Mi archienemigo
¿Por qué sucede que, cuando más prisa tienes, más obstáculos encuentras por el camino?
Presioné tres veces seguidas el número 6 en el elevador.
¡Qué lentitud, por dios!
Estrujé los papeles con ansiedad.
En mi mente podía escuchar las manecillas del reloj correr a toda prisa.
Para aumentar mi frustración, el infernal aparato se detuvo en el piso 3.
¡No, por favor, ahora no!
Una pareja de ancianitos caminaba a paso de tortuga hasta el interior de la reducida cámara mientras yo hacía esfuerzos sobrehumanos por no intentar tomarlos de las manos para agilizar el proceso.
Las puertas volvieron a cerrarse y dejé escapar el aire contenido.
Pero hoy parecía ser uno de esos días en que el mejor plan hubiese sido quedarme durmiendo debajo de la calentita colcha a esperar a que la racha de mala suerte me abandonara. El elevador hizo estancia en los próximos dos pisos antes de llegar a su último destino.
Tan pronto como las puertas se abrieron, e ignorando las miradas consternadas del personal, corrí por los pasillos de la emisora a una velocidad que le hubiese dado envidia al mismísimo Usain Bolt.
—¡Eh Ori! —Escuché la voz de mi amigo Kevin a mis espaldas.
—Lo siento, ahora no puedo —me excusé mostrándole los papeles.
Hizo un rápido asentimiento de cabeza en señal de comprensión y yo reanudé el maratón hasta llegar a la ansiada meta: la oficina del jefe de redacción.
Di unos golpecitos en la puerta y aproveché el intervalo para recuperar el aliento. Su secretaria no estaba en su puesto de trabajo, para variar.
—Adelante. —La escueta respuesta no se hizo esperar.
La oficina era la antítesis de mi apartamento. Extremadamente pulcra y organizada para mi gusto. No había un solo objeto fuera de su espacio correspondiente y en el escritorio reposaban cinco lápices a una distancia intermedia que, estaba segura, había sido medida con una regla.
—¡Buenos días, señorita Oriana!
El hombre que me saludó era sin duda el dueño de aquel espacio. Su elegante traje gris no tenía ni una sola arruga; pero no podía decir lo mismo de su ceño.
—¿Qué le trae esta mañana a mi oficina? —preguntó con su característica voz profunda. Pensándolo bien, creo que no me hubiese percatado nunca de su timbre de voz de no ser porque mi amigo Kevin se pasaba el día fantaseando con ella a mi lado.
En respuesta, deposité con torpeza el revoltijo de papeles sobre su buró y por desgracia uno de ellos dio un golpecito a uno de sus lápices. ¡Ups! Con su típica ceja levantada, mi jefe devolvió el utensilio de madera a su posición original. ¡Este hombre me ponía de los nervios! No entendía cómo podía gustarle tanto a Kevin, además del hecho de que justo ahora parecía un bombón envuelto en un papelito gris. Si no tuviera esa expresión estricta en todo momento, hubiera jurado que no pasaba de los 35 años.
Respiré hondo y comencé mi explicación.
—Es la cobertura periodística de las manifestaciones de hoy contra el bloqueo a Cuba —dije atropellando las palabras—. Entrevisté a dos personas de la organización Codepink y ambas coincidieron en que...
Tuve que detenerme ante el gesto de la palma levantada de mi jefe. Tragué en seco. Algo no iba bien.
—En efecto, Oriana, es un buen asunto el que tratas —dijo tuteándome mientras juntaba los pulgares de sus manos—. Pero, por desgracia, alguien ya se te adelantó.
—¿C-cómo?
—He dicho... —repitió como si le hablara a una niña pequeña— que alguien más ya hizo esa cobertura hoy. Lo siento, Oriana. Llegas tarde.
La decepción debilitó mi cuerpo. Sentía como si me hubiesen arrojado un balde de agua fría.
Miré alicaída las hojas inertes sobre la mesa. Todo había sido en vano. Otra vez.
—¿Puedo... puedo saber quién hizo la cobertura? —pregunté débilmente porque temía la respuesta.
—Ah sí, claro. Fue Daniel.
Mis puños se cerraron con fuerza al escuchar el nombre de mi archienemigo.
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