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"Que arda todo"

   Se dice que cuando estás en grave peligro ves tu vida pasar ante tus ojos como el carrete de una película. Es un mito. Tu cerebro apenas puede concederte una pálida visión de la persona que más amas. Y yo solo vi a mi madre, de pie frente a la pantalla del televisor, con el rostro desfigurado por el horror, mirando el programa Al Rojo Vivo en el que pasaban un reportaje sobre mi muerte en extrañas circunstancias en algún lugar de Alaska. 

  ¿Dolería morir? Puede que ni siquiera llegara a sentir algo. Lo que sí me dolió fue un retortijón en el brazo izquierdo que me hizo volver a la realidad y darme cuenta de que estaba siendo arrastrada de manera violenta hasta la mesa del escritorio.
 
  Solo recuerdo que, una vez sentada en el suelo, me miré las manos pálidas para convencerme de que todavía seguía en este mundo, y que tenía un dolor punzante en la frente, el cual más tarde, cuando pude rememorar el suceso con tranquilidad, deduje que podía haber sido por el impacto de mi cabeza contra el borde de la madera cuando Daniel me empujó sin miramientos hacia el hueco del buró, justo en el momento en que la puerta del estudio se abría de par en par.  
    
  Escuché voces en la habitación, aunque las notaba distantes, como en un sueño; un pitido en los oídos me impedía distinguirlas. El aire era cada vez más escaso y unos puntitos negros aparecieron en mi campo de visión. Iba a…

   De pronto sentí un cálido apretón en mi mano, y la nube negra se difuminó lo suficiente para permitirme ver por una fracción de segundo el rostro más bello que había visto en mi vida, y por el cual valía la pena quedarse consciente. Respiré hondo para luego soltar el aire intentando no hacer ruido, y repetí el proceso una y otra vez hasta que mi cerebro aceptó que aún no era el momento de desconectarse.  

  —Adoro cómo te ves con ese traje, amore. —Reconocí vagamente la voz de Tania.

  —Tienes buen gusto para la ropa, querida.

  El siseo de Zalazar me hizo apretar la mano de Daniel con fuerza, y buscar refugio en sus ojos. Estábamos demasiado cerca del peligro, en la propia guarida del depredador, y a la serpiente solo le bastaba con deslizarse por el borde de la mesa para descubrirnos. Sentí el reconocible sabor metálico en la boca, justo donde me había mordido el carrillo. Una de mis piernas estaba en un ángulo incómodo, pero ni siquiera me atrevía a moverla. El mínimo sonido podía delatar nuestra presencia.

—Dime cuánto me amas, cuánto significo para ti, cuánto me deseas…  —Tania lo retenía en el lado opuesto del buró.

—Mucho, te deseo mucho.

—... ¿Eso es todo?

  Hubo un áspero sonido, como de una risa o un resoplido.

—¿Qué más quieres de mí, querida?

—Que me lo demuestres con palabras.

—Creo que estoy siendo una víctima injusta de tus expectativas.

Si no fuera porque estaba muerta de miedo, hubiera jurado que el diálogo parecía más un guion de radionovela que una conversación real de pareja.

—No me lo digas, entonces —habló Tania—, demuéstramelo con hechos.

  Silencio; y acto seguido, un caos de sonidos húmedos, jadeos, susurros ininteligibles, deslizamientos de tela, y el golpe seco de lo que suponía fuera la pequeña lámpara cayendo sobre la alfombra.

  "Trágame tierra. Lo que nos faltaba".

  Frente a mí, Daniel tenía la expresión más incómoda del mundo, que me habría causado gracia de no ser por la situación. El techo del buró lo obligaba a agachar la cabeza, y apenas había espacio para sus largas piernas. Mi mano todavía buscaba la protección de la suya, pero no era su piel lo que sentía, sino la textura artificial del guante. De pronto un pensamiento amargo me cruzó la mente: Era su culpa que hubiésemos llegado a este punto.

  Embargada por un cúmulo de emociones negativas, solté su mano, solo para volver a aferrarme a ella con desesperación cuando repentinamente los besos cesaron y un silencio incómodo cortó el aire. Aguanté la respiración.

—Perdone, vi la puerta del estudio abierta y pensé que estaba usted solo. —Alguien más había llegado. La voz desconocida provenía de la entrada.

Una ola de calor parecida al alivio me hizo aflojar el agarre. Había creído por un segundo que el silencio se había debido a nosotros.

—Está bien, fue descuido mío. —Ni siquiera en esa situación, Zalazar sonaba tenso, si bien un poco agitado— ¿Qué quiere?

—Hablar con usted, en privado, si es posible.

  El peligro inminente volvió a cernirse sobre nosotros. Si los dos hombres se quedaban a conversar en el estudio, con toda seguridad Zalazar lo invitaría formalmente a pasar mientras él mismo ocupaba su lugar en la mesa frente a él. Y entonces sí estaríamos fritos, porque jamás se tragaría la excusa de que estábamos jugando a las escondidas debajo del buró.

—¿No ve que estoy ocupado? —respondió Zalazar con aspereza.

El desconocido pareció meditarlo por unos segundos pero no cesó en su empeño.

—Mi país no puede esperar.

  La expresión de Daniel era un reflejo de mi propio desconcierto. El sujeto no era un guardaespaldas, ni siquiera un miembro del personal. Era alguien que, pese al nerviosismo que dejaba entrever su voz, parecía merecer cierto respeto de Zalazar. Y esa persona probablemente había estado a bordo de este vagón sin que lo supiéramos.

—De acuerdo, hablemos —convino Zalazar y yo apreté los párpados con fuerza—. Pero no en este estudio, vamos fuera.

  Días después, reparé en que la verdad estuvo frente a mis ojos en todo momento y no pude verla. Pero es entendible. Había sentido tanto alivio con aquella respuesta que no hubo lugar en mi mente para sospechar de por qué Zalazar no había querido tener esa conversación con el extraño “desconocido”  en aquel estudio. Cuando lo supe, fue demasiado tarde.

—Lo siento, querida, pero debo atender esto. —Capté el susurro que le dedicó a su esposa.

—No importa, amore. Entiendo. Volveré al salón a esperar a Raquel y al señor Robinson. 

  Solo cuando escuchamos la puerta cerrarse y estuvimos seguros de que no había nadie salvo nosotros en la habitación, nos atrevimos a salir del escondite. Daniel me ayudó a levantarme del suelo porque mis piernas estaban entumidas y la cabeza seguía dándome vueltas.

—¿Estás bien? —Me preguntó, aún reteniéndome entre sus brazos.

—Lo estaré cuando salgamos de aquí.

  Casi tuvo que guiarme hasta la entrada del despacho y solo me soltó para entreabrir la puerta y echar un vistazo fuera.

—Está libre. Vamos.

  El aire circuló de nuevo por mis pulmones nada más salir al pasillo. Fui más consciente de todo a mi alrededor: De un olor dulce impregnado en el ambiente, de unos destellos dorados en las lámparas del techo, del cosquilleo que me producía la tela del vestido negro, de una súbita ráfaga fría acariciando mi cuerpo, de mí, fui consciente de mí, de que estaba viva y a salvo. Casi me dieron ganas de reír como una histérica.

—Espero que esto sea una buena inspiración para tu novela.

  La risa se me quedó a medio camino. Miré a Daniel. Las mangas recogidas de su camisa blanca en contraste con los guantes negros le daban una apariencia amenazante. Tenía el cabello revuelto y estaba un poco agitado por el esfuerzo, pero nada más; hubiera podido pasar por alguien que acababa de salir de la atracción de un parque, no de los malditos dominios de un mafioso. Tan tranquilo, tan dueño de sí mismo, tan… Mi genuina reacción fue empujarlo con fuerza.

—¡¿Estás loco?! ¡Te dije… que no quería hacerlo! —Trataba de no alzar la voz y sentía como si una navaja me cortara las palabras en la garganta—. Te dije que no… quería entrar ahí, Daniel.

—Pero entraste. —Al acercarse, su altura volvió a dejarme en desventaja—. Y tuviste que forzar la cerradura.

—¡Que no! ¡Que no! —Lo enfrenté alzando la barbilla temblorosa, apretando los puños con impotencia—. ¡No forcé nada, idiota!

—¿Entonces cómo lo explicas? Hace como dos horas, cuando íbamos de camino al salón, no sé si te diste cuenta, probablemente no porque eres despistada, comprobé si estaba pasada la llave en esa puerta, y efectivamente, lo estaba.

—Pues no sé, no sé, no sé —Sacudí la cabeza frustrada y molesta al mismo tiempo porque no me creyera—. Pudo haber sido alguien que pasó después de nosotros al comedor, el mismo Zalazar pudo haber entrado a su despacho y haberse olvidado de cerrar después…

—Lo dudo.

—¡Qué sé yo, Daniel! —Martilleé el suelo con el zapato—. A mí no me mires, yo no fui. A lo mejor ese hombre extraño que quería hablar con Zalazar tuvo algo que ver, no sé.

Asintió como si yo le hubiese puesto palabras a sus pensamientos.

—Eso es lo que voy a averiguar.

  Vi con horror cómo me daba la espalda para emprender la marcha por el pasillo.

—¡No, no, no, espera, ¿qué haces?! —Le aguanté el brazo, enterrándole las uñas en la piel, obligándolo a detenerse—. No voy a volver a pasar por esto. Te juro que… casi me desmayo allá dentro… te lo juro… y no pued… —Solté una exhalación porque mis pulmones estaban a punto de colapsar. Las lágrimas acudieron a mis ojos y me tapé la cara porque no quería que me viera así. Unos fuertes brazos me acogieron—. No puedo, de verdad. Renuncio a esto. No quiero… seguir con esta investigación de mierda. —Mis palabras eran amortiguadas por mis manos y por su pecho.

—Está bien, Oriana, perdóname. —Su tono condescendiente y el roce apaciguador de la tela de su guante sobre mi espalda me hicieron sentir patética.

  Intenté rescatar un poco de mi orgullo alejándome de él y secándome las lágrimas. De todos modos no iba a resolver nada con eso salvo degradarme aún más. 
  
—Ya está... Estoy bien. Fue un pronto que me dio… por… la situación. 
       
  Nos quedamos un rato en silencio; yo con la vista acuosa fija en el mundo fuera de la ventana, él con sus ojos fijos en mí. Habíamos llegado a un punto muerto. Ninguno de los dos parecía saber qué decir o cómo proceder. O al menos yo no.

—Mírame, Oriana. —Me tomó la barbilla entre los dedos con inusual delicadeza, y con la otra mano me borró los posibles restos de rímel; un gesto que me recordó a un viejo momento feliz—. Desde ahora estamos fuera de la investigación. —Su sentencia le dio un respiro a mi corazón—, pero tenemos que salir de aquí libres de sospecha. Tenemos que volver al salón.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque Tania nos espera allí, y no le va a sentar bien que nos vayamos a nuestro cuarto sin tan siquiera despedirnos.

—¿Y no crees que va a parecerle sospechoso que nos hayamos demorado tanto en volver? ¿Qué excusa le vamos a decir?

Me dio un repaso de arriba a abajo y supe lo que tenía en mente aun antes de que me diera la orden:

—Desarréglate el cabello.

Sin ánimos de oponer resistencia, revolví los mechones ondeados para dejarlos caer con más soltura y conseguir el look de “mujer que acaba de pasar la mejor noche de su vida en un baño”.

—¿Así está bien? —busqué su aprobación. Cuanto antes saliera de esto, mejor.

  El corazón me dio un vuelco cuando su mirada gris se detuvo en mis labios que debían de tener una palidez de muerte.

—Casi. —Acortó la distancia con una petición en los ojos.

  Temblé cuando estuvimos tan cerca el uno del otro que nuestros alientos se fusionaban.

—¿Qué vas a hacer...? —susurré casi rozando sus labios.

  El raciocinio pudo prever lo que sucedería a continuación, pero el corazón fue incapaz de asumirlo.

—Darles color —me devolvió el susurro.

  Tardé mucho en ser plenamente consciente de que sus dedos habían acorralado mi mentón, y su boca se había apoderado con vehemencia de la mía. Apenas pude registrar el momento en que capturó mi labio inferior, mordisqueándolo y succionándolo sin piedad para dejar en él su marca, su sello imborrable. Demoré en entender que estaba siendo besada por Daniel Smith, en las circunstancias más insólitas del mundo, y de la forma en la que jamás imaginé que sería nuestro primer beso.
  
  Se separó en medio de un gemido compartido; su boca a pocos centímetros de la mía. Nuestros labios entreabiertos aspiraban desesperadamente el aliento del otro, como si las reservas propias no fueran suficientes.

   Quería más. Y no solo anhelaba que dejara una marca en mi boca para saciar la curiosidad de Tania, quería que dejara una huella profunda en mí. El miedo se había esfumado. Ya no me importaba lo que nos sucediera al día siguiente, ya no me preguntaba si seguiríamos vivos al amanecer… Si moría, al menos quería hacerlo sin el arrepentimiento de no haber tenido este momento con él.

  Lo miré a los ojos y por la necesidad que vi en ellos supe que ambos teníamos la misma sentencia en mente:

“Que arda todo”.

  Me apreté a su cuerpo como si fuera todo lo que necesitaba para vivir y mis manos lucharon contra las suyas por el control mientras nuestros labios se fundían en un intenso beso que me dejó sin respiración.

  Desprendiéndose de un guante, enterró los dedos en mi cabello desordenado para atraerme más a él y profundizar el beso; húmedo, salvaje, demandante. Gemí contra su boca al sentir el asalto de su lengua; explorándome y adueñándose de todo mi ser. Pero no iba a claudicar ante él. Le devolví el ataque con el mismo ímpetu avaricioso, y atrás quedaron las dudas, el engaño, las apariencias y el matrimonio falso. Solo éramos Oriana y Daniel, consumidos por un deseo que sí era verdadero.
 
  Mordí su labio ferozmente cuando sentí sus manos recorrerme casi con urgencia la cara posterior de mis muslos aprovechando el acceso que le permitía la abertura de mi vestido, para luego aprisionarme más contra su cuerpo caliente. El extraño contraste entre el cuero del guante en una mano y la piel descubierta en la otra me hacían experimentar las caricias de miles de formas distintas, como si estuviese siendo seducida por dos hombres al mismo tiempo.

  Como en una coreografía que nunca habíamos ensayado, se apoderó de mi trasero y me elevó a la altura de su cadera mientras yo lo envolvía con mis piernas y cerraba los brazos en torno a su cuello sin dejar de besarlo. 

  Un segundo mis tacones tocaban el suelo y al siguiente buscaban apoyo en el firme trasero de Daniel. Con una rudeza que me encendió todavía más, me acorraló contra la pared, reduciendo todo mi mundo solo a él.

—Te pensé así… Oriana… tantas veces —susurró entre jadeos sin despegar los labios de los míos, mientras emprendía un delicioso balanceo contra mi centro que latía de deseo.

   Arqueé la espalda en respuesta y, en un intento por no perder la consciencia de la realidad, me aferré a sus fuertes brazos, cuyos músculos se contrajeron aún más con el tacto.  
  
—Yo también… te soñé así, Daniel —dije sin que me quedara nada por dentro, al tiempo que recibía sus cada vez más enfurecidas embestidas.

La ropa empezaba a ser un obstáculo. Podía sentir contra mis bragas humedecidas la clara evidencia de su excitación. Era doloroso y placentero a la vez.

   Los movimientos acelerados hicieron que las mangas del vestido se deslizaran por mis hombros y el escote se abriera demasiado, dejando mis pechos completamente expuestos y a merced del morboso y exquisito balanceo.
  
Daniel aspiró entre dientes clavando su mirada encendida en ellos y ese lascivo sonido me llevó al límite.

  Sonreí de puro goce y triunfo. Pocas situaciones podían hacer que Daniel perdiera el control; incluso en las alturas de un teleférico sabía disimular muy bien. Miré su cabello desordenado, la mirada oscura, la expresión desesperada... y supe que su mayor detonante de descontrol era yo.

Unos pasos en la escalera me hicieron tensar las piernas contra su cadera.

—Mmh… espérate, Daniel… viene alguien. —Las palabras salieron con dificultad y no consiguieron llegar hasta él—. Daniel… —Pero no me escuchaba; había enterrado la cara en mi cuello y me besaba la piel frenético.

  Apelando a una débil voluntad, porque la verdad es que nunca hubiese querido abandonar ese bendito lugar entre su cuerpo y la pared, lo empujé con mis últimas fuerzas y apenas tuve tiempo de recuperar el equilibrio y acomodarme el vestido cuando una de las chicas del personal alcanzó el final de la escalera.

  Reconocí a la muchacha que unas horas antes había estado conversando con Daniel en el salón. Ella pareció desconcertada al principio, pero bajó la cabeza casi al instante murmurando algo así como un “lo siento” antes de rodearnos y seguir cabizbaja su camino por el interminable pasillo.  

  Daniel se reclinó abatido sobre la pared opuesta. Alisó el revoltijo de su cabello con las manos en un intento por recuperar el dominio de sí mismo.

—Perdóname —dijo con la voz ronca—. Se me fue de las manos…

  Siguiendo su ejemplo, me acomodé unos mechones revueltos detrás de las orejas.

—A mí también, no te preocupes. —Ni siquiera supe por qué dije eso. El jodido mundo cobró forma a mi alrededor, devolviéndome la sensación de miedo y peligro. La cabeza comenzó a darme vueltas—. Yo… no puedo ir allá… al salón. Por favor, discúlpame con Tania, y dile que me sentía indispuesta.

Pensé que replicaría, que intentaría convencerme de ir, pero en su lugar hizo un gesto de asentimiento.

—Ve, yo te excuso con Tania.

—¿Lo harás?

—Sí, ve.

  No tenía fuerzas para nada más. Estaba demasiado exhausta. Mis pies se movieron solos hacia la escalera, pero se detuvieron en el rellano. Me giré para verlo una vez más, para llevarme conmigo una imagen que guardaría en el recuerdo por años.

—¿Vas a venir pronto, a la habitación? —tampoco tenía idea de por qué pregunté eso. Era el desconcierto hablando por mí, supongo.

  Recostó la cabeza a la pared, como asumiendo su rendición.

—No. Me quedaré en el salón un rato —Cerró los ojos—. Si voy pronto… no voy a ser capaz de dejar esto a medias.

  El corazón se me encogió al escucharlo, pero mi sentido común me aconsejó que era lo mejor.

  Como una macabra Cenicienta al dar la medianoche, bajé los peldaños sin volver a mirar atrás y recorrí a toda prisa el pasillo del piso inferior para refugiarme en nuestra habitación, pero ni siquiera ahí encontré la paz. 
 
                                ***

   ¿Cuánto había pasado ya, dos horas, tres? Daniel no regresaba y yo no me atrevía a abandonar el cuarto. Tenía un mal presentimiento. Él dijo que no vendría de inmediato pero, ¿y si había decidido continuar la investigación por su cuenta? ¿Si alguno de los hombres de Zalazar lo había descubierto? Sabía lo obstinado que podía llegar a ser porque en eso no éramos tan diferentes.

—Mierda, mierda, mierda, Daniel, ¿dónde pin…tura estás?

  Me dejé caer en la cama con un resoplido de angustia. El cuello de tortuga del abrigo me estaba asfixiando y las botas me daban comezón. Nada más entrar al cuarto había cambiado mi vestido por una ropa más práctica y abrigada, solo en caso de que las cosas se complicaran tanto que fuese necesario salir huyendo de allí.

  Intenté procesar los sucesos de la noche por separado para poder sacar algo en limpio pero nada parecía tener sentido: las falsas nacionalidades de Martín y Berto; el despacho de Zalazar, guardando supuestos secretos que no debían salir a la luz; y ese extraño hombre que había llegado después. No era Cristian, tampoco Martín, pero ese acento… No. —Me levanté de la cama para librarme del pensamiento—.  Debían de haber sido imaginaciones mías, deformaciones que estaba haciendo mi perturbado cerebro sobre la realidad. Estaba tan nerviosa en ese momento que debía de haber escuchado mal.

  El espejo de la cómoda me devolvió un reflejo que apenas reconocí. La palidez casi enferma de la cara contrastaba con el rojo vivo de los labios. Pasé los dedos por ellos y sonreí por la ironía. Tantas… tantas veces podíamos haber dejado nuestras inseguridades y ego a un lado y ceder a lo que sentíamos, pero fue la amenaza de la muerte lo que nos hizo actuar.

  Estudié mi rostro con detenimiento, buscando indicios de lo que había sucedido, y tuve la angustiante sensación de estar olvidando algo, algo importante. Casi cuarenta y ocho horas después descubriría que en algún momento de la noche había dejado de tener el pintalabios de Tania en mis manos.  

—¿Dónde estás, Daniel? —Di un recorrido por la habitación intentando calmarme—. Tranquila, Oriana, él está bien. Él sabe muy bien lo que hace. No es como tú, impulsiva e irracional. Él es serio, responsable, inteligente, jamás cometería una locu…

  Desde fuera me llegó el sonido de unos pasos irregulares que parecieron detenerse en la puerta. Escuché algo similar a un forcejeo y maldije una y mil veces por no haber puesto el seguro. Justo en ese instante la puerta se abrió de golpe dándome un susto de muerte, y en el umbral aparecieron dos figuras. La escena me arrebató el aire de golpe:

  Un apenado Cristian hacía un precario intento de sostener el cuerpo tambaleante de Daniel.

"¡Dios mío... no!"

—¡¿Qué le pasó?! —Me escuché decir.

—Fue mi culpa… —trataba de explicar Cristian apenas sin aire—. Mucho ron... y poca cola.

"¡¿Queeeeé?! Daniel ¿borracho? ¿¿¡¡Daniel borracho??!!" 

  Obligué a mi cuerpo a salir del pasmo. Saber que al menos no estaba herido me dio un momentáneo alivio, pero el intenso olor a alcohol que me golpeó en la cara cuando me acerqué para ayudar a Cristian hizo que mi preocupación retornara. La bebida no te desinhibe, te hace menos dueño de tus palabras. Él mismo me lo había dicho con aquella expresión prepotente y ahora…

—A la cama —orienté a Cristian, mientras me pasaba un brazo de Daniel por los hombros. 

  Era como trasportar una estatua, enorme, pesada y que no hacía muchos esfuerzos por cooperar. Tenía que haberse tomado el bar entero para terminar así.

  Después de batallar bastante, conseguimos acostar a Daniel boca arriba en la cama, aunque fallamos en hacer que sus largas piernas quedaran completamente dentro de los límites del colchón.

—Bueno, al menos ya está en buen lugar. —Cristian se irguió para recuperar el aliento—. Le di bastante agua, para hidratarlo un poco. Ahora seguro va a dormir toda la noche como un tronco.

—Sí, eso espero —murmuré, sin poder asimilar aún el estado de Daniel.

—Oye, de verdad, discúlpame. Él me pedía un trago y otro y otro, y yo se los daba confiado porque pensé que era de estos tipos que saben manejar bien el alcohol.

—No, no, es que normalmente sería yo la que haría algo así, no él. —Sonreí con nerviosismo—. Pero no, Cris, tú no tienes la culpa, al contrario, no sé ni cómo agradecerte esto.  

—Nada que agradecer, belleza. Yo he pasado por donde él está ahora y no es nada agradable.

Hubo un silencio incómodo que él interrumpió con una palmada.

—Bueno, ya lo dejo en tus manos. Si necesitas algo, yo duermo de este lado del pasillo, tres habitaciones a la derecha. Cualquier cosa, me tocas la puerta sin pena ninguna y a la hora que sea.

—Okey, gracias, Cris, de verdad. —Le di un apretón de agradecimiento en la mano, pero antes de que abandonara el cuarto quise salir de la duda—. Oye, cuando estaba embriagado, ¿hizo algún escándalo, u ofendió a alguien?

—No, no, qué va. —El tono despreocupado me reconfortó—. Si cuando él empezó a beber ya en el salón no quedaba nadie. Además, parecía más triste que otra cosa.

Apreté los labios.

—Ah, ya. Y de nuevo, gracias.

  Una vez que desapareció tras la puerta, aproveché para ponerme una ropa más cómoda. Daniel parecía haber caído en un sueño profundo, ajeno a todos los problemas y preocupaciones, y de cierta forma, sentí un poco de envidia por él.

  Apagué la luz del cuarto porque el cielo ya no parecía tan oscuro; algo raro, teniendo en cuenta que, según el reloj de pared, faltaba mucho para que amaneciera, pero debía de ser algo que solo sucedía en las tierras del norte.

  Comencé a desvestir a Daniel, empezando por los zapatos, luego el pantalón que me costó horrores, seguí con sus guantes, el reloj con el que siempre cronometraba mi vida, y finalmente me tumbé a su lado para desabotonarle la camisa. Una queja áspera me distrajo de mi labor.

—No quiero… estar borracho en mi primera vez contigo.

—¡Ah, así que estás despierto, y haciendo chistes además! Mira, te juro que si no te mato es porque ya estás medio muerto.

  Intentó sonreír pero sus labios estaban áridos por la deshidratación. Me levanté para rellenar un vaso de agua y lo ayudé a inclinarse para que bebiera. El mareo parecía estarle cobrando factura porque se cubrió la mitad del rostro con la mano cuando volvió a hundir la cabeza en el colchón.

—¿Quieres algo más? Puedo ver si alguien del personal tiene alguna pastilla.

—En realidad, quisiera ir al baño.

Me quedé muda por unos segundos.

—Ah no. No, no. Yo no voy a sostenerte el juguetico para que mees con confianza. Eso sí que no, macho. Te aguantas hasta que se te pase el efecto del alcohol. Además —me incliné sobre él apoyando mis manos en la cama, a ambos lados de su cabeza, con mi cabello formando una cortina alrededor de su cara—, es que no puedo entenderlo. ¿Cómo se te ocurre emborracharte aquí, en este tren lleno de delincuentes? “El alcohol te hace menos dueño de tus palabras” ¿no fue eso lo que me dijiste?

  Por la sonrisa que me dedicó supe que su respuesta estaría muy lejos de ser seria, aunque su voz seguía siendo grave y algo raspada:

—Sí, mami.

  Se me descolgó la mandíbula. Definitivamente los hombres de Zalazar tenían que haber secuestrado al verdadero Daniel y dejado en su lugar un clon en negativo. La situación me pareció tan insólita que no pude hacer otra cosa más que reírme, reírme fuerte, como hacía solo unas horas me carcajeaba con Cristian en el bar aunque por un motivo completamente distinto.

—A ver, anda, levántate para quitarte la camisa que huele a alcohol —le ordené tratando de recuperar a duras penas la seriedad y el control de la situación.

  Él me obedeció sin oponer reparos, pero nada más sentarse en la cama comenzaron los espasmos y la tos.

—¿Tienes náuseas? ¿Vas a vomitar? —Le acaricié la espalda buscando con la vista algún recipiente. Aunque estuviese un poco molesta, me partía el alma verlo así.

—... No —dijo cuando consiguió respirar con normalidad—. Los protagonistas de las novelas que escribes… seguro que no vomitan...

  Una emoción que nunca había sentido por él se me desbloqueó de golpe, como cuando alguien enciende un interruptor en una habitación a oscuras; una emoción parecida a la ternura.

—¿Pero qué estás diciendo, tonto? —Sonreí como una niña avergonzada—. Eso no tiene nada que ver.

  Comprobando que los espasmos habían cesado, lo ayudé a quitarse la camisa con cuidado para luego unirla al resto de la ropa sucia, asegurándome de sacar del pantalón el móvil de James Bond y la billetera. Cuando me giré para verlo, ya se había vuelto a acostar. Suspiré.

"Qué día más largo".

  Esa noche me fue imposible conciliar el sueño. Caí presa de una molesta vigilia, comprobando a cada tanto que Daniel estuviese bien. En una ocasión, noté que ya no dormía con su nariz apuntando al cielo como hacía todas las noches. Se había dado la vuelta, al parecer buscando una posición más cómoda sobre su vientre.

  De pronto la curiosidad se adueñó de mí. No sabía si estaba bien hacerlo, pero me incorporé sobre mi costado, y busqué en su piel, ayudada por las luces del cielo, el motivo por el que su espalda era la parte que menos le gustaba de su cuerpo.

  Tuve que entornar los ojos para verlas. Eran casi invisibles, pero estaban ahí. Una, dos, tres… muchas… Tragué para deshacer el nudo en la garganta. Pálidas cicatrices, por toda su espalda, como secuelas de una etapa terrible.
             
  Me sobresalté cuando Daniel se removió inquieto bajo mis dedos. Pasaron unos segundos en que pensé que no había despertado, pero entonces sus hermosos ojos somnolientos y marchitos por el cansancio se abrieron parcialmente. Casi la mitad de su rostro estaba enterrado en la almohada. Nos quedamos mirándonos sin decir palabra hasta que tomó mi muñeca con delicadeza y depositó un beso en la palma, que al instante hormigueó por el roce.

   Podía ser un efímero efecto del alcohol. Ojalá que no. Ojalá que al despertar recordara y no se arrepintiera de lo que dijo a continuación:

  —Todo estaba en orden en mi vida… hasta que te abrí la puerta del elevador… y creaste un caos.

  Un ruido de maquinaria resonó en las paredes, seguido de un movimiento brusco como de ruptura de la inercia. A través del ventanal, vi cómo los árboles empezaban a caminar y luego a correr. El ferrocarril había reemprendido la marcha rumbo a Fairbanks.

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