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Nieve en el corazón


  


Los ojos empañados no me dejaban verlo con claridad. Su figura parecía una mancha gris en medio de aquel enorme aeropuerto, también gris.

—No puedo creerlo. ¡¿Estás llorando otra vez?! —Se acercó y me tomó el rostro entre las manos. Entonces sí pude distinguir aquellos tiernos ojos marrones que me miraban con una profunda pena—. No llores, Orieta, que me vas a hacer llorar a mí también y no voy a poder dejarte. En menos de lo que tú te imaginas vas a estar conmigo allá en Canadá.

—Sí, claro. —Ni siquiera me molesté por disimular el sarcasmo—. En cuanto pongas un pie allá, vas a conocer a una bonita canadiense y adiós novia.

—Claro que no, Orieta. —Sonrió más relajado—. ¿No me conoces bien? Yo no te voy a hacer eso. Te quiero. —Depositó un casto beso en mis labios—. Vas a ver que todo va a salir bien. Dame unos meses, unos mesecitos nada más, y te voy a sacar de Cuba para llevarte a ver la nieve.

  La nieve.

  La nieve.

  No sabía por qué había acudido a mi mente aquel recuerdo. Tal vez por la visión de unas pequeñas motitas blancas bailando contra el cristal. Entorné los ojos para verlas mejor. Eran…

—¡¡Ah, está nevando!! ¡¡Qué lindo!! —grité como una niñata que veía algo por primera vez.

—¡¿Pero qué…?! —Daniel se despertó de golpe alarmado y con el cabello en todas direcciones. Unas marcadas ojeras delataban la falta de sueño.

—Ay, perdón. —Me tapé la boca—. Es solo la nieve, nada más, puedes volverte a dormir.

  Pero ya había arruinado su intento de sueño. Se quedó tendido en el colchón como por dos minutos masajeándose las sienes antes de incorporarse en la cama, con los codos sobre las rodillas, como un adolescente con resaca.

—¿Te acuerdas de algo de lo de anoche? —pregunté sin fuerzas para enfrentarme a la respuesta.

Se giró un poco para verme, esbozando una media sonrisa:

—Recuerdo que te besé.

Algo parecido al alivio me hizo relajar los hombros y temí que el suspiro hubiera sido demasiado evidente. Fue difícil disimular la intensa emoción con un tono despreocupado:

—No me refería a eso. Me refería a después de que ahogaras tus penas en alcohol.

  El comentario pareció disgustarlo un poco porque no respondió de inmediato. Se frotó la cara para quitarse el cansancio y se puso en pie sin muestra alguna de vergüenza por estar llevando nada más que un bóxer negro. En medio de un incómodo silencio que yo no me atreví a romper, escogió un pantalón de su maleta y comenzó a vestirse frente a mí.

—No hablé de más, si esa es tu mayor preocupación. —Se subió la cremallera del pantalón y el tono filoso de sus palabras se me clavó como una esquirla de hielo—. Esperé a estar solo, para poder beber.

  Terminó de calzarse los zapatos y se encaminó a la entrada con una toalla al hombro. Imaginaba que iría a la ducha de Zalazar y Tania, pero la única confirmación que recibí fue un sordo portazo en la puerta de nuestro cuarto cuando salió sin decir palabra.

¿Y ahora… qué coño le pasaba?

¿Se había molestado porque yo había evadido el tema del beso? Pero si hasta el momento era él quien siempre evitaba cualquier tema referente a nosotros. ¿O no? Su molestia no tenía sentido.

  Me abracé las rodillas sentada en la cama. Hubiese deseado entrar a la ducha con él, besarlo, abrazarlo y olvidarme de la situación tan jodida en la que estábamos, pero mi cabeza era un caos. Ni siquiera sabía qué haríamos en cuanto llegáramos a nuestro destino; si tendríamos que huir lejos, muy lejos, o quedarnos por más tiempo en esa guarida de mentirosos y seguir con la farsa que nos estaba trastornando el juicio.

  Traté de volver a dormirme mirando las motas que seguían cayendo, pero el sueño demoraba en llegar. No hacía más que dar vueltas de un lado para otro entre las sábanas. El celular reposaba en la mesita de noche, con las fotos que Daniel había tomado en el estudio de Zalazar. Si las borraba, evitaría que él cediera a la tentación de continuar con la investigación.

  Sí, eso haría. Cortaría todas las cuerdas que nos ataban a este juego infernal. Sin pensarlo mucho, agarré el celular y… fue la peor decisión que pude haber tomado. Abrí la carpeta de fotos con toda la intención de eliminarlas, pero la curiosidad periodística me llevó de solo borrar sin mirar, a echar un vistazo y después borrar, y finalmente a analizar cada documento antes de enviarlo a la papelera.

  En las primeras páginas solo había tablas y cifras, datos vagos sobre cuentas bancarias y estados financieros que le darían sueño hasta a un detective, pero a medida que avanzaba las cosas empezaban a adquirir un cariz más sospechoso. Zalazar debía de ser el único delincuente en el mundo que guardaba información importante en una gaveta sin llave, en lugar de ponerla a buen recaudo en una laptop bajo tres mil contraseñas.

  La vista se me perdió en un enorme arsenal de rifles de asalto, pistolas, explosivos, chalecos, cascos, dispositivos de comunicación, reservas de MRE, suministros médicos... y la lista seguía por otras dos páginas. Esto era mucho peor de lo que había imaginado. Busqué en el resto de las fotos algo que pudiera arrojar algo de luz sobre el objetivo o el destino de semejante despliegue armamentístico, pero no encontré nada, ni siquiera una pista; hasta que llegué al último documento, y mi cara debió de adquirir la misma palidez que la hoja. 

  Había una nómina de unas veinte personas que reconocí al instante como destacadas figuras de la política y los negocios en Estados Unidos. Pero lo más inquietante era la obscena cantidad de dinero que aparecía junto a cada una. Repasé cada uno de los nombres con su respectiva cifra y la respiración se me cortó cuando llegué al último de la lista...

  Apenas tuve tiempo de esconder el aparatico debajo de la almohada cuando la puerta se abrió de repente. Daniel entró con el cabello húmedo, oliendo a jabón, y por su mirada escrutadora, sabía que mi gesto no le había pasado desapercibido.

—¿Estabas... viendo las fotos?

¡Dios, ni siquiera con resaca se le escapaba una!

—Sí, pero solo por curiosidad —aclaré—. Las iba a borrar después.

  Me arrojó una mirada de reproche que llevaba implícita la frase “¿Quién te entiende, Oriana?”, pero se ahorró el comentario desafortunado.

  Revolviéndose el cabello húmedo con la toalla, se sentó en el borde de la cama, cerca de mis piernas. Parecía mucho más joven esa mañana. Sus ojos tenían un brillo diferente, como si el hielo en ellos se hubiese derretido.

—¿Y qué viste? —preguntó, dejando que la toalla resbalara por su cuello.

  Apreté los labios, indecisa. Sabía que no era buena idea mostrarle las fotos, aunque tal vez su propia teoría me disuadiera de los locos pensamientos que poblaban mi cabeza.

—Es peor de lo que pensamos. —Le tendí el celular, rezando para que no llegara a la misma conclusión que yo.

—¡¿Peor?!

  Su ceja se iba arqueando a medida que su vista descendía por el listado de las armas y suministros. Después de un dramático silencio, agregó:

—Cuando Francisco nos habló del envío de armas, pensé que podría tratarse de una guerra entre cárteles, que Zalazar podría estar apoyando a algún grupo en Colombia para controlar una zona, pero esto es demasiado, es como para abastecer a un ejército.

—Pensé lo mismo. —Tragué en seco—. Y mira en la última página.

Al hacerlo, una arruga se pronunció en su ceño.

—Estos son… —murmuró como para sí mismo, sin apartar la vista de la nómina de líderes de la política y la economía.

—Los reconoces, ¿verdad?

—Sí, a algunos sí —asintió—; este es un exsenador de Estados Unidos, estos de aquí son magnates de la Florida… hay un candidato a gobernador… En resumidas cuentas, gente de mucho poder.

—Anjá, ¿Y ves alguna relación entre ellos?

Las comisuras de sus labios descendieron en un gesto de negativa:

—¿Además del hecho de que son personas muy influyentes y que tienen dinero para alimentar a una nación entera…? No veo otra relación.

Suspiré. No quería forzar su interpretación, pero tenía que hacerle ver mi punto:

—A ver, Daniel, ¿te acuerdas de aquella crónica que escribí y que me destrozaste sin piedad alguna?

—¿Cuál de todas?

  Ladeé la mandíbula, evocando de golpe todas las razones por las que había querido escupirle en la cara innumerables veces.

—Aquella que hice sobre personalidades influyentes de los Estados Unidos que financian golpes de Estado en países de América Latina —le recordé con fingida calma—. La que me criticaste porque decías que parecía más un episodio de Juego de Tronos que un reportaje serio y verosímil.

—Sí, lo recuerdo. —Su sonrisa no podía ser más sarcástica—. Y también recuerdo que no te lo tomaste bien, y que me gritaste frente a todos los trabajadores de Radio Esmeralda que yo era un frígido, desprovisto de sensibilidad humana, casado con las estadísticas, y con los números pegados al culo.

  La risa se me salió sin que pudiera reprimirla. Alcancé a taparme la boca cuando vi que él se conservaba serio, aunque en sus ojos había cierto aire juguetón y despreocupado.

—Ay perdón. Es que me sacaste de quicio esa vez. Y además te vino bien que te dijera lo de frígido. Creo que un mes después empezaste con On Air.

Él no confirmó ni negó nada; su rostro volvía a ser una piedra. Sacudí la cabeza para centrarme.

—Bueno, da igual, la cosa es que tengo grabados a fuego en la mente cada uno de los nombres que cité en aquella crónica, de cada uno de esos financiadores, y algunos están en esa hoja. —Señalé el celular en las manos de Daniel.

  Una arruga se pronunció en su frente.

—¡¿Están financiando un golpe de Estado, desde los Estados Unidos?! ¿Eso es lo que sugieres?

—No sería la primera vez que lo hicieran. —Me encogí de hombros.

  Daniel pasó la vista de mí a la pantalla del celular, y la miró con recelo.

—No lo creo. ¿Qué gana Zalazar apoyando un golpe en Latinoamérica? Porque me cuesta imaginarlo como un político, y menos que la miseria en Venezuela le ablande el corazón.

—Claro que no, pero, piénsalo, Daniel, lo más probable es que él, en combinación con toda esta panda de viejos chochos financiadores, estén apoyando con dinero y armas a un grupo de rebeldes para poder asegurarse ciertos privilegios si ese grupo rebelde se hace con el poder, no sé, vía libre para trapichar con droga, por ejemplo. 

—Tú lo has dicho. Solo “si” ese grupo se hiciera con al poder. De todos los intentos de golpes o rebeliones, más de la mitad terminan fracasando. El gobierno los termina aplastando. Zalazar tendría que estar demasiado convencido del éxito de esa operación.

  —A lo mejor lo está, a lo mejor sí está seguro. —Aunque nunca había deseado tanto estar equivocada.

  El dedo de Daniel se detuvo sobre el último nombre de la lista, y lo leyó en voz alta, como haciéndolo más real.

—“Martín Ríos”… ¿Será el mismo Martín que vino con Zalazar?

Descendí la vista para eludir su mirada escrutadora.

—Sí, podría ser —reconocí—. Ese es su apellido.

—No recuerdo que él nos haya dicho su apellido.

—Me lo dijo a mí —declaré, enfrentándolo esta vez—. La noche del jacuzzi. Me lo encontré de casualidad en la terraza. Él habló de hacer las paces conmigo porque no habíamos empezado con buen pie, y me dijo que así se llamaba: Martín Ríos.

  La expresión de Daniel era de total desconcierto, y de algo más que no supe identificar.

—¿Y qué más te dijo esa noche? —Vi la contracción de su mandíbula.

—Más nada, solo eso, fue una conversación trivial.

—¡¿Y cuándo pensabas decirme que hablaste con él?! —Sonaba molesto, y por alguna razón, eso me enfureció más a mí.

—¡Nunca! ¡No pensaba decírtelo, ¿okey?! —contraataqué—. Porque yo ya había renunciado a esta investigación. Porque fui una estúpida al aceptar la propuesta de Francisco aun sabiendo que esto me quedaba demasiado grande, porque fuimos unos imbéciles al acceder a este viaje en tren, porque nunca debimos de haber entrado al estudio de Zalazar, y yo nunca debí haber visto esas estúpidas fotos.

—Pero lo hiciste. Porque en el fondo eres igual que yo, no soportas renunciar.

—No, cariño, te equivocas, yo no soy igual que tú. Yo sí sé cuándo debo renunciar a algo, y la única razón por la que cogí el celular fue para borrar esas fotos, para evitar que tú cedieras a la tentación de seguir con esto…

—Y el tiro te salió por la culata, porque la que cedió a la tentación fuiste tú.

  No respondí. Enfundando mis piernas en la sábana, busqué un lugar en el colchón apartado de él. Estaba molesta, frustrada y enojada conmigo misma. Porque a pesar de todo lo que había dicho, tenía la terrible certeza de que, si al final corroboraba la relación directa de Martín con ese supuesto golpe, ya yo no podría abandonar la investigación. Estaría amarrada a ella, hasta el final, hasta sus últimas consecuencias. “La curiosidad mató al gato”, já, todo muy bonito hasta que te toca ser el gato.

—¿Y qué haremos entonces cuando lleguemos a Fairbanks? —preguntó con un tono cansado.

  Miré por la ventana. Los copos se habían amontonado en una hendidura del ventanal.

—Lo que hemos hecho desde que llegamos a Alaska —Sonreí amargamente—: Fingir que somos la mejor pareja del mundo.    

                                ***

  Según el asistente del vagón, la nieve en esos días del año era un suceso extraordinario.

  La tormenta había desafiado todos los pronósticos para el inicio del otoño y Fairbanks nos recibió con un manto blanco. Cristian no paraba de sonreír y de repetir que el inusual fenómeno se debía a un deseo que había pedido cuando era un niño. Y yo no pude hacer más que devolverle la sonrisa.

  Una ligera capa de nieve que emitía unos destellos bajo la luz del sol coronaba los techos de las casas. Varios niños correteaban por las callejuelas grises y los turistas llenaban el aire de risas y exclamaciones. Los negocios exponían souvenires de Alaska: estereotípicos renos y trineos en miniatura que volvían locos a los extranjeros. Ninguna foto posteada en Internet podía retratar fielmente los muchos tonos de blanco, gris y dorado que colmaban cada rincón. Era como vivir en una eterna Navidad.

  Me prometí que visitaría Fairbanks otra vez, en el futuro, cuando no tuviese un pedrusco en el estómago que me impidiera disfrutar de un espectáculo que había soñado con presenciar desde que era una niña.

  En un gesto que pareció sincero, Tania casi corrió a abrazarme, preocupada por mi estado de salud. La actitud de Zalazar hacia nosotros continuaba imperturbable. Me costaba horrores mirarlo a los ojos cuando hace solo unas horas yo había estado husmeando traidoramente en su despacho.

  Tal vez esa era la solución: olvidarlo todo. Pretender que mi mano nunca se había acercado a ese picaporte, que no había encendido la luz del despacho, que nunca había tomado el celular en mis manos para ver esas fotos. Pero la visión de una figura oscura y letal detrás de Zalazar me pegaba directo en la culpabilidad. Tenía que hablar con Martín a como diera lugar. Solo así podría renunciar en paz, o por el contrario, emprender una batalla que no estaba dispuesta a perder.

  La identidad del misterioso pasajero de la noche anterior seguía siendo un enigma. No había rastro alguno de un polizón oculto en nuestro vagón de tren, y estaba por creer que no se trataba de ningún desconocido.

  Daniel y yo lucíamos como una pareja realmente feliz. Toda la mañana nos dedicamos a caminar como tortolitos despreocupados por las calles de la ciudad, haciendo cortas paradas en los establecimientos comerciales. No habíamos vuelto a mencionar lo del beso, pero una intensidad en nuestra manera posesiva de tomarnos las manos era la prueba irrefutable de que algo había cambiado entre nosotros.

  Luego de comer en un famoso restaurante de la zona, nos alejamos del pueblo en dirección a la zona de esquí. El entrenador pasaba la vista de Daniel a mí y devuelta a Daniel, esperando pacientemente a que nos pusiéramos de acuerdo sobre quién tomaría el mando de la única moto que nos habían dejado. Al final la moneda decidió que fuera él quien tomara el control.

  Desesperado por salir de nosotros, el entrenador nos dio las últimas indicaciones mientras yo me acomodaba detrás de mi compañero, asiéndolo por la cintura.

—¿Lista? —preguntó Daniel terminando de ponerse el casco. Exudaba la misma confianza de siempre, como si anoche no hubiese perdido el control conmigo.
Me incliné hacia adelante buscando el calor de su espalda, y apreté los muslos en torno a su cadera provocativamente para revivir en su mente cierto episodio nocturno. Por su respiración profunda y la manera de aferrarse con fuerza al manubrio de la moto, supe que había tenido efecto.

—Cuando quieras, mi amor —dije con un tono sugerente que hizo que el entrenador se apartara de nosotros.

  Mi afirmación fue la señal para que Daniel emprendiera la marcha hacia las entrañas del bosque. Transitamos sin grandes problemas por los senderos serpenteantes entre los árboles, siguiendo el rastro en forma de grandes arterias que habían dejado las otras motos en la nieve. La luz del sol se colaba intermitente entre los árboles, como un sueño.

  Si alguien me hubiese dicho hace apenas unos meses que iba a estar viajando por un bosque nevado en una moto de esquí, acurrucada a la espalda de mi odioso compañero de trabajo, me hubiese reído en su cara, y después, secretamente, cuando nadie me estuviera viendo, hubiese fantaseado con la idea.  

  Unos pasos más allá del área de parqueo se había congregado una gran masa de gente. Fui la primera en descender de la moto.

—¿Y eso? —Miré extrañada a la multitud, acomodándome los mechones de cabello con los que el casco no había tenido piedad.

—Puede ser una exhibición —intuyó Daniel, ajeno a las miradas que él mismo estaba atrayendo de dos mujeres a nuestra derecha. Y la verdad es que no las culpaba. Con ese abrigo negro, los guantes, el casco, y la vibra prepotente, podía pasar por un profesional de esquí.

—¿Podemos acercarnos a ver? —pregunté jugueteando con el zíper de su abrigo para enviar un mensaje indirecto a las chicas curiosas.

  Se quitó el casco y fijó en mí sus ojos que no desentonaban con el paisaje.

—Tú normalmente no me preguntas, haces lo que quieres y yo te sigo.

  Un impulso repentino me hizo capturar su cara y depositar un fugaz beso en sus labios. Ni en mis sueños más locos me hubiera imaginado tener este nivel de cercanía y confianza con él.

—Eso es, sigue complaciéndome, papi —Le guiñé un ojo, haciendo énfasis en la última palabra.

  Sin esperar respuesta, me di la vuelta escuchando el latido de mi corazón en los oídos y apresuré el paso con piernas temblorosas hacia la multitud agolpada en torno a un viejo autobús. Un guía recitaba un discurso en un idioma que se parecía bastante al alemán. Mi puse de puntillas para buscar el motivo de tanto alboroto, pero solo alcancé a ver esa destartalada guagua que había vivido tiempos mejores.

—¿Y funciona, o sea, se puede conducir? —preguntó un señor a mi lado en perfecto inglés. Por la emoción en su voz parecía que estaba preguntando por un Mercedes de último modelo en lugar de por una carcacha.

—Sí, sí funciona —le respondió el guía canoso—. Ha sido completamente restaurada. En tres días hará su recorrido oficial por las calles de Fairbanks y su destino será el museo de Alaska.

  Los murmullos y las exclamaciones que recorrieron la multitud me dejaron aún más confundida. Era obvio que necesitaba contexto, aunque algo en el autobús me resultaba familiar.

—Es el autobús del caso McKinley. —La voz de Daniel a mi lado me hizo pegar un bote, pero solo me atreví a mirarlo de refilón—. ¿No has oído hablar de él?

  Cuando procesé sus palabras todo cobró sentido. Sí, conocía el Caso McKinley. Fue un joven excursionista que perdió la vida en Alaska, luego de pasar sus últimos días en un autobús esperando por un rescate que nunca llegó. Y ese autobús estaba ahora justo delante de mí. Un escalofrío me sacudió el cuerpo, pero no tenía nada que ver con la baja temperatura, era una sensación que venía de adentro.

—Es increíble lo que un reportaje periodístico puede hacer. —Daniel contemplaba el autobús con un brillo siniestro en los ojos.

—¿Qué quieres decir? —Dejé de oír al guía para escucharlo solo a él.

—Cuando el caso McKinley salió en los periódicos desencadenó una oleada de muertes. Miles de excursionistas, atraídos por el morbo, la curiosidad… empezaron a llegar desde todas partes para ver el lugar exacto donde murió McKinley, y también hallaron la muerte. —Hizo una pausa antes de concluir—. Un simple reportaje en un periódico puede tener ese efecto en las personas.
 
  Mi vista recorrió la multitud y se detuvo en una mujer a mi lado que se enjugaba con disimulo una lágrima. De pronto me vino a la mente cuándo y cómo fue que escuché por primera vez sobre el caso McKinley.

—No. —Me sorprendió descubrir que la respuesta había salido de mis labios. Daniel también me miraba como expectante—. No fue un reportaje lo que movilizó a tanta gente, unas frías líneas en un periódico no tienen el poder para hacerlo. Fue la novela que hizo John Krant sobre la vida de ese joven. La ficción lo inmortalizó y conmovió a miles de lectores.

  El guía seguía con su perorata multilingüe de la que los turistas se bebían cada palabra.

—Recuérdame por qué no eres escritora en lugar de periodista.

  El comentario de Daniel echó por tierra el momento sublime.

Puse los ojos en blanco.

—Porque la escritura no me da para comer, nene, es obvio.

—Pero ahora tienes llena tu cuenta de banco.

  Ser consciente de eso me provocó una punzada de dolor. De nada serviría tener tanto dinero si no conseguía salir viva de ese infierno. Pero al menos me quedaba la satisfacción de haberle compensado a mis padres una pequeña parte de todo lo que habían hecho por mí. Estaba feliz por eso.

  Pasamos juntos el resto del día hasta que, antes de caer la noche, nos asignaron nuestra recámara que consistía en una sencilla pieza en forma rectangular completamente acristalada, y que me hacía sentir como en el interior de una pecera. Cero privacidad, pero con una hermosa y panorámica vista del campamento y del cielo. 
 
  Sabes que la historia de una persona va a ser triste cuando se sienta a tu lado en el suelo amortiguado por sábanas y cojines, mira a la nada con una expresión desolada, y dice algo como:

—Nunca le he contado mi pasado a nadie, eres la primera.

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