Dios mío. Tenía que encontrar un modo de aplacar mi fuego o acabaría en la locura. Ladeé un poco el cuerpo para situar mi centro sobre uno de sus muslos y emprendí un placentero balanceo sobre su pierna, buscando la estimulación de mi sexo, mientras Daniel intensificaba sus caricias salvajes sobre mi trasero. Nuestros alientos compartidos espesaban el vapor que se acumulaba en las paredes de cristal de la cúpula. Estaba llegando al límite de lo que podía soportar.
Temblando de deseo, apresé su mano que yacía sobre mi cintura y la llevé hasta mis pechos para ahuecarla sobre uno de ellos. En contraste con sus otros toques seguros y posesivos, los de ahora eran suaves y contenidos. Gimoteé cuando su pulgar rozó mi pezón a través de la tela. Sin apartar mi mano de la suya lo alenté a seguir. Sus movimientos se volvieron más confiados y dominantes, mientras los acariciaba y apretaba. La manera en la que los contemplaba y luego miraba mi rostro para apreciar mis reacciones, me arrastraba en un torbellino de lujuria.
No aguanté más y acorté la distancia entre nuestras caderas, solo para recibir la confirmación absoluta de mis sospechas. Sentí la dureza de una enorme erección sobre mi vientre.
Excitación, furia, regocijo, duda… miles de emociones pugnaban en mi interior; pero una se sobrepuso a las demás.
—Eres un mentiroso. —Apreté los dientes con rabia.
Su primera reacción fue de desconcierto, como si despertara de un letargo. Volvió a tensar la mandíbula.
—Nunca te he mentido.
—¡¿Ah no?! —La ira hablaba por mí—. ¡Supuestamente eres gay! ¡Me restregaste en la cara muchas veces que yo no era “tu tipo”, y sin embargo aquí estás, duro como un tronco, listo para clavarme!
La máscara de frialdad se adhirió otra vez a su rostro. Me apartó de su cuerpo con un movimiento que no fue brusco pero tampoco delicado. Observé estupefacta cómo se ponía en pie destilando agua, y recogía una toalla del suelo para rodear su cintura con ella. La protuberancia de su entrepierna era imposible de disimular.
—¡¿Te vas a ir?! ¡¿No me vas a explicar nada?! —Lo seguí atónita con la vista cuando bordeó el jacuzzi para tomar su ropa del suelo.
—No hay nada que explicar. —Me daba la espalda mientras se cubría con el abrigo—. Cualquiera se hubiera calentado con lo que estábamos haciendo.
La decepción volvió a aplastarme como un bloque y la rabia adoptó la forma de lágrimas que se acumularon en mis ojos.
Por el rabillo del ojo, noté que se detuvo antes de llegar a la entrada, respiró hondo y volteó a verme:
—Ponte el abrigo y ven conmigo. No puedes caminar de noche sola por los alrededores. Es peligroso.
No contesté ni moví un solo músculo. Me quedé mirando la mortecina llama de una vela que vivía su último minuto antes de consumirse por completo.
—Como quieras. —Desistió—. Entonces toca el botón rojo para que te vengan a buscar —dijo antes de abandonar la cúpula de cristal.
Apreté los párpados para dejar salir el agua. Un recuerdo acudió a mi mente hurgando aún más en la herida. El día del aniversario de la emisora. Había bebido de más y las imágenes y sonidos que pude conservar de ese día eran vagos e imprecisos; pero sabía que él había estado allí, que me había cuidado hasta que estuve sana y salva en mi cama, que había permanecido a mi lado toda la noche. Al día siguiente estaba la huella de su cuerpo sobre el colchón, como el único testimonio de que no había sido un sueño. Supongo que también me había aferrado a creer que nuestra conversación nocturna había sido real. Pero estaba equivocada. Las reminiscencias de esa conversación fueron una realidad paralela inventada por mi mente como un mecanismo para sobrellevar el rechazo. Eso era todo.
—Si… —Carraspeé—. Si viviéramos otra vida…, otra vida en la que no fueras gay… —Las secciones de mi cerebro se iban apagando una tras otra y el mundo se estaba oscureciendo—, ¿te… enamorarías de mí… en esa otra vida…?
Su pecho subió y descendió.
—No necesito otra vida para enamorarme de ti, Oriana.
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