Frío...
—Cuidado con el escalón —me previno.
—Sí, sí, ya lo veo, estoy medio borracha, no ciega.
Sentí su exhalación en mi oído. Era un milagro que no me hubiese dejado tirada como un bulto inservible a la entrada de mi edificio. Cualquier otra persona lo hubiese hecho en su lugar.
—Es esta… Esta es mi puerta…, creo. ¿A ver? —Achiné los ojos—. Sí, sí, es aquí.
Sacar las llaves e insertarlas en el puñetero orificio de la cerradura fue toda una proeza.
—Listo, héroe. —Hice un intento infructuoso de acomodarme el cabello desordenado antes de girarme hacia él con un ligero mareo—. Ya puedes irte. Gracias por traerme... Fue una cortesía de tu parte. Incluiré esta escena en una de mis vergonzosas novelas…, en tu honor. Chao, chao…
Abrí la puerta e intenté escabullirme dentro como una rata de alcantarilla, pero su enorme cuerpo ocupó el hueco de la entrada.
—No puedo irme sin saber que no te desmayaste antes de llegar a la cama.
—Pero si ya estoy bien… —La réplica fue seguida de un inoportuno desequilibrio de mis pies.
Me dio la ignorada del siglo y cerró la puerta tras él. Fue suficiente un vistazo alrededor para darme cuenta de que el universo no estaba en mi contra después de todo. Era el aniversario de la fundación de Radio Esmeralda y noche de celebración “hasta que se secara el Malecón”. O sea, que era uno de esos raros días del año en que mi apartamento estaba decentemente ordenado, como una medida de precaución ante situaciones como esta. “Ay, Oriana, qué inteligente eres” —me felicité.
Dejó su saco azul marino sobre el sofá, se dobló las mangas de la camisa como si fuese a acometer una ardua empresa y me acogió en sus brazos como a una princesa de Disney. Aunque no había sido una manzana envenenada la culpable de mi lamentable estado, sino dos mojitos, un daiquirí y un ron con cola.
—¿Qué vas a hacer? —pregunté lo que era bastante obvio.
—Llevarte a la cama.
Se me salió una risotada bastante poco elegante.
—Perdona es que… nunca me imaginé que me dijeras eso, precisamente tú, Daniel.
Sus músculos se tensaron más, pero él continuó su camino hasta mi cuarto. No sé cómo se las arregló para abrir la puerta sin soltarme; lo cierto es que me sentí en el bendito paraíso cuando mi espalda fue acariciada por las sábanas impregnadas de un olor familiar.
—Si me quitas los tacones, seré toda tuya para siempre. —Jugueteé.
Su tacto fue cálido cuando desató mis zapatos negros con esmerado cuidado. La cabeza me daba vueltas y cada vez se me hacía más difícil articular palabras coherentes. Estaba en un limbo entre la realidad y el sueño.
Cerré los ojos para valerme de mis otros sentidos.
Una afelpada colcha me arropó el cuerpo. Por el sonido de las pisadas, pude trazar su trayecto por todo el borde de la cama hasta el otro extremo. Quise abrir los ojos cuando sentí el colchón hundirse a mi lado, pero mis párpados no respondían. Percibí un sonido metálico contra la superficie de madera de la mesita de noche, seguido de un deslizamiento de tela. De pronto recordé algo.
—¡Ay Dios mío, tengo que llamar a mi mamá! —El brusco gesto de levantarme hizo que mi cabeza se sintiera como un tiovivo.
Una mano fuerte sobre mi torso me devolvió a mi posición recostada.
—Oriana, no estás en condiciones de llamar a tu madre, ni a nadie. Duerme. Mañana hablarás con ella.
—Es que… se preocupa cuando no lo hago. Y… no quiero que se preocupe.
El roce de sus dedos en mi cabello me tomó desprevenida, pero dejé que me apartara unos mechones de la frente húmeda de sudor.
Me di la vuelta en la cama para aplacar la sensación de revoltura en el estómago y me arrimé a él como un gato, recostando la cabeza en su pecho y embriagándome aún más con esa fragancia varonil y amaderada. Sabía que me arrepentiría de esto al día siguiente, pero hoy solo quería… ser feliz.
—Si… te pregunto algo… —Apenas me quedaban fuerzas para hablar—, ¿me lo vas a responder?
—Ujum. —Sentí la vibración de su respuesta.
—¿En serio?
—Sí. De todos modos mañana no te acordarás de nada.
Guardé silencio. Se me olvidó lo que le iba a preguntar. ¿Qué era? Era sobre él y yo pero… Ah, ya me acordé.
—Si… —Carraspeé—. Si viviéramos otra vida…, otra vida en la que no fueras gay… —Las secciones de mi cerebro se iban apagando una tras otra y el mundo se estaba oscureciendo—, ¿te… enamorarías de mí… en esa otra vida?
—¡Dios, claro que no!
La voz de Tania me espabiló. Casi me quedaba dormida sobre el mostrador.
—Mi marido jamás se pondría una horterada como esa. —Ella miraba la camisa cuadriculada con repugnancia como si los cuadros fueran una aberración de la moda.
—Perdone, señora. —Se apresuró a decir la dependienta—. ¿Podría describirme el gusto de su esposo para poder ayudarla mejor?
Tania hizo una mueca de duda, pero pareció encontrar la solución a su dilema en el póster de la pared que mostraba al actor Michele Morrone vestido con un esmoquin negro que le quedaba como Dios manda.
—Ese es. Exactamente así. Quiero ese conjunto de ahí, completo, zapatos y camisa blanca incluida… y el reloj, también el reloj.
Apreté los labios para no reírme. Por favor, que alguien le aclare que su esposo jamás lucirá como el galán de la foto.
—Lo siento mucho, señora, pero el reloj deberá comprarlo en la tienda de al lado —le contestó la joven con excesivas muestras de respeto—. Enseguida le traigo… algo parecido a lo que pidió.
Yo guardaba silencio, contemplando la gran colección de corbatas expuesta en el mostrador.
La esposa de cierto mafioso parecía tener la extraña creencia de que ir de compras era el mejor antídoto para un resfriado. No podía quejarme. A Daniel le había tocado bailar salsa con la más fea. Zalazar lo había invitado a uno de sus barcos de pesca en el puerto de Seward.
A solo veinte minutos del hotel en el tráiler de excursión, la ciudad era una pintoresca y acogedora comunidad en la que coincidían la tierra y el mar. Según nuestro guía, era muy posible avistar ballenas no muy lejos de la costa.
—¿A tu esposo le gustan las corbatas?
Parpadeé cuando me di cuenta de que Tania me miraba con atención.
—... No, bueno sí, depende de la ocasión. Pero en realidad quería regalarle una a Martín.
—¿A Martín? —Frunció el ceño—. ¿El que viene con nosotros?
—Sí, es que la otra noche sin querer le manché el traje con una bebida.
Lejos del asombro o la incomodidad, en el rostro de Tania había claras evidencias de regocijo.
—Já, muy bien merecido se lo tiene ese imbécil —celebró, examinando el conjunto que le mostraba la dependienta.
Me contuve de decir algo. Esperé a que ella soltara más prenda.
—Es un cretino que odia a las mujeres. —Le tendió la tarjeta a la joven del mostrador con un gesto altanero—. Aprovecha cualquier oportunidad para hacer comentarios misóginos. El otro día discutí con Zalazar porque no fue capaz de ponerle un alto, sabiendo lo mucho que me molesta ese tipo de cosas.
Hubo un silencio en el que sentí que ella esperaba el típico comentario de apoyo femenino.
—Bueno es que imagínate… —Me encogí de hombros—, a veces los hombres prefieren quedar bien con sus amigos que con su propia mujer. A mí también me ha pasado.
—¡¿Pero cuál amigo?! Ese tipo ni siquiera lo es. No es más que un grano en el trasero.
Traté de disimular que no me había revelado una información importante. Hace dos noches, durante nuestra velada en la terraza, Martín se deshacía en elogios y agradecimientos hacia Zalazar por haberlo sacado de su país natal para regalarle una segunda vida en los Estados Unidos. Si no era amistad lo que unía a los dos hombres, entonces, ¿por qué el marido de Tania se tomaría tantas molestias por un tipo que ni siquiera le caía en gracia?
—No le regales nada, bella, no se lo merece. —Ella tomó las bolsas y me guiñó un ojo—. Mejor vamos a comprarte un bikini super sexy para el jacuzzi de esta noche. Eso sí que vale la pena.
“El jacuzzi”. No había pegado ojo en toda la noche pensando en cuál sería la mejor manera de compartir un momento tan íntimo con Daniel sin ceder ante mis instintos de ahogarlo en el agua con olor a rosas. El premio de Zalazar y Tania era una cena romántica en un yate. Me corroía la envidia. ¿Por qué no me había podido tocar algo así? Ahí la tendría más fácil: Podría lanzar a Daniel por la borda y quedarme compartiendo la cena con el guía de nuestra excursión que tenía bíceps de pescador y parecía saber mucho sobre ballenas. Pero no. El universo estaba empecinado en hacerme saltar de una situación incómoda a la otra.
La mayoría de los expositores exhibían prendas de invierno o material de esquí para las excursiones al norte nevado. Los trajes de baño solo eran prácticos en las aguas termales.
—Yo pago. Tú toma lo que quieras —me dijo Tania cuando llegamos a esa sección.
—Ah, no, no, yo…
—Insisto. Acéptalo como un regalo.
Le agradecí con un asentimiento y comencé a pasar la vista por los lindos conjuntos de una sola pieza, deteniéndome aquí y allá para examinar algunos más de cerca. Suspiré. ¿Cuándo llegaría el día en que fuera yo quien llevara a alguien especial a una tienda, me bajara las gafas oscuras, removiera mi cabello como la reverenda ama y le dijera: “Escoge lo que quieras, yo pago”. Si salía invicta de esta misión, podría hacerlo.
—¿Qué tal este? —Tania me mostró un diminuto bikini rosa que no dejaba mucho a la imaginación.
—Es bonito. Pero un poco… no sé, ¿atrevido?
—Esa es la idea, ¿no? —Se acercó a mí y murmuró en un tono confidencial—. Si no, ¿cómo vas a mantener a ese dios que tienes como marido?
Poco faltó para que me riera en su cara, pero supe controlarme.
—Voy a seguir mirando.
Avancé hasta la otra fila de bañadores, un poco más recatados. Examiné uno de color beige que cubría gran parte del abdomen y hacía juego con una falda tejida.
Llevé una mano a mi cuello y fue el detonante para que los recuerdos de la noche anterior se agolparan en mi mente: Daniel trazando un camino de besos por él, mordisqueando mi piel, volviéndome loca con su fragancia de hombre, torturándome con el ir y venir de sus dedos en mi muslo… Mi espalda se enderezó por la ráfaga de excitación que me sacudió el cuerpo.
Esta vez habíamos llegado demasiado lejos. Más bien, él lo había hecho.
Me masajeé las sienes. ¿A qué estaba jugando? Si seducirme y calentarme se había convertido en una nueva diversión para él, no tenía ni la más mínima gracia. La sospecha de que también pudiese estar haciéndolo para alimentar su propio ego hacía que me hirviera la sangre de solo pensarlo. Pero… había una tercera posibilidad, y pensar en ella era lo que me había mantenido toda la noche en vela; soñando despierta con unos ojos grises que tomaban la apariencia de abismos oscuros, con el sonido de una respiración errática, con unas manos que veneraban mi piel... Había un porqué rondando en mi cabeza que todavía no tenía respuesta.
Devolví a su lugar el puritano traje beige y me giré hacia Tania.
—¿Dónde estaba ese bikini rosado?
Ella me miró asombrada por mi cambio abrupto de parecer.
—Lo dejé por allá. En la primera fila.
Pasé por su lado con decisión y fui en busca de la atrevida prenda.
Se acabó. Al carajo todo. Esta noche despejaría todas mis dudas sobre esa tercera posibilidad.
***
¿Por qué estaba tan nerviosa? Las manos me temblaban, y no necesariamente por el frío. Parecía un vibrador andante.
Me contemplé en el espejo. El provocativo bikini cubría solo los lugares estratégicos. Una vez más, volvía a caer en esa espiral de malas ideas que únicamente me parecían buenas cuando las estaba maquinando. Daniel tendría que ser estúpido si no se daba cuenta de mis intenciones.
—Señorita, ¿se encuentra bien? ¿Necesita algo? —La voz de la asistenta del jacuzzi me llegó desde el otro lado de la puerta del vestidor. La pobre debía de haber estado esperando más de quince minutos allá afuera, congelándose las canillas.
—No, no, ya salgo.
Respiré hondo. No había vuelta atrás. Me revolví el cabello suelto como había visto hacer en los tutoriales de belleza en YouTube y me cubrí la desvergüenza con un largo abrigo.
La chica pelirroja me recibió con expresión aliviada cuando abrí la puerta.
—Hah, pensé que se había desmayado allá dentro. Sígame, por favor.
El jacuzzi estaba a las afueras del hotel, y para llegar hasta él había que atravesar un largo camino de tablas flanqueado por farolitos que parecían luciérnagas en la noche. Las montañas y el bosque ya no eran más que sombras en la lejanía. A salvo de la contaminación de la ciudad, el oscuro cielo parecía un espejo de la galaxia, con miles de astros titilantes. Lo hubiese disfrutado más de no haber estado tan nerviosa.
—Su esposo ya la espera en el jacuzzi —me informó la chica, caminando imperturbable unos pasos por delante.
No sé por qué, pero tenía la sensación de estar siendo escoltada al harén de un jeque árabe o a los aposentos de un mafioso.
Casi me di de bruces contra ella cuando hizo un alto en el camino.
—A partir de aquí sigue usted sola. Si necesitan algo, solo deben apretar el botón rojo. Pueden estar el tiempo que estimen conveniente hasta la mañana. Disfruten de su privacidad. —Hizo una especie de reverencia antes de salir disparada en la dirección contraria.
Cuando vi su silueta perderse en la oscuridad, me atreví a mirar al frente, solo para quedarme embelesada por la visión de una fantástica estructura de cristal que semejaba la forma de una cúpula. Las paredes teñidas de blanco por el vapor de agua le daban la apariencia de una hermosa esfera nevada de las que reposaban en las vitrinas de las tiendas de regalos en Navidad. El muñecón de nieve me esperaba dentro.
A medida que me acercaba, la presión en mi pecho iba en aumento. Subí con indecisión los peldaños de madera y abrí una pequeña puerta de cristal que daba a un corto pasillo acristalado, antes de poder adentrarme finalmente en aquel espacio resguardado del frío.
Si el exterior me había dejado anonadada, con el interior se me descolgó la mandíbula. Un olor dulce impregnaba el ambiente. Las velas sobre las tablas de madera recreaban una atmósfera de ensueño, y el protagonista de esa fantasía yacía relajado en las agitadas aguas. Tenía recostada la espalda sobre una de las paredes del jacuzzi, con los brazos extendidos sobre el borde. Hubiese jurado ver el asomo de una sonrisa cuando me vio entrar, aunque también hubiese podido ser un efecto de la tenue iluminación.
—Hola —murmuré.
—Hola. —El cabello húmedo estaba peinado hacia atrás y la luz de las velas resaltaba el atractivo de su rostro.
Me quedé inmóvil más tiempo del que debía, sopesando si quitarme el abrigo de una vez, o salir huyendo como un correcaminos y no parar hasta mi apartamento en Miami.
—¿Te vas a meter al agua con el abrigo? —bromeó.
—Ja, ja, claro que no, tonto. —Aunque en ese momento me parecía la alternativa menos disparatada.
Me mordí el labio, repasando mentalmente todos los manuales de seducción. El temblequeo era tanto que estuve tentada de acelerar el proceso desprendiéndome del abrigo de la manera más matapasión y anticlimática posible y corriendo hasta el agua para que Daniel no tuviera tiempo de reparar en el bikini. Pero su mirada retadora me impidió flaquear.
Respiré hondo y caminé hasta el borde. Me detuve justo frente a él, para que no tuviera más opción que contemplarme mientras me desvestía. Sin dejar de mirarlo, comencé a desabrochar los botones, tomándome mi tiempo, y dejando que la tela fuera cediendo poco a poco, exponiendo primero la zona de mis pechos. Sus glaciales ojos seguían con atención el recorrido de mis manos, y regresaban a mi rostro para buscar el contacto con los míos. El maldito cabrón lo sabía. Sabía que mi intención era provocarlo y por el brillo malicioso en su mirada, intuía que había aceptado el desafío.
Olvidando toda la vergüenza, desplegué ambos extremos del abrigo, mostrando mi cuerpo casi desnudo; deslicé la tela por mis hombros con exquisita suavidad y dejé que resbalara por mis brazos, disfrutando del placer morboso de estarme exhibiendo para él.
Su pecho subió con una respiración profunda. Tomó una copa de vino para llevársela a los labios, sin romper el contacto visual. Era el primer indicio, pero no la confirmación absoluta.
No me consideraba la mujer con la autoestima más inflamada del planeta, pero en esta ocasión tenía que reconocer que debía lucir escandalosamente bien con mis botas negras ajustadas hasta la rodilla, la diminuta prenda rosa que resaltaba mis atributos, el abrigo caído sobre mis antebrazos a lo “femme fatale”, y los mechones alborotados de mi cabello contorneando la forma de mis senos. La manera en la que Daniel escrutaba mi cuerpo de arriba abajo como si estuviese contemplando una diosa, hacía que renacieran las esperanzas en esa tercera posibilidad.
Me agaché para bajar la cremallera de mis botas, inclinándome un poco hacia adelante para pronunciar mis pechos. El riesgo de que la escasa tela que a duras penas cubría parte de mis senos se moviera de lugar y mostrara más de lo debido, me excitaba demasiado. Dejé las botas a un lado y me deleité con la calidez del suelo de madera bajo mis pies desnudos.
Daniel estaba muy callado. Se limitaba a mirarme como un depredador acechando a su incauta presa. Quería sacarle las palabras a toda costa.
—¿Está caliente el agua? —pregunté lo primero que se me ocurrió.
Por su expresión ladina anticipé la naturaleza de la respuesta.
—¿Por qué no la pruebas y sales de la duda? —me retó.
Mi cuerpo tembló como una gelatina y el abrigo cayó al suelo. Estas ambigüedades y dobles juegos me iban a dejar el cerebro frito.
Comprobé con la punta del pie que el agua estuviera caliente antes de hundir una pierna y luego la otra. El sistema de chorros a presión creaba turbulencias en la superficie que me impedían ver más allá del pecho de Daniel.
Apoyé las manos en el borde para sentarme, pero mis pies resbalaron y terminé cayendo de culo en el suelo del jacuzzi, salpicando agua por doquier. A la mierda todo el teatro. Wattpad, te he fallado.
La carcajada de Daniel terminó de barrer del suelo los últimos cristalitos de mi orgullo roto.
—¿Sabes por qué te pasa eso? —preguntó el causante de todas mis desgracias.
—¿Será porque el piso está resbaloso? —solté mi mejor sarcasmo.
—Y porque estás demasiado obsesionada con que todo te salga perfecto. Por eso llegas tarde a todas partes, y me has hecho esperar más de 30 minutos hasta que apareciste por esa puerta.
Esto no estaba saliendo para nada como lo había planeado, pero ya debería estar acostumbrada. Tomé la liga que rodeaba mi muñeca y recogí los mechones sueltos de cabello en un moño desenfadado.
—¿Y cómo es que tú sí consigues que todo te salga perfecto, Don Perfecto? Nunca te he visto caerte, ni tener un tropezón, ni siquiera recuerdo que tartamudearas hablando en la radio. ¿Eres un alien?
—Sí me ha pasado, muchas veces, como a todo el mundo; que no me hayas visto u oído es otra cosa.
—Qué casualidad.
—La clave no es “no equivocarse”, Oriana. —Volvió a asumir el rol de odioso profesor que se creía dotado de la sabiduría eterna—. La clave es…
—Aprender de los errores —completé con aburrimiento.
—No...
—¿Echarle la culpa al karma?
—¡No me interrumpas! —Con una mirada amenazante me desafió a que me atreviera a pronunciar otra palabra. Respiró hondo antes de relajar el tono—: Cuando tú te equivocas, tu cara de derrota hace más evidente el error. La clave es no demostrar debilidad y hacerlo tan creíble que las otras personas lleguen incluso a pensar que fueron ellos quienes fallaron o escucharon mal.
Qué hablador estaba de repente. Prefería que usara su lengua para otros fines más placenteros; que sustituyera sus doctos consejos por frases ardientes y sucias que me hicieran perder la razón. Moría por enterrar mis dedos en su cabello, y guiar sus labios a mi sexo hasta empaparle la boca con mi humedad.
—¿… la esposa de Zalazar?
Me miró como esperando la respuesta a una pregunta que yo ni siquiera había llegado a escuchar completa por estar haciendo el Kamasutra mental con él. Apenas fui consciente de que había cambiado de tema. Por suerte no era tan difícil deducir lo que él quería saber.
—Solo nos fuimos de compras —respondí cautelosa—. No pude sacar mucho de ella. Lo más relevante es que Martín, el falso colombiano ese, no parece ser parte del paquete vacacional de los esposos. Tampoco son amigos él y Zalazar. Lo está acompañando aquí por negocios… o algo más.
Daniel frunció el ceño y por un momento temí que su comentario fuera “eso no fue lo que te pregunté”.
—Qué extraño. —Frotó con la mano su incipiente barba—. ¿Tania te dijo eso? Porque en la cena de la otra noche entendí que Martín se refirió a Zalazar como su amigo.
—No me acuerdo de si esa fue la palabra que usó exactamente, pero Tania negó que lo fuera.
Arqueó las cejas con fastidio por las nuevas intrigas que estaban saliendo a flote. Pareció meditarlo un poco:
—Es probable que esté vinculado al blanqueo de dinero con los hoteles de Zalazar. La cuerda siempre se rompe por el lado más débil y si logramos encontrar una conexión entre ellos, tendríamos algo para sacar a la luz —propuso.
—Pero eso ya no es parte de la misión, Daniel. Te recuerdo que el objetivo es encontrar la relación de Zalazar con la venta de armas al Sur, no con el lavado. No quieras luchar por el premio Pulitzer.
Mientras menos me adentrara en los negocios turbios de ese señor, más a salvo estaría. Mi único objetivo era la recompensa monetaria, y ya tenía la mitad en mi poder. Kevin se estaba encargando de enviarla en pequeñas cantidades, o de intercambiarla por productos de primera necesidad con destino a mi hogar, en Cuba.
—Cualquier cosa que descubramos ayuda a la investigación —contrastó—. No podemos dejar cabos sueltos. También está ese otro hombre, Berto. Es un sujeto inusual. Hoy en el barco me dio la impresión de que no está aquí por su propia voluntad.
—¿Por qué? ¿Qué hacía?
—Lo noté demasiado nervioso, no habló ni dos palabras en todo el viaje, y buscaba cualquier excusa para estar lejos de Zalazar y sobre todo de Martín.
Me encogí de hombros.
—A lo mejor es tímido, o poco hablador. Es italiano, ¿no? Tal vez le cueste trabajo por el idioma.
Mi respuesta no pareció convencerlo pero se acomodó mejor en el jacuzzi en señal de que el tema estaba cerrado.
—Bien, ya hablamos de trabajo, ahora… —Dejó la frase inconclusa flotando en el aire.
—¿… Ahora qué? —Lo invité a continuar, con la ansiedad haciéndome estragos en el estómago.
Se humedeció los labios con la lengua de manera sutil y atrapó mi mirada escurridiza.
—¿Qué vamos a hacer el resto de la noche, Oriana?
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