En el foso de los leones
Cuando no llegábamos muy tarde, llegábamos demasiado temprano. Los horarios no se habían diseñado para mí, pero al menos esta vez no había sacado de quicio a Daniel con mi tardanza.
Además del personal, solo había un pasajero en el salón. Recostado al cristal de la ventana, fumando un habano, y vestido con un sencillo traje blanco, Berto nos hizo un saludo con la cabeza desde la distancia. No parecía tener muchas ganas de acercarse a interactuar con nosotros, y yo le estaba agradecida por eso.
Localicé a Cristian en el minibar y me giré para comunicarle a Daniel mis intenciones. Él asintió y lo vi alejarse en dirección a Berto para intercambiar un saludo de manos, mientras yo me encaminaba a la barra.
Nada más verme, Cristian interrumpió lo que estaba anotando en un papel, para dedicarme toda su atención.
—¡Eh, belleza! —Su característica sonrisa no tardó en aparecer—. Dichosos los ojos que te ven. ¿Cómo la estás pasando?
—Uf, súper. —Me acomodé como pude en el asiento tapizado—. El Parque Denali tiene las vistas más increíbles del mundo. Tantos colores…
—Eso me han dicho y bueno, lo que he visto en Google —comentó con cierta pesadumbre, poniendo delante de mí una elegante copa de cristal.
—¿Cómo? ¿Nunca has estado en la reserva?
—No hombre no. —Vertió un poco de vino en el recipiente y me lo ofreció—. Yo nunca había pasado de Seward pa’arriba. Esta es la primera vez, y ni siquiera cuenta, porque tuve que quedarme en el tren.
Hice un brindis en el aire, mostrándole mi sonrisa más sincera.
—Tal vez algún día podamos ir tú y yo.
—Oye, oye, ¿me estás tirando el plomo, belleza? —Sonrió con picardía—. Mira que tu marido parece un tipo fino de estos que se comen la pizza con tenedor, pero bien que me saca como dos cabezas de alto. Un piñazo de él me manda pal hospital enseguida.
Comencé a toser porque la carcajada había mandado el vino por el “camino viejo” en mi garganta.
—¡Ay, que se me ahoga! —Me sobó la espalda hasta que los espasmos cesaron un poco.
—Ya… ya estoy bien —dije, todavía con la voz entrecortada, quitándome el exceso de agua en los ojos.
—¿Segura?
—Sí, sí.
Echaba de menos esto. Hablar con una persona que me hiciera sentir como en casa.
—Me refería a ir a Denali como amigos, bobo. —Le di un empujoncito cuando me recompuse un poco.
—¡¿Como amigos?! Nah, nah, yo no creo en eso de la amistad entre un hombre y una mujer.
—¿Ah no? Pues mi mejor amigo es un hombre.
—Bueno, ahí pueden estar pasando dos cosas: O es muy penco para decirte que está pa' ti, o es gay.
Le ofrecí una sonrisa de rendición.
—Has dado un poco en el clavo —acepté—. Mi mejor amigo es homosexual.
—Ah ¿viste?
Extrañaba muchísimo a Kevin. Demasiado, en realidad. Se había convertido en un pilar fundamental en mi vida, y ahora tenía que hacerme a la idea de que tal vez no lo volvería a ver por un tiempo. Me dolía el corazón de solo pensarlo.
Al parecer Cristian malinterpretó mi repentino cambio de humor, porque rápidamente agregó:
—Pero tú y yo podemos hacer una excepción. Estoy dispuesto a ser tu amigo.
—¿En serio? —Ahuequé las manos bajo mi rostro como una niña pequeña deslumbrada.
—Serio, serio. ¿Tu marido no es celoso, no?
—No, no, para nada.
Nuestra vista vagó maquinalmente hasta Daniel, que ya no estaba con Berto, sino con una de las chicas que contribuía con la limpieza y el orden en el vagón. La charla parecía bastante entretenida, a juzgar por las risas compartidas. Suponía que era así como Daniel había averiguado la ubicación del despacho de Zalazar.
—Y tú no tienes razón para estar celosa tampoco. —Volvió a mirarme Cristian—. No tienes competencia.
Sonreí a medias. Cristian no podía siquiera imaginar que yo no tenía motivos para sentirme celosa de otra mujer, cuando se trataba de Daniel.
Dirigí la vista hacia el otro extremo del salón, donde se encontraba Berto, y no supe por qué me sobrecogió tanto lo que vi. Rodeados por una fantasmal nube de humo de tabaco, los ojos verdes del italiano estaban fijos en mí, exactamente como el día de nuestra salida del hotel. Él trató de disimular haciendo como que examinaba la cristalería colgada del mueble del bar, pero fue en vano.
Existía la terrible posibilidad de que sospechara de nosotros, pero era muy extraño que esas sospechas no se hubiesen trasladado a Zalazar y a Tania. Además, Daniel me había contado que Berto intentaba guardar las distancias con el propio Zalazar y con Martín. En efecto, el italiano silencioso de cabello rubio lucía demasiado nervioso e incómodo, como si hubiese preferido saltar por un acantilado antes que viajar en este vagón de tren. A diferencia de la mirada segura y prepotente de Martín, en los ojos de Berto había miedo, y puede que estuviese equivocada, pero podría jurar que había una súplica implícita.
Tras echarle una última ojeada disimulada y comprobar que seguía velándome, me incliné para susurrarle a Cristian:
—¿Y él por qué mira tanto para acá?
—¿Quién? —Cristian casi se despescuezó buscando al objetivo por encima de mi cabeza.
—¡Niño, no seas indiscreto! —lo reprendí tomándole la mano.
—Ah, ¿te refieres al rubio ese? —susurró.
—Sí, ese mismo.
—A lo mejor porque te ve muy bonita, y te está vacilando.
Resoplé.
—Lo dudo. No creo que yo sea del gusto de los italianos.
—¡¿Italiano?! ¿Cómo que italiano? —preguntó con extrañeza.
—¿Él no es italiano? —Traté de mantener el rostro impertérrito mientras esperaba la respuesta.
Chasqueó la lengua.
—Qué italiano ni italiano. Ese tipo tiene de italiano lo que yo tengo de ruso.
Tragué en seco. Otra pieza chueca del puzzle. Estaba segura de que Zalazar había dicho que venía de Italia. O puede que Daniel y yo lo hubiésemos malinterpretado. ¡La madre que me parió! Martín, “el colombiano” que no era de Colombia, y Berto, “el italiano” que no procedía de Italia; a este paso yo acabaría llamándome “Oriana la coreana”. Estaba empezando a creer que, salvo Zalazar y su esposa, nadie era quien decía ser. Esto se estaba convirtiendo en un juego de impostores del que no me hacía ni pizca de gracia ser parte.
—¿Puedes ponerme otra ronda, más fuerte? —le pedí. Necesitaba algo que me serenara, y pese a las advertencias de Daniel, el alcohol era ese algo.
Y ya está. Volvía a ser la mujer inestable con nula inteligencia emocional que tomaba decisiones absurdas, como encharcar su estómago con alcohol, porque era incapaz de lidiar bien con la realidad.
Cuando Cristian estuvo a punto de agregar el Ron al refresco de Cola, lo detuve.
—No, no, espera… mejor dame el refresco solo.
—¡¿Solo?!
—Sí. Necesito tener mis cinco sentidos bien puestos.
Me felicité internamente por mi modesta muestra de lucidez.
—Oye, por cierto —Carraspeé—, ¿cómo sabes que ese hombre no es ital…?
—Buenas noches, Raquel.
Di un salto culpable en la silla en cuanto escuché la voz ronca de Zalazar a mis espaldas y me giré para enfrentarme a él y a Tania, que se acercaban tomados del brazo, seguidos por la figura alta y siniestra de Martín.
—Buenas noches. —Asentí, volviendo a tocar el suelo con mis tacones.
—Luce espléndida. —Me elogió Zalazar, aunque de un modo que no pretendía ser libidinoso, sino más bien apreciativo.
—Gracias. Ustedes también se ven increíbles.
No estaba mintiendo. El conjunto negro que Tania había comprado para él se le amoldaba al cuerpo de una manera que superaba mis expectativas, y el vestido blanco de ella, con una capa que caía desde los hombros hasta el suelo, la hacía parecer una auténtica dama de la mafia.
—Espero que tu esposo y tú hayan podido “limar asperezas” en la ducha —comentó Tania, arqueando una ceja provocativamente.
—Sí, nada que una sesión de ducha no pueda arreglar —le contesté en el mismo tono, ignorando la mirada oscura de Martín.
El cruce de insinuaciones fue interrumpido cuando Daniel se nos unió y la chica del personal que lo acompañaba nos hizo saber que la mesa estaba lista.
—Perfecto —convino Zalazar—. Si los demás están de acuerdo, no quiero dilatar más la cena.
Y si el mafioso dictaba que era la hora de comer, nuestros estómagos obedientes empezaban a sentir un hambre voraz.
Curiosamente, ocupamos casi los mismos lugares que el día de la ceremonia: Zalazar presidiendo la mesa, con Tania a su mano derecha llevando una novela sobre el regazo, Daniel y yo codo con codo en el flanco izquierdo, y Berto y Martín como dos enemigos enfrentados a nuestro lado. El momento ideal para que se produjera un corte de electricidad en todo el tren.
Al gesto en el aire de Zalazar, Cristian acudió presto a la mesa, con las manos detrás de la espalda. La sonrisa actuada había sustituido a la expresión risueña y natural que tanto me gustaba.
—¿Qué se lo ofrece, señor?
—Tráeme la bebida especial —ordenó.
—Enseguida.
Nada más escuchar la palabra “especial”, las alarmas se encendieron. Según mi experiencia, esa palabra nunca solía acompañar a nada bueno, y menos cuando salía de la boca de un delincuente.
En efecto, mi “olfato” no me engañaba. La botella que contenía la bebida especial carecía de etiquetas o marcas que dieran pistas sobre su contenido o procedencia.
—Apuesto a que nunca han tenido algo como esto en su mesa —alardeó Zalazar—. Este es un whisky elaborado por las manos expertas de los moonshiners de Alaska.
Respiré un poco aliviada. Como su apelativo lo dejaba entrever, Moonshine era una bebida “hecha a la luz de la luna”; casi un eufemismo para identificar al alcohol que producían los destiladores ilegales en los bosques para evadir los altos impuestos. Sí, era un delito, pero al menos no era de los más graves. Ahora bien, tendrían que matarme para que probara una asquerosidad dudosa como esa.
Tania fue la primera en hacerse eco de mis pensamientos.
—En lo que a mí respecta, jamás probaría algo hecho con métodos tan rústicos y poco sanitarios.
—Tú no, querida, pero muchos otros sí —objetó Zalazar.
Martín llenó su vaso con la bebida y su próximo movimiento me dejó sin sangre en el cuerpo.
—Tenga. Pruébelo usted. —Me acercó el recipiente, esbozando una sonrisa lisonjera—. ¿No siente curiosidad?
“Obvio que no” —era lo que quería gritar, pero ¿de veras podría hacerle semejante desaire?
Tragué en seco, mirando el repugnante líquido incoloro, que quién sabe si estuviera mezclado con el pis de un viejo moonshiner. Mis dedos inseguros tocaron el frío cristal, antes de que se alejara de mí.
—Yo lo probaré. —Daniel había tomado el vaso, ante mi completo desconcierto—. Siempre me ha atraído lo prohibido.
—Já, en eso coincidimos, amigo —dijo Zalazar—. No hay nada como el dulce sabor de la ilegalidad.
Vi con horror cómo Daniel se tragaba la mitad del líquido en mi lugar y cómo hacía una mueca de total desagrado.
—Hah… Bastante amarga la ilegalidad, por cierto.
Zalazar soltó una carcajada:
—Ese es el precio que hay que pagar, supongo.
A mi lado, Berto no dejaba de mover el pie repetidamente como si tuviese un tic, y estaba consiguiendo infundirme su nerviosismo. Por fortuna los platos no demoraron en llegar a la mesa.
Delante de mis narices cayó un apetitoso salmón ahumado que olía exquisitamente bien. La boca se me hizo agua, pero eché un vistazo alrededor para comprobar que todos hubieran empezado a comer sus respectivos platillos para poder hincarle el diente al mío sin vergüenza alguna. Justo cuando estaba por ceder al pecado de la gula, hubo algo que me hizo detenerme. Sin despegar los ojos de mí y de la zona de mi escote, Martín se saboreaba los labios con el mayor descaro, como si yo fuera el jugoso filete que tenía en su plato.
Carraspeé para librarme de la perturbación. ¿Por qué parecía que estos tipos acabaran de salir de una cárcel y no hubiesen visto una mujer en años? ¡Dios, así no había quien comiera en paz!
De pronto se me ocurrió una idea desesperada para hacer que apartara la vista. Pinché un trozo de salmón con el tenedor y le di un toquecito en el hombro a Daniel para que me atendiera.
—Prueba esto, mi amor —le dije con la mayor dulzura—. Está exquisito.
Él me miró como si me faltara un tornillo, pero yo lo presioné arqueando las cejas. Dudando un poco, abrió la boca para recibir el trozo de salmón, provocándome un cosquilleo en el estómago. Alimentar a Daniel era una nueva emoción descubierta. Me quedé mirando embobada cómo su marcada mandíbula se movía de la forma más sexy que había visto en mi vida mientras masticaba la jugosa carne.
—¿Te gusta? —quise saber.
Su respuesta fue una falsa sonrisa de conformidad.
Entonces recordé… que a Daniel no le gustaba el salmón.
Ay coño. El pobre hombre. Hoy no era su día.
Pero al menos había servido para que Martín, visiblemente fastidiado, volviera a centrarse en el filete curvilíneo de su plato.
Sin embargo, debí prever que Daniel interpretaría mi proceder como uno de mis clásicos intentos infantiles por molestarlo. "Cría fama y acuéstate a dormir", decía el popular refrán. Fui testigo del momento en que recogió de su plato con el tenedor un trozo abundante de pulpo, que él sabía que yo odiaba a muerte, e hizo el avioncito hasta mi boca, como parte de su retorcida venganza. Quién era el inmaduro ahora.
—Come un poco de pulpo, vida mía. Sé que te gusta —dijo con una sonrisa ladeada.
Lo mato. Lo mato.
La escena atrajo la atención de Zalazar y Tania, así que no podía permitirme dar un paso en falso. Suavicé la expresión e hice tripas corazón para meterme aquella cosa babosa en la boca. Forcé una sonrisa de satisfacción mientras estrujaba el mantel con las manos y luchaba por no regurgitarle en la cara a Daniel la extremidad de Úrsula, la bruja del mar.
—¿Tiene buen sabor? —preguntó Zalazar.
—Mmh… umjú, echquichito —traté de decir removiendo la masa de un lado para el otro en mi boca.
—Deberían probar también las ostras de Alaska. —El maldito narco señaló un platillo con repulsivas masitas gelatinosas—. Son deliciosas. Alaska es el único lugar donde las comemos mi esposa y yo. Vienen directo del Prince William Sound.
Fue como sonar la pistola de la carrera para que la mano de Daniel y la mía salieran disparadas hacia la desagradable meta. Él se apoderó de una y yo a duras penas de otra.
—Oh, deberían hacer esa escena de las bodas —sugirió Tania con los ojos brillantes de excitación—, cuando los esposos cruzan las copas para beber cada uno en la del otro. Pero en este caso con ostras.
Obligué a mi cara a demostrar deleite mientras mi mente ideaba maneras de arrojar por una ventana el libro de romance que tenía Tania sobre el regazo.
—Suena bien —coincidió el bastardo de Daniel—. ¿Lo intentamos, vida mía?
—Eh… no s…
Ni siquiera tuve oportunidad de responder. Me tomó la muñeca y llevó mi mano con la ostra hasta muy cerca de su boca, mientras aproximaba la de él a mis labios. Nuestros ojos volvieron a conectar, pero ¡por dios!, esta vez no era nada sexual, era más bien una tortura.
—Lo mejor es que la tragues sin pensar, cariño —me provocó Daniel, con el jadeo de Tania de fondo.
Estuve a punto de ceder, pero tuve una idea que le gustaría más a Tania y que me ahorraría el mal trago. Si ella quería una escena, yo le daría una.
—No, espera, se me ocurre algo mejor. —Le arrebaté su ostra inmunda de la mano y la devolví al plato. Cambié a un tono de voz más seductor—. Te voy a enseñar, mi amor, a comerlas como leí en un libro.
Sin meditarlo mucho, me levanté de la silla y me senté de lado sobre las masculinas piernas, ante su claro desconcierto.
—Echa la cabeza hacia atrás y abre la boca —le ordené.
Él frunció el ceño con recelo, pero obedeció como el “esposo complaciente” que era. La visión de sus sensuales labios entreabiertos, esperando por lo que sea que yo fuera a hacerle, me puso al cien. Los botones desabrochados de su camisa me permitían ver el nacimiento de su musculoso pecho.
La tentación era tanta que no pude refrenarme de depositar en la comisura de su boca un beso que no formaba parte del guion e hizo que él casi sonriera y que me diera un apretón en el muslo descubierto. Acerqué la ostra a sus labios y dejé que el contenido resbalara dentro de su boca, y justo cuando adiviné que la fría gelatina se iba a deslizar por su garganta, me incliné para pasar la lengua por su cuello en la dirección opuesta.
—¡Cielo santo! —Escuché decir a Tania—. Para qué necesito la ficción si los tengo a ustedes.
Me incorporé en mi asiento con una radiante sonrisa, como si no acabara del lamerle el cuello a un hombre en frente de todos. Las reacciones de los demás conformaban un cuadro inconexo. Berto se había teñido de rojo como un tomate, Martín exhibía una sonrisa lasciva sin tapujos, Tania se abanicaba la cara con las manos, Zalazar nos contemplaba con una media sonrisa, como si fuéramos un par de niños haciendo travesuras frente a los adultos, y Daniel me miraba completamente anonadado.
Tras ese breve momento de agitación, la cena derivó en una charla anodina entre Daniel, Martín y Zalazar sobre pesca en el hielo en el norte de Alaska. Tania los observaba entre largos bostezos y Berto seguía manteniendo su racha de no pronunciar una palabra en toda la velada, hasta el punto en que llegué a pensar que era mudo. Después de liquidar el salmón, pasé a degustar una salchicha que sabía mucho mejor de lo que había imaginado.
—Mmh… esto está muy bueno. ¿De qué es? —le pregunté a Cristian cuando recogía unos platos de la mesa.
—Es salchicha de reno. La especialidad del chef.
Dejé de masticar en el acto.
—¡¿… De qué?! —dije tápandome la boca llena.
—De reno, cariño. —Metió la cuchareta Daniel con la burla pintarrajeada en el rostro—. Cortesía de Papá Noel, debes de haber sido una buena chica este año.
La carcajada de Tania resonó en todo el salón.
—Qué chistoso eres, mi amor —contesté con sarcasmo y me levanté de la silla. Zalazar me imitó por cortesía—. Necesito ir al baño.
—En este piso hay uno —me orientó él—. Siga hasta el final, a la izquierda, ¿o era a la derecha?
—¿Quieres mi labial, para el retoque? —Tania rebuscó en su bolsita de perlas.
—Gracias. —Tomé la barrita de color oscuro de marca “no me importa” y me escabullí de la mesa.
—Espere, señora. —Me detuvo la chica del personal—. El chef agradecería una clasificación.
—Ah… eh… ¿Cuánto es el máximo? ¿Cinco?
—Sí.
—Pues… —“Cero, cero, cero”— Cinco, cinco estrellas —dictaminé antes de abandonar el salón.
***
Nada más salir, sentí como si la presión desapareciera de golpe de mi cabeza. Tuve incluso que recostarme a la pared para recuperar el aire. ¡Qué va! Lidiar con esas personas me dejaba sin energías y con los pies temblando. Eran demasiadas cosas a tener en cuenta, demasiados engaños, demasiado en juego… Estaba agotada.
Fui dejando atrás la puerta del salón para recorrer el pasillo flanqueado por ventanas de cristal a través de las cuales era imposible distinguir algo más que sombras. La única iluminación provenía de unas lámparas en el techo que irradiaban una luz mortecina y casi espectral. Los pasillos de los otros vagones debían de estar muy animados, con pasajeros yendo de aquí para allá, contemplando el paisaje nocturno a través de los cristales, y niños correteando por doquier, fantaseando con ver pronto la nieve caer; pero el reservado de Zalazar estaba casi desierto.
Este ambiente solitario alteraría los ánimos de cualquier otra persona. No los míos. Había sido testigo de muchas cosas en mi corta vida, para saber que estar en una habitación con otras personas era más peligroso que estar en una habitación a solas.
Al final del pasillo, una escalera bajaba al piso inferior en el que estaban nuestras habitaciones, y justo antes, dos puertas, una a cada lado, parecían portales al inframundo. “Por favor, Oriana, es solo el baño, basta de pensamientos sombríos”. Definitivamente, estaba más paranoica de lo normal.
¿Zalazar había dicho a la izquierda o a la derecha? “De tín marín de dos pingüé” y ganó la derecha.
—¡Ay pin…tura!
Retiré la mano bruscamente al sentir un pinchazo en la mano. Un pequeño y casi imperceptible puntito rojo apareció en el centro de la palma. Examiné el pomo de la puerta con forma de diamante. Por qué coño algo tan manipulable tenía una punta tan filosa. Probé una vez más pero esta vez con más cuidado y la puerta cedió, dando paso a una habitación completamente a oscuras.
De pronto tuve un mal presentimiento. Observé con más detenimiento el pomo de la puerta que debió de haberse quedado con pruebas incriminatorias. Puede que pareciera una loca con delirio, pero tomé la cola de mi vestido y limpié con ella el diamante. Luego le di unos toquecitos a la punta filosa con el pintalabios usado de Tania. Me cercioré de que no viniera nadie por el angosto pasillo antes de echar un vistazo en la habitación. Usando la cola de mi vestido como guante encendí el interruptor y las luces desplazaron a las sombras. Avancé dos pasos. Tal y como me temía, no era el baño. Era un cuarto espacioso, con cortinas rojas a juego con unas exóticas alfombras, y un escritorio en el centro. El aire abandonó mis pulmones cuando fui plenamente consciente de dónde estaba. El despacho de Zalazar.
—Por lo visto decidiste actuar por tu cuenta.
El grito se me quedó estancado en la garganta cuando me giré espantada para encontrarme con Daniel bajo el marco de la puerta.
—Ay coño, qué susto me diste —murmuré con la mano en el pecho, sintiendo el bombeo acelerado del corazón.
Me quedé ciega cuando él apretó el interruptor con una mano enguantada y cerró la puerta tras él.
—¡¿Qué estás haciendo?! —le susurré a las sombras—. No podemos estar aquí.
Detecté una silueta moverse y unos pasos en dirección al centro de la habitación. Quería escapar de allí, pero estaba paralizada por el miedo.
La lamparita del escritorio se iluminó como una luciérnaga en medio de la oscuridad. Daniel estaba inclinado sobre la mesa, abriendo las gavetas.
—No, no, no, no. —Comencé a temblar como una hoja—. Por favor, vámonos de aquí.
—Él no dejaría sin seguro la puerta de su despacho —dijo mientras sacaba un bulto de papeles de una de las gavetas—. Tuviste que haberla forzado.
—¡¿Qué?! No… yo no… —Tenía una opresión en el pecho que no me dejaba hablar—. Pensé que era el baño, lo juro. Y estaba… sin eso… sin seguro.
Clavé la vista en la puerta, temiendo que en cualquier momento se abriera. Y qué excusa podríamos dar para justificar que estuviésemos aquí. “Perdón, es que me confundí de puerta”. No. Eso era un tiro gratuito en la frente y un boleto sin escala a la tumba.
Vi con espanto cómo Daniel examinaba cada miserable hojita cual adolescente en la biblioteca de la escuela y fue como recibir un balde de agua fría que me sacó del shock.
—¡Repin…tura, no pierdas el tiempo leyendo, imbécil! Tírale fotos a todo eso y vámonos de aquí.
Afortunadamente me hizo caso y sacó el móvil cifrado para recopilar toda la información, pero eran una tonga de papeles.
¡Virgen de la Caridad! Ahora sí estábamos muertos. Di una vuelta en el lugar para calmarme pero no estaba funcionando. El corazón me iba a reventar en el pecho. Estaba empezando a sentirme enferma. Iba a morir de un infarto. Me iba a quedar tiesa antes de que Zalazar o alguien más atravesara esa puerta. Tal vez era lo mejor.
—¿Te falta mucho? —pregunté mordisqueándome la cutícula.
—Aquí dice algo de un envío de armas —informó como si nada.
Me llevé las manos a la cabeza.
—¡Ay, el coño de su madre! Él sigue leyendo. Él sigue leyendo en vez de tirar las puñeteras fotos. Lo mato —rezongué como si estuviera hablando conmigo misma en voz alta.
De pronto me quedé inmóvil cuando escuché pasos y risas en el pasillo, cada vez más cerca. Se dirigían aquí. Lo sabía. El tiempo pareció congelarse cuando los pasos se detuvieron frente a la puerta. Iban a entrar. Fue el momento más extraño de mi vida. No sentí nada, ni nervios, ni angustia… solo una repentina paz, y un único pensamiento, dedicado a mis padres.
🎙🖤🎙
Holiiii!! Para quienes tengan la curiosidad de saber de qué libro saca Oriana la inspiración para el numerito de las ostras🤭 pues es Amante de ensueño de Sherrilyn Kenyon❤, aunque en esa ocasión es el chico el que se lo hace a la chica😜.
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